viernes, 27 de diciembre de 2019

[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 27 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...














La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 26 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Elogio de la palabra



Dibujo de Raquel Marín para El País


Quienes convierten lo que debería ser confrontación de ideas en pura esgrima verbal, quienes sustituyen el argumento por el insulto, convierten los lugares de encuentro en una forma particular de barbarie, escribe en el A vuelapluma de hoy jueves el filósofo y senador socialista Manuel Cruz. 

"Los filósofos neopositivistas (Russell, Carnap, el primer Wittgenstein…) gustaban de repetir una afirmación que convendría no echar del todo en saco roto -comienza diciendo Cruz-. Era una afirmación tan sencilla como demoledora: nuestro lenguaje permite construir frases de apariencia significativa pero que carecen por completo de significado. Ellos utilizaban la rotunda afirmación como arma arrojadiza contra la metafísica y sus excesos, y les servía para mostrar el sinsentido profundo de algunos filosofemas que sus adversarios teóricos tenían por profundos (por señalar la célebre invectiva carnapiana: la tesis de Heidegger “la nada nadea”, que parece querer significar algo, incluso trascendente, es una construcción tan vacía como lo sería “la lluvia llueve”). Sin duda se pasaban de frenada en la crítica, como la filosofía posterior no se ha cansado de señalar, lo que no significa que no observaran algo pertinente. Cosa que queda clara si, en vez de enredarnos con la filosofía (siempre tan suya), aplicamos la advertencia neopositivista a nuestro lenguaje habitual, especialmente al utilizado en la esfera pública. Si nos detenemos en este ámbito certificaremos en qué medida el lenguaje puede terminar jugándonos malas pasadas, hasta qué punto resulta frecuente hacer (y hacerse) trampas con las palabras. Pero de dicha constatación deberíamos extraer, además de una advertencia ante esos peligros, un elogio inequívoco.

En efecto, el lenguaje es un artefacto de un poder tal que puede servir tanto para generar el mayor de los daños como para provocar la más intensa felicidad (que se lo pregunten, si no, a los enamorados), que tanto permite iluminar la realidad, contribuyendo a hacerla más inteligible (cómo no recordar aquí el “¡Inteligencia!, dame el nombre exacto de las cosas! / ... Que mi palabra sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente”, de Juan Ramón Jiménez), como puede oscurecerla por completo, lo que sucede cuando caemos presos de las mil formas de embrujo del lenguaje.

Para nuestra desgracia, es de esto último de lo que resulta más fácil encontrar ejemplos. El lenguaje político, utilizado tanto por los representantes de los ciudadanos como por los medios de comunicación, es fuente casi inagotable de ilustraciones al respecto. Pensemos en la cantidad de ocasiones en las que aceptamos acríticamente la valoración que desliza una expresión que viene cargada de connotaciones (que estas sean positivas o negativas es en cierto modo lo de menos). Así, en momentos en los que las circunstancias parecen obligar a que las fuerzas políticas se sienten a dialogar es frecuente que alguien saque a relucir, obviamente para rechazarla, la expresión “líneas rojas”, dando por descontado que aquel que ose plantear alguna está acreditando por este solo hecho su intransigencia y escasa disposición al diálogo.

Pero el supuesto está lejos de ser obvio. ¿O acaso alguien consideraría una línea roja afirmar que hemos de organizar nuestra convivencia en el marco del respeto a los derechos humanos? En el bien entendido de que, además, defender un tal marco no implica en absoluto resistirse a modificarlo: podemos ampliar o modular los derechos, aunque siempre bajo la premisa de que es solo su negación lo que nos resulta inaceptable. Sin embargo, no faltan entre nosotros los que consideran, por ejemplo, que la propuesta de que el diálogo político únicamente puede transcurrir en el marco del respeto a la legalidad constituye un apriorismo (una línea roja) inaceptable, que delataría según ellos la estrechez mental y el dogmatismo de quien sostiene semejante cosa. Pero ninguno de estos peligros debería hacernos olvidar que la palabra es también precisamente la mejor herramienta de la que disponemos para sortearlos y, a continuación, empezar a construir entre todos el modelo de sociedad en el que queremos vivir o, si se prefiere, el ideal de vida buena que estamos dispuestos a perseguir. No otra cosa, en definitiva, debería ser la política. Por eso, sostener que ha llegado la hora de la política es un sinónimo de afirmar que ha llegado la hora de la palabra. De la buena palabra, claro está, de la palabra que ilumina y no de la que oscurece, de la palabra que nos ayuda a vivir juntos y no de la que legitima el rechazo del otro.

Nadie ha dicho que vaya a ser una tarea fácil. Nuestra sociedad está fuertemente emotivizada, y nada hay de casual en dicha deriva. En tiempos de incertidumbre como los que nos está tocando vivir, definitivamente abandonados todos los grandes relatos que antaño nos cobijaban, los sentimientos han venido a sustituir a las convicciones. Sabíamos, porque nos lo dejó dicho Marcel Proust (y Miguel Ángel Aguilar ha hecho suya la tarea de recordárnoslo), que hay convicciones que crean evidencias. Lo nuevo de nuestro tiempo es que esa tarea de producción de evidencias la han asumido los sentimientos. Ellos parecen haber pasado a ser para muchos el único lugar seguro, el único lugar a salvo del cuestionamiento permanente de todo.

Pero los sentimientos no pueden constituir por definición la última instancia. Porque lo que nos hace propiamente seres humanos no es que experimentemos sentimientos o pasiones, sino que seamos capaces de gobernarlas. Se ha jaleado en exceso desde hace ya un tiempo esta dimensión emocional, como si dicho registro fuera un valor en sí mismo, un valor incuestionable. No deja de ser curioso que se hable tanto últimamente en ciertos ámbitos de inteligencia emocional y de la necesidad de educar las emociones, y que, no obstante, no le pongamos el menor reparo a ese registro, y lo aceptemos sin más tal como se da, cuando afecta a los nuestros. En el fondo, aunque no nos atrevamos a explicitarlo, el convencimiento que parece subyacer a esta actitud es el de que las emociones que necesitan ser educadas son siempre, por definición, las de los demás.

No cabe, en ese sentido, mayor elogio de la palabra que este: la última instancia de la argumentación solo la puede constituir la palabra misma. O, dicho de una manera un tanto redundante, la última palabra le ha de corresponder siempre a la palabra misma. De ahí que no haya mayor rechazo de la política que el que representa negarse a escuchar la palabra del otro, ni mayor contradicción que la de unos representantes políticos en sede parlamentaria ahogando con sus gritos y abucheos la intervención de un adversario. No se trata, por tanto, de reincidir en viejas y probablemente inanes contraposiciones entre razón y emociones. Porque el lenguaje es ya, en sí mismo, la materialización de la razón. Y si alguien contraargumentara que hay muchos usos del lenguaje, la respuesta inevitable sería la de que también la razón se dice de muchas maneras. En todo caso, es en la palabra donde se pone a prueba el valor de cualquier propuesta.

Por eso, quienes convierten lo que debería ser confrontación de ideas en pura esgrima verbal, quienes sustituyen el argumento por el insulto, quienes se niegan a hablar de todo (como si carecieran de argumentos para defender sus ideas) y quienes solo quieren hablar de una cosa (como si todo lo demás no les importara lo más mínimo), no solo acreditan con semejantes actitudes no estar a la altura de la herencia recibida, sino que llevan a cabo algo mucho más grave. Porque empeñarse en destruir ese específico lugar de encuentro entre los ciudadanos que es la palabra solo puede ser considerado, a la vista de todo lo que hemos visto hasta aquí, como una forma de barbarie. La más actual y acorde con los tiempos, por cierto".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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[ARCHIVO DEL BLOG] Al sur de Granada. (Publicada el 26 de mayo de 2009)



Alhaurín el Grande, Andalucía


Una de las cosas con las que más disfruto cuando estoy de viaje es con la lectura de las placas conmemorativas que adornan ciudades, pueblos y lugares; unas veces celebrando que en tal o cual calle o edificio vivió, nació o murió un célebre personaje; en otras, que en aquel lugar ocurrió un hecho memorable digno de recuerdo. Así, a bote pronto, recuerdo algunas de ellas que me impresionaron vívamente. Por ejemplo, la que bajo el Pont Neuf de París, recuerda que en aquel lugar fue quemado vivo el último gran maestre de la Orden del Temple; o la otra en Madrid, en la plaza de Oriente, en la fachada del Palacio Real, conmemorando que en aquel lugar tuvo inicio el levantamiento popular de los españoles contra Napoleón; o esa otra en los aledaños de la Vía Apia romana, en el lugar en que fueron fusilados por los nazis, en las denominadas Fosas Ardentinas, varios centenares de presos italianos en las postrimerías de la II Guerra Mundial; y por terminar con el relato de efémerides varias, una pequeña plaquita en el muelle del pueblo de Sardina, en la costa norte de Gran Canaria, en la que se rememora que en aquel lugar hizo aguada Cristóbal Colón camino del Nuevo Mundo. También recuerdo con ilusión cuando descubrí casualmente en Madrid la casa donde vivió Miguel de Cervantes, en la calle que lleva ahora su nombre; o la primera vez que visité la casa natal del escritor Benito Pérez Galdós en la calle Cano, de Las Palmas de Gran Canaria... Pero basta de recuerdos.

Alhaurín el Grande es una hermosa ciudad andaluza de la provincia de Málaga, de unos 23.000 habitantes, situada en la vertiente norte de la Sierra de Mijas y en el valle del río Guadalhorce, a unos 30 km. de la capital provincial. Yo nací en ella hace 63 años, un poco por accidente, como casi todos los hijos de militares. Mi padre había sido destinado allí tras su ascenso a teniente de la guardia civil, después de haber permanecido con mi madre y mis hermanos mayores durante cinco años en la isla de El Hierro, la más occidental de las islas Canarias. Y allí, en Alhaurín el Grande, estuve hasta los dos años en que de nuevo toda la familia salió hacia Asturias con motivo del ascenso paterno a capitán y el nuevo destino en la capital del Principado. Sólo volví por mi ciudad natal en 1967, durante un día, camino de Canarias, de vuelta de mi viaje de novios por la Península. Desde entonces he estado en la provincia de Málaga en dos ocasiones, pero no he vuelto nunca más a Alhaurín, así que no creo que nadie en ella me recuerde ni que hayan colocado ninguna placa conmemorativa celebrando mi natalicio. Tampoco creo que tenga ninguna placa en ella, -aunque sí lo recordarán-, otro hijo de Alhaurín, trístemente célebre: el ex teniente coronel de la guardia civil Antonio Tejero, protagonista del golpe de estado del 20 de febrero de 1981, en el que asaltó con otros guardias civiles el Palacio del Congreso de los Diputados en Madrid. E ignoro si la tienen dos actuales vecinos ilustres de la ciudad: el actor de origen belga Jean-Claude Van Damme, y el afamado escritor español Antonio Gala.

Quién sí estoy seguro que debe tenerla, sin duda, es el más célebre de los hijos y vecinos de la ciudad, el escritor británico Gerald Brenan, don Geraldo para sus paisanos, que vivió y murió en Alhaurín el Grande durante muchísimos años, y cuyas cenizas descansan para siempre en tierra malagueña. No recuerdo cuando fue la primera vez que oí o leí hablar de Gerald Brenan. Supongo que fue con motivo de alguna de mis lecturas académicas referidas a él, entre otras "El laberinto español", o "Historia de la literatura española". Hace unos años tuve una excelente relación de amistad con un compañero de trabajo, Julio Martínez, granadino, que había sido -y era en aquel momento- amigo personal de Gerald Brenan. Él fue el que me regaló el único de los libros que he leído de Brenan, su famosísimo "Al sur de Granada" (Siglo XXI, Madrid, 1984), con una preciosa dedicatoria en la que relacionaba el Roque Nublo grancanario con el Veleta granadino y expresaba su esperanza de que algún día pudiéramos contemplar juntos el sur y el alma de Granada. Esperanza que no se ha realizado.

Todo lo anterior me ha venido a la mente tras leer hace unos días el precioso artículo de Carlos Pranger, custodio del Legado español de Gerald Brenan, e hijo del que fuera secretario personal del escritor británico, publicó hace unos días, y que lleva por titulo: "Brenan, memoria personal de España" (El País, 23/05/09). 

Brenan, miembro del denominado "Círculo de Blomsbury", al que perteneció también la escritora Virginia Woolf, de la que fue amigo íntimo, llegó a España en 1919, con una excelente formación académica, buscando paz y tiempo para profundizar en sus lecturas, y quedó prendado por los paisajes y las gentes de la Alpujarra granadina. Y aunque viajero incansable y aventurero, allí quedó enganchado a los españoles para siempre. En su artículo, Carlos Pranger dice que España, la suya, la del "todo o nada", era un país que le fascinaba, aunque nunca fue ni se sintió español; que ni siquiera se nacionalizó y que siguió siendo muy inglés y perteneciente a su clase social media-alta. Pero, al final, con su estilo personal y entrañable, mezcla de inteligencia y sensibilidad, cautivó al pueblo sobre el que tanto y tan bien había escrito, y supo congeniar con los españoles, que lo vieron como uno de los suyos. Espero que disfruten de su lectura, que reproduzco más arriba. HArendt



El escritor Gerald Brenan



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 26 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...










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miércoles, 25 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] El pecado del musgo





"Se dejó de hacer cuando la sociedad se dio cuenta de que era una barbaridad -comienza diciendo el escritor Miguel-Anxo Murado en el A vuelapluma de este día de Navidad que hoy celebramos-. Me alegro por eso, pero lo razonable no quita lo nostálgico. Sin una pizca de culpa, los recuerdos serían insípidos. Así que yo recuerdo con cariño aquellos tiempos en que nuestro padre nos llevaba a buscar el musgo para el belén. Nos subíamos al Simca 1000 e íbamos a nuestra patria, que es Meira de Lugo y sus alrededores. En el silencio frío y húmedo del viento de la sierra buscábamos el musgo en los muros de piedra que separan las fincas, en las cortezas de los árboles desprovistos de hojas, en las rocas grises y grandes que brotan en los márgenes de la suave, mullida Terra Chá, la douce France gallega. Sabíamos que teníamos que procurarlo en la cara norte de los troncos y los muros, donde da menos el sol, salvo en las fragas tupidas y oscuras, donde el laberinto de luces hace que crezca por todas partes. Niños de ciudad pequeña, pero sangre rural, esta era una oportunidad única para tocar físicamente el paisaje, para rasparse las manos en las piedras y acariciar el terciopelo verde del musgo, la moqueta antigua de la tierra. Al pelar las piedras, delicadamente, como quien levanta una tirita de una herida viva, notábamos en las pequeñas manos desnudas la humedad y la tierra. Lo que sentíamos, pienso ahora, era el contacto perdido con el paisaje que, en ese momento, se nos hacía de repente un tacto conocido, como un ciego que, palpando, reconoce a su perro o a su sillón. Recuerdo mirar hechizado cómo los bichos me recorrían las manos sucias y heladas mientras depositaba la frágil hoja de musgo en el maletero del coche. 

Lo recuerdo con afecto, pero lo lamento enormemente, porque el musgo es una criatura extraordinaria. Estaba en este mundo antes que el ser humano. Tiene cientos de millones de años. Lo pisaron los dinosaurios. Es un superviviente, un ser vivo que ha acertado en su estrategia para resistir: apostando por la simplicidad evolutiva y aprovechando los lugares que no quieren otras plantas. Como nosotros, está en gran parte hecho de agua. Como nosotros, es un agricultor que no solo se adapta a su entorno, sino que lo modifica y lo cultiva, regándolo y sembrándolo de sales minerales. Son casi un centenar las naciones que forma el musgo en Galicia, algunas tan extrañas como el oro de duende, que brilla con un verde fosforescente en la oscuridad de las cuevas. Hace que las fachadas de granito de los palacios y las iglesias no sean tan duras a la vista. Es una de las primeras señales de la vida que vuelve después de que un incendio destruya un bosque. Es místico: puede incluso revivir después de que una sequía lo agoste. Creo que no he visto jardín más hermoso en mi vida que aquel que visité una vez en un templo en Japón y que estaba hecho con distintos tipos de musgo de tonalidades y texturas diferentes. El caso es que, con aquel musgo que recogíamos, le poníamos un césped al Nacimiento. Mi padre había hecho una instalación eléctrica para que se iluminase el Portal y las cabañas de los pastores, y el musgo, húmedo, arreaba unos calambrazos de la leche. De vez en cuando, una oruga oscura y brillante aparecía entre el pelaje verde del musgo, y se arrastraba lenta e inquietante entre los pastores de plástico, los reyes y los soldados romanos. Y entonces los niños, instruidos en las ilustraciones del catecismo de la preparación para la Primera Comunión, la señalábamos y decíamos, listillos: «¡El Pecado Original! ¡El Pecado Original!». 


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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[CLÁSICOS DE SIEMPRE] Hoy, con "Cásina", de Plauto




Fotograma de una representación actual de Cásina, de Plauto


Continúo con esta entrada la sección dedicada a las obras de autores grecolatinos, subiendo al blog la comedia titulada Cásina, de Plauto. No se conoce la fecha de nacimiento de Plauto, que se ha fijado hacia el  254 a. C. por una noticia de Cicerón, pero sabemos que murió en el 184 y que un lapso vital históricamente muy revuelto. Se trasladó a Roma de joven y allí fue soldado y comerciante. Murió enormemente rico, envuelto en una gran popularidad. Plauto usa un rico y vistoso lenguaje de nivel coloquial que no elude la obscenidad y la grosería entre retruécanos, chistes, anfibologías, parodias idiomáticas y neologismos, usando un vocabulario muy abundante de una gran variedad de registros. Se le atribuyen hasta 130 obras.

Cásina, es una de las obras de teatro del comediógrafo latino Plauto. una reescritura de una comedia griega de Dífilo titulada Klepoumènoi que Plauto tituló Sortientes. La pueden leer desde este enlace, y ver, si lo desean, en este vídeo, que recoge la representación de la misma, por parte del grupo teatral Versus, en junio de 2018.


En ella, un viejo libertino se enamora de la amante de su hijo llamada Cásina. El viejo intenta casarla con un esclavo suyo con quien ha estipulado ciertas e infames condiciones. Un esclavo del hijo descubre a la madre de éste el repugnante y cínico convenio y el viejo al fin concluye por verse humillado y despreciado de todos y Cásina reconocida hija de un ciudadano libre se une en matrimonio con el hijo del anciano a quien sí primero favoreció la Suerte, después fue vencido por la astucia como dice Prisciano en el argumento de esta comedia.

Cásina, escrita en torno a 200 a. C. es ya una “obra de madurez” de Plauto; la historia de la literatura plautina no ha sido, sin embargo, tan generosa con Cásina como con Miles o Anfitrión, por ejemplo, quizá debido a su “escabrosidad” interna, y se nos ha transmitido como “una obra más” del elenco plautino. Al modelo griego se agregan en esta comedia latina groseros chistes y obscenidades acomodados al gusto de los romanos. La Cásina ha llegado hasta nosotros censurada, sobre todo, en sus últimas escenas.

No obstante, se desarrolla en ella uno de los temas preferidos de Plauto y aquí brilla con luz propia el prototipo de un personaje imprescindible en la posterior Comedia Universal: “el viejo verde”, que agudiza su ingenio ante la adversidad para poder satisfacer sus amores. Cásina se diferencia también de “sus hermanas de mayor renombre” en el desarrollo escénico y en que su lenguaje está en consonancia con el tema que trata: menudean frases, alusiones y gesticulaciones que a buen seguro harían las delicias de la plebe romana de la más baja estofa. Esto puede explicar el hecho de que Cásina haya estado vetada en pasadas etapas históricas y se haya puesto como “paradigma” del Plauto barriobajero que busca la carcajada a cualquier precio.




La diosa Talía, musa del teatro



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es miércoles, 25 de diciembre. ¡Y hoy es Navidad!





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















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