A menudo se ha escrito, continúa diciendo el articulista, sobre la dicotomía entre las dos grandes novelas distópicas del siglo XX: "1984" y "Un mundo feliz", entre el Estado fascista de George Orwell, que uniformiza a sus súbditos en un sistema vertical clásico, y la civilización que describía Aldous Huxley, una masa autoanestesiada a través del ocio, la química y, en esencia, la búsqueda de una felicidad sin propósito, de un bienestar adormecido. El libro de Plácido Fernández-Viagas, añade, no apuesta por ninguno de los dos planteamientos, sino que los encaja y los enlaza y los amalgama en una suerte de pacto flotante como manera de definir la realidad del siglo XXI, porque "Inquisidores 2.0" es un ensayo exhaustivo y muscular, pero también es conscientemente nebuloso en respuesta a la nebulosa conformación de la sociedad contemporánea.
En menos de ciento setenta páginas de robusta erudición, añade Torrijos, el libro de Fernández-Viagas nos bombardea con conceptos y explicaciones, con más de ciento cincuenta citas y referencias que se agregan y se yuxtaponen y se fragmentan, y a veces se apoyan y otras se contradicen para, finalmente, generar una tesis que no se afirma con rotundidad lineal. Según el autor, el pilar de la realidad occidental contemporánea es la libertad de información. Lógicamente, la libertad de pensar como uno quiere y de expresarse como se piensa sólo tiene cabida dentro de la democracia, el sistema que posibilita que, en efecto, las ideas puedan competir en igualdad y ser sustituidas unas por otras. De hecho, como garante democrático, la libertad de información pronto se convierte en mecanismo de control inverso: en herramienta de crítica a los poderes públicos y que desemboca en la igualdad. «Tous les Hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits», que decía la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1798. Pero, ¿somos todos en verdad iguales? Pues en realidad sí, pero probablemente no tal y como lo concibieron los diputados de la Asamblea Nacional Constituyente.
La transparencia, raíz de la libertad de información, sigue dicienco, es muy anterior a la Revolución Francesa. De hecho, tiene que ver con la consciencia medieval de la muerte. La muerte en la Edad Media, especialmente la venida a través de pestes y plagas, no se contempla como una situación natural o un accidente extraño, sino como un castigo divino a los pecados. Había que estar vigilante contra los enviados del Diablo. Y la Inquisición y el reformismo puritano lo supieron estar. Así, los calvinistas abrazaron con vigor el concepto de transparencia, lo que explicaría la obsesión de los ciudadanos de Ginebra, que descolgaron sus cortinas haciendo ostentación de que todo lo que ocurría en sus casas podía contemplarse sin cortapisas. Si el alma es pura, nada tiene que esconder. Pero ningún alma es lo suficientemente pura: todas albergan algún secreto, algún pudor o alguna vergüenza. Y cuanto más enseñaban, más fomentaban la penetración del ojo inquisidor, que tomaba mil formas, desde el mismo estamento oficial o eclesiástico hasta la pura ciudadanía.
El concepto de transparencia, continúa, bucea durante la historia como elemento catalizador de la comprensión del mundo y, tras la llegada de la Ilustración, se transforma para seguir resistiendo en el corazón del nuevo modelo. Una vez sustituida la imposición divina por el imperio del Hombre, centro de la sociedad posmedieval y revolucionaria, han pasado los siglos y la idea de transparencia ha sobrevivido hasta nuestros días. Modificada pero con el mismo o mayor poder que hubiere tenido. La libertad de información se presenta como una máxima de la civilización democrática contemporánea, pero no nos hemos dado cuenta de que se ha convertido en ese fraude que Fernández-Viagas sitúa como uno de los subtítulos de su ensayo. «Uno de los grandes instrumentos históricos en la lucha contra el Antiguo Régimen está siendo utilizado ahora como medio para destruir las reputaciones ajenas», afirma. En efecto, los medios de comunicación, aun conservando parte de su necesaria actividad como crítica del poder, con frecuencia están movidos por la envidia o el revanchismo interesado, cuando no por el puro chisme y el cotilleo. Sabemos que las personas distinguidas y sobresalientes son, en el fondo, iguales que nosotros. Igual de vulgares y corrientes. Igual de sucias. Pero queremos que nos lo digan. Queremos verlo. Queremos que todos lo vean. Y disfrutamos con ello. No en vano, las noticias más leídas y con mayor número de clics en los periódicos digitales –esto es, las que más beneficio económico reportan– a menudo son las relacionadas con el chismorreo.
Haciendo gala de la libertad de información, añade, el ojo de los medios es implacable, incontenible y no rinde cuentas. Si escarbando en lo más profundo de nuestra intimidad no consiguieran encontrar nada, buscarán en la de nuestra pareja, y después en la de nuestra familia, amigos, allegados y conocidos. Además, la injuria aparece a cinco columnas en la primera plana, pero la rectificación apenas ocupa la esquina de una página par, con las consecuencias que ello comporta para los afectados. Bill Clinton fue un buen presidente de Estados Unidos, o quizá fue un mal presidente de Estados Unidos, pero siempre estará asociado al caso Monica Lewinsky. Albert Einstein era un genio, sí, pero abandonó a su familia. En una reciente entrevista, Jennifer Lawrence, cuya única culpa es la de existir, afirmaba sentir miedo por el futuro de su carrera como actriz.
Se diría entonces, dice más adelante, que los diferentes, los famosos y los notables tienen menos derecho a la intimidad que el resto de los ciudadanos. Que los medios de comunicación, con nuestra propia connivencia, se lo han –se lo hemos– arrebatado. Pero Fernández-Viagas opina que no. Que todos hemos perdido el derecho a la intimidad porque todos hemos perdido la propia intimidad. Y con ella, la individualidad. En el siglo XXI, la aparición de la Red 2.0 y su camino bidireccional de la información está acabando con la individualidad.
Ya no se trata de, añade, que por envidia, necesitemos saber que los brillantes y los más dotados son tan vulgares como nosotros: es que todos somos exactamente iguales a todos. El problema es que esta vigilancia perenne destruye el comportamiento individual. Como somos animales sociales, nadie quiere destacar por arriba ni por abajo por miedo a ser repudiado y, al final, ni siquiera actuamos de acuerdo con nuestros propios deseos o motivaciones íntimas. Actuamos como los demás esperan que actuemos. Como nosotros esperamos que actúen los demás. Todos nos hacemos selfies con palos para selfies y sonreímos en todas nuestras fotografías que ven todos los demás. No hay motivaciones íntimas porque la intimidad ha desaparecido. El puritanismo ha vencido gracias a las redes sociales y la nueva Inquisición es una máquina global y multicéfala de la que todos somos cómplices y partícipes. No hay más que atender a las últimas informaciones vertidas en prensa para darnos cuenta.
Según la hipótesis –y no olvidemos que sólo es una hipótesis– de Fernández-Viagas, continúa diciendo, el proceso de sustitución del Hombre por una entidad social superior está viviéndose en este preciso momento. Para justificarlo, alude a la pérdida de la individualidad y la dignidad como herramienta evolutiva de la sociedad. Además, como la Red 2.0 genera un flujo bidireccional de la información y también de la vigilancia, todos los seres humanos, también los anónimos, acabamos siendo instrumentos de ese proceso pretendidamente evolutivo de la desindividualización.
¿Y por qué haríamos tal cosa?, concluye por preguntarse y preguntarnos el comentarista. ¿Cuál es el mecanismo que nos convierte en enemigos de nuestra propia naturaleza individual como seres humanos? Según el autor, vivimos presos de la búsqueda de la felicidad. Desde que la ciencia abole la superstición e introduce el concepto de progreso, aceptamos que los cambios son consecuencia del avance hacia un objetivo último y mejor. La misma ciencia ha eliminado casi por completo la antigua visión de la enfermedad y la muerte. Sin estas amenazas, el ser humano tendría que preocuparse únicamente de la felicidad. De su felicidad. Y un hombre es más feliz cuando ha eliminado las preocupaciones. Ya ni siquiera tenemos miedo a que descubran nuestros secretos ocultos, porque no los tenemos. Porque «Ser como todo el mundo nos libera del trabajo de pensar». Al diferente no se le ve como un enemigo, sino como un enfermo; como alguien que ha renunciado al bienestar y al que, por cierto, puede curársele. Hemos interiorizado psicológicamente la uniformidad como mecanismo de felicidad. El texto afirma que vamos camino de convertirnos en robots felices, si es que no lo somos ya. Si aceptamos que tan solo somos engranajes de una máquina social en evolución, estamos abocados a nuestra desaparición real como individuos independientes. Poco importarán nuestras actuaciones, nuestras reflexiones o, incluso, que nos avisen y tengamos plena consciencia de ello. Estaríamos destinados a desaparecer disueltos en un cerebro colectivo, por mucha resistencia que ofreciésemos. Y, en segundo lugar, porque la hipótesis que plantea el ensayo no tiene verdadera base científica o sociológica más allá de las elucubraciones que, con notable elocuencia, eso sí, plantea el autor.
Espero leer "Inquisidores 2.0", el inquietante libro de Plácido Fernández-Viagas, en la primera oportunidad que tenga. Lo más pronto posible... De momento ya lo he pedido a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas. Ya les contaré.
P.S.: Ya lo he leído, y confieso que me ha parecido más fascinante, y aterrador, de lo que pensaba. Para nuestra desgracia, creo que su autor tiene toda la razón en su profética denuncia.
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Plácido Fernández-Viagas
Entrada núm. 2444
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)