jueves, 23 de julio de 2020

[PENSAMIENTO] Filantropía





"Sabemos que «la caridad bien entendida empieza por uno mismo» [Filantropía, o la caridad bien entendida. Revista de Libros 1/7/2020], -escriben los economistas, y hermanos, Jose Antonio y Miguel Herce-. Nos lo han dicho muchas veces (ya tenemos una cierta edad) y hasta nosotros lo hemos dicho en más de una ocasión. Puede que hartos todos por los abusos de los «amigos del sable». Pero esto es todo lo que diremos sobre la caridad en esta entrada. Porque, de lo que queremos hablar es del amor a la humanidad. Entiéndasenos, amor desinteresado a nuestros semejantes, sin contrapartida, incluso en detrimento de uno mismo. Queremos hablar de la filantropía.

Piense el lector en el universo de posibilidades que traza la combinación dos a dos de estos cuatro elementos: (i) la iniciativa privada, (ii) la iniciativa pública, (iii) el bien privado y (iv) el bien público. En el par (i) – (iv) (iniciativa privada – bien público) es donde se sitúa la filantropía. La combinación de (i) y (iii) crea el ámbito de la empresa convencional o el del auto interés (eso de «la caridad bien entendida»). La combinación de (ii) – (iv) el de la acción del (buen) gobierno, con la provisión de «bienes públicos», mientras que la combinación de (ii) y (iii) nos remite a los (malos) gobiernos que favorecen el interés privado (grupos de presión, monopolios o, lisa y llanamente, corrupción). Esta última, no se crean, se da también en y con la iniciativa privada, no solo en la iniciativa pública.

No es fácil declararse un filántropo hoy en día. El imaginario colectivo está focalizado en los «grandes filántropos» («cienmillonarios» para arriba), y desconsidera la ingente tarea de los pequeños filántropos que llenan las asociaciones civiles de voluntarios. Para más inri, partes muy amplias del mismo imaginario colectivo aceptan dos hipótesis sin rechistar: la primera, que quienes donan cantidades masivas de dinero para el bien común lo hacen para lavar su mala conciencia por un «ellos-sabrán-qué» y, la segunda, que la acción pública es infinitamente superior a la acción privada para luchar contra la pobreza y la desigualdad. Lo segundo suele presuponer lo primero, a saber, que solo lo (exclusivamente) público está inspirado por criterios morales, creencia muy extendida en España.

Pero la filantropía es otra de las instituciones que caracterizan a una Buena Sociedad. Sus raíces son muy profundas y antiguas: nos da de ella noticia la mitología griega (de cuya lengua deriva la palabra), se reinventa en el bajo imperio romano y se moderniza en pleno renacimiento europeo.

En 1526, el humanista español Juan Luis Vives publicó en Brujas, donde vivía exiliado para huir de la Inquisición, un tratado sobre la lucha contra la pobreza que llevaba el elocuente título de De Subventione Pauperum (El socorro de los pobres), en el que ya avanzaba la novedosa idea de limitar (si no prohibir) la mendicidad mediante la ayuda organizada a los desfavorecidos por medio de las instituciones (municipales, en la época). Este tratado sentó las bases hasta el S. XIX, en los países más avanzados, de las posteriores (y no siempre afortunadas) «leyes de pobres». Todavía hoy se cita a Vives muy a menudo, y se reconoce su aportación a una visión moderna de la lucha contra la pobreza… en las sociedades anglosajonas.

En su obra Philanthropy Reconsidered (2009), George McCully, académico, inversor de impacto y divulgador de la cultura filantrópica, estableció una definición moderna y sintética de la filantropía: private initiatives for the public good, focusing on quality of life. Repárese ahora en la ubicación de esta definición en la taxonomía de agentes/objetivos propuesta en el párrafo segundo de esta entrada. Ahora, la filantropía es una institución que no solo tiene sentido en sí misma, sino que, lo que es más importante, da sentido a las restantes instituciones. Lo mismo que cada una de estas instituciones (sí, la corrupción también es una institución social, muy vieja, por cierto, ¿les suena eso de «hecha la ley, hecha la trampa»?) tiene sentido en sí misma y da sentido a las restantes. Como verán, la lista de «instituciones» (cada una distinta, no todas buenas) parece inagotable. Pero reparen en lo que sigue, puede que les intrigue.

La filantropía NO ES, ni el mercado, ni el estado, ni la corrupción. Y, fíjense hasta dónde podemos llegar, el estado NO ES el mercado, ni la filantropía ni la corrupción. El mercado NO ES el estado ni la filantropía, ni la corrupción. O, por fin, la corrupción (en el sentido amplio antes definida) NO ES el estado, ni el mercado ni, mucho menos, la filantropía.

¡Vaya hallazgo! Nos dirán ustedes. Y lo mismo decimos nosotros, ¿no, hermano? ¡Vaya hallazgo! Porque, resulta que mucha gente cree que el estado es la corrupción. Otros tantos creen que la corrupción es el mercado. Los hay, incluso, que creen que hasta la filantropía es la corrupción (será de las almas, digo yo). Quienes piensan que el estado, el mercado y hasta la filantropía, todo ello, es corrupción, parecen haberse extinguido hace tiempo.

La filantropía no consiste solo en donar dinero a una o más causas, también intervienen donaciones en especie, bien de tiempo dedicado a otros o de cualquier otro tipo de ayuda que no sea de las anteriores categorías («ayudar a otros» en lo que sigue). La filantropía de los «magnates», por otra parte, es enorme, pero la micro filantropía es increíblemente más masiva de lo que se piensa. Según la ONG Charities Aid Foundation, cuyo informe World Giving Index 2018 (datos de 2017) recoge datos muestrales (más de 160. 000 personas) de 146 países (más del 95% del PIB mundial), el 51,1% de la población mundial5 participa en actividades filantrópicas (ayudar a otros), el 29,1% dona dinero y el 21,1% dona su tiempo. Naturalmente, cualquier entrevistado puede reportar haber realizado varias de estas categorías de donación en el periodo captado en la encuesta (el mes precedente a la entrevista). Estas tasas son bastante estables en el tiempo, por cierto. La anatomía de estas donaciones es enormemente rica y variada, por género, edad, grado de desarrollo del país u otras características de la población. La micro filantropía es, pues, masiva en el mundo.

Como se mencionaba antes, los grandes filántropos constituyen la especie más mediáticamente destacada en este ecosistema. La UBS, un conglomerado bancario suizo, ha publicado recientemente el informe Global Philanthropy Report: Perspectives on the global foundation sector, elaborado por investigadores del Hauser Institute for Civil Society en la John F. Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard. En este informe se identifican más de 260 mil fundaciones en 39 países, tan solo una porción (se indica en el propio informe) del universo fundacional en el mundo. Entre estas fundaciones se encuentran todas las grandes fundaciones que normalmente se citan en los medios. Los activos totales de estas fundaciones, sobre cuya base se realizan sus donaciones y operaciones anuales, ascienden (en cifras redondas) a 1,5 billones de dólares USA (lo que equivale a 1,1 veces el PIB español) y el gasto anual de todas ellas puede estimarse en un 10%, es decir unos 150 mil millones de dólares (unos 135 mil millones de euros). Es sorprendente la variedad de tamaños de estas fundaciones, aunque solo el 1% de las tratadas en el informe superan los 100 millones de dólares de activos. Los EE. UU. y, bastante más atrás, Europa, dominan en la muestra analizada. No es posible decir a ciencia cierta qué porción del universo fundacional queda recogida en el informe.

Entre la macro filantropía, la de los «magnates», y la micro filantropía, la de los individuos anónimos, se encuentra pues un impresionante conjunto de actores capaces de mover voluntades y recursos de todo tipo. Muchos pensarán que el trabajo realizado por la filantropía de todo tipo nunca podría reemplazar al de los estados en su implementación de los grandes programas del bienestar: la sanidad, la educación, las pensiones, o la protección al empleo y el desempleo. Pero a nadie se le escapará, tampoco, que las actividades filantrópicas, esas «iniciativas privadas para el bien común», hacen que la vida de los menos favorecidos sea sensiblemente mejor de lo que sería en su ausencia. Pocos desearían que la filantropía no formase parte de la sociedad a la que aspiran.

La filantropía, desprovista del rebozo religioso que la ha acompañado durante muchos siglos, ha vuelto a entroncar con sus raíces civiles originarias gracias al humanismo. En el siglo XXI, leyendo a McCully y valorando la ya ingente evidencia sobre su función en la sociedad, debe reconsiderarse la filantropía como la pata civil e imprescindible de la Sociedad del Bienestar.

La filantropía, pues, para responder a la pregunta implícita que da título a esta entrada, no es la caridad. Menos aún es esa caridad-bien-entendida-que-empieza-por-uno-mismo. Ah y, si bucean en la literatura anglosajona, don’t get lost in translation, la voz inglesa charity no significa (salvo excepcionalmente) caridad".



El economista José Antonio Herce



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 23 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...






















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miércoles, 22 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] La democracia, según Popper. Publicada el 20 de mayo de 2010




El filósofo Karl Popper



Sobre Karl Popper (1902-1994), filósofo y sociólogo político británico de origen austríaco, he escrito en ocasiones anteriores en este blog. Especialmente de una de sus obras principales: "La sociedad abierta y sus enemigos" (Paidós, Barcelona, 2006). Escrita en 1945 durante su forzado exilio en Nueva Zelanda, trata en ella, como más tarde lo hará la también filósofa y teórica de la política norteamericana de origen alemán, Hannah Arendt, sobre los orígenes de los totalitarismos que asolaron el siglo XX: especialmente el comunismo y el nacional-socialismo.

Para el profesor José Sánchez-Alarcos, comentarista de la obra de Popper, la tesis central de "La  sociedad abierta y sus enemigos" es la de que el origen de los totalitarismos radica en la superstición de ciertas ideologías que parten de dos falsedades relacionadas: primero, que la historia se mueve en una dirección de acuerdo con leyes naturales y, segundo, que ellos, los ideólogos, conocen esa dirección. A partir de esas certezas, basadas en el determinismo histórico, se construye la utopía: dotados de esa tremenda información, se edifica un mundo maravilloso en el que los seres humanos serán felices porque el modelo de sociedad se adapta milimétricamente al sentido natural de la historia. Obviamente, quien se oponga a la construcción de esa sociedad perfecta, una sociedad cerrada que remite a la tribu, puede ser considerado un canalla y debe ser extirpado invocando razones morales, como ha sucedido en todos los Estados totalitarios.

Enemigo declarado de las utopías políticas, y por ende, de las ideas expuestas en la "República", de Platón, primer gran modelo utópico de Occidente cuya influencia, dice el profesor Sánchez-Alarcos, aún perdura, Popper manifiesta su certeza de que la salvaguarda de la libertad y del progreso están precisamente en sociedades abiertas en las que las personas deciden con sus acciones el curso de la historia, porque ni hay sociedades perfectas ni, por lo tanto, un camino ideal para alcanzar lo que solo existe en la imaginación de unos pensadores trasnochados.

De Popper escribía también hace unos días en el diario La Vanguardia, el periodista y columnista político Luís Foix, en un interesante artículo titulado Hereu se despeña que pueden leer en el enlace anterior, en el que comenta el estruendoso fracaso de la consulta popular promovida por el consistorio barcelonés, llamando a los ciudadanos a decidir sobre las posibles opciones para remodelar la Vía Diagonal de la capital catalana, en el que augura el fín de la hegemonía socialista en el Ayuntamiento de Barcelona a causa del patinazo político de su alcalde, con una cita de Popper que dice que "la democracia no consiste en designar gobiernos sino en echarlos".

No puedo estar sino en completo acuerdo con Foix, y por supuesto con Popper, de quien recuerdo otra frase de la que no puedo precisar la fuente, que venía a decir que en las sociedades democráticas consolidadas, los ciudadanos, cuando ejercen su derecho de voto, no pretenden tanto elegir a un determinado gobierno, como impedir que lleguen a él (al gobierno) otros.

Nunca discuto ni pongo en cuestión lo que votan mis conciudadanos. Me podrá gustar más, gustar menos o no gustar nada, pero es su derecho y su decisión, y eso es lo fundamental para mí, pero les aseguro que viendo y oyendo a las señoras Cospedal y Saénz de Santamaría, o a los señores Aznar, Arenas, Montoro, Trillo o Rajoy, yo tengo clarísimo por quién voy a votar, aunque sea tapándome la nariz... HArendt





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[SONRÍA, POR FAVOR] Es miércoles, 22 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...






















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martes, 21 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Tristeza y consuelo



Una residencia de ancianos en Madrid. Foto de Biel Aliño


Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos, afirma en el A vuelapluma de hoy [Sin tristeza no hay salida. El País, 10/7/2020] la escritora Nuria Labari.

"Alrededor, todo lo que podía romperse se ha roto. Y todos los que podían romperse se han roto. Incluidas también las vidas de muchos por quienes la covid ha pasado de largo. Porque hay vida más allá del virus. Y donde hay vida, hay pena. Nos dicen que todo se arreglará con la vacuna y no es verdad. Que si los números son mejores la vida será cada vez mejor, pero no es cierto. Empezamos con la consigna de que una pandemia es una guerra y hemos acabado convencidos de que no tenemos derecho al consuelo hasta que el enemigo haya sido derrotado. No hay gente triste en las guerras, es un sentimiento inadmisible cuando el dolor está universalmente repartido. Así que la tristeza se convierte una capa de polvo y cascotes sobre lo que antes llamábamos vida. Al final, el mundo entero parece más sucio.

La cuestión es que, en un momento como este, puede ser cuestión de vida o muerte reconocer la tristeza antes de que nos sepulte entre nuestros propios escombros. Porque si cada vez más personas no encuentran la orientación en el mundo, el sentido tras la pérdida, entonces la solución no serán la vacuna ni la recuperación económica. La primera medida urgente es el consuelo. Y no se puede consolar cuando no se respeta el espacio de la tristeza. Porque, después de todo, el consuelo no es otra cosa que abrazar juntos la tristeza y mirar hacia adelante. Se trata de reconocer la existencia de quienes no encuentran la dirección o las fuerzas, esos otros héroes que no salen en las estadísticas: los invisibles crónicos, los locos, los anoréxicos, los borderlines, los bipolares, los viejos, los autoinmunes, todos los enfermos que sienten cerca la muerte y ni siquiera tienen una covid donde agarrarse. Reconocer su existencia y reconocernos en ellos porque antes o después el abismo llama a todas las puertas.

Por eso exijo consuelo para mi amiga P, que tiene esclerosis múltiple y esperó dos horas en el hospital a su médico de la Seguridad Social, atormentada por el dolor. El especialista se presentó explicando que acababa de “sacar adelante” a un enfermo de covid-19, “por los pelos”. “Doctor, le ruego que no vuelva a citarme cuando está salvando vidas”, exigió P. “Yo ni siquiera me estoy muriendo, pero tampoco merezco esto”. Y se fue con el sufrimiento a otra parte. También con su tristeza, más invisible que ningún virus. Escribo también por mi querido A, que visita a su madre en la residencia donde la cuidan y confinan. Solo puede entrar una vez por semana y una vez allí siente que está en un tanatorio: su madre al otro lado de una mampara y él con flores en las manos. En esos momentos, lo único que quiere hacer A es llorar. Agarrarse a la mano de su madre y llorar como el niño que es. Pero A también es un hombre, así que intenta sonreír y hasta alegrarla. Cuando lo recojo en la puerta escupe tres palabras sobre el salpicadero: “no puedo hablar”.

Reivindico la tristeza de la trabajadora S, que ha llamado a su psiquiatra la última semana para pedir ayuda. “Quería poder aguantarlo sola”, me escribió por WhatsApp. Como si pedir ayuda fuera una derrota. Y la de todos los niños que han dejado de dormir por las noches. Todos los que tienen miedo en un mundo donde no cabe el desvelo. También la tristeza de mis padres, a quienes no les ha pasado nada salvo que se han encerrado en su piso después de cuarenta años de matrimonio y se les ha caído el tiempo encima, no el de los días de encierro sino el de la vida. Quiero decirles que su abismo será distinto si lo miramos juntos. Exijo consuelo para el joven de treinta años que ha ido al médico a suplicar pastillas para lidiar con el TDH de su infancia. No logra concentrarse desde que está en ERTE. Antes de las pastillas le han dado un largo cuestionario para reconstruir su historia clínica. Entre los cinco y doce años, señale su grado de tristeza, dice la primera pregunta. Leve, moderado, bastante, mucho. Y allí mismo ha tenido que redondear la opción, muerto de pena.

Demasiadas personas se están tragando su tristeza a oscuras, como Artemisia se tragó con vino las cenizas de su esposo Mausolo. Ella murió bebiéndose la muerte. Murió de duelo porque la tristeza mata. Y porque las lágrimas son para llorar, no para tragar. No es momento de llorar sino de luchar, nos han dicho. Y yo digo que no, no en mi nombre ni en el de todos los que tragan lágrimas cada día. Reconocer la tristeza es la única manera de aspirar al consuelo cuando la pena toque la puerta. Por eso la mejor manera de enfrentar la crisis es llorar siempre que queramos. Incluso cuando no tengamos muchas ganas. Llorar públicamente a poder ser, porque la pena existe. Llorar en las terrazas, en los bares, en los paseos marítimos. Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos. Aceptar y visibilizar la tristeza es una forma de consuelo que en muchos casos puede salvar vidas. Y economías y países y hasta el mundo entero. Vamos a necesitar un salto de fe, confiar en la humanidad, creernos capaces de hacerlo mejor que hasta ahora. Ninguna vacuna frenará el desconsuelo. Porque somos ciudadanos, no sujetos clínicos.

El encierro, el duelo y la crisis económica van a multiplicar el número de personas con problemas psicológicos. Eso lo dice la OMS, pero además lo corrobora el sentido común. Habrá una avalancha de trastornos del ánimo y de ansiedad en los próximos meses y años en todo el mundo. Es un hecho cierto que solo podremos mitigar con visibilidad, aceptación, resiliencia y comprensión. Repitan conmigo: tenemos derecho a la tristeza. Ahora sustituyan la palabra tristeza por la palabra consuelo y verán qué alivio. Díganselo a sus hijos, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo. Que nadie deje de llorar un solo día. Porque nos hemos ganado cada lágrima".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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