domingo, 1 de octubre de 2023

De nombres y lenguas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, del historiador Carlos J. Hernando Sánchez, va de nombres y lenguas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com





Nombres y lenguas: Juan de Valdés y el diálogo español en Nápoles
CARLOS J. HERNANDO SÁNCHEZ - Revista de Libros
01 SEP 2023 - harendt.blogspot.com

Imaginemos un jardín cerrado en las afueras de una de las ciudades más pobladas de Europa, bajo la sombra de un volcán que oculta las ruinas de otras urbes sepultadas por el aparente silencio de los siglos, pero intuidas como códices iluminados en la oscuridad de una biblioteca. Pensemos en quiénes podían recorrer las calles de ese vergel, entre las formas simbólicas de fuentes y parterres. Situemos en ese escenario a algunos de los protagonistas de una sociedad en transformación, envueltos por el misterio de identidades atisbadas en el aura de sus nombres. Soñemos con desentrañar el secreto oculto tras su apariencia ficticia e intentemos aprender las reglas de un juego que se sirve de las palabras como joyas escondidas en cofres sellados por la historia. Adentrémonos por ese jardín histórico que enmarca uno de los diálogos más sugestivos escritos en la lengua sobre la que trata. Ese viaje por el tiempo y el espacio ―el siglo XVI en Nápoles― es la aventura que nos propone un libro que es un desafío, un estudio que es un compendio y un ensayo desgranado como un relato. Como la ciudad que acogió aquel diálogo, los nombres y hombres evocados en el título de esta obra se nos revelan con la resolución de los retratos inmortalizados por tantos pinceles contemporáneos. Esas miradas superpuestas se dirigen a un mismo horizonte que ahora podemos vislumbrar mejor al desentrañar el equilibrio entre literatura y realidad. Tal es el objetivo del diálogo que a la lengua española dedicó en Nápoles Juan de Valdés y cuya plenitud de significados restituye Encarnación Sánchez García en un estudio modélico1.
La autora analiza palabras sepultadas por demasiados olvidos para recorrer un laberinto humano y conceptual de artefactos sociales. Ninguna dimensión historiográfica es ajena al diálogo napolitano de Juan de Valdés, ni tampoco a este libro que restaura su sentido primigenio. Los personajes de ese diálogo han deambulado por la historia atrapados en el texto, a la espera de una mirada liberadora que restituyera su identidad de carne y hueso. La trayectoria de Encarnación Sánchez García la predisponía a abordar de forma innovadora una obra de esa envergadura. Desde su cátedra de Literatura Española en la Università degli Studi di Napoli L’Orientale, ha desarrollado una producción historiográfica de horizonte interdisciplinar donde las letras se erigen en testimonio del análisis social y político. Sus estudios sobre la producción literaria española en Nápoles durante los siglos áureos, plasmados en varios volúmenes decisivos2, no podían ignorar el Diálogo de la lengua, objeto de recientes ediciones y comentarios deudores de los hallazgos que la profesora Sánchez García viene exponiendo en los últimos años3.
Consumado el tímido aniversario de la muerte de Nebrija, cobra mayor actualidad la reflexión sobre una obra de tal relevancia, vinculada tanto al maestro andaluz como a la proyección externa de la lengua castellana, ahora marginada en gran parte de España. El nombre del humanista lebrijano aflora en el Diálogo de la lengua envuelto en una polémica con intrincadas raíces sociales y clientelares, mientras el aprendizaje de la lengua de Castilla, ya de España toda, se asocia a la gentileza y galanía en Italia para condicionar la materia de la obra y la selección de sus interlocutores. El propio Nebrija había dejado constancia en su Gramática de esa difusión, al afirmar que el castellano se había extendido «hasta Aragón y Navarra, y de allí a Italia, siguiendo la compañía de los infantes que enviamos a imperar en aquellos reinos»4. Pero al contrario que el código normativo del maestro andaluz, deudor de las aportaciones latinas de Lorenzo Valla en la corte napolitana de Alfonso V de Aragón, Valdés parece inspirarse en el método dialógico desarrollado por Giovanni Pontano bajo los sucesores de ese mismo monarca.
El protagonismo del nombre en la corte constituye el eje de esta investigación, cuyo interés para cualquier historiador, más allá del ámbito estrictamente literario, procede de sus implicaciones políticas, renovadas por la dinámica expansiva de la Monarquía que el viaje ceremonial de Carlos V por Italia tras la conquista de Túnez en 1535 ―momento en el que se enmarca la obra valdesiana― estaba actualizando con nuevas y antiguas declinaciones imperiales. Una época de novedades exigía responder a realidades innombradas, como testimonia Gonzalo Fernández de Oviedo en su gran descripción de las Indias, publicada mientras Valdés escribía su Diálogo. Pero la lengua, compañera nebrijana del Imperio, no podía aspirar sola al mero dominio: su mejor literatura era inseparable de la sociedad política. Así lo reflejaron en tierras italianas autores cercanos a Juan de Valdés, como Garcilaso de la Vega y Juan Ginés de Sepúlveda. Uno de los nexos doctrinales del Diálogo puede encontrarse en la obra del conde mantuano Baltasar de Castiglione, rival diplomático del hermano de Juan, el secretario imperial Alfonso de Valdés. Aunque este fue un implacable fustigador del papa mediceo Clemente VII, cuyos intereses defendió Castiglione como nuncio pontificio en la corte imperial de España, la pugna política, lejos de impedir las influencias de criterios, pudo favorecerlas. De hecho, Castiglione se hizo eco del prestigio de la lengua castellana y de la conveniencia de su aprendizaje por las elites italianas, en paralelo con otros factores de socialización como la moda5. Ahora contamos con renovadores estudios tanto sobre la difusión del modelo de corte formulado por el nuncio, como sobre esos exponentes españoles del Imperio carolino en la Italia de la década de 1530: desde los trabajos de Eugenia Fosalba acerca del crisol napolitano donde se configuró la obra de Garcilaso y su distanciamiento de la corte imperial en el laberinto aristocrático del Nápoles virreinal de Pedro de Toledo6, hasta los análisis sobre el aristotélico Juan Ginés de Sepúlveda, embarcado en defender la compatibilidad de la milicia con la moral cristiana, en abierta polémica con Erasmo7. A estos estudios viene a sumarse la investigación de Encarnación Sánchez García, que enriquece de forma decisiva la biografía de Valdés publicada en 2008 por Daniel A. Crews8, y tiene muy en cuenta el panorama humanístico y literario de Nápoles, que desde hace años viene reconstruyendo Tobia Toscano9, junto a otras aportaciones sobre los usos imperiales de las lenguas en este período10.
El libro de la profesora Sánchez García nos permite leer con una nueva claridad esos procesos entrecruzados. En su búsqueda de la identidad de los interlocutores del diálogo valdesiano, la autora empieza por elaborar una teoría de los nombres a partir de las relaciones entabladas por Juan de Valdés con múltiples figuras españolas e italianas que gravitaban en los entornos de la corte imperial: la autora declara que su objetivo no es «proponer una lectura historicista del Diálogo, sino recuperar los datos “materiales” de la creación sobre los que fundó Valdés su representación de lo real»11. De esa forma, van desfilando los precedentes españoles e italianos, la impronta de Giovanni Pontano en un panorama napolitano donde Valdés se insertó plenamente, el eco de los debates sobre la lengua en Pietro Bembo y en diversos autores de un ámbito romano en estrecho contacto con el partenopeo ―escenarios de la trayectoria italiana de Juan, que debió abandonar la Urbe tras el difícil tránsito del pontificado de Clemente VII al de Paulo III Farnese―, para culminar con un sugestivo parangón entre «el arte de hacer retratos» y la descriptio personae de una técnica dialógica imbuida aún por la distinción ontológica entre res y nomina.
Asentados los fundamentos del edificio, irrumpen sus moradores, retratados con la fuerza sutil de sus nombres. El primero es el anfitrión, Bernardino Martirano, secretario del reino de Nápoles, letrado de la administración, capitán y poeta, enésimo ejemplo del diálogo de las armas y las letras. En virtud de su alto oficio en la corte virreinal, como hombre de confianza del virrey Pedro de Toledo, es el instigador del debate para dominar la lengua española, tan ineludible como la legislación que tramitaba cotidianamente y que ya había inundado las salas de los palacios para desbordarse por las plazas y las calles abigarradas de una ciudad donde convivían napolitanos y españoles de todos los estamentos con otras gentes de las más diversas procedencias. El castellano era también la lengua de muchos de ellos, soldados, comerciantes e incluso gente de sectores marginales, pero Valdés presenta su aprendizaje como una necesidad social de las elites. Es el idioma de una elegancia identificada con las buenas maneras de la corte que podía encarnar modélicamente el secretario del reino, letrado ennoblecido que desborda la dialéctica acartonada entre nobles y togados de cierta escuela modernista napolitana de impronta jurídica. El estudio pormenorizado de la trayectoria de Bernardino que lleva a cabo Sánchez García es un ejemplo magistral de análisis clientelar de las relaciones humanísticas y sus implicaciones literarias. Así, aparece su dependencia de Giovanni Paolo Parisio ―el Parrhasius de la academia romana de Pomponio Leto― a partir de los comunes orígenes calabreses que condicionarían la genealogía de sus intereses lingüísticos. El Martio hasta ahora misteriosamente celado con los demás interlocutores del Diálogo de la lengua, se revela un Marte digno de emular los modelos poéticos de Garcilaso ―como ese virrey Toledo «resplandeciente, armado…» de la Égloga I, al que ambos servían con la espada y la pluma―, para volcarse finalmente en el escenario deslumbrante de Leucopetra. Gracias al meticuloso escrutinio de la autora sabemos ahora que el escenario de la reunión desplegada en el diálogo no era Chiaia, la zona costera oriental en la que Valdés tenía su villa, sino Leucopetra, al otro lado de la bahía de Nápoles, lugar de legendarias implicaciones mitológicas y políticas, que el propio Bernardino cantaría en Il pianto di Aretusa, su gran «poema épico-erótico», compuesto entre 1535 y 154012. Se trata de la villa donde se alojó el emperador, la misma donde recibió a los dignatarios de la capital, mientras esta ultimaba los preparativos para su entrada triunfal. Leucopetra sumaría la auctoritas del episodio ceremonial a la condición de espacio natural y artificioso de recreo, siendo también la fuente de inspiración de un poema cuyo autor―y no Valdés― se revela como el verdadero anfitrión del diálogo.
Otras figuras secundarias se asoman a ese espacio donde se diluyen las fronteras de lo público y lo privado, desde los criados convenientemente alejados del coloquio hasta el escribano Aurelio, figura real, como ha conseguido documentar Sánchez García, a la par que recurso literario para dejar constancia de la conversación. Pero, sobre todo, Bernardino Martirano representa el estímulo institucional para convertir el castellano en lengua imperial, de acuerdo con una corriente iniciada por Nebrija ―al que invoca con insistencia frente a la displicente crítica valdesiana― y cuya consumación se produciría poco después en Roma, con el famoso discurso en español de Carlos V ante el papa Paulo III y el cuerpo diplomático13. De hecho, el interés por el uso de la lengua como instrumento de gobierno sería una constante en la plural Monarquía de España14 y se había visto expresado ya en obras como las Introductiones grammaticas, publicada en 1533 en Salamanca por Bernabé Busto para instruir en la lengua latina al príncipe Felipe, aunque en este caso asumiendo la doctrina tradicional del latín como medio universal de comunicación con todos los súbditos que textos como el de Valdés iban a empezar a sustituir, dada la reputación concedida al castellano15.
Sobre este trasfondo, la analogía del retrato, que la autora desarrolla para trazar su propia reconstrucción biográfica de los personajes, convierte a Valdés en pintor literario de una escena histórica en la que, al analizar su propia figura como protagonista, cabe aplicar la noción de autorretrato. Reconocido por la crítica como el Valdés histórico, el personaje que lleva su nombre en el diálogo es objeto de un exhaustivo estudio sobre su trayectoria hispano italiana y su rango social ―ni hombre de armas ni de haldas―, lo que le iba a permitir una notable versatilidad expresiva dentro de los cánones de un decoro conveniente tanto al ideal caballeresco, irrenunciable en el ámbito aristocrático de la corte, como a la práctica del letrado capaz de enriquecerse al tiempo que emprendía audaces reformas ―no rupturas― en la religión y la lengua. El caballero docto que se valía del castellano en su correspondencia con cuantos italianos quisieran comunicarse con él se presentaría así como intérprete de un acto de imperio. La idea de la conquista por la lengua, paralela a la de las armas, ya apuntada por otros autores, es recogida por Encarnación Sánchez para enriquecerla con nuevas referencias al contexto histórico napolitano y romano de un Valdés erigido en «intermediario entre dos comunidades bien definidas» ―la española y la italiana― pero entregado a una causa imperial cuyo sustento español resultaba ya incuestionable. En este horizonte político, Sánchez analiza sus cartas, los reflejos de su carácter en las alusiones del Diálogo y la idea de «la razón como fundamento de su vida interior» proyectada en el cuidado tanto del hablar como del escribir. De los surcos abiertos por Castiglione y, en último extremo, por Quintiliano, brotan el ingenio y el juicio como categorías supremas de una forma de expresión que apela a la naturalidad, desde un presupuesto de interioridad cuya raíz agustiniana quizás merecería ser analizada. Así, Valdés declara que «quando me pongo a escrevir en castellano, no es mi intento conformarme con el latín, sino explicar el concepto de mi ánimo…». De ahí procedería, en gran medida, «el rechazo valdesiano hacia Nebrija en su dimensión lingüística», al considerarlo, como el estilo de Amadís, exponente de un pasado que, aunque reciente, debe ser archivado para seguir avanzando hacia nuevas metas expresivas.
Las teorías de Valdés sobre el origen del español ―incluida su sorprendente y desproporcionada idea de la influencia arábiga, fruto quizás de un afán de originalidad frente a las otras lenguas latinas que pudiera resaltar su universalidad― son analizadas en relación con la tratadística italiana del período. Una y otra vez, el pasado se revela como referencia de un afán de superación que pretende fundar una nueva vía de comunicación imperial desde los presupuestos latinos trasladados a la realidad española. En ese sentido será decisiva la figura de Garcilaso, consagrado en el Diálogo «como máxima autoridad lingüística del castellano culto y cortesano, el que se habla en ese momento en la corte del emperador: es ese el único modelo de lengua que el conquense reconoce y es a ese modelo al que va a referir todo lo que diga a continuación»16. Sánchez García equipara el papel del poeta toledano en el modelo valdesiano de lengua ―signo «del instante sublime de la trayectoria del español en Nápoles»17― con el que tuvo Juan de Mena para Nebrija. Aunque el nombre de Garcilaso es evocado como autoridad externa y no como interlocutor en el Diálogo, su sombra se cierne como atisbo del futuro frente a un pasado insatisfactorio del que Valdés no puede desprenderse para dialogar con sus amigos napolitanos. Con el horizonte común de un modelo horaciano del estilo, ampliamente difundido en Nápoles, Valdés y Garcilaso compartirían con Sepúlveda la inquietud por sustentar con ideas y palabras renovadas la expansión imperial española, plasmada filosóficamente por este último en el diálogo latino Democrates primus, publicado en Roma en el mismo año en el que se compuso el Diálogo de la lengua.
Una vez analizados los dos protagonistas, el anfitrión Martirano y el invitado estelar Valdés, se presentan los dos personajes secundarios. En primer lugar, Coriolano, tradicionalmente identificado con el hermano menor de Bernardino, obispo culto y emprendedor que acabaría sucediéndolo como secretario del reino. La autora resalta que «los personajes napolitanos ―los dos hermanos― son siluetas, abocetadas pero muy nítidas» en las que los «personajes literarios y sus referentes históricos se iluminan mutuamente, de forma semejante a lo que ocurre con muchos de los interlocutores de los diálogos clásicos y en los humanísticos de Pontano, Bembo, Castiglione, Giovio y otros italianos modernos»18. Así lo demuestra el estudio de la trayectoria biográfica de Coriolano, sus amistades y relaciones clientelares en Roma y en Nápoles, el camino, en fin, de un cursus honorum que hallaba en el cultivo de las letras la culminación de una coherente política de reputación personal y familiar. La lealtad imperial se combina, como en su hermano, con la reelaboración de un saber clásico cuya lectura legitimadora del presente se extiende del ámbito público al de una privacidad de difusos límites. La condición eclesiástica de esta figura permite, además, que la autora se adentre por los sugerentes caminos donde confluyen los intereses religiosos y humanísticos de Valdés.
Finalmente, Pacheco es quizás la figura de más difícil identificación, aun siendo su retrato «el más natural del coloquio» y un ejemplo de «“realismo” representativo»19. La conocida vinculación de Juan de Valdés con la corte de este gran linaje castellano en Escalona brindaba un campo histórico semántico ineludible para individualizar al personaje, cuya extracción social elevada se deriva de las propias alusiones del Diálogo a su oficio militar, no exento de conocimientos en otros ámbitos. Tras proceder a un minucioso estudio de todas las posibilidades, la autora opta por Diego López Pacheco Enríquez, III marqués de Villena, a partir de la propia «lógica antroponomástica interna al Diálogo». Este apartado contiene algunas de las páginas más sugerentes de todo el libro. La hilación magistral entre análisis social y literario va tejiendo un retrato de las relaciones entre Juan y el exponente del linaje al que aquel le debía gran parte de su carrera, en un entramado de amistad y clientela. De su proyección en el mecenazgo aristocrático puede ser un indicio revelador la diferencia, apuntada por la autora, entre la actitud más conservadora de Pacheco al considerar a los autores castellanos de las últimas décadas merecedores de encomio y la crítica implacable a la que estos se ven sometidos por un Valdés erigido en portavoz de una vanguardia que, a la postre, acabaría asumiendo el conjunto de las elites españolas. Sobre ese proceso se extiende la sombra de la biblioteca del noble y el gobernante, que estaba sustituyendo a los antiguos espejos de príncipes.
El Diálogo encierra una biblioteca sometida a un riguroso escrutinio que antecede al conocido pasaje cervantino. No estamos ante una selección de lecturas recomendadas a una elite estamental, sino deudoras de un talante protonacional que, como demuestra Sánchez García, pretende buscar modelos comunes para una lengua en expansión, denunciando sus carencias con el objetivo de alcanzar la madurez inherente a su voluntad hegemónica. El proyecto de Nebrija, tan denostado, cobraba nueva actualidad bajo otros moldes más adecuados a los horizontes de un imperio sin límites aparentes. Encerrados bajo imágenes de virtud, en las alas del mito o el triunfo, se hallan los diversos géneros doctrinales o literarios, desde los libros de caballerías hasta la poesía encomiástica, profusamente cultivada en todas las lenguas durante el itinerario triunfal del César por Italia, pero aquí marginada a favor de anteriores obras castellanas que parecen asumir el carácter de antimodelos20. El personaje de Pacheco sirve para introducir reflexiones decisivas sobre estas y otras materias, desde el constante diálogo de las armas y las letras sobre el que disertó Sepúlveda hasta el protagonismo del ideal del decoro en la sociedad cortesana proyectada por la literatura.
Siguiendo la estela platónica, el Diálogo de la lengua erige a los personajes históricos en arquetipos del pensamiento y la acción social, síntesis diversas de la dialéctica entre vida activa y contemplativa, de permanente actualidad a partir de su reelaboración petrarquista. No son escuelas filosóficas, como en Platón, lo que representan los interlocutores, sino sensibilidades dispares, fruto de sus distintos orígenes y trayectorias. En este sentido, el eje del Diálogo lo constituye la contraposición entre dos parejas de personajes, unidas por lazos familiares o clientelares y contrapuestas por su origen nacional. De ahí que, como señala la profesora Sánchez García en las conclusiones de su estudio, «en la fuerte carga semántica de los nomina ficta de los italianos deposita el autor el sentido más recóndito y hondo del texto, cuya completa decodificación depende precisamente de la correcta interpretatio nominis de estos dos; a la dimensión metafórica del teónimo “Martio” corresponde la valencia metonímica histórico-legendaria del nombre propio de Coriolano y, en ambos casos, el mito se hace presente en el simposio de Leucopetra. Esta dimensión mítica se corresponde con el sosiego que estos dos personajes exhiben a lo largo de la actio, en contraste con el dinamismo dramático de los dos españoles»21.
Espejo de una conversación ideal, el Diálogo de la lengua escrito en español en Nápoles se despliega más allá de las debatidas opciones espirituales de Juan de Valdés, aún abiertas a las interpretaciones críticas que se contraponen a la obsesión heterodoxa de ciertas modas historiográficas22. La imagen esquiva del humanista de Cuenca, envuelta aún por el misterio, es fruto de una trayectoria que desborda las categorías historiográficas al uso, empezando por los dos grandes tópicos conceptuales de reforma y renacimiento. Frente a la visión convencional del heterodoxo empeñado en arcanas pugnas teológicas, Valdés se revela protagonista de una vida más activa que contemplativa. El predominio de la obra manuscrita (solo una, la primera, dada a la imprenta y en España: su debatido Diálogo de doctrina cristiana, editado en 1529 en Alcalá de Henares) junto a las lagunas biográficas en una documentación fragmentaria aumentan la dificultad de afrontar el análisis de la relación entre su dimensión política y religiosa. En ambas vertientes, la lengua como instrumento cortesano podría ser una clave decisiva. Así lo entrevemos al seguir los pasos del Diálogo de la lengua llevados por la mano experta de la autora de este memorable estudio. Cada tema tratado plantea una investigación inagotable, empezando por los círculos académicos que gravitan en torno a las principales cortes aristocráticas y a una corte virreinal en plena expansión bajo Pedro de Toledo. Son esos los ejes de un sistema cuyos espacios semánticos e iconológicos permiten entender el poder como lenguaje y el lenguaje como un poder capaz de reconstruir la gramática de la representación generada por textos e imágenes. En ese camino no cabe excluir ninguna lectura. El propio Diálogo como forma prioritaria de expresión para la sociabilidad cortesana remite a la impronta platónica de la corte como «idea» de una materia defectuosa en la sociedad política de su tiempo y se propone, desde la atalaya napolitana de esa villa junto al mar, como el tránsito del modelo de Pontano al de Castiglione en sus múltiples implicaciones políticas. Lo mismo sucede con el desarrollo de la lengua y con el uso del nombre. Esas cuestiones nos interrogan desde la conversación entre unos amigos en cuya intimidad el autor ―y su aventajada lectora actual― nos permiten irrumpir como invitados privilegiados. Bajo la forma de una conversación de sobremesa, antes de la puesta de sol, un fragmento de realidad sigue latiendo en un tiempo sin límites, pero solo una mirada ávida de conocimiento como la de Encarnación Sánchez García consigue despertar a sus personajes, al llamarlos con el nombre exacto de sus vidas, restituidas dentro y fuera del texto creado por aquel letrado conquense, tan lejano y tan próximo. Carlos J. Hernando Sánchez es doctor en Historia Moderna por la Universidad Complutense de Madrid.





























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