viernes, 12 de abril de 2019

[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy viernes, 12 de abril





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 11 de abril de 2019

[HISTORIA] Aprender de Weimar cien años después





Si los alemanes comienzan a quejarse de su sistema democrático actual, deberían echar una ojeada a los últimos días de la república nacida hace un siglo para saber lo que es tener razones para la queja, escribe José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

La última vez que estuve en Weimar, en diciembre de 2014, comienza diciendo Villacañas, experimenté una aguda sensación al visitar de nuevo el lugar donde se aprobó, hace cien años, la primera constitución democrática de Alemania. Frente al Teatro Nacional, unas pobres bombillas de feria coronaban las augustas cabezas de Goethe y Schiller, eternizados en su apuesto gesto. Se preparaba la Navidad de forma más que humilde, mínima. Sobre la plaza, en una pista improvisada, los niños jugaban en una especie de cercado. Aprovechando las vallas, justo delante de la estatua de los grandes genios, la mutua de salud AOK Plus había extendido sus pancartas, exhortando a los ciudadanos a hacerse socios. Jetzt Mitglied werden, decía la banderola de un verde chillón que casi aureolaba el pedestal de los literatos. Indiferentes a mi sentido de lo histórico, los niños gritaban bajo la mirada atenta de algunas madres. “He aquí un pueblo poshistórico”, pensé. Así que guardé la foto como revelación de una nueva época europea.

Indiferencia al pasado, una epojé completa de la significatividad de lo sucedido, ese parecía el vivir de los alemanes. Era como si la intensa asunción de la culpa intuyera la peligrosidad general de la historia, ante la cual mejor el olvido. Y así estuve pensando unos años que Alemania, como quizá Japón, eran los primeros pueblos poshistóricos. Y no solo por esa transformación de la significatividad histórica en olvido. También por la aspiración a pensar el presente desde el conservacionismo, como si solo estuviera en nuestra mano la serena pulsión de permanecer, desconfiando de todo grandioso proyecto histórico de futuro.

Pensé esto incluso cuando vi la serie Babylon Berlin de la televisión alemana. Por fin el dinero público alemán se entregaba a la pedagogía social del momento, justo cuando Alternativa por Alemania (AfD) asomaba la cabeza. Si los alemanes comenzaban a quejarse de su sistema democrático actual, debían echar una ojeada a los últimos días de Weimar para saber lo que es tener razones para la queja. Y si querían seguir a determinados líderes radicales, debían ver con claridad a qué se expusieron al hacerlo en el pasado. Aquella Alemania insomne, frenética, entregada a un caos que ocultaba la desesperación, desmoralizada y traumatizada, no puede ser comparada con el presente. Las formas mentales de aquel fanatismo, la barbarie y la brutalidad de aquellos años de posguerra, cargados de presentimientos de tragedia, no podían activarse de nuevo en medio de nuestras calles sin ser denunciados como una artificial exageración, una ritualidad de energúmenos farsantes, una excitación inducida.

Esa era la pedagogía de la serie, y en cierto modo se atenía a la atmósfera de mi foto. Era una pedagogía negativa. Dejemos que los niños jueguen en paz frente al caos del pasado, venía a decir. Si nuestro presente no es ilegítimo, gocemos de él. Al menos se era consciente de que ya no se conquistaría ese nimbo poshistórico sin algún esfuerzo. Cuando se escucharon los discursos de los mandatarios alemanes, días atrás, este mensaje volvía una y otra vez, aunque bajo la forma minimalista, sin énfasis, propia de los políticos europeos. Lo que ocurrió en Weimar no es banal, ha dicho Ramelow, el presidente de Turingia. Su argumento es que quien no quiera saber nada de Weimar, no defenderá bien la República Federal. Luchar por la democracia, recordó Merkel, es obligación de cada generación. Apenas hay algo que sea más cierto. Si queréis que los niños sigan jugando en la plaza, habrá que echar un vistazo de vez en cuando a lo que ocurrió en el Teatro Nacional.

Compensación, se llama eso. Pero entonces hemos de asumir que solo se puede ser un pueblo poshistórico si de alguna manera se es un pueblo histórico. Puede que la mejor función de la historia sea librarnos del pasado, despedirnos de él, elaborar el duelo, desprendernos de sus ilusiones. Pero esa liberación es ardua y difícil y sin ella no sabemos lo que es la libertad. Si administramos mal la historia, tenemos patologías que surgen con la productividad de los virus, en cadena. Melancolía, brotes de impotencia intoxicados con episodios de omnipotencia, excentricidades, y excitación, mucha excitación, a destiempo, a todas horas, acelerando el ritmo vital, la forma más sutil de la pulsión de muerte.

Todo aquello fue Weimar, una colosal indigestión del pasado. Lo vemos en el monumento de Walter Ruttman, Berlín, sinfonía de una gran ciudad. Estrenada en 1927, en ella apreciamos los estratos de tiempo que tenía que asimilar las tripas de esa metrópolis enfebrecida, que ya en 1907 se le llamó “la gran escombrera prometeica” a la que se acercaban todos los aventureros del mundo. Desde los campesinos que todavía se allegan en sus vetustos carros, a sus maquinales francachelas nocturnas, pasando por sus agitadores profesionales y por sus rituales imperiales, todos giraban en una rueda vertiginosa que escapaba al control psíquico y que produjo una angustia suicida. Fue un tiempo sin anclajes a nada, rotando sobre sí mismo, capaz de alterar todos los ritmos de los seres vivos.

La constitución de Weimar surge de la conciencia de un mundo donde ya no existía el suelo firme de una autoridad absoluta. Nada nos descubre con más claridad este hecho que la voluntad de Carl Schmitt de fundar la teología política, cuya inequívoca voluntad es recrear el prestigio sagrado que tuvo el Estado cuando el káiser estaba en su cima. Conscientes de que ya no podían apelar a una instancia absoluta, los legisladores de Weimar realizaron por primera vez en la historia el gesto del barón de Münchausen: se tiraron de sus cabellos para salir del pantano. Forjaron la instancia del consenso para establecer una constitución atravesada por los puntos de vista más contrapuestos en una ingeniería teórica compleja y frágil.

No es verdad que Weimar no tuviera una idea política. Y tampoco es cierto que 
no tuviera republicanos. Tenía una idea equivocada y dejó de tener republicanos por eso. Así padeció un destino parecido al de su hermana, la República Española. Pero con su equivocación enseñó al mundo tres cosas. Primera, que cuando se forja una constitución no existe consenso absoluto nunca. Toda constitución tiene sus enemigos. Al introducir, por la presión del consenso, todos los puntos de vista en el seno del articulado, se introduce en el texto constitucional también el punto de vista de sus enemigos y se la deja vendida. Segunda, que basta una crisis para que esos enemigos, situados dentro y fuera a la vez, la utilicen justo para destruirla. Eso es lo que posibilitó que cada vez hubiera menos republicanos, conforme se comprobó que incluso los protectores de la constitución eran enemigos suyos.

La tercera cosa que enseñó la República de Weimar al mundo es que ningún Estado puede vivir en la soledad de su espacialidad geográfica. Ninguno es soberano hasta ese punto. La consecuencia inevitable de esa soledad es que los Estados vecinos acaban interfiriendo en el propio con una potencia creciente, que tarde o temprano alentará a los enemigos de la constitución en su acción destructora.

Weimar padeció esas tres cosas y por eso murió. Si queremos que los niños jueguen bajo las estatuas de Goethe y de Schiller, no debería ser olvidada esa lección que todavía gritan las butacas del Teatro Nacional de Weimar.



Dibujo de Enrique Flores



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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miércoles, 10 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Personas o amebas?





Pensar se usa como sinónimo de que te coman el coco; pensar, comprometerse, es perjudicial, dice la escritora Marta Sanz: Se palpa en el aire. Es sabiduría popular. Sentencias de cajón. Los corderos mansos y los leones fieros. Poesía pura. Los ricos también lloran y Marina D’Or es lugar de vacaciones. Desde el mismo incomparable marco teórico, dos personalidades del panorama social —David Bustamante y Andrea Levy— apelan al concepto de persona: Levy justifica que Casado nunca habría podido cometer bárbaras declaraciones de intención, bárbaros análisis y pronósticos respecto al paro, la inmigración o las mujeres, porque Casado es, antes que político, “persona”. Bustamante subraya su pureza y bondad: “Ni machista ni feminista, soy persona”. Entonces imagino: ameba, maniquí, trozo de carne. Feministas, ecologistas, nacionalistas, federalistas, liberales, cristianos y cristianas, abolicionistas, animalistas, mártires del veganismo, budistas y nudistas —por poner algunos ejemplos— no son personas. Son gente corrompida por ideas, porque pensar se usa como sinónimo de que te coman el coco; pensar, comprometerse, es perjudicial: los libros pronto llevarán las mismas advertencias que los paquetes de tabaco. Corromperse con ideas es alejarse de la esencia de persona. El eau de persona. Intento decantar ese ideal: alguien se aprieta un granito y se alegra de que el amor triunfe. Corazones de vaca y buenos salvajes no contaminados por sofisticaciones civilizatorias, máculas educativas, retorcimientos argumentativos. Seres vivos que nacen, crecen, se reproducen, mueren y rechazan —¡lagarto, lagarto!— un exceso de instrucción que nos deshumaniza. Quizá esas son las “personas humanas” que escandalizaban la sensibilidad semántica de mi abuelo, que era de Lavapiés, mecánico, socialista, republicano y melómano. Sospecho que tales atributos le alejan del eau de persona. Persona arcángel, ameba, buena. Personas sin etiquetas a las que, no obstante, les encantan las marcas y, en sus selecciones, ejercen su libertad. Seleccionar no es lo mismo que elegir: seleccionar conlleva un plus de clase.

La apelación al hecho de “ser persona” estigmatiza ideologías —solo algunas—, desvaloriza la educación y ensoberbece la ignorancia. Consolamos a quienes no han disfrutado de una igualdad de oportunidades educativas porque naturalmente son personas —aunque haya quien las explote como animales—, y a la vez justificamos las malas prácticas de quienes han cursado másteres fantásticos, que no son lo mismo que fantásticos másteres, también porque son personas. La devaluación polisémica del concepto persona sirve incluso para desmerecer a las que más se esfuerzan en serlo y saben que a veces la educación no nos libera de la insolidaridad y el odio. Pero ayuda. Franco debía de ser persona porque no era comunista ni masón, y subía en sus rodillas a sus descendientes. Lo sabemos por Telemadrid. Ser persona —humana, débil— tal vez hasta exonera al dictador de asesinatos de otras personas que, más bien, eran demonios —¿recuerdan cómo Vallejo-Nájera trataba a las presas rojas?—. Ingmar Bergman escribió un libro y rodó una película tituladas Persona: actrices, cuidadoras, mujeres que pierden la voz y los rasgos de sus identidades. Rostro y máscara se ciñen indisolublemente. La máscara de mi indumentaria intelectual, mi acción, mis ideas políticas y religiosas, y de los prejuicios que modifico en función de mis experiencias y ganas de pensar, se funden con mi rostro y resultan en la persona que construyo —o me dejan construir—: la que va más allá del ADN, se transforma y reivindica el valor de la educación pública. A lo mejor la diferencia reside entre ser persona (adjetivo) o una persona (nombre). Mientras se resuelve el conflicto gramatical, decido ser coliflor.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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martes, 9 de abril de 2019

[EUROPA. ESPECIAL ELECCIONES 2019] Una oportunidad para los europeos británicos





Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.

Hay que dar una oportunidad a los europeos británicos, y la mejor solución para ello es un ‘referéndum de confirmación’. Sería una torpeza increíble que los líderes europeos no concedieran a los británicos la prórroga necesaria, escribe Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford y Premio Carlomagno en 2017. 

Cuando los líderes europeos tomen su histórica decisión definitiva sobre el Brexit, comienza diciendo Garton Ash, no deben olvidarse de una pregunta fundamental: ¿la UE es una simple unión de Gobiernos, o es también una Europa de ciudadanos, pueblos, democracia y destino? En el referéndum de 2016, más de 16 millones de británicos votaron a favor de que el Reino Unido permaneciera en la UE. Si la ciudadanía europea fuera una condición personal y directa, y no dependiera de ser ciudadanos de un Estado miembro, la UE tendría una responsabilidad innegable hacia nosotros, los europeos británicos. Si fuéramos un país, seríamos el noveno más grande de la Unión, después de Holanda y antes de Bélgica. Y a eso hay que sumar aproximadamente tres millones de ciudadanos de otros países de la UE que residen en el Reino Unido, así como más de un millón de ciudadanos británicos que viven en otros países de la Unión. En total, más de 20 millones de europeos.

El sábado 23 de marzo salimos un millón de personas a las calles de Londres para demostrar que no solo somos europeos, sino unos europeos que apoyan firmemente la UE. Fue la mayor manifestación proeuropea de la historia reciente de Europa. En menos de dos semanas, una petición para revocar el artículo 50 ha obtenido más de seis millones de firmas, un hecho sin precedentes. ¿Los líderes europeos no nos van a tener en cuenta?

Además de los ciudadanos individuales, están los pueblos de estas islas. El Reino Unido es un país compuesto por tres naciones, Inglaterra, Gales y Escocia, y parte de una cuarta, Irlanda. Los otros 27 Estados miembros de la UE han mostrado una solidaridad impresionante con Irlanda y en contra de la imperdonable negligencia posimperial de los ingleses partidarios del Brexit. ¿Pero qué sucede con Escocia y sus 5,4 millones de habitantes? En Escocia, el 62% votó permanecer en la UE, frente al 38% en contra. ¿No recuerdan los dirigentes de Eslovaquia y Eslovenia, Letonia y Estonia, lo que es ser un país pequeño sometido a otro más grande?

No podemos olvidarnos de la democracia. Puedo entender por qué nuestros amigos europeos han reaccionado con incredulidad y burlas a la extraordinaria opereta que ha presentado el Parlamento de Westminster en los últimos meses. Ahora bien, por mucho que Donald Trump resople y asegure que la democracia británica está “prácticamente muerta”, lo que está pasando en Westminster demuestra todo lo contrario, a diferencia de lo que ocurre en el edificio parlamentario que más se le parece arquitectónicamente, a la orilla del Danubio, en Budapest. Algunos se ríen de que el presidente de la Cámara de los Comunes invoque una norma que se remonta a 1604, pero es un recordatorio de que, desde el siglo XVII, la revolución en Inglaterra ha consistido siempre en afirmar la autoridad del Parlamento sobre un Ejecutivo demasiado poderoso, desde el rey Carlos I hasta Theresa la desventurada. La semana pasada, el Parlamento consiguió recuperar el control del proceso del Brexit y arrancarlo de las tercas manos de la señora May. ¿De verdad los líderes de la UE quieren despreciar a un Reino Unido democrático mientras siguen aceptando a una antidemocrática Hungría?

Y, por último, está el destino común. La seductora visión de Emmanuel Macron de una Europa con poder suficiente para defender nuestros intereses y valores comunes en un mundo cada vez menos occidental será imposible de materializar si el poder duro, económico y blando del Reino Unido no se utiliza en ese sentido sino en contra. Y más vale no hacerse ilusiones: la consecuencia casi indudable del Brexit no será una armoniosa cooperación estratégica, sino la disonancia entre uno y otro lado del Canal.

¿Qué deberían hacer, pues, los líderes europeos con visión de futuro? La decisión tomada el mes pasado por el Consejo Europeo, después de una larga y dramática discusión, es dura pero completamente racional. Da al Reino Unido tres semanas, hasta el 12 de abril, para aprobar el acuerdo de May (en cuyo caso el Reino Unido se irá de manera ordenada, como muy tarde, el 22 de mayo) o para proponer una alternativa creíble que justifique una nueva prórroga. La lógica legal es que el 12 de abril es la fecha límite para que el Reino Unido pueda iniciar el proceso para celebrar elecciones europeas junto con todos los demás Estados miembros de la UE. La lógica política es que es una forma de obligar al Parlamento británico a decir, de una vez por todas, lo que quiere, y no solo lo que no quiere.

Después de haber votado por tercera vez en contra del acuerdo de May la semana pasada, ahora la Cámara de los Comunes tiene que llevar a cabo una serie de “votaciones indicativas” en apoyo de diversas opciones. Si la permanencia en una unión aduanera o la llamada opción Noruega Plus (quedarse en el mercado único y una unión aduanera) obtuviera una mayoría clara, y si May (o el primer ministro provisional que la sustituya) pusiera por fin el país por delante del partido y aceptara esa opinión mayoritaria y transversal, entonces solo se necesitarían unos cambios en la Declaración Política y el Reino Unido podría marcharse antes de las elecciones europeas.

La salida más prometedora tanto para Reino Unido como para Europa es la prevista en la propuesta Kyle-Wilson, así llamada por los dos diputados laboristas que la presentaron. De acuerdo con ella, debería haber un “referéndum de confirmación” en el que el pueblo británico pudiera escoger entre el acuerdo que se apruebe en el Parlamento (y que, por supuesto, se pacte con la UE) y permanecer en la UE. Para celebrar ese segundo referéndum como es debido —con la celebración de elecciones europeas en el Reino Unido a finales de mayo— harían falta al menos cinco meses, lo cual nos llevaría hasta el otoño.

Varias encuestas recientes muestran mayorías pequeñas pero cada vez mayores a favor de celebrar un referéndum y permanecer en la UE. Si la democracia británica —un Parlamento que representa al pueblo— pudiera conseguir que el Gobierno volviera a acudir a una cumbre extraordinaria de la UE prevista para el 10 de abril con esa propuesta, que incluiría el compromiso de participar en las elecciones europeas, sería de una torpeza increíble que los líderes europeos no concedieran a los británicos la prórroga necesaria para decidir si el Brexit es lo que de verdad desean.

El camino hacia esa prometedora salida del caos del Brexit sigue siendo estrecho e incierto, pero cuenta con el apoyo de muchos millones de europeos británicos y ciudadanos de la UE que viven en el Reino Unido, y muestra el debido respeto a Escocia, una pequeña pero gran nación europea. Incluso un Brexit blando sería mejor que el que nos ofrecen en la actualidad, mal concebido y a ciegas; y mucho mejor que el desastre de salir sin acuerdo. Si los líderes europeos creen en una Europa de ciudadanos, pueblos, democracia y destino común, deben dar a los europeos británicos esta última oportunidad.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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