viernes, 15 de mayo de 2020

[HISTORIA] Sans-culottes





La historia no se repite pero rima, dejo dicho Mark Twain, creador de los inolvidables personajes de Huckleberry Finn y Tom Sawyer. Creo que tiene razón, y lo mismo piensa el escritor y periodista Alvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros, que el pasado 25 de abril escribía en el diario ABC un muy crítico artículo titulado "El momento sans-culottes" sobre el descontento humano, que dice con acierto, no se nutre de carencias absolutas sino de la distancia que media entre lo que nos pasa y lo que estimamos debería pasarnos.

La expresión sans-culottes significa literalmente «sin calzones», en referencia al culote, la prenda de vestir de los sectores sociales más acomodados de la Francia del siglo XVIII, mientras que los miembros del Tercer Estado, los sectores menos acomodados de la sociedad, los no privilegiados, llevaban pantalones largos.​ Eran quienes realizaban labores manuales como artesanos, obreros y campesinos y constituyeron la mayor parte de las fuerzas revolucionarias durante el inicio de la Revolución francesa. Bajo este mote, usado al principio de forma despectiva y exhibido posteriormente por ellos mismos con orgullo, se incluía a un grupo heterogéneo de personas: trabajadores independientes, pequeños comerciantes y artesanos que excluía a la burguesía acomodada. El término era sinónimo de «desarrapados» y se aplicaba a las clases sociales populares de la Francia de este período, pero que no evitó que se alinearan con los sectores más revolucionarios de la burguesía como jacobinos, hebertistas y enragés.

"El descontento humano no se nutre de carencias absolutas sino de la distancia que media entre lo que nos pasa y lo que estimamos que debería pasarnos, comienza diciendo Delado-Gal. Con el enriquecimiento de la sociedad, ha ido disparándose el nivel de nuestras exigencias. La dinámica no podía durar siempre. Las desgraciadas secuelas económicas de la pandemia nos devolverán, brutalmente, a la realidad. Para las inteligencias expeditivas el mundo político se divide en dos mitades, una inmaculada y la otra del color de las calderas de Pedro Botero. Encontramos buena muestra de ello en «Spanish Revolution», un vídeo que últimamente ha incendiado las redes y en el que se resume la pandemia aplicando una fórmula simple: la derecha eterna, la derecha condenada a ser derecha, es culpable. Así de claro. Amancio Ortega, por mucho que haya arrimado el hombro para ayudar a sus conciudadanos, es culpable. Ni una palabra sobre las torpezas del Gobierno, en algunos casos muy notables. Solo han obrado mal los que por esencia e instinto llevan la prevaricación en las entrañas. Esto es todo. Complicar el análisis, meterse en dibujos, sería pecar de tibio y por tanto de cómplice.

El vídeo es muy moderno y, al tiempo, estupefacientemente antiguo. La voz que acompaña a las imágenes acusa los trémolos, el insuperable dolor, del inefablemente ofendido. Parece que estuviésemos asistiendo de nuevo a la campaña del Prestige, la cual se dirigió contra un partido, el PP, arrojado a las llamas del infierno antes de que el juez hubiese tenido ocasión de decir «esta boca es mía». El Tribunal Supremo, después de un proceso que se prolongó varios años, terminó absolviendo al Gobierno. El desenlace debería haber templado a los sicofantes de la democracia siempre incumplida. Pues no. Volvemos a las andadas, o, si quieren, a las andanadas. El PP y el séquito de logreros y forajidos que buscan cobertura bajo sus siglas han desmantelado la sanidad pública. Los muertos del coronavirus son sus muertos, y los contagiados, sus contagiados: a cada tañido fúnebre de campana levantan el vuelo miles de gaviotas, transposición simbólica de las cornejas que anuncian y celebran la devastación y el desastre. No se razonan las cifras, ni se colocan en su contexto. Es cierto que, tras la llegada de Rajoy, el gasto sanitario descendió cerca de un 13%. Sí, es verdad. Pero el gasto sanitario había alcanzado cifras extraordinarias e insostenibles con Zapatero, el país estaba en bancarrota y no había más remedio que ahorrar si se pretendía evitar un rescate de Bruselas. Pese a todo Rajoy ejerció lo que, dadas las circunstancias, cabría considerar una política social: incrementó la deuda pública treinta puntos, subió los impuestos y, a partir de 2015, fue elevando el gasto sanitario hasta colocarlo en consonancia con los niveles anteriores a los grandes e irrepetibles superávits de principios de milenio. No habría sido sustancialmente distinto el comportamiento del PSOE. Pelillos a la mar. Cuando no se habla de los hechos sino del Bien y del Mal, con unos, los abajo firmantes, instalados en el primero, y los enemigos políticos arrinconados en el segundo, la razón se declara en cesantía y estalla ciega, impaciente, obtusa, la histeria inquisitorial.

He afirmado que el vídeo es antiguo, además de moderno. Antes de que el pacto socialdemócrata sellara oficialmente el fin de la lucha de clases, las reivindicaciones de la izquierda revolucionaria presuponían una específica filosofía de la historia. Teníamos al proletariado, teníamos las contradicciones del capitalismo y, a partir de 1917, tuvimos a la tercera Roma, es decir, Moscú. Todo esto ha cambiado. El tono, el timbre de «Spanish Revolution» nos remite a un tiempo anterior al marxismo clásico: si acaso, el vídeo emula la retórica de los enragés durante los años I y II en Francia. Como en 1793, como en 1794, se señalan objetivos a la justicia popular y se intima una urgente, gigantesca reparación. Además de figuras que cumplen condena por delitos económicos y que están bien donde están, a saber, en la cárcel, aparecen, enmarcados y como ofrecidos a un castigo ejemplar, Ana Botín, Juan Roig o, ¡faltaba más!, Amancio Ortega. La denuncia se ha hecho primaria, elemental, y se habla de una conspiración neoliberal en los mismos términos que Hébert o Saint-Just usaron para desenmascarar el complot aristocrático. Hemos retrocedido hasta la ira primitiva de los sans-culottes.

La analogía, por supuesto, no debe llevarse demasiado lejos. Para empezar, aquí no se va a guillotinar a nadie. Y, para terminar, el neoliberalismo, como concepto, expone menos superficie al furor sans-culotte que los terratenientes, los acaparadores de trigo o los ejércitos enemigos, causa principal de que se disparara el Terror tras la ejecución de Luis XVI. Se aprecia, en fin, un no sé qué de artificioso, de relamido, de cursi, en la propaganda antisistema que vomitan, más que divulgan, las factorías mediáticas de Podemos. Esto, como se dice en el cine, es un «remake». Y los «remake», nueve de cada diez veces, no son la cosa sino su parodia.

No significa lo último que no debamos mirar el futuro a corto y medio plazo con enorme preocupación. La pandemia ha provocado que se cobrara constancia, con violencia súbita, de algo que las clases políticas, de izquierdas y de derechas, llevaban tiempo callando y los votantes barruntaban aunque preferían no decirse: el Estado de bienestar no está, no puede estar, a la altura de sus promesas. Es evidente que una sociedad con una pirámide poblacional que se ensancha por arriba y se estrecha por abajo no se halla en grado de mantener incólumes las prestaciones sanitarias. En España el número de médicos por mil habitantes es muy parecido al de Alemania: alrededor de cuatro. Pero nuestro PIB per cápita es poco más de la mitad que el alemán. La resulta es que los médicos están muy mal pagados. Su comportamiento está siendo admirable. Sin embargo, como dicen los castizos, no se puede estirar el pie más del largo de la sábana. El futuro de las pensiones es otro capítulo. Y no menos preocupante.

El descontento humano no se nutre de carencias absolutas sino de la distancia que media entre lo que nos pasa y lo que estimamos que debería pasarnos. Con el enriquecimiento de la sociedad, ha ido disparándose el nivel de nuestras exigencias. La dinámica no podía durar siempre. Las desgraciadas secuelas económicas de la pandemia nos devolverán, brutalmente, a la realidad. Todos tendremos que aceptar sacrificios, cada uno según sus fuerzas y recursos. El que prefiera declamar, que se suba a un escenario".



El escritor Álvaro Delgado-Gal



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