El próximo 31 de octubre terminan oficialmente las conmemoraciones del 500 aniversario del inicio de la Reforma luterana. Según la tradición, ese día de 1517 Martin Lutero clavó sus famosas noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia del Palacio de Wittenberg como una invitación abierta al debate público. Dichas tesis condenaban la avaricia y el paganismo en la Iglesia, denunciaban los abusos de las indulgencias y pedían una disputa teológica sobre lo que las indulgencias podían dar. Todo ello, sin cuestionar directamente la autoridad del Papa para concederlas. Las tesis de Lutero fueron traducidas rápidamente al alemán y ampliamente copiadas e impresas. Al cabo de dos semanas se habían difundido por toda Alemania y, pasados dos meses, por toda Europa. Este fue uno de los primeros casos de la Historia en los que la imprenta tuvo un papel importante, pues facilitaba una distribución más sencilla y amplia de cualquier documento.
En el ámbito de las publicaciones académicas sobre el inicio de la Reforma luterana, Santiago Madrigal, profesor de Eclesiología y Teología Ecuménica en la Universidad Pontificia de Comillas reseñaba el pasado mes de septiembre en Revista de Libros la reciente publicación de Martín Lutero. Reforma. Revolución. Contrarreforma (Salamanca, Centro de Estudios Salmantinos, 2018) del sacerdote y teólogo católico español Olegario González de Cardedal,
Hace algunos años, comienza diciendo Madrigal en su artículo, Franz Posset resumía el camino recorrido por la imagen de Lutero en la investigación católica en una frase: «De corruptor de la fe a padre en la fe». A grandes trazos, reconstruía el itinerario recorrido a lo largo del siglo XX en cinco etapas (The Real Luther. A Friar at Erfurt and Wittenberg, Misuri, Concordia, 2011, pp. xii-xiii):
1) Los polemistas que escriben entre 1900-1915 han trazado un retrato de Lutero como corruptor de la fe, un demonio mentalmente inestable.
2) En la etapa de 1915-1930 se abre paso la visión católica que empieza a reconocer a Lutero como persona religiosa.
3) El período entre 1930-1960 ha alumbrado la imagen del profeta para la Iglesia, es decir, una imagen ecuménica de Lutero.
4) La etapa dorada de la investigación católica sobre Lutero transcurre en 1960-1980, con las dos grandes escuelas en torno a Joseph Lortz (1887-1975) y a Heinrich Fries (1911-1998).
5) La última etapa, desde los años ochenta del siglo pasado, hace de Lutero un renovador de la teología monástica en la tradición de San Bernardo de Claraval.
Es importante constatar que la reciente investigación evangélica sobre el Reformador de Wittenberg viene insistiendo ‒de la mano de Volker Leppin y Thomas Kaufmann, entre otros‒ en la raíces místicas y medievales de su teología. Entretanto, seguimos unos y otros a la búsqueda del Lutero real, también del Lutero católico.
En esta búsqueda inacabada desde un punto de vista ecuménico, hay que reseñar dos documentos importantes que levantan acta del estado del diálogo luterano-católico más reciente. Me refiero, en primer término, al texto Martín Lutero, testigo de Jesucristo, que vio la luz en 1983 con ocasión del quinto centenario del nacimiento del Reformador. Más recientemente, apareció en 2013 el texto titulado Del conflicto a la comunión, con vistas a una conmemoración conjunta por parte de católicos y luteranos del quinto centenario de la Reforma (1517-2017).
Sirvan estas coordenadas históricas y ecuménicas para situar este estudio firmado por Olegario González de Cardedal. Cualquier libro sobre Lutero conlleva en su mirada al pasado un impulso ecuménico. Esta obra no pretende ser ni una biografía ni una síntesis de su teología. Tres son las intenciones que mueven al autor, tal y como declara en el prólogo. Se trata, en primer lugar, de mostrar el núcleo del pensamiento de Lutero situado en el contexto eclesial y cultural del otoño de la Edad Media. En segundo lugar, quiere presentar de forma sintética el meollo de su comprensión de Dios y del hombre regulada por el llamado descubrimiento reformador que condensa el mensaje de salvación del Evangelio en las palabras paulinas «el justo vive de la fe» (Romanos 1, 16-17), un lema que da curso a los cuatro famosos principios: solus Christus, sola Scriptura, sola fide, sola gratia. Finalmente, este ensayo quiere desvelar qué puede significar hoy la propuesta de Lutero de nuestra «justificación por Dios», es decir, descubrir la conexión entre la teología del fraile agustino y la percepción antropológica actual.Son ocho los capítulos que componen este libro, después de una introducción que deslinda, a tenor de la actual historiografía, las categorías de «reforma», «Reforma» (con mayúscula), «reformas» (en plural), «contrarreforma» y «revolución» que forman parte del subtítulo. El ensayo concluye con una apostilla final, que quiere resaltar ‒más allá de los aspectos históricos y teológicos del personaje‒ la dimensión piadosa y orante de Lutero, anclada en la comunidad eclesial que vive y siente como «comunión de los santos».
Los ocho capítulos son, de suyo, independientes entre sí, de distinta naturaleza y alcance, de modo que permiten una lectura por separado. Ahora bien, para su articulación interna resulta sumamente importante una consideración del autor que nos revela la estructura de fondo: «Un fenómeno histórico y una personalidad se nos hacen inteligibles si conocemos, por un lado, su lugar real de procedencia y génesis; y por otro la repercusión de su obra o doctrina en la posteridad» (p. 146). La primera perspectiva predomina en los cuatro primeros capítulos. Así, el primer capítulo indaga en la autocomprensión de Lutero como teólogo, y el segundo es una breve descripción de los escritos programáticos de Reforma del año 1520 (La cautividad babilónica de la Iglesia; A la nobleza cristiana de la nación alemana; La libertad del cristiano), llamando la atención sobre el escrito titulado Disputatio contra scholasticam theologiam, del 5 de septiembre de 1517, anterior a las famosas noventa y cinco tesis sobre las indulgencias. En conexión con ese escrito, el capítulo tercero señala los datos fundamentales de la reforma de la teología pretendida por Lutero, con su tema central: el hombre pecador y Dios justificador. Puesto a indagar en el hecho o momento en el que se produce la ruptura o la Reforma, el autor repara en el discurso ante la Dieta de Worms (18 de abril 1521). El cuarto capítulo, que pone en conexión las líneas del pensamiento de Lutero con la respuesta católica dada por el Concilio de Trento (1545-1563), concluye con este interrogante: Lutero, ¿doctor de la Iglesia y maestro de la fe común, o el más grande y el más soez de los alemanes?
Así ha quedado roturado el terreno para la otra perspectiva, esto es, la repercusión de la obra y doctrina de Lutero en la posteridad, que predomina en los cuatro últimos capítulos. En ellos el autor va repasando las cuestiones clásicas en la investigación: de la reforma de la Iglesia o de la revolución en el cristianismo trata el quinto capítulo; de los límites y de la riqueza de la teología de Lutero trata el sexto a la luz de la pregunta: ¿cuál es el legado esencial de Lutero a la humanidad? La contemporaneidad o extemporaneidad de Lutero son evaluadas en el capítulo séptimo a la luz de las categorías de libertad, reforma, modernidad y verdad; el capítulo final describe cuáles son las características del pensar de Lutero ‒paradoja, dialéctica, escándalo‒, poniendo el protestantismo en relación con la Leyenda Negra antiespañola.
A mi juicio, son los capítulos iniciales de los dos bloques que acabo de describir, es decir, los capítulos primero y quinto, los que marcan la pauta, hermanados entre sí por la voluntad expresa de no querer atribuir al personaje estudiado una identidad o una doctrina que él rechazaría. Si uno recrea la personalidad de Lutero, el otro quiere resaltar su pretensión de una verdadera reforma de la doctrina.
En el primer capítulo ha querido revisar los tópicos y las imágenes deformadoras y unilaterales para centrarse en el descubrimiento liberador de Lutero, la justificación por Dios sin las obras (Romanos 1, 17), la llamada experiencia de la torre. Lutero quiso ser reformador de la Iglesia desde el Evangelio. La otra clave para entender la historia personal de Lutero es conocer la formación filosófica y teológica que recibió en Erfurt, una reflexión que brota desde la pregunta existencial: ¿cómo puedo tener un Dios que me sea benévolo? Su respuesta «en la fe y solo en la fe» deja al margen la respuesta tradicional en la teología: «La fe conformada por la caridad» (fides formata charitate). Lutero, que redescubre el verdadero sentido de la expresión «justicia de Dios», lo lleva al límite, descartando toda colaboración humana, iniciando el camino que le llevó a la ruptura.
Al reconocer la genialidad religiosa, teológica, literaria y litúrgica de Lutero, no se puede ignorar este hecho de la escisión eclesial, como reforma doctrinal no sólo de vida, anticipado por el cardenal Cayetano en su interrogatorio a Lutero (1518): «Esto es construir una Iglesia nueva». El quinto capítulo recuerda las diferencias existentes en cuestiones esenciales entre católicos y protestantes, «como son la comprensión de los sacramentos, la aceptación de la sucesión apostólica en el ministerio episcopal, el reconocimiento de la jerarquía para interpretar con normatividad la Palabra de Dios, el lugar y la función del obispo de Roma en la Iglesia», para concluir: «Al no existir verdad compartida, no puede haber eucaristía compartida» (p. 100). En esta misma línea, el capítulo sexto expone la repercusión negativa de la postura de Lutero en el pensamiento moderno a partir de las dos ideas centrales de su teología: el pecado del hombre y la justificación del pecador por Dios. Lutero quiso salvar la soberanía absoluta de Dios a expensas de la libertad del hombre. Ese Dios tiene que morir para que el hombre viva. Es la línea seguida por Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud o Sartre.
Ante esta equívoca derivación de la antropología, es preciso corregir el límite fundamental de la teología de Lutero: «La revelación de Dios en Jesucristo tiene como centro su amor en gratuidad a los hombres y como derivación de ambos la misericordia y el perdón que no humillan, sino que elevan al pobre al nivel del rico y al hombre al nivel de Dios» (pp. 116-117). La existencia redimida en Cristo conoce otras dos nociones bíblicas que han de entrar en consideración: santificación y deificación. En esta perspectiva de recepción y superación (Aufhebung) ecuménica, es posible una comprensión más ancha del pensamiento de Lutero desde el misterio de Jesucristo, cuya encarnación obedece a la intención primordial divinizadora del hombre antes que redentora del pecado.
Todos estos son los elementos que Olegario González de Cardedal hace intervenir a la hora de tomar una postura razonada, justo al final del libro, acerca del sentido crítico y cristiano de una conmemoración conjunta en el quinto centenario de la Reforma protestante. En todo caso, el resultado de la obra está doblemente abierto: aún no se ha llegado a un consenso sobre la biografía interior del fraile agustino ni sobre la relación que hay que establecer entre su persona y el movimiento histórico de la Reforma que se remite a él. En otras palabras: seguimos a vueltas con Lutero. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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