Desde su inicio en 1950, -escribe el profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad del País Vasco, Igor Filibi ("Una Conferencia sobre el futuro de Europa". Deia, 28/2/2020)-, la integración europea ha ido avanzando mediante tratados firmados entre los gobiernos de los Estados miembros: desde el primero que creó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, y luego los tratados de Roma que crearon en 1957 la Comunidad Económica Europea y el Euratom, hasta el tratado de la Unión Europea en 1992. Luego vendrían los tratados de Niza, Ámsterdam y finalmente el de Lisboa.
En todos estos casos, el mecanismo era el mismo: los gobiernos se reunían en una Conferencia Inter-Gubernamental (CIG) para acordar el diseño y poderes de las instituciones europeas, sus nuevas políticas, etc.
En 1999-2000 se produjo una innovación ya que se convocó una Convención Europea, abierta a la participación de la sociedad, para redactar la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. La Convención realizó un magnífico trabajo, siendo capaz de poner de acuerdo tanto a los representantes políticos como a los numerosos expertos que la asesoraron.
Aquel inesperado éxito se produjo en un momento en el que los gobiernos no eran capaces de alcanzar la unanimidad para reformar los tratados de la Unión. Por ese motivo, en 2001, el Consejo Europeo de Laeken convocó una Convención para el Futuro de Europa que debería elaborar unos materiales para que los gobiernos tomasen la última decisión en una Conferencia Inter-Gubernamental clásica. Los gobiernos que querían impulsar la integración no estaban muy seguros de que el nuevo formato pudiese ser eficaz y por ese mismo motivo los gobiernos que no deseaban más integración aceptaron la fórmula.
De nuevo en contra de todo pronóstico, en parte gracias a las argucias y experiencia de su presidente, Valèry Giscard d'Estaing, la Convención fue capaz de redactar por consenso un audaz texto constitucional para reformar la Unión Europea. Formalmente, los gobiernos tenían la potestad de modificar el texto, pero en términos prácticos ello supondría abrir de nuevo un debate que se había completado con éxito al alcanzar un consenso. Ningún gobierno quiso pagar ese coste y los jefes de gobierno lo firmaron en Roma el 29 de octubre de 2004. Sin embargo, el tratado constitucional, tras ser aprobado por el Parlamento Europeo y la gran mayoría de Estados, fue rechazado en los referéndums celebrados en los Países Bajos y Francia.
Faltó muy poco para que un tratado que no había sido redactado por los gobiernos fuese aprobado, pero finalmente no pudo ser. Tras un periodo de reflexión ante el bloqueo, los gobiernos se juntaron de nuevo en una Conferencia Inter-Gubernamental clásica y acordaron redactar un nuevo tratado basado en lo sustancial en el texto elaborado por la Convención. Este texto, conocido como Tratado de Lisboa, fue firmado el 13 de diciembre de 2007 y entró en vigor el 1 de diciembre de 2009. Esta reforma ha sido la última y los dos textos aprobados regulan en la actualidad el funcionamiento de la Unión Europea. Es muy interesante que en estos documentos se recoge que a partir de ahora las nuevas reformas de los tratados deberán comenzar con la celebración de una Convención Europea que proponga a los jefes de gobierno un texto para reformar la Unión, si bien los gobiernos tendrán la última palabra.
Cuando parecía que, al fin, la UE comenzaba a salir de la parálisis, sufrió la peor crisis de su historia. A la crisis económica se sumó un creciente descontento popular, derivado de las malas condiciones económicas, el elevado desempleo y una creciente desigualdad que generó mucha frustración y desafección hacia las instituciones. Fueron los peores momentos en la historia de la integración. Surgieron diversos partidos que la cuestionaban abiertamente, exigiendo que sus países abandonaran el euro y la Unión Europea. El referéndum por el que los británicos decidieron salir de la UE agravó aún más la crisis.
El Parlamento Europeo reaccionó con una profunda reflexión sobre la situación y elaboró un documento que diagnosticaba los problemas de la Unión Europea y señalaba un rumbo para salir de la policrisis que atravesaba Europa. El Parlamento lideró la defensa de la Unión y defendió el valor del proyecto europeo, proponiendo una estrategia política para dotar a la UE de los mecanismos y recursos que necesitaba para cumplir su función y responder a las demandas de la ciudadanía. En particular, con carácter inmediato, el Parlamento instó a la Comisión para que iniciase un proceso de reflexión amplio en el que participase la sociedad y todas las instituciones, para definir qué Europa queremos construir.
La Comisión comenzó este proceso en marzo de 2017 y lo impulsó con su Libro Blanco sobre el futuro de Europa, así como con diversos documentos de reflexión sectoriales (políticas sociales, Unión Económica y Monetaria, Defensa, etc.). Después de este largo proceso de reflexión, los europeos elegimos a nuestros representantes en el Parlamento Europeo el último mayo. Hubo una participación mayor que en ocasiones anteriores y el resultado fue un claro respaldo a los partidos que defienden una mayor integración política de Europa, dejando en posición muy minoritaria a quienes cuestionan el euro o la Unión. Y en base a esta clara mayoría se ha elegido a la nueva Comisión Europea, presidida por primera vez por una mujer: Ursula von der Leyen. Cuando defendió en el Parlamento Europeo su candidatura para presidir la Comisión, presentó un documento con su agenda política en base a seis prioridades, una de las cuales era impulsar la democracia europea. Entre diversas medidas, propuso organizar una Conferencia sobre el futuro de Europa, abierta a la participación de toda la sociedad, y en particular los jóvenes, y que duraría dos años. Y el 25 de noviembre de 2019, los gobiernos francés y alemán hicieron público un documento en el que defendían la necesidad urgente de convocar una Conferencia sobre el Futuro de Europa a comienzos de 2020 y que terminase en 2022. Además, desarrollaban la idea sugiriendo algunos principios que deberían regir esta iniciativa.
Por un lado, la Conferencia debe involucrar a las tres principales instituciones de la UE, actuando con un mandato común, a los Estados y realizar un amplio proceso de consultas con la sociedad. La Conferencia debe estar presidida por una personalidad europea, asesorada por un grupo de representantes de las instituciones de la UE, Estados, expertos y sociedad civil. Abordaría todos aquellos aspectos que se consideren necesarios para el futuro de Europa, sin límites ni sesgos previos. En particular se trataría la forma de hacer una Europa más unida y más soberana, con capacidad real de resolver los principales problemas a los que nos enfrentamos.
Recientemente, el 22 de enero, la Comisión precisó más su plan al proponer que la Conferencia podría iniciarse el 9 de mayo de este 2020 y duraría dos años. También se propone que haya dos grupos de trabajo en paralelo. Un grupo debatirá las prioridades de la Unión y lo que esta debería tratar de conseguir: lucha contra el cambio climático, desafíos medioambientales, una economía más justa y con mayor igualdad, transformación digital de Europa, promoción de los valores europeos, reforzar la voz de Europa en los asuntos mundiales y reforzar los fundamentos democráticos de la Unión. El segundo grupo se centrará en los asuntos relacionados con los procesos democráticos e institucionales, incluyendo el sistema de candidaturas y las listas transnacionales en el Parlamento Europeo.
Comienza la fase decisiva del debate sobre el futuro de Europa, en el que se discutirá el diseño de la Unión que es, probablemente, nuestra única esperanza de mantener nuestro estilo de vida y valores en un mundo de gigantes que no los comparten. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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