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miércoles, 15 de enero de 2025
De las entradas del blog de hoy miércoles, 15 de enero de 2025
De la dignidad de las personas
Hay actitudes indignas lo mismo que las hay dignas. Hay también actitudes indignantes. Cada cual podría aportar algunos ejemplos. El valor dignidad destacó con fuerza tras la Segunda Guerra Mundial. La Constitución francesa de la IV República (1946) la acoge en su preámbulo, después ratificado por la Constitución de la V República (1958). La alemana la incluye en su artículo primero y la italiana en su artículo 3.1., dice en Nueva Revista [Dignidad y Constitución, 04/12/2024] Antonio Torres del Moral. Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).
En diciembre de 1947, estaba casi ultimada la Declaración Universal de los Derechos con una redacción unánime trabajosamente alcanzada, pese a la divergencia de los juristas de países por aquel entonces sometidos a regímenes comunistas, los cuales mostraban discrepancias con frases, criterios o principios difícilmente cohonestables con la ideología vigente en ellos.
El último artículo aprobado fue precisamente el primero. Había resistencias a que figurara la palabra dignidad, como también una alusión a la fraternidad universal, porque podía parecer que hacía referencia a Dios como origen común. Finalmente se logró un acuerdo y el texto quedó así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
Al ser humano se le reconoce dignidad por ser persona. Esta «condición humana», que no se reconoce a otros seres, constituye su dignidad; la dignidad es lo que hace valer al ser humano como persona.
Leyendo estas referencias me vino a la memoria una obra que leí hace tiempo, cuyo autor fue Juan Pico de la Mirándola, un joven y muy culto pensador del siglo XV, que fantaseó sobre la creación divina de todo lo existente. Resumo:
Dios, según iba creando, disponía lo necesario para que los nuevos seres pudieran subsistir. Cuando creó al hombre, vio que había agotado todo lo necesario para la permanencia de su obra (increíble imprevisión divina). Entonces el Creador le explicó que lo dotaba de inteligencia y de libertad para que pudiera gobernar todo lo creado y que ello lo hacía de una condición superior a todo, incluidos los ángeles porque, a diferencia de estos, él podría ser lo que libremente decidiera. Así, con el hombre culminó Dios su obra.
«Me parece haber entendido —escribe Pico— por qué el hombre es el ser vivo más dichoso, el más digno… de admiración, y cuál es aquella condición suya que le ha caído en suerte en el conjunto del universo».
Y a continuación, pone en boca del Creador las siguientes palabras dirigidas a su más reciente criatura:
«Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú, como modelador y escultor de ti mismo… te forjes la forma que prefieras. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos. O podrás realzarte a la par de las cosas divinas por tu propia decisión…».
El ejemplo de Antígona. Nada más leer el libro (de esto hace ya tiempo) pensé que yo había leído algo semejante; no que Pico hubiera plagiado, sino que, entre sus múltiples lecturas, tuvo alguna fuente de inspiración sobre el objeto principal de su obra. Pensé en alguna tragedia griega. ¿Cuál? Resolví muy pronto que debía comenzar por Sófocles dada su querencia por estos asuntos y ser el más conocido para mí.… Lo encontré: nada menos que Antígona, acaso la tragedia más conocida de Sófocles. Abrí el libro y hallé en las primeras páginas lo buscado. Es una declamación del Coro:
«Muchas cosas hay maravillosas, pero ninguna más maravillosa que el hombre. Este, del mar canoso al otro lado avanza bajo las olas que a su paso abren abismos en derredor… y a la Tierra indestructible e infatigable la agosta con el ir y el venir de los arados año tras año, con la raza caballar labrando… a la más potente. Y… rodeando la tribu de las aves… las domeña, y de las fieras salvajes la estirpe y de la especie marina con lazos tejidos en red. Y domina con artilugios la agreste fiera que por los montes deambula; y al de espesa crin, el caballo, conducirá bajo el yugo que rodea la cerviz, y al montaraz e infatigable toro… Y supo evitar las molestas heladas a la intemperie y supo evitar los dardos de las lluvias molestas [...]. También el lenguaje y el alado pensamiento y los cívicos afanes aprendió por sí mismo [...] y marcha sin recursos hacia el futuro. Solo de Hades no conseguirá escapar…».
Anímese el lector del presente artículo a leer o releer esta inmortal obra de Sófocles (y, si es gustoso, también la de Pico de la Mirándola). Y hallará en aquella, poco después de su comienzo, la frase acaso más citada en libros jurídicos. Dice Antígona al poderoso Creonte: «Yo no creí que tus decretos tuvieran fuerza para borrar e invalidar las leyes de los dioses».
Sófocles escribió Antígona cinco siglos antes del nacimiento de Cristo y es la obra teatral más representada a lo largo de la historia.
Y aún cabe recordar al sofista Protágoras, coetáneo de Sófocles, del que se conservan pocos textos, pero sí uno muy a propósito de este artículo: «El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son».
Al ser humano se le reconoce una dignidad que no se reconoce a otros seres: es persona. Esta «condición humana» constituye su dignidad; no son conceptos sinónimos, sino equivalentes: la dignidad es lo que hace valer al ser humano como persona.
De aquí podemos extraer una primera conclusión: los derechos humanos son concreción de la dignidad, la libertad y la igualdad.
Estamos acostumbrados a oír, e incluso a decir que Fulano o Zutano han perdido la dignidad por comportarse de tal o cual manera. Es sin duda una apreciación errónea motivada seguramente por la sensación negativa que nos ha producido su comportamiento, el cual puede merecer una dura calificación, pero no su condición como persona humana, que le acompañará hasta el fin de sus días.
También con frecuencia utilizamos la expresión «comportamiento indigno» para calificar el que está realizando alguien y que nos parece impropio de una persona civilizada. Tal calificación puede parecer severa, pero no niega la dignidad de dicha persona, sino su comportamiento.
La dignidad en la Constitución. Si hay una palabra estrella en la Constitución española vigente según la doctrina científica y jurisprudencial, es dignidad.
Esta es una primera enseñanza: para que un régimen político sea respetuoso e incluso defensor activo de la dignidad humana, no es necesario que esta palabra figure en su texto constitucional. Si figura, tanto mejor, porque se gana en seguridad jurídica, que es otro valor muy presente en el constitucionalismo posbélico. Pero más necesario, incluso imprescindible, es, primero, que los poderes públicos interpreten que la dignidad es un valor ínsito al régimen democrático y, segundo, que así lo interpreten también los tribunales de justicia.
Este argumento vale igualmente en sentido contrario: no por estar reconocida la dignidad de la persona en un texto constitucional estamos en presencia de un régimen democrático respetuoso o defensor de dicho valor. La interpretación correcta debe sustentarse en la correspondencia efectiva entre el régimen jurídicamente proclamado en el texto constitucional y el realmente vivido o soportado en el país, cautela esta que debe ser observada no solo para con la dignidad, sino también respecto de todo el usual contenido de las constituciones. Consiguientemente, la dignidad (e igual cabe decir de los demás valores), se dirime en la vida del país, en el respeto y en la promoción reales y efectivos que le dispensen los poderes públicos, así como en su efectividad en los tribunales de justicia.
Y los artículos 1.1 y 10 de la Constitución española siguen el dictado de lo mencionado aunque con más detalle:
Art. 1.1. «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su Ordenamiento jurídico la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político».
Art. 10. «La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social.
Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España».
La dignidad es irrenunciable. Todos los derechos son renunciables, incluso la vida, pero no la dignidad. Porque no se puede renunciar a la condición humana (aunque algunos parece que lo intentan).
Los valores que estamos considerando (de libertad, igualdad y justicia) han tenido su entrada en la historia como algo que, según se suele decir, «han llegado para quedarse», si bien todavía tienen muchos contradictores, incluso en países más o menos civilizados, debido a diferencias y tensiones raciales o religiosas.
La dignidad es un valor que ha hecho su aparición en los textos constitucionales después de la II Guerra Mundial. Y no en todos, como tampoco en aquellos que han mantenido textos suyos anteriores. Así es, desde luego, en el constitucionalismo inglés, que podía haber añadido a sus textos históricos uno nuevo en tal sentido, aunque fuera breve, pero no lo hizo acaso por entender los partidos que vertebraban y vertebran la política que Inglaterra estaba bien servida con sus textos históricos.
Casos particulares. Dicho queda que al heredero de la Corona española le corresponde la dignidad de Príncipe de Asturias en tanto que el Rey tiene el título de Rey de España (artículos 57.2 y 56.2 de la Constitución española respectivamente). Si interpretamos que las expresiones dignidad y título están utilizadas con significados similares; entonces ¿la dignidad consiste en un título y comporta un tratamiento, unos honores, un lugar en el Protocolo Nacional, etcétera?
Con alguna frecuencia leemos u oímos que alguien está revestido de la dignidad cardenalicia. Dígase lo mismo que en el caso mencionado del heredero de la Corona: esta dignidad por razón del cargo ¿añade algo a la dignidad que su titular tiene por ser persona?
La dignidad de una persona por razón del cargo público desempeñado es una distinción, es decir, se quiere distinguir jurídica y socialmente a tal persona por los servicios prestados a la sociedad durante el desempeño de un cargo o de varios o por los que se espera que preste, o bien debido a su protagonismo en un importante suceso. La persona distinguida pasa a ser distinta de las demás, como la propia palabra indica; por eso el Ordenamiento la trata de modo especial (diferente y deferente) sin perjuicio —al parecer— de la igualdad ordenada por el artículo 14 de la Constitución.
En fin, se suelen atribuir buenas dosis de dignidad a aquellas personas que sufren alguna discapacidad, las que han superado con creces la tercera edad, las que viven con entereza el proceso de su propia muerte…
¿De una persona se dice que es digna como también se dice de una vivienda o de un trabajo que «merezca la pena»? Pero ¿puede una persona ser indigna o, al menos, caer en indignidad? El Código Civil, en su artículo 756 prevé una situación que permite la desheredación de una persona por motivos de indignidad, si bien hoy es menos frecuente que lo fue en el pasado: «Son incapaces de suceder por causa de indignidad: los padres que abandonaren, prostituyeren o corrompieren a sus hijos. El que fuere condenado en juicio por haber atentado contra la vida del testador, de su cónyuge, descendientes o ascendientes». Nadie, que yo sepa, ha impugnado como inconstitucional la locución por indignidad. El precepto no perdería un ápice de su valor normativo si desaparece y se mantiene el resto.
[ARCHIVO DEL BLOG] Entre la reflexión y el mito. Publicado el 08/11/2019
Del poema de cada día. Hoy, Elegía, de Miguel Hernández
ELEGÍA
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,
con quien tanto quería.)
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Miguel Hernández (1910-1942)
poeta español
martes, 14 de enero de 2025
De las entradas del blog de hoy martes, 14 de enero de 2025
De la verdad sobre la ley de la selva en la naturaleza
Así funciona el mundo. La lucha por la vida es una batalla descarnada. O devoras o eres devorado. En la ley de la selva, solo los más duros y despiadados sobreviven. Lo repiten una y otra vez: la existencia es feroz; sus dientes, afilados; sus garras, inmisericordes. Los ideales igualitarios son cuentos para consumo —y beneficio– de los débiles, ficciones que disfrazan la cruda realidad. En la naturaleza salvaje no hay compasión, solo competencia. Y se escudan en la biología para justificar el individualismo agresivo, el desprecio a los frágiles, el elogio del más fuerte, escribe en El País [La ley de la selva [12/10/2025] la filóloga y ensayista Irene Vallejo.
Sin embargo, la expresión “la ley de la selva” no tiene raíz científica sino literaria. Se popularizó gracias al éxito de El libro de la selva, de Rudyard Kipling. Las aventuras de Mowgli no son precisamente una descripción zoológica sino un conjunto de fábulas y, en su trasfondo histórico, una metáfora de las tensiones en la India colonial. Además, las normas que Baloo enseña al niño-lobo rechazan la crueldad y aspiran a que todos los miembros de la manada, fuertes o débiles, tengan alimentos suficientes para sobrevivir, se ayuden y se protejan. “He obedecido la Ley de la Selva”, afirma Mowgli, “y no hay ni uno de nuestros lobos al que no haya quitado una espina de las patas”.
A mediados del siglo XIX, Darwin había revolucionado la ciencia y las mentalidades con su teoría de la evolución. Sin embargo, otros pensadores traspasaron sus tesis —a veces de forma simplista— a la sociedad y la política. Thomas Henry Huxley, discípulo darwinista, publicó en 1888 un artículo que se convertiría en un manifiesto: La lucha por la existencia. En ámbitos académicos, se extendió el determinismo biológico: la medición de cráneos, el concepto de criminal nato e incluso se justificó el racismo con argumentos supuestamente científicos. Huxley escribió: “Ningún hombre racional, bien informado, cree en la igualdad del negro medio respecto del blanco medio; no puede medirse con su rival de cerebro más grande y mandíbula más pequeña en una pugna ya no de dentelladas, sino de ideas”. Volvía a estar vigente la idea aristotélica de que el esclavo lo es por naturaleza. Según esta mirada implacable, la biología dividía el mundo entre aptos y no aptos, es decir, entre vencedores y perdedores: la desigualdad era el estado innato de la realidad. Aún seguimos presos de ese imaginario que encumbra a quien aplasta a los demás, y culpa a quien tiene el agua al cuello de sus propios males, por falta de cualidades para triunfar en la lucha libre de todos contra todos. Como si no existieran desventajas y privilegios inmerecidos. Como si la concentración de la riqueza en unas pocas manos fuese un mandato evolutivo.
La obra de Charles Dickens exploró los márgenes y las intemperies de la sociedad victoriana, tan moralista como despiadada. El padre del escritor fue condenado a pena de cárcel por deudas y, con solo diez años, Charles, para ayudar a mantener a una familia asfixiada por las dificultades económicas, entró a trabajar en una fábrica. Por unos pocos chelines al mes, encolaba etiquetas en cajas hasta la extenuación. Ya adulto, convertido en novelista, denunció con ironía la muy conveniente idea de que los pobres son solo un daño colateral de la inevitable —y supuestamente leal—competición evolutiva. En su libro Oliver Twist, el protagonista, huérfano, recibe como alimento unas migajas y una nutritiva ingesta de frío gracias a la cual ocho de cada diez chiquillos internos morían de un resfriado. Cuando un buen día reúne valor para empuñar su escudilla y pedir una segunda ración a la hora del almuerzo, lo fulmina la mirada escandalizada del director del hospicio, que debe aferrarse al caldero para no caer de espaldas. “Estoy convencido de que ese niño acabará en la horca”, afirma durante la junta del orfanato otro rollizo caballero. Según los apóstoles de la objetividad científica de la época, Oliver acababa de rebelarse y, por tanto, revelarse como un delincuente de nacimiento.
Cuando el otro Charles —Darwin— escribió un nuevo libro, El origen del hombre y la selección en relación al sexo, dedicó amplio espacio al instinto social de ayuda, pero esta idea recibió menos atención que el concepto de la lucha por la vida. Entre 1862 y 1867, Piotr Kropotkin, con El origen de las especies en su mochila, participó en varias expediciones científicas para investigar las condiciones extremas de la tundra y la taiga siberiana. Concluyó que allí la colaboración es la estrategia vencedora de los grupos más capaces de superar las penalidades. Sin negar la realidad de la competencia, observó que los más aptos no son los más fuertes ni los más individualistas, sino quienes mejor se adaptan al entorno. En su libro El apoyo mutuo. Un factor de evolución, escribe: “Las especies animales en las que la lucha entre los individuos ha sido reducida al mínimo y la práctica de la ayuda mutua ha alcanzado el máximo desarrollo son, invariablemente, las más numerosas, florecientes y aptas para el progreso”. Para el investigador anarquista, la solidaridad es también una forma de supervivencia.
En su ensayo de 2020 Génesis, el biólogo y naturalista Edward O. Wilson indaga en el misterio de esas especies eusociales, las que practican el nivel más alto de cooperación y altruismo. Primero fueron las termitas y las hormigas, que dominan la ecología del mundo de los insectos; millones de años después, nuestros antepasados homínidos. Aquí se plantea una de las cuestiones principales, no solo de la biología, sino también de las humanidades: ¿cómo supera el grupo la aparente prioridad del éxito personal egoísta? ¿Por qué causas y cauces pudo surgir el altruismo por selección natural? Wilson afirma que la habilidad de colaborar bien es una gran ventaja adaptativa, que ha permitido a ciertas especies crear sociedades más sofisticadas. Estas estrategias forman parte de un entrenamiento al que los individuos están predispuestos genéticamente. “Puede que la eusocialidad se haya logrado muy pocas veces durante toda la evolución, pero ha producido los niveles más avanzados de complejidad social. A los seres humanos nos convirtió en los administradores de la biosfera. La pregunta es si poseemos la inteligencia moral necesaria para cumplir con la tarea”. Aprender a cuidar y cooperar, incluso con los frágiles, nos vuelve más fuertes que la cruda lucha encarnizada.
Incluso el yo, expresión máxima del egoísmo, encierra en sí mismo multitudes que colaboran en delicado equilibrio. El biólogo molecular Carlos López Otín describe en La levedad de las libélulas una “asombrosa fauna de bacterias, hongos, virus y parásitos que nos acompañan y ayudan en la aventura diaria de la supervivencia”. Nuestro organismo es un ejemplo andante de las ventajas de aliarse y las delicadísimas polifonías que sostienen la vida. Cada individuo sano está habitado por billones de minúsculos forasteros. Si esa simbiosis se altera, enfermamos. Amanda Gorman les dedicó un poema: “La mitad de nuestro cuerpo no nos pertenece, navío de células no humanas. Para ellas somos un remolque, un país, un continente, un planeta. No, no me llames yo, mi nombre es nosotros”. Aunque imaginemos ser criaturas solas, somos enjambres. Si la ley de la selva existiera más allá de nuestras ficciones, uno de sus artículos principales sería la colaboración.