sábado, 16 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Libres



Manifestantes en la Puerta de Sol de Madrid, tiempo ha...


"La vida siempre se reanuda después de un desastre, -escribe en el A vuelapluma de hoy [¡Un mundo nuevo, pero libre! La Vanguardia, 6/5/2020] el historiador Santi Vila-, quizá con otra flora y con otra fauna, pero se reemprende. Los que sobreviven lloran a los muertos, pero sobreviven, y tienen el deber de hacerlo, de procurar aprender de la experiencia vivida y de promover una sociedad mejor. Además, la buena noticia es que de entre todos los seres vivos, la resiliencia y la capacidad de adaptación de los humanos destacan especialmente. Como nos muestran con nitidez las lecciones de la historia, las grandes crisis extraordinarias y extremas son el momento propicio para acelerar procesos históricos, que fuera de contextos de guerra o de grandes desastres naturales costarían décadas de consensuar y de implementar. Lo recuerda el octogenario neurólogo y psiquiatra Boris Cyrulnik en su último libro, Escribí soles de noche, justo ahora traducido por Gedisa: después de la peste negra de 1348, ciertamente murió la mitad de la población, tan verdad como que la escasez de mano de obra tocó de muerte definitivamente la servidumbre feudal y convirtió a muchos payeses vinculados a la tierra en hombres libres. También la II Guerra Mundial fue apocalíptica y disruptiva: entre 55 y 60 millones de muertos, militares y civiles, de todo el planeta. Tan cierto como que de aquella experiencia buena parte de Occidente salió con un nuevo sistema de seguridad social y de pensiones, universal, del todo inalcanzable políticamente antes de la guerra. ¡Pero cuidado! Porque así como las circunstancias extremas precipitan innovaciones y reformas, en estos periodos de transición también se acostumbran a suspender y lesionar temporalmente derechos y libertades fundamentales. Por razones de seguridad admitimos restricciones en la movilidad, el derecho de reunión, intervenciones sobre los precios, la propiedad o la propia intimidad. En nombre del bien común, que por cierto siempre tiene voces voluntariosas dispuestas a representarlo, algunos incluso creen necesario limitar la crítica al Gobierno y la discrepancia política. Son tiempos para estar unidos, dice siempre el papanatas oficialista de turno, incómodo con los heterodoxos y los críticos de los que le pagan.

En estas circunstancias extremas y disruptivas es cuando los ciudadanos tenemos que estar más alerta y exigir ser tratados como adultos. Porque, como advierte lúcidamente Yuval Noah Harari, muchas de las restricciones a las libertades civiles que se adoptan teóricamente de forma temporal, a menudo, como se ha demostrado en Israel, vienen para quedarse y, además, como el monstruo de Frankenstein, en general acaban escapando al control de sus creadores. Que el Gobierno reconozca sin ambages que una unidad de la policía monitoriza el comportamiento de la ciudadanía en las redes sociales para evitar noticias falsas que generen alarma social es tan loable como inquietante. Porque como admiten sus portavoces castrenses, siempre menos dotados para la retórica matizada que los políticos, la línea que separa la persecución del mentiroso y del difamador de la que denuncia a heterodoxos y disidentes es muy fina. No menos preocupante tienen que resultar las ideas de algunos de nuestros gobernantes catalanes, hasta hace muy poco abanderados de nuevas libertades colectivas, por cierto, y que ahora se nos muestran entusiasmados con la posibilidad de implementar a golpe de decreto los nuevos avances de la tecnología de la vigilancia, ya sean cámaras de reconocimiento facial, controles sistemáticos de la temperatura, carnets sanitarios o medidas de geolocalización de infectados, con aplicaciones telefónicas tan inofensivas como las que advierten a la policía y a los propios ciudadanos de si se nos acerca un apestado o de cuál ha sido su última agenda relacional.

Una ciudadanía madura y responsable tiene que plantar cara a las ocurrencias de estos nuevos aprendices de ingeniería ­social. Porque si la tentación totalitaria siempre ha estado presente en las sociedades modernas, con la revolución tecnológica experimentada estos últimos años es más peligrosa que nunca. Una verdadera caja de Pandora. En una democracia de calidad, dejémoslo claro, como nos está enseñando Suecia, nunca la apelación al bien común, a la seguridad ni a la salud pública tendrían que justificar un daño tan grande a derechos fundamentales. Porque durante este año, ciertamente habremos vivido una verdadera crisis disruptiva, quizá el final de toda una época, que tiene que ser vivida como la oportunidad de construir un mundo nuevo. Podemos protagonizar un nuevo momento fundacional a escala planetaria, con la recuperación del valor de la amistad, de la familia y de la comunidad; con una nueva conciliación de la vida laboral y personal, con teletrabajo y reparto del trabajo; con renta básica universal y con la erradicación del consumismo. Tenemos que hacer todo eso e imaginar, por qué no, que podemos ganar, por fin, la batalla de la inmortalidad, que ni un solo hombre se morirá nunca más de viejo, de enfermedad o de hambre. Tenemos que hacer estas cosas y las que todavía no sabemos ni imaginar, pero las tenemos que hacer con una ciudadanía libre, implacable con los nuevos enemigos de la democracia, que de hecho son los de siempre".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[ARCHIVO DEL BLOG] El Estatuto, Cataluña y España. Publicada el 30 de noviembre de 2009



Sala de Plenos del Tribunal Constitucional


A estas alturas de la cuestión me imagino que el que más y el que menos tiene ya opinión formada sobre el follón del Estatuto de Cataluña a su paso por el Tribunal Constitucional. Así pues, ni una palabra más por mi parte; yo también la tengo formada, pero es la mía, y como no va a influir para nada en la resolución del contencioso me la guardo para mi. En todo caso, me gustaría recordar la anécdota que Julia Roberts protagoniza en la película "El Informe Pelícano" (Alan J. Pakula, 1993; basada en una novela de John Grisham) y que leí en un periódico de hace unos días. Julia Roberts, la protagonista, es una aventajada estudiante de Derecho. Su profesor (y amante), en una de sus clases, plantea a los alumnos un caso real en el que fue impugnada ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos una ley estatal que recortaba derechos reflejados en la Constitución Federal, pidiéndoles que argumentasen cual creían que fue la resolución del Supremo. La Roberts hace una exposición muy elaborada jurídicamente, argumentando que los derechos reconocidos en la Constitución están por encima y prevalecen sobre cualquier ley estatal que los conculque. Su profesor la felicita por su argumentación, pero la dice, que no, que el Tribunal Supremo falló a favor de la ley estatal. Y la respuesta de la protagonista, jurista en ciernes es: "Pues el Supremo se equivocó"... (Los puntos suspensivos son mios).

Hace treinta años que conozco a la magistrada del Tribunal Constitucional y ponente de la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, Elisa Pérez Vera. Fue mi profesora de Derecho Internacional Privado en la Facultad de Derecho de la UNED, y compartí con ella asiento en la Junta de Gobierno de la Universidad y en su Consejo Social, ella como Rectora y yo como representante de los alumnos. La admiro profundamente como jurista y como persona y estoy seguro de que sea cual sea la sentencia final será jurídicamente impecable.

Dicho esto, reconozco que me duele profundamente la animadversión de buena parte de los españoles, y por supuesto de la dirección del partido Popular, hacia Cataluña y los catalanes. Lo disfracen de lo que lo disfracen y por mucho que Rajoy se quiera poner de perfil para no salir pringado, él, y el partido Popular, son responsables en gran medida del distanciamiento, perceptible, y cada vez mayor, entre Cataluña y el resto de España.

Aunque sólo fuera por eso, por la necesidad de tender y no cortar puentes entre catalanes y españoles me parece acertado y súmamente interesante el artículo que el pasado día 28 de noviembre publicó en El País ("Estrategia del reencuentro") el profesor Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Les recomiendo su lectura.

Se cuenta en la república checa que la mayor parte de sus conciudadanos se sintieron encantados y aliviados cuando los eslovacos decidieron por su cuenta y riesgo la desaparición del estado federal checoslovaco y optaron por la separación de checos y eslovacos en dos estados independientes... Estoy seguro de que algunos españoles y algunos catalanes también celebrarían el divorcio entre Cataluña y España. Con sinceridad, yo no entendería nunca una España sin Cataluña, pero tampoco una Cataluña sin España. HArendt




El profesor Pablo Salvador Coderch


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[SONRÍA, POR FAVOR] Es sábado, 16 de mayo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





















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viernes, 15 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Vulnerabilidad




Dibujo de Sr. G para El País


Ante el vacío de gobernanza global y los riesgos de una excesiva globalización, comenta en el A vuelapluma de hoy [¿Nada será igual El País, 7/5/2020] el  sociólogo Emilio Lamo de Espinosa, afloran dos instituciones tradicionales que desde hace siglos proporcionan seguridad en última instancia: el Estado y la familia, pero ya nada será igual.

"La pandemia de la covid-19 -comienza diciendo Lamo de Espinosa- nos ha arrojado bruscamente a escenarios sociales inéditos e inexplorados para estas generaciones. Pero a medida que pasan los días y se afirma la evidencia de su extensión geográfica (más de medio mundo), su rápida expansión (casi exponencial), su prolongación temporal (meses, y no semanas) y su enorme profundidad (crisis sanitaria, que se prolonga ya en crisis económica, y que se replicará como crisis social y política), empezamos a atisbar las enormes consecuencias, evidentes ya en el corto plazo, pero también en el medio y largo. Son tantas las cosas que se pueden comentar que me limitaré a algunas inmediatas; en concreto, a dos experiencias colectivas que podrían (o no) ser la raíz de un aprendizaje mundial, y que han venido a reforzar dos viejas instituciones, hasta ahora bastante ninguneadas.

La primera experiencia es la de la unidad del mundo, algo que la sociología lleva analizando desde mucho antes del estallido de la globalización. Si hasta hace poco la historia de la humanidad ha sido la de muchas y variadas sociedades separadas, encerradas en burbujas autorreferenciadas, hoy es evidente lo que Terencio nos enseñó hace 2.000 años: que nada humano nos es ajeno. Nos pensamos como una colección de países/Estados, pero la modernidad nos ha unido a todos. Y así, cuando hacíamos el inventario de cuestiones globales que saltan por encima del poder de los Estados, y junto al cambio climático, el riesgo de pandemias figuraba siempre. De modo que, si la pandemia nos pilla desprevenidos, no es en absoluto inesperada, pues figura, por ejemplo, en todas las estrategias de seguridad nacionales (como la española del 2017) como un riesgo sistémico. Y si el cambio climático ha sido la primera experiencia global, esta pandemia es la segunda.

La otra gran lección de la covid-19 es la experiencia primordial que da lugar a la cultura y a la civilización: la de la vulnerabilidad. De momento, más de 25.000 fallecidos sólo en España, 250.000 en el mundo, sirven de memento mori, exigiendo un duelo frente a lo que, de momento, es solo una fría estadística. Pero no es solo el riesgo personal, pues la pandemia nos hace conscientes de que podemos desaparecer como especie, no por culpa nuestra, no por riesgos socialmente producidos (nucleares, climáticos, o de otro orden, y recuerdo a Ulrich Beck y su Risikogesselschaft) de los que podríamos culparnos, sino por fenómenos naturales con los que ni contábamos ni podíamos contar. Al fin y al cabo, somos una casualidad en el espacio-tiempo, que sin duda desaparecerá a consecuencia de otra casualidad. Evidencia para la especie tan indiscutible como la muerte para los individuos, y frente a la que tratamos de construir burbujas de seguridad y de certidumbre que calmen la ansiedad y angustia primordiales. Nada nos garantiza que un virus nuevo, una bacteria, un meteorito, no pueda acabar con la especie humana en cuestión de meses. Les ha ocurrido a otras muchas especies en el pasado y, quién sabe si a otras humanidades y civilizaciones en otros mundos posibles e ignorados.

Se trata de dos aprendizajes (el de la unidad y el de la vulnerabilidad) que podrían sumarse, pues la vulnerabilidad debería llevar a la unión frente al peligro común. Me temo que es más fácil que se resten; la reacción “natural” frente a la vulnerabilidad es buscar refugio en lo conocido, en la tribu, la nación, la religión, las comunidades “naturales”, para blindarse, negando justamente la experiencia cosmopolita y, más bien, demonizando al “otro” como fuente del peligro, de modo que la vulnerabilidad cancela el cosmopolitismo.

De hecho, ya está ocurriendo, y lo vemos en los dos ganadores claros de este gran distribuidor de premios y castigos que es la pandemia. ¿Quién gana y quién pierde? Falta perspectiva, pero ante el vacío de gobernanza global (el gran perdedor) y los evidentes riesgos de una excesiva globalización (otro perdedor) afloran dos instituciones tradicionales que desde hace siglos proporcionan seguridad en última instancia (y no olvidemos que seguridad es lo primero que exigen los ciudadanos).

De una parte, las jefaturas políticas, hoy representadas por los Estados, asociaciones firmemente asentadas en un territorio, apoyadas por una sólida burocracia, con grandes recursos intelectuales y económicos, además de poder blando (lenguas, culturas, arte) y duro (policía, ejército), y capaces de movilizar muchos más recursos, de los que los organismos supra- o subestatales no disponen. ¿Qué puede hacer la UE con un 1% del PIB europeo cuando los Estados controlan más del 50%? ¿Quién puede coordinar los länder alemanes, las regiones italianas o las caóticas comunidades autónomas españolas? Al final, los ciudadanos miran al Estado, y culpan o salvan al Estado. Es lo que Richard Haas ha llamado la “obligación soberana”: los Estados son responsables directos ante la sociedad mundial de lo que ocurre en su territorio tanto hacia dentro como hacia fuera. Regresamos así a un mundo de Estados, no de instituciones multilaterales, lo que es tanto como decir un mundo hobbesiano donde prima el sálvese quien pueda. El reforzamiento del poder (político, pero también económico) de los Estados será (es ya), sin duda, una primera consecuencia de la crisis.

La segunda institución que sale claramente reforzada es la que siempre proporciona seguridad en última instancia: la familia, en sus más diversas formas. Recordemos que es la única institución conocida que se basa por completo en el principio del don, y no en el de la reciprocidad, dispuesta siempre a dar sin pedir nada a cambio. Y por ello, cuando todo se desmorona, ya sea por causas colectivas (guerra, revolución o pestilencias) o personales (ruina, enfermedad o incapacidad), sólo nos queda la viejísima institución del parentesco, y ya lo vimos con la Gran Recesión. Lo que llamamos —despectivamente— “familismo” no es sino la respuesta natural —nunca mejor dicho— a un entorno de inseguridad y desconfianza. Una institución reforzada ahora por otro de los ganadores de la pandemia: la digitalización. Pues ya sea en el ámbito de las relaciones personales a través de las redes sociales, ya sea en el teleconsumo que ofrecen las grandes plataformas como Amazon, ya sea, finalmente, en el teletrabajo (que favorece la conciliación), las TIC sustituyen lo analógico por lo digital, reforzando el ámbito doméstico (sólo en España hemos pasado de un 7% a casi un 30% de teletrabajo en pocas semanas).

Sólo algunos hombres osados o locos pueden intentar vivir al borde del abismo existencial, y sospecho que la evidencia de la vulnerabilidad desaparecerá tan pronto comience a hacerlo el inmediato peligro. Es más, será necesario reprimirla más aún que antes, cuando no era visible. Y si acierto, tras la pandemia nos esperará una suerte de repetición de los años veinte, combinando una frenética y alocada joi de vivre que cancele el abismo del miedo, junto con un retorno a los variados particularismos que nos ofrecen refugio y calidez en el abrazo de la tribu, particularismos que hoy toman la forma de populismos y nacionalismos. Hemos entrado en una terra incognita, un espacio social sin mapas, parecido a un agujero negro, que nos succiona y arrastra, y no sabemos ni cuándo nos dejará libres, ni dónde será, y si volveremos a “casa” terminada la pesadilla. Pero sí sé que, de momento, hemos vuelto a la seguridad de los viejos Estados y de las siempre acogedoras familias. Más bien un retorno al pasado que un salto al futuro. Lo demás, de momento, es incertidumbre".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[HISTORIA] Sans-culottes





La historia no se repite pero rima, dejo dicho Mark Twain, creador de los inolvidables personajes de Huckleberry Finn y Tom Sawyer. Creo que tiene razón, y lo mismo piensa el escritor y periodista Alvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros, que el pasado 25 de abril escribía en el diario ABC un muy crítico artículo titulado "El momento sans-culottes" sobre el descontento humano, que dice con acierto, no se nutre de carencias absolutas sino de la distancia que media entre lo que nos pasa y lo que estimamos debería pasarnos.

La expresión sans-culottes significa literalmente «sin calzones», en referencia al culote, la prenda de vestir de los sectores sociales más acomodados de la Francia del siglo XVIII, mientras que los miembros del Tercer Estado, los sectores menos acomodados de la sociedad, los no privilegiados, llevaban pantalones largos.​ Eran quienes realizaban labores manuales como artesanos, obreros y campesinos y constituyeron la mayor parte de las fuerzas revolucionarias durante el inicio de la Revolución francesa. Bajo este mote, usado al principio de forma despectiva y exhibido posteriormente por ellos mismos con orgullo, se incluía a un grupo heterogéneo de personas: trabajadores independientes, pequeños comerciantes y artesanos que excluía a la burguesía acomodada. El término era sinónimo de «desarrapados» y se aplicaba a las clases sociales populares de la Francia de este período, pero que no evitó que se alinearan con los sectores más revolucionarios de la burguesía como jacobinos, hebertistas y enragés.

"El descontento humano no se nutre de carencias absolutas sino de la distancia que media entre lo que nos pasa y lo que estimamos que debería pasarnos, comienza diciendo Delado-Gal. Con el enriquecimiento de la sociedad, ha ido disparándose el nivel de nuestras exigencias. La dinámica no podía durar siempre. Las desgraciadas secuelas económicas de la pandemia nos devolverán, brutalmente, a la realidad. Para las inteligencias expeditivas el mundo político se divide en dos mitades, una inmaculada y la otra del color de las calderas de Pedro Botero. Encontramos buena muestra de ello en «Spanish Revolution», un vídeo que últimamente ha incendiado las redes y en el que se resume la pandemia aplicando una fórmula simple: la derecha eterna, la derecha condenada a ser derecha, es culpable. Así de claro. Amancio Ortega, por mucho que haya arrimado el hombro para ayudar a sus conciudadanos, es culpable. Ni una palabra sobre las torpezas del Gobierno, en algunos casos muy notables. Solo han obrado mal los que por esencia e instinto llevan la prevaricación en las entrañas. Esto es todo. Complicar el análisis, meterse en dibujos, sería pecar de tibio y por tanto de cómplice.

El vídeo es muy moderno y, al tiempo, estupefacientemente antiguo. La voz que acompaña a las imágenes acusa los trémolos, el insuperable dolor, del inefablemente ofendido. Parece que estuviésemos asistiendo de nuevo a la campaña del Prestige, la cual se dirigió contra un partido, el PP, arrojado a las llamas del infierno antes de que el juez hubiese tenido ocasión de decir «esta boca es mía». El Tribunal Supremo, después de un proceso que se prolongó varios años, terminó absolviendo al Gobierno. El desenlace debería haber templado a los sicofantes de la democracia siempre incumplida. Pues no. Volvemos a las andadas, o, si quieren, a las andanadas. El PP y el séquito de logreros y forajidos que buscan cobertura bajo sus siglas han desmantelado la sanidad pública. Los muertos del coronavirus son sus muertos, y los contagiados, sus contagiados: a cada tañido fúnebre de campana levantan el vuelo miles de gaviotas, transposición simbólica de las cornejas que anuncian y celebran la devastación y el desastre. No se razonan las cifras, ni se colocan en su contexto. Es cierto que, tras la llegada de Rajoy, el gasto sanitario descendió cerca de un 13%. Sí, es verdad. Pero el gasto sanitario había alcanzado cifras extraordinarias e insostenibles con Zapatero, el país estaba en bancarrota y no había más remedio que ahorrar si se pretendía evitar un rescate de Bruselas. Pese a todo Rajoy ejerció lo que, dadas las circunstancias, cabría considerar una política social: incrementó la deuda pública treinta puntos, subió los impuestos y, a partir de 2015, fue elevando el gasto sanitario hasta colocarlo en consonancia con los niveles anteriores a los grandes e irrepetibles superávits de principios de milenio. No habría sido sustancialmente distinto el comportamiento del PSOE. Pelillos a la mar. Cuando no se habla de los hechos sino del Bien y del Mal, con unos, los abajo firmantes, instalados en el primero, y los enemigos políticos arrinconados en el segundo, la razón se declara en cesantía y estalla ciega, impaciente, obtusa, la histeria inquisitorial.

He afirmado que el vídeo es antiguo, además de moderno. Antes de que el pacto socialdemócrata sellara oficialmente el fin de la lucha de clases, las reivindicaciones de la izquierda revolucionaria presuponían una específica filosofía de la historia. Teníamos al proletariado, teníamos las contradicciones del capitalismo y, a partir de 1917, tuvimos a la tercera Roma, es decir, Moscú. Todo esto ha cambiado. El tono, el timbre de «Spanish Revolution» nos remite a un tiempo anterior al marxismo clásico: si acaso, el vídeo emula la retórica de los enragés durante los años I y II en Francia. Como en 1793, como en 1794, se señalan objetivos a la justicia popular y se intima una urgente, gigantesca reparación. Además de figuras que cumplen condena por delitos económicos y que están bien donde están, a saber, en la cárcel, aparecen, enmarcados y como ofrecidos a un castigo ejemplar, Ana Botín, Juan Roig o, ¡faltaba más!, Amancio Ortega. La denuncia se ha hecho primaria, elemental, y se habla de una conspiración neoliberal en los mismos términos que Hébert o Saint-Just usaron para desenmascarar el complot aristocrático. Hemos retrocedido hasta la ira primitiva de los sans-culottes.

La analogía, por supuesto, no debe llevarse demasiado lejos. Para empezar, aquí no se va a guillotinar a nadie. Y, para terminar, el neoliberalismo, como concepto, expone menos superficie al furor sans-culotte que los terratenientes, los acaparadores de trigo o los ejércitos enemigos, causa principal de que se disparara el Terror tras la ejecución de Luis XVI. Se aprecia, en fin, un no sé qué de artificioso, de relamido, de cursi, en la propaganda antisistema que vomitan, más que divulgan, las factorías mediáticas de Podemos. Esto, como se dice en el cine, es un «remake». Y los «remake», nueve de cada diez veces, no son la cosa sino su parodia.

No significa lo último que no debamos mirar el futuro a corto y medio plazo con enorme preocupación. La pandemia ha provocado que se cobrara constancia, con violencia súbita, de algo que las clases políticas, de izquierdas y de derechas, llevaban tiempo callando y los votantes barruntaban aunque preferían no decirse: el Estado de bienestar no está, no puede estar, a la altura de sus promesas. Es evidente que una sociedad con una pirámide poblacional que se ensancha por arriba y se estrecha por abajo no se halla en grado de mantener incólumes las prestaciones sanitarias. En España el número de médicos por mil habitantes es muy parecido al de Alemania: alrededor de cuatro. Pero nuestro PIB per cápita es poco más de la mitad que el alemán. La resulta es que los médicos están muy mal pagados. Su comportamiento está siendo admirable. Sin embargo, como dicen los castizos, no se puede estirar el pie más del largo de la sábana. El futuro de las pensiones es otro capítulo. Y no menos preocupante.

El descontento humano no se nutre de carencias absolutas sino de la distancia que media entre lo que nos pasa y lo que estimamos que debería pasarnos. Con el enriquecimiento de la sociedad, ha ido disparándose el nivel de nuestras exigencias. La dinámica no podía durar siempre. Las desgraciadas secuelas económicas de la pandemia nos devolverán, brutalmente, a la realidad. Todos tendremos que aceptar sacrificios, cada uno según sus fuerzas y recursos. El que prefiera declamar, que se suba a un escenario".



El escritor Álvaro Delgado-Gal



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SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 15 de mayo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





















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