El rey Alfonso XII visita a los enfermos de cólera de Aranjuez (1885)
Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quién es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que ya se han cumplido 175 años, estoy subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa.
Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912.
Tras la serie de los Episodios Nacionales, novelas y obras de teatro, subo hoy al blog otro de sus textos clasificados dentro de la denominada narrativa breve, y lo hago con el titulado "Una industria que vive de la muerte; episodio musical del cólera", publicado en el diario La Nación, de Madrid, los días 2 y 6 de diciembre de 1865. Les dejo con él.
UNA INDUSTRIA QUE VIVE LA MUERTE; EPISODIO MUSICAL DEL CÓLERA
por
Un hombre célebre dijo en cierta ocasión que la música era el ruido que menos le molestaba. Aunque nos tache de profanos algún melómano, no nos atrevemos a condenar esta aserción como un desatino, porque no creemos que se perjudique a la música uniéndola al ruido, ni que sea señal de poca cultura el confundir al arte divino con su salvaje compañero; mejor dicho, con su engendrador. Ese hombre célebre que de tal modo hirió la susceptibilidad de los músicos, prefería sin duda la naturaleza al arte, y tal vez encontraba en el ruido más expresión de lo bello que en las hábiles combinaciones del contrapuntista y en los ritmos del confeccionador de melodías.
Efectivamente, en el arte mismo no hay tanta música como en el ruido, si a la atención escrutadora del amante de óperas y conciertos se sustituye la imaginación del amante de la naturaleza, que busca, contemplándola, una fórmula de sentimiento o de belleza; si al criterio de los pases de tonos y de los acordes compactos, de los andantes tristes y los alegros expresivos con que juzga y siente el primero frente a la orquesta, se sustituye la exaltación de espíritu, el estado de abatimiento o de inquietud en que se encuentra el segundo frente a la naturaleza.
Suponiendo al espíritu en un estado de conmoción profunda, basta que resuenen algunas notas en el arpa invisible del ruido, para que produzcan mayores efectos que la música mejor organizada.
Un melancólico vaga entre las sombras de la noche por un campo, por una playa o por las calles de una población, y a su oído llegan confusos rumores producidos por el aire, el mar, las aguas de una fuente, cualquier cosa: su fantasía determina al instante aquel rumor, lo regulariza y le da un ritmo: al fin lo que no es otra cosa que un ruido toma la forma de la música más bella y expresa aun más de lo que este arte pudiera expresar; se reviste de mil accidentes y llega hasta a conmover las fibras más ocultas del corazón; despierta mil imágenes y, extendiendo su dominio, consigue hasta fascinar la vista, en virtud de ese misterioso eslabonamiento que de las ilusiones acústicas nos lleva siempre a las ilusiones ópticas.
Díganlo si no los innumerables poetas cuya musa ha cantado estrofas admirables, engañada por esta superchería del ruido que, émulo constante de su hermana la música, suele disfrazarse con sus atavíos, favorecido por la sombra, la luna, el silencio y la calma, cómplices de toda alucinación, perpetuos exploradores de la credulidad de nuestro espíritu.
Figuraos un amante trasnochador, uno de esos amantes que protege la luna en su casta mirada y envuelve la noche en su oscuridad misteriosa; uno de esos amantes que como Fausto, Romeo o Mario se presentan en un jardín en completa vegetación amorosa, hasta que una mano diabólica viene a sembrar perniciosa cizaña junto a ellos o a arrancarlos de raíz. Este amante espera oculto entre las flores la llegada de su felicidad, y ya se comprenderá que su imaginación está exaltada por sueños de dicha y que en la oscuridad percibe visiones de amor que van pasando ante sus ojos, arrastradas por una onda de voluptuosidad.
El oído está atento como si quisiera escuchar el silencio. De pronto una música divina resuena en derredor: una ráfaga de viento ha pasado sobre las flores conmoviéndolas suavemente. Diríase que los dedos invisibles de una hada han rozado las cuerdas de un laúd: cada hoja lanza un suspiro y multitud de notas se reúnen estremecidas y tímidas para proferir una queja tan apagada y tenue, que parece lamentarse de resonar.
El hombre que espera su felicidad escucha esta armonía sumergido en éxtasis profundo, y siente dilatarse su espíritu como el soñador de visiones celestiales, el ascético que, en medio de la enajenación producida por las mordeduras de su cilicio y las páginas de su Meditación sobre la otra vida, escucha coros celestiales, y ve penetrar en su celda, precedida de ángeles músicos, a la Virgen María que viene a confortarle. Pero algo bello, puro e inmaculado se presenta ante el hombre que espera su felicidad en Julieta, Margarita o Cosette, y ahora las hojas suenan, mas no impelidas por el viento, sino apartadas por una mano delicada.
Rumores de otra especie se unen a los que antes resonaron. Cerremos los ojos y escuchemos. ¡Cuánta armonía! En la música de ritmos y tonos no hay nada comparable a este concierto de los ruidos, en que una simple ráfaga de viento reúne la mal articulada sílaba del lenguaje amoroso a la oscilación sonora de la flor que se mece; la exclamación ahogada de sorpresa o alegría al tenue susurro de dos ramas que se azotan; el monosílabo de pasión al chasquido del tallo que es pisado; ráfaga traviesa que con delicadeza suma toma el suspiro de los labios de la druida de aquel bosque para confundirlo con el rumor de la flor que se desbarata; rumor debilísimo, casi imperceptible, producido por el suave choque de las hojas que se atropellan cayendo.
Decid, músicos, si hay algo en vuestras sinfonías pastorales y en vuestros epitalamios instrumentados que no sea un remedo pálido de esa tierna y sencilla estrofa cantada por el viento.
¿Y qué diremos de la seda? De ese tejido armonioso, cuyas hebras menudas y rígidas producen cierto ruido argentino, como el que produciría una cabellera de cristal agitada por el viento; ruido que conmueve el sistema nervioso, como el contacto de un cuerpo áspero y frío, e impresiona nuestro tímpano de la misma manera que si algo se rasgara en nuestro cerebro. La seda hace en el salón el mismo efecto que el aire en el jardín. Si a la imaginación del galán que vegeta en los jardines, sustituimos la del galán que completa el ajuar de un lujoso y perfumado gabinete, tendremos el mismo prodigioso efecto: este hombre espera a la débil claridad de una discreta lámpara la llegada de su felicidad, y tras un largo rato de excitación llega a sus oídos un sonido metálico: es un traje de seda que se desliza sobre una alfombra y ondula vibrando en cada mueble notas acompasadas. Esta música resuena en la imaginación del hombre que espera su felicidad con un eco celeste; le conmueve, le fascina, y se siente aletargado, como el sibarita que en medio de la enajenación producida por el opio, sintiera resonar las faldas de la odalisca y la viera penetrar en su cámara saturada de calor y perfume. En efecto, algo parecido a la odalisca, algo bello y lúbrico a la vez se presenta a los ojos del hombre que espera impaciente y exaltado en el gabinete. Es Manon Lescaut, Margarita Gautier o Marione Delorme. Dejemos a los dos amantes: cerremos los ojos y escuchemos. ¿Hay algo en la música de ritmos y tonos comparable a este concierto de una falda que se pliega, de una silla que cae, de un soplo que mata una luz, y de una llama que se apaga aleteando? Decid, señores músicos, todos los detalles del tocador de vuestras traviatas, ¿no son reflejo pálido de esta estrofa cantada por un girón de seda, un mueble y una luz?
Otro ejemplo para concluir. Os desveláis a media noche: entre el silencio sentís dos ruidos secos, precisos, en el techo de vuestra habitación: chas, chas: dos zapatos femeniles acaban de caer sobre el piso del cuarto segundo: una beldad se mete en la cama, y sus zapatos arrojados por su mano hieren el piso sucesivamente: una sirena se sumerge en la onda dejando olvidadas dos notas en el espacio. ¿Qué efecto os producirán estas dos notas? ¿Qué imágenes presentarán a vuestro espíritu exaltado? ¿No seréis capaces de continuar lo comenzado por aquellas dos corcheas, y arreglar en un instante, guiados por ellas, un admirable dúo en que la sirena del piso segundo no tenga la peor parte? Preguntad a esos envanecidos músicos si han escrito alguna vez algo que se parezca a este dúo cantado... por dos zapatos.
Ella es como Dios: está en todas partes: así como Dios no está sólo en los altares, ella no está solamente en las cuerdas del arpa y en los agujeros de la flauta. Siempre se la encuentra hablando por lo bajo, murmurando penas o alegrías, ya escondida bajo las hojas, ya correteando entre las aguas, ora acurrucada entre las sábanas de un lecho, ora rasgando las rígidas hebras de un pedazo de seda.
Ciertas perspectivas sublimes de la naturaleza elevan el alma hacia Dios, y ciertos rumores elevan la imaginación hacia la música. El alma vuela a la contemplación del Creador y la imaginación penetra en el foco de la armonía. El lenguaje misterioso que el ruido habla a la imaginación concluye por trastornar a la loca de la casa, que no tarda en desarrollar lo rudimentario y dar amplia y determinada forma al sonido incompleto, nota perdida de la gran sinfonía del espacio.
Al que me explique las reglas de contrapunto, que rigen en esta clase de música, le contaré una curiosa historia que comienza con unos acordes de esta naturaleza; acordes lúgubres y horrorosos, de tan sombrío tinte y efecto tan espeluznante, que infundiría espanto al pecho del más animoso. Las salmodias que acompañan las exequias y entierros no tienen tan fúnebre colorido, y si en un certamen de entonaciones sepulcrales presentáramos esta música pavorosa que durante cierta noche de consternación aterró a cuantos la escucharon, de seguro perderíais vosotros en la contienda, señores sochantres, por más que inflarais vuestros amoratados carrillos, soplando la pita de vuestro grasiento fagot, por más qué aullarais un dies irae con esas gargantas encallecidas en la modulación de las estrofas de la muerte.
Figuraos un sonido seco, agudo, discordante, producido al parecer por un hierro que cae acompasadamente sobre otro hierro; un sonido que no produce vibraciones ni eco claro y determinado, en medio del silencio de una noche, durante la cual se adormece triste una población aterrada por una gran calamidad.
El cólera habita en nuestro barrio, y el barrio entero batalla con él sumergido en el silencio y en la oscuridad. Parece que el sueño eterno a que tantos se entregan, ejerce letal contagio sobre los que velan en el insomnio a la vida. Todo calla en el barrio: se padece sin ruido, se muere sin ruido: se cura en silencio: enmudece el dolor, el llanto, la desesperación: la plegaria se piensa solamente, y la esperanza no sale del corazón a los labios: el remedio no se pregunta; ya se sabe: el síntoma no se consulta; ya se prevé. Todo, desde la locuaz aprensión hasta el charlatán que cura sin diploma, calla esa noche. Pero se muere en cambio todo: cuando hay silencio es siempre mucha la actividad. El paciente se contrae en su lecho; se enrosca como para quebrarse y concluir de una vez: la naturaleza quiere hacerse pedazos y se sacude en movimientos convulsivos: el aprensivo corre de aquí para allí, como si errante pudiera evitar que el cólera le encontrase; el hermano, la esposa, el hijo del que ha muerto o del que va a morir, entran y salen de habitación en habitación, acumulando medicinas oportunas y recursos desesperados: el cura no se detiene junto al lecho del difunto; sale después de murmurar la oración y se dirige a otro, y después a otro, y a muchos en la noche: el médico entra, pulsa, mira, escribe tres líneas, y hace un gesto de esperanza o de duda; baja y sube de nuevo; y en la noche entra, pulsa, escribe, espera y duda infinitas veces. Todo el barrio se mueve; pero calla a la vez. Mil emociones se chocan; mil dolores son ahogados; mil lazos de amor y familia se quiebran; mil almas vuelan; pero todo esto se verifica en silencio, en medio de una calma horrorosa, en medio de un movimiento automático y vertiginoso. Todo el barrio se mueve; pero calla a la vez. Sólo un ser (¡fatal excepción!) descansa y ronca en esta noche de muerte: es la partera. En tales noches no nace nadie.
Pues bien, en medio de esta callada agitación se escucha un sonido seco, agudo, monótono, acompasado, producido por un hierro que percute sobre otro hierro. Al instante comprenderéis que una mano diabólica se ocupa en clavar las tablas de un ataúd; es la mano del fabricante de cajas de difunto que explota laboriosamente una industria que vive de la muerte; es el trabajo que busca la riqueza en el cólera, y cada vibración de aquel hierro indica un poco de oro conquistado a la miseria. Del seno pestilente de una epidemia nace una industria, y multitud de artesanos ganan el sustento.
¡Industria fatal que florece al abrigo de la muerte!
Mientras esa industria adquiere pasmoso desarrollo, el lúgubre martilleo que muestra su actividad nos horroriza: cada movimiento de ese péndulo fúnebre indica un paso hacia la otra vida: cada ataúd fabricado indica un aliento extinguido: cada obra concluida es una muerte.
Esos golpes traen a nuestra mente extrañas imágenes, y entre ellas, nuestra propia imagen el día en que aquel martillo nos labre el mueble fatal: vemos reunirse las mal pulidas tablas, tomar forma de trapecio: las vemos alargarse según nuestra talla, y estrecharse de un extremo presentando una forma repugnante: vemos que se desarrolla una tela negra, se repliega y las envuelve: vemos unos galones amarillos adaptarse a las aristas: vemos una articulación y una tapa que cubre el interior y una llave dispuesta a encerrarnos en aquel recinto por una eternidad: vemos la tumba en toda su repugnancia subterránea: sentimos el peso de la tierra: nos estremece el roce de esa fría tela de raso que nos adorna interiormente, y el peso de una mano tremenda, de una losa de mármol cuya inscripción llama al transeúnte: adivinamos sobre todo esto la corona de tristes flores que se secan adornándonos; presentimos la Misa y el Requiem; presentimos la mirada indiferente del revisador de epitafios, y adivinamos la naturaleza entera sobre nosotros sin que podamos verla: sobre nosotros cae el rocío; pero no nos refresca: sale la luna; pero no nos ilumina: sobre nosotros llora alguien; pero no sabemos quién es: vemos la muerte, en fin, representada en su parte de tierra, descomposición, lágrimas, exequias; representada en lo que tiene de este mundo. Nuestra imaginación llega a este punto por el ataúd, y llega al ataúd por ese pavoroso sonido que lo fabrica; por ese ruido metálico, agudo, penetrante, monótono que turba el silencio del barrio. ¡Qué horrorosas notas! Decid, señores músicos, Palestrina, Händel, Mendelssohn, cuándo habéis llevado la imaginación hasta ese punto. ¿Hay en vuestras cinco miserables líneas nada comparable a este dies irae cantado por un martillo?
Entremos de lleno en nuestro cuento.
No hay calle en la villa donde no se encuentre una tienda con un letrero que dice: «Cajas y hábitos para difuntos.» Podemos referir nuestro cuento a cada una de esas tiendas y nuestro personaje puede ser cada uno de los que explotan la industria funeraria.
Penetremos en el taller: un hombre robusto y fornido, que debe ser el dueño del establecimiento, se ocupa en clavar unas tablas largas y estrechas de un extremo: su mano no descansa un momento: su rostro está pálido, sin duda porque aquel trabajo le induce a tristes meditaciones: su voz, trémula por el afán de concluir tareas interminables, interpela bruscamente a los oficiales que en torno suyo le prestan ardorosa colaboración.
Dos muchachas bien parecidas se entretienen, sentadas en el suelo, en cortar grandes pedazos de tela negra, ya de terciopelo, de raso o de percal. Tres chicos enredan en el suelo y el más pequeño se cubre con un retazo de paño negro, ahuecando su tierna voz de una manera encantadora, para asustar a sus dos hermanos, que al verle se mueren de risa.
Ya juegan al escondite y el más travieso se oculta en una caja concluida, cuyo recinto repite con eco extraño sus infantiles risotadas. Los unos chillan, revolotean en torno a aquellos aparatos de muerte con la misma alegría que si estuvieran en el más bello jardín. Esto no es extraño, porque lo mismo revolotea la mariposa junto al rosal que junto al ciprés, y los mismos nidos fabrica el pájaro en el balcón cubierto de enredaderas que en los detalles góticos de un panteón.
De pronto el padre descarga con más fuerza su martillo, levanta la frente inundada de sudor y exclama con dureza, dirigiéndose a las muchachas, que se distraen con el juego de los niños:
-Trabajad, holgazanas; ¿he de llevar yo esta vida de perros para manteneros, mientras vosotras os cruzáis de brazos para ver enredar a esos chicos? Llevadlos fuera; que la hermana más pequeña deje el sueño; trabajad todas; ayudad a vuestro padre, que en ocho días no ha descansado un solo momento.
-Pero, señor, ¿por qué os desveláis de esa manera? ¿No hemos sacado un premio en la lotería, no tenemos lo suficiente para vivir con comodidad?
-¿Y porque tengo dinero he de dejar mi trabajo?
Vosotras aspiráis, sin duda, a salir de la posición en que nos encontramos. Queréis ser señoritas, vestir seda, ir a los teatros, arrastrar cola y llenaros la cabeza de perendengues... no; no dejaré mi oficio aunque herede las minas de California.
-Pero pudierais descansar, trabajar poco, despedir la mitad de los que vienen a haceros encargos.
-No: mi deber es equipar a todos los que mueren. ¿Tengo yo la culpa de que caigan tantos pedidos sobre mi casa? ¿He de negar a mis semejantes este último mueble? Y en cuanto a la industria que ejerzo, ¿he de oponerme al desarrollo que toma en estos días? Bueno fuera que no me resarciera de los perjuicios que me ha ocasionado la elección de este endiablado oficio. Ved a mis dos vecinos, carpinteros como yo, que han ganado millones en épocas en que yo he vivido de miseria. Ellos explotan la industria que vive de la vida; yo la industria que vive de la muerte. Ellos fabrican muebles de lujo y comodidades; sillones, butacas, tocadores, estantes, consolas; yo fabrico ataúdes; cuando ellos se han enriquecido, yo me he contentado con un mal vivir; ahora gano yo y ellos no ven entrar en sus tiendas un maravedí. Alabemos a la divina Providencia, que reparte sus bienes a todos los seres y protege todos los modos de subsistir, que hace alternar las épocas de prosperidad con las épocas de consternación, para que nosotros, los que de ésta vivimos, no muramos de miseria. Yo he leído no sé en qué libro, que Dios permite las inundaciones para que los infelices grajos no se mueran de hambre, y permite los naufragios para dar alimento a los infelices peces, que gustan de nuestra carne. ¿Qué extraño es que permita el cólera para que prospere una industria que anda de capa caída la mayor parte del año?
Las muchachas se convencieron y el padre respiró ruidosamente, satisfecho de su peroración. En tanto el barrio continuaba aterrado por el cólera, el cólera continuaba haciendo víctimas, las víctimas pidiendo ataúdes y los ataúdes resonando heridos por aquellos malditos martillos que no dejan de sonar nunca. Aquella percusión monótona, perenne, sigue enumerando las partidas de una funesta suma que va creciendo, siempre creciendo, sin que adivinemos su fin. Aquella nota vibrada por un hierro continúa presentando a nuestra imaginación la idea de la muerte en la parte que tiene de descomposición, de tierra, de lágrimas, de exequias; en la parte que tiene de este mundo.
Cuentan que para atormentar a un criminal a quien no se quiso arrancar la vida, se le encerró en una celda, a donde no llegaba la voz de ningún ser viviente; cuidaron de que ningún rumor externo llegase a sus oídos y en el techo de la celda colocaron un reló cuyo péndulo marcaba con horrorosa monotonía los segundos y prolongaba un sonido seco, penetrante, acompasado siempre, por espacio de horas, días, meses y años. Ese criminal se volvió loco.
La tempestad impera en el mundo mucho menos tiempo que la calma. El reinado de la epidemia es corto si se le compara al reinado de la salud. Llega una hora en que el cielo, cargado de miasmas deletéreos, se purifica: las espesas nubes que sobre la ciudad consternada derramaban un germen mortífero son impelidas hacia el horizonte por las auras refrigerantes: los pájaros ausentes, que una atmósfera corrompida había ahuyentado de Madrid, aparecen en bandadas; se acercan cantando a los extremos de la población; revolotean en torno a las fuentes, en torno a los árboles; invaden en un gracioso torbellino los jardines de la plaza de Oriente, y acarician y festejan a sus antiguos amigos, el caballo de bronce y su jinete el señor D. Felipe IV; se reúnen, como si tomaran una consigna, se arremolinan, fluctúan, vacilan en la dirección que han de tomar, y al fin se esparcen, se extienden en grupos traviesos por todas las calles, saludando en un concierto de alas suavemente agitadas, de trinos sonoros, la convalecencia de la gran ciudad que hace tiempo vivía en la tristeza, sin salud y sin pájaros.
En tanto la alegría vuelve a todos los semblantes: anímanse las reuniones públicas: despiertan los que aún viven de su sueño de abatimiento: el corazón late ensanchado y el estómago adquiere el dominio de sí mismo: las inteligencias tienden de nuevo al vuelo, dirigiéndose hacia la verdad o hacia el error: circula todo lo que estaba paralizado: muévese todo lo que permanecía inerte: comienza a vivir todo lo que vegetaba: se piensa, se ama, se odia, se intriga de nuevo, porque ha desaparecido la inacción que petrificaba al cuerpo y la zozobra que entorpecía el espíritu. La chismografía vuelve a lanzar sus flechas sutiles ya envenenadas, y la política a tejer de nuevo sus lazos artificiosos.
El barrio descansa al parecer tranquilo: duerme el médico, el farmacéutico, el sacristán, el cura, el monago: sin duda ha concluido el periodo de muerte. Notamos agitación y movimiento en una casa, y preguntamos llenos de zozobra: «¿Se muere alguien ahí?» y nos contestan: «No: ha nacido un...» ¡Nacer! ¡Gracias a Dios que nace algo! Regocijémonos, porque el imperio de la muerte ha concluido y comienza el periodo de la felicidad. El cielo está despejado, los pájaros vuelven y los niños nacen. Estamos en plena vida: ya podemos amar, odiar, pensar, sentir, en una palabra, vivimos.
Pero no: aún resuena el martillo; aún vemos la mano diabólica de ese artefacto de la muerte reunir las toscas tablas, alargarlas, revestirlas de un paño negro, guarnecerlas con franjas amarillas, articular una tapa; aún vemos que encierran allí algo parecido a un ser humano, dan vuelta a una llave y lo introducen todo en un agujero profundo que tapan con yeso y ladrillos; aún escuchamos la voz de nuestro personaje que increpa severamente a las jóvenes que inclinan sus cabezas rendidas por el cansancio y el sueño.
-Aprovechemos, dice, las últimas horas de nuestra prosperidad. Equipemos convenientemente al último caso. Reniego de mi oficio. Volaron los días felices de mi industria. ¡Maldito oficio, cuán corto es tu reinado! Ayudadme, porque siento alguna desazón. Daos prisa, que el ataúd del señor duque de X..., que tengo entre manos, ha de ser lo más lujoso que salga de mi taller... (Este maldito dolor de estómago...) Cortad bien el terciopelo, no manchéis los talones... (De buena gana tomaba una taza de té.) Este era el último trabajo, no me queda duda: el duque es el último caso. (Siento unas náuseas...) ¡El último caso! Adiós ganancia, prosperidad, vida. (Sentiría tener que dejar esta obra maestra.) En efecto, es una lástima la pérdida de ese excelente señor... no dirá que le alojo mal. ¡Qué admirable obra de arte! ¡Qué terciopelo! ¡Qué raso! ¡Qué galones! Este es un ataúd verdaderamente real. Los ricos hasta en la muerte han de brillar más que nosotros: (yo no estoy bueno, no). ¡Quién fuera rico! La cabeza me da vueltas, siento un marco... ¡Oh! Si yo fuera rico, viviría en un palacio como ese duque, moriría en un magnífico lecho y me haría enterrar en un ataúd tan suntuoso como éste... (¡Qué frío sudor corre por mi frente! ¿Qué será esto?) No crea el respetable duque que le bajará de cuatro mil reales este cómodo mueble... (Todo mi cuerpo se enfría, y me abandonan las fuerzas, ¿qué será esto?) Sí: ¡cuatro mil reales! ¡Oh cólera, cólera, a buen precio me has de pagar tu última víctima! ¡Cuatro mil reales! Es una suma regular para concluir... pero aquí acaban los días felices de mi industria; adiós ganancia, prosperidad, vida... (pero ¿qué es esto? Yo me siento desfallecer...) Hijas, venid...
Cesó de clavar, y cayó al suelo después de vacilar un instante. El horrible martillo calló.
La gente se agolpa a la puerta de la tienda, atraída por los gritos dolorosos de las muchachas, alármase el barrio, encáranse los vecinos.
-¿Qué ha sucedido?
-Nada de particular. Le ha dado el cólera al fabricante de ataúdes de nuestra parroquia.
-¡Miren que casualidad! ¡Después de haber equipado a tantos! Ya no oiremos sus espantosos martillazos. ¡Dios le perdone un pecado por cada ataúd que fabricó!
Los vecinos se meten en sus casas y los curiosos siguen su camino.
Al siguiente día la animación y la alegría reinan en todos los talleres de la vida. El lujo reaparece en la tienda del joyero, del tejedor y del ebanista. Ostentan las flores artificiales su eterna frescura plantadas en un capote o en un sombrero, y los diamantes resplandecen sobre el fondo rojo de un estuche, cuyas dos tapas se abren como dos mandíbulas hambrientas. Desenvuélvense en los escaparates de la calle de Espoz y Mina pabellones de encaje y blondas extendidas como una red, dispuesta a coger traviesos antojos femeniles, y en otra parte se amontonan profusamente corbatas, hebillas, alfileres, cinturones, peinetas y todos los detalles de tocador que, aunque parecen a primera vista insignificantes, sirven para dar a una belleza un toque delicado que decide de una gran victoria amorosa, o de una conquista de voluntades masculinas.
En el taller del carpintero vemos levantarse de nuevo radiante de luz el astro de los salones, el espejo: circundado de oropeles extiende su tersa superficie, fiel modelo de perpetua atención y discreto olvido que observa sin recordar reflejando cuantos cuadros alegres o tristes, escandalosos o ejemplares, se componen ante su vista; vemos cubrir el sillón y el sofá un descarnado costillaje con muelles cojines que se hinchen para sostener nuestros cuerpos y calentarlos, vemos la consola extender su plancha de mármol para sustentar los jarros de porcelana, los vasos de cristal y los relojes de bronce: la reaparición de todas estas piezas elaboradas continuamente para satisfacer el capricho, la vanidad o la moda son otros tantos síntomas de vida que anuncian la salud de la gran ciudad. Y este desarrollo, este despertar de las industrias que se alimentan de nuestra vida, se hace al compás alegre de martillos sonoros, cuyo timbre no nos horroriza, ni trae a nuestra mente otras imágenes que la de una felicidad que sustituye a la desgracia y las de la paz bulliciosa que sucede a la calma sombría y aterradora de los periodos de muerte.
El arte fatal que acumuló riquezas en los días de consternación, ha muerto. Entre fragmentos de ataúdes rudimentarios y girones de paño negro está el cadáver del artesano que era su personificación; y en su mano estrecha aún el martillo que contó los segundos de reinado de su ángel tutelar, el cólera. Ya no escuchamos el ruido espantoso de su hierro, ni tampoco el eco de su voz interpelando rudamente a sus hijas y a sus compañeros de labor.
Su maldito oficio le abandona. Los oficiales han huido despavoridos del taller fatal, y en la casa no hay un ataúd donde enterrar aquel pobre cuerpo que el día anterior se agitaba en una afanosa tarea. Las hijas se dirigen llorosas al taller vecino, donde reina la alegría y se respira una atmósfera de felicidad. Entran y suplican al dueño de la tienda que labre para su padre el triste mueble que éste hizo para todos y no para sí, pero su voz no es escuchada: el trabajo que se alimenta de la vida no abandona un momento su actividad incesante, y el ruido alegre de sus herramientas de la prosperidad no permiten que sean escuchados los lamentos de la desgracia. En vano se pide a la industria vivificadora que sirva a la industria fúnebre, cuyo reinado sobre la gran ciudad ha concluido. La vida no quiere encargarse de equipar a la muerte.
Las hijas del difunto vuelven al taller, donde entre despojos se extiende el cadáver del industrial de ayer, e intentan construir lo que la mano pródiga de su padre ofreció a los muertos de la vecindad; pero es en vano. La madera, al parecer petrificada, se niega a admitir entre sus fibras el clavo tenaz; éste resiste el golpe del martillo, y se retuerce, y se contrae antes que penetrar en la madera; la tela huye de la mano que intenta asirla, y se resbala, replegándose. El hierro, la madera, el tejido se rebelan contra la muerte, y no quieren continuar a su servicio.
Mas no es justo que el padre de los ataúdes no tenga siquiera un miserable cajón donde ser sepultado. La Providencia divina le ofrece uno, el más bello de todos, el que construyó para el duque su vecino, a quien él llamaba el último caso. El enfermo se ha salvado, y sus hijos, que intentaban quemar el féretro, le regalan a su constructor, al saber que éste no tuvo la precaución de hacer el suyo. Está sin estrenar, su terciopelo se conserva limpio y terso y sus galones brillantes, dispuesto a reflejar en lúgubres cambiantes las antorchas de un funeral.
El autor es depositado en su obra maestra, en aquel perfecto y acabado mueble que, según él, estaba destinado a contener el último caso. Parecía que lo ocupaba con satisfacción. El oficio que vivió de la muerte expiró al renacer el trabajo próspero, y fue enterrado en su última obra.
Al cruzar el lujoso féretro las calles del barrio, el pueblo exclama alegre:ahí va el último caso. Mas esta alegría del pueblo no era un impío sarcasmo. Aquel hombre era la personificación del cólera, y el cólera había muerto. Justo era que los vivos se alegraran.
Los que le acompañaban aseguran que dentro del ataúd resonaba un golpe seco, agudo, monótono, producido, al parecer, por un hierro que percutía sobre otro hierro, como si el muerto remachara por dentro los clavos con el martillo que nadie había podido separar de su mano. Aseguran que aun encerrado en el nicho se oía la misma percusión, y los habitantes del barrio, que durante las sombrías noches del cólera se desvelaban al rumor de aquella sinfonía pavorosa, sienten aún las mismas notas agudas, discordantes, precisas, que turbaron el silencio de aquellas noches, y las oyen siempre, procedentes del mismo taller que hoy está cerrado, como si algo invisible viniera por las noches a agitar allí la herramienta fatal.
¡Ruido extraño, que sobrepuja en expresión al del arte de ritmos y compases! ¿Cuándo han podido esos envanecidos músicos crear notas de tan maravilloso efecto?
En nosotros han producido éste. El cólera se nos ha presentado por su lado musical. Todo lo creado tiene su armonía. Se ha estudiado el cólera en su influencia climatérica: se le ha estudiado económicamente: se le ha estudiado en su terror, en su contagio, en su histeria. ¿Por qué no se le ha de estudiar en su música? El ataúd es su caja sonora y el martillo su plectro. Algunos han visto el cólera de cerca, otros le han sufrido, otros le temen y otros le palpan. ¿Por qué no ha de haber quien le oiga? Sí, le ha oído quien tiene la manía de atender siempre a la parte musical de las cosas.
Estatua de Galdós en Las Palmas de Gran Canaria
La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 5359
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)