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lunes, 20 de mayo de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política





Hace escasos días terminé de leer Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política (Madrid, Akal, 2018), editado por Maximiliano Fuentes y Ferrán Achilés, profesores de Historia de las universidades de Gerona y Valencia, respectivamente. Llegué a él, en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, como en tantas otras ocasiones, a través de la reseña que del libro hacía en marzo pasado en Revista de Libros el historiador y profesor de Filosofía Rafaél Nuñez Florencio. 

Aunque este sea un libro de historia, comenzaba diciendo Núñez Florencio, es poco menos que inevitable que la primera cuestión que se desliza en el prólogo sea la consabida y peliaguda controversia acerca del compromiso intelectual aquí y ahora. ¿Tiene sentido plantear el tema del compromiso en el tiempo que vivimos? ¿Tiene acaso futuro la noción de compromiso tal y como se entendió durante casi todo el siglo XX? De las dos preguntas, quizá sea la segunda la que permita una respuesta menos dudosa o problemática. Para ser rotundos y no andarnos con rodeos, la respuesta en cuestión tiene que ser obviamente negativa. Desde cualquier punto de vista que se mire, el propósito clásico del compromiso intelectual –al modo sartriano, para entendernos‒ ya no tiene cabida en la sociedad del siglo XXI. Más aún: si alguien se empeña en mantenerlo de modo más o menos quijotesco, sufrirá el baño de realidad de la pura irrelevancia y hasta el ridículo, lo cual es casi lo peor que puede pasarle a la conciencia vigilante. Como todo el mundo sabe, el comunicador, el periodista, el contertulio o, simplemente, el habitual de los mass media goza en la actualidad de más eco e influencia que el escritor al viejo estilo, el catedrático o el humanista (otro término poco menos que obsoleto como carta de presentación profesional).

En realidad, este asunto de la viabilidad del intelectual comprometido viene de bastante atrás. Ya desde las décadas finales del propio siglo XX –las dos últimas décadas como mínimo, si no antes (Sartre muere en 1980)‒, el papel del intelectual en una sociedad democrática moderna (otra cosa eran las dictaduras residuales, por lo menos en el ámbito occidental) se había devaluado hasta poco menos que lo puramente testimonial, o acaso ni eso. Para poner las cosas en su justo punto y empezar por el principio, lo primero que hay que hacer es rendirse a la evidencia reconociendo que esto del intelectual engagé es una invención francesa, que adquiere pleno sentido en el ámbito francés y que luego se extiende, debido al prestigio de la cultura francesa y de la propia Francia como nación, a una parte considerable del mundo occidental. No sería exagerado establecer la ecuación de que cuanto mayor era la influencia del hexágono, aunque fuera en latitudes remotas, como Latinoamérica o Indochina, mayores posibilidades había de que surgiera en el entramado social este sector de la inteligencia militante. El caso ruso en el siglo XIX, luego transformado en el XX en caso soviético, sería uno de los pocos que mostraría una especificidad no asimilable al modelo francés. En todos los demás casos, la referencia ineludible era aquella con que había empezado todo: el escritor, artista o pensador que ambicionaba ser conciencia vigilante de la sociedad. Que aspiraba a convertirse en un nuevo Zola que levantase su voz, valiente y airada, ante cualquier nuevo conato de autocracia, de otro affaire Dreyfus, para entendernos.

Significativamente, está ausente este modelo en Inglaterra y, en general, en aquellos países fuertemente influidos por la cultura anglosajona. A la vez, en el propio reducto francés, el vistoso marchamo del compromiso de los intelectuales sólo podía mantenerse –y a duras penas‒ en la medida en que perdurasen determinadas ficciones, empezando, naturalmente, por una concepción no poco arbitraria de lo que era «ser intelectual» y siguiendo, por supuesto, por una no menos discutible noción de compromiso. Por decirlo sin ambages, el ensueño de unos hombres y mujeres íntegros, au dessus de la mêlée, consiguió durar mientras pudo admitirse la ilusión de que existía o podía existir un «intelectual total» (que abarcara grosso modo el conjunto del saber, aun sin ser especialista en determinados campos), genuinamente consagrado a la consecución de una sociedad más justa, libre e igualitaria. Pero cuando se discutió la figura del «intelectual total» –el «intelectual específico» que planteaba Michel Foucault‒ y, sobre todo, y aún antes, cuando se rebatió el compromiso como militancia estricta, sujeta a los dictados de una determinada concepción política (marxista), todo se vino abajo. El caso Camus fue en el fondo otro affaire Dreyfus, sólo que al revés. Todo el prestigio acumulado iba a dilapidarse con un sectarismo difícilmente defendible a medio y largo plazo: el intelectual ya no era testigo incómodo e insobornable, sino mero «compañero de viaje».

Por todo ello, como es sobradamente conocido, no son pocos los analistas y estudiosos que han dado por muerto y enterrado, como categoría social, el compromiso de los intelectuales. En las páginas del libro que comento se trae a colación una cita de Antoine Prost que resume ese sentir: «El hombre comprometido fue una figura del siglo XX: desde hace un tiempo esta figura pertenece al pasado». ¡Y esto lo escribía en 1998, hace ya más de veinte años! La implosión del socialismo real, el descrédito del marxismo y, en fin, lo que ha dado en llamarse el ocaso de los «grandes relatos» han sido golpes decisivos en esta difuminación del agitador intelectual. Por si fuera poco, el perceptible declive de la cultura francesa en el mundo, agudizado en estos últimos decenios, coadyuva a esa impresión de telón definitivamente bajado, función terminada. ¿Qué dicen hoy a las nuevas generaciones los grandes nombres de la cultura francesa del siglo XX, filósofos, escritores, artistas, científicos? Aun así, una vez concedido que tanto los conceptos de «compromiso» como de «intelectuales» no pueden ya usarse como en el pasado, considero –como se argumenta en el prólogo de este volumen‒ que, aunque el intelectual antañón haya pasado a mejor vida, la función que desempeñaba persiste de alguna manera. Es posible seguir hablando de «intelectuales», aunque renovados o, como hoy suele decirse, reinventados, tanto en su background profesional como en sus objetivos específicos, y, naturalmente, y por encima de todo, adaptados a las nuevas necesidades y los nuevos medios. Es el intelectual mediático, versátil y omnipresente que encarnan «¡una vez más, los franceses!‒ Bernard-Henri Lévy o Alain Finkielkraut, pero que es un modelo exportable, como demuestran Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Noam Chomsky, David Grossman, Orhan Pamuk y tantos otros.

Permítanme que añada tres argumentos que justifican la idea de una cierta continuidad o prolongación, por más reinventadas que estas se muestren. En primer lugar, sobre las ruinas del intelectual militante, al modo en que lo concebían los partidos comunistas, se mantiene una innegable demanda social de analistas prestigiosos –«expertos», aunque hoy no se sepa muy bien qué quiere decir esto‒ y supuestamente desapasionados para enjuiciar determinados problemas o elucidar ciertas encrucijadas. Una función que pueden desempeñar distintos personajes, pero que, sin duda alguna, está en mejores condiciones de cumplir alguien que se haya labrado una aureola de renombre profesional y conciencia crítica, normalmente en el campo de las letras y las artes. Aquí se situarían el intelectual y el compromiso de nuevo cuño. En segundo lugar, y de manera complementaria, este nuevo intelectual entronca con el antiguo o tradicional en su dimensión cívica: adopta ese papel clásico de conciencia crítica, alza su voz en nombre de los agraviados, perseguidos u oprimidos. Aspira a mantenerse libre de las salpicaduras de la lucha política cotidiana, porque lo suyo es una petición desinteresada de cuentas desde un observatorio privilegiado, una incontestable atalaya cuya auctoritas no es tanto un asunto político propiamente dicho como una cuestión ética: la superioridad moral del denunciante.

Por último, la cuestión medular: ¿quién ha dicho que puede conjugarse en singular –antes y ahora‒ el compromiso de los intelectuales? Si intelectuales hay muchos y muy diversos, y nada asimilables unos a otros, las formas de compromiso también difieren según latitudes, culturas, momentos históricos y hasta países concretos. Si algo ponen de relieve en su conjunto las múltiples aportaciones que constituyen el volumen que nos ocupa, ese común denominador es, precisa y paradójicamente, la absoluta disparidad que presenta el compromiso. Heterogeneidad en lo tocante al aspecto ideológico, por supuesto, desde ‒por ejemplo‒ el maoísmo más cerril al liberalismo más templado, pero también multiplicidad en el aspecto esencial de las implicaciones personales. La conciencia del intelectual comprometido ha sido tan dúctil que lo mismo ha servido para vivir dulcemente a las faldas del poder –el caso de Gabriel García Márquez y tantos otros con Fidel Castro‒ como para arrostrar penalidades sin cuento, desde la cárcel hasta la muerte. Así ha sido desde el principio y, por tanto, no debe extrañarnos que el momento que vivimos presente, aunque con otros rasgos, esa misma confusión de perfiles, conductas e ideas.

La mayor parte de estos temas se tocan aquí brevemente, casi de soslayo, en una breve introducción –«El malestar en el compromiso»‒ que subraya, aunque no hacía falta, pues no podía ser de otro modo, que este libro colectivo, en el que han colaborado catorce especialistas de diversas universidades europeas y americanas, «no defiende una tesis única ni está construido sobre un paradigma teórico unitario». Basta ojear rápidamente el índice para vislumbrar que el peligro de una obra de estas características no es la uniformidad, sino su extremo opuesto, la absoluta dispersión en cuanto a los temas, enfoque y metodología. En este sentido, da la impresión de que los editores, vista la diversidad del material que tenían entre manos, han optado por la mera yuxtaposición de trabajos sin que se perciba –o, al menos, este reseñista detecte‒ un orden o un criterio en la relación de capítulos, ni desde el punto de vista cronológico, ni de acuerdo con otros parámetros, como la agrupación de estudios de figuras concretas o por ámbitos geográficos. Como las aportaciones, tomadas de una en una, rayan a un alto nivel y son de indudable calidad, puede recomendarse desde ya a los lectores interesados que se acerquen al libro de un modo selectivo, espigando aquellos capítulos que les resulten más atractivos o cercanos a su área de conocimiento.

No debería sorprender, en vista de lo apuntado más arriba, que haya en estas páginas un predominio relativo de estudios sobre diversas vertientes del caso francés (capítulos primero, octavo, noveno y decimocuarto). El primero (escrito por Gisèle Sapiro) y el último (cuyo autor es François Hourmant) tienen un carácter general, en tanto que los dos centrales (los de Jeanyves Guérin y Ferran Archilés) están dedicados a las dos figuras emblemáticas de la intelectualidad francesa comprometida del siglo XX, esto es, Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Interesantes todos ellos, cabe destacar dos rasgos que de un modo u otro se repiten: en primer lugar, la ya comentada disparidad en el entendimiento del papel del intelectual, algo que está presente incluso en el propio título de uno de los trabajos, que aspira a establecer una suerte de tipología: «Modelos de implicación política de los intelectuales». El segundo rasgo es la reflexión sobre el papel de los intelectuales en esta época de descrédito de las grandes ideologías salvadoras. Una vez más, otro de los títulos nos pone en aviso: «Bajo la prueba del desencanto. La desaparición del intelectual de izquierdas y la recomposición del campo intelectual francés». A estas dos características podría añadirse una cosa más, producto de la reflexión que posibilita una cierta perspectiva histórica: cómo cambia la valoración del compromiso intelectual al compás de las vueltas de la historia. El modelo o incluso héroe de ayer es hoy el villano denostado por todos o casi todos (Sartre, el gran equivocado), mientras que el ‒en su momento‒ reputado traidor acapara ahora todos los parabienes (Camus, «un justo en la ciudad»).

Hay otros tres capítulos, estos sí ordenados consecutivamente, que giran en torno a la Primera Guerra Mundial. El primero (el capítulo segundo, escrito por Paula Bruno) se refiere a las «voces intelectuales entre la I Conferencia Panamericana y la Gran Guerra», es decir, trata en exclusiva del ámbito latinoamericano. Aparentemente, los otros dos análisis guardan más similitudes entre sí por centrarse en el espacio europeo, pero a la postre la impresión resulta engañosa, porque el de Maximiliano Fuentes aborda las actitudes intelectuales en general ante la guerra propiamente dicha, mientras que el de Patrizia Dogliani se refiere tan solo a los intelectuales socialistas y en un lapso posterior: la década de los veinte. Dogliani aborda además directamente una cuestión que no hemos mencionado hasta ahora, pero que constituye un tema recurrente en buena parte de los estudios: cómo se conjugan en cada circunstancia histórica concreta compromiso y patriotismo o, si se prefiere una formulación alternativa, cuál debe ser el ámbito privilegiado de transformación social cuando se acentúa la tensión entre los ideales internacionalistas, por una parte, y las necesidades nacionales, por otra. Esa es la línea medular que atraviesa la contribución de Enzo Traverso en un capítulo, el quinto («Intelectuales judíos y cosmopolitismo») que, aunque ciertamente notable, queda un poco descolgado del conjunto, como un islote sin comunicación con el resto. Otro tanto le pasa a la contribución de Albertina Vittoria, dedicada a estudiar la evolución de los intelectuales italianos en la órbita del Partido Comunista Italiano entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el terremoto cultural de 1968.

Llegados a este punto, supondrán –con buen criterio‒ que he dejado para el final las reflexiones sobre el caso español y, probablemente, apostarán a que este queda mejor representado en el libro. Pues relativamente, ¡qué quieren que les diga! Por una parte, yendo a lo tangible, el lector encontrará tres capítulos sobre el compromiso intelectual en las coordenadas españolas, pero no es menos cierto, por otro lado, que son tan disímiles, en todos los sentidos, que difícilmente pueden servir para trazar no ya un panorama general, sino unas líneas comunes a los tres. Juzguen ustedes: el capítulo (el sexto) que firma Ismael Saz, el más generalista, examina el conjunto de las «trayectorias intelectuales» a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX, es decir, grosso modo, el tránsito «del liberalismo al antiliberalismo». Se trata, como no podía ser menos, de una visión panorámica, pues incluye, en diversos epígrafes, el 98 y sus secuelas, la Gran Guerra, la República y el primer franquismo. El capítulo escrito por Ángel Duarte (el undécimo) representa todo lo contrario, el análisis de un caso individual y, además, completamente excéntrico incluso para los parámetros españoles: Duarte se ocupa de ese intelectual atípico por múltiples conceptos que fue Carlos Castilla del Pino, ajeno a la universidad, profesional de la sanidad y provinciano, tres rasgos que conformaron una influencia «desde la periferia», concepto que debe entenderse tanto en sentido literal como simbólico. El capítulo (decimosegundo) de Giaime Pala se ocupa del «compromiso político-cultural y antifranquismo» en un ámbito muy concreto –se circunscribe a Cataluña‒, examina sólo una ideología ‒la comunista‒, se limita básicamente a un partido ‒el Partido Socialista Unificado de Cataluña‒ y se mueve en un lapso relativamente corto, entre mediados de los años cincuenta y la Transición (1954-1977). Baste pues esa somera descripción para resaltar hasta qué punto se distancian entre sí las mencionadas contribuciones. Hay otros dos capítulos (el décimo y el decimotercero) que podrían sumarse a los tres anteriores para constituir un gran fresco iberoamericano: el de José Neves sobre el historiador y ensayista portugués António José Saraiva y el de Carlos Aguirre sobre los intelectuales izquierdistas latinoamericanos entre 1959 y 1990. Lo deslavazado de la obra se acentúa así más, si cabe, pues la representatividad de Neves en el contexto del país vecino es bastante discutible, mientras que, en el caso de Aguirre, todo gira en torno a la revolución cubana y sus réplicas regionales.

Así las cosas, poco más puede añadir el reseñista a la hora de establecer un balance. El libro deja una sensación agridulce: tomados de uno en uno, la mayoría de los capítulos se leen con interés sostenido, están bien escritos –aunque a veces algunos autores abusan de esa prosa farragosa que se prodiga en el ámbito universitario‒ y, sobre todo, acusan un alto nivel de elaboración conceptual y base bibliográfica. A la vez, es inevitable una cierta decepción en cuanto al conjunto resultante, como la que se produce ante un plato de ingredientes de alta calidad que no terminan de cuajar o integrarse en un todo armónico. De hecho, cuando uno termina de leer el libro comprende mucho mejor el título que han elegido los editores, ese tan impreciso y ambiguo Ideas comprometidas, o ese subtítulo genérico de Los intelectuales y la política, que, paradójicamente, a nada compromete. En efecto, a los organizadores del volumen les ha fallado en cierta medida el compromiso, es decir, una implicación decidida para confeccionar una obra que proporcionara una panorámica más coherente y homogénea sobre el papel de los intelectuales en el pasado siglo.

Personalmente, los capítulos que me han resultado más interesantes, aun compartiendo la sensación agridulce de la que habla Núñez Florencio en su reseña, son los dedicados a Albert Camus: "Un justo en la ciudad" (páginas 185-204); a Sartre: "Equivocarse con Sartre. El precio de la (in)coherencia o Jean-Paul Sartre" (páginas 205-236); a Carlos Castilla del Pino: "El intelectual comprometido en España (décadas de 1950 a 1970). Algunas consideraciones a cuenta de Carlos Castilla del Pino y de una instantánea" (páginas 257-284); el dedicado a "Los intelectuales de izquierda y la revolución latinoamericana. Sueños y pesadillas (1959-1990)" (páginas 313-344); y el último capítulo del libro, titulado: "Bajo la prueba del desencanto. La desaparición del intelectual de izquierdas y la recomposición del campo intelectual francés" (páginas 345-372). Pero sobre gustos no hay nada escrito... 

Termino esta entrada de hoy, que espero les haya resultado de interés, con unas palabras de Rosa Luxemburgo, citadas en la página 132, que me han impresionado profundamente: "Mi casa es cualquier lugar del mundo en donde haya nubes, pájaros y lágrimas".







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4910
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 15 de abril de 2019

[LIBROS Y LECTURAS] Los intelectuales y la política





Lo del compromiso de los intelectuales con la política suele ser un tema recurrente en el blog, así que lo traigo una vez más aprovechando la reseña que en Revista de Libros, una de mis lecturas de referencia, hace Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, del libro Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política (Madrid, Akal, 2018), editado por Maximiliano Fuentes y Ferrán Archilés. 

Aunque este sea un libro de historia, es poco menos que inevitable que la primera cuestión que se desliza en el prólogo sea la consabida y peliaguda controversia acerca del compromiso intelectual aquí y ahora, comienza diciendo Núñez Florencio. ¿Tiene sentido plantear el tema del compromiso en el tiempo que vivimos? ¿Tiene acaso futuro la noción de compromiso tal y como se entendió durante casi todo el siglo XX? De las dos preguntas, quizá sea la segunda la que permita una respuesta menos dudosa o problemática. Para ser rotundos y no andarnos con rodeos, la respuesta en cuestión tiene que ser obviamente negativa. Desde cualquier punto de vista que se mire, el propósito clásico del compromiso intelectual –al modo sartriano, para entendernos‒ ya no tiene cabida en la sociedad del siglo XXI. Más aún: si alguien se empeña en mantenerlo de modo más o menos quijotesco, sufrirá el baño de realidad de la pura irrelevancia y hasta el ridículo, lo cual es casi lo peor que puede pasarle a la conciencia vigilante. Como todo el mundo sabe, el comunicador, el periodista, el contertulio o, simplemente, el habitual de los mass media goza en la actualidad de más eco e influencia que el escritor al viejo estilo, el catedrático o el humanista (otro término poco menos que obsoleto como carta de presentación profesional).

En realidad, este asunto de la viabilidad del intelectual comprometido viene de bastante atrás. Ya desde las décadas finales del propio siglo XX –las dos últimas décadas como mínimo, si no antes (Sartre muere en 1980)‒, el papel del intelectual en una sociedad democrática moderna (otra cosa eran las dictaduras residuales, por lo menos en el ámbito occidental) se había devaluado hasta poco menos que lo puramente testimonial, o acaso ni eso. Para poner las cosas en su justo punto y empezar por el principio, lo primero que hay que hacer es rendirse a la evidencia reconociendo que esto del intelectual engagé es una invención francesa, que adquiere pleno sentido en el ámbito francés y que luego se extiende, debido al prestigio de la cultura francesa y de la propia Francia como nación, a una parte considerable del mundo occidental. No sería exagerado establecer la ecuación de que cuanto mayor era la influencia del hexágono, aunque fuera en latitudes remotas, como Latinoamérica o Indochina, mayores posibilidades había de que surgiera en el entramado social este sector de la inteligencia militante. El caso ruso en el siglo XIX, luego transformado en el XX en caso soviético, sería uno de los pocos que mostraría una especificidad no asimilable al modelo francés. En todos los demás casos, la referencia ineludible era aquella con que había empezado todo: el escritor, artista o pensador que ambicionaba ser conciencia vigilante de la sociedad. Que aspiraba a convertirse en un nuevo Zola que levantase su voz, valiente y airada, ante cualquier nuevo conato de autocracia, de otro affaire Dreyfus, para entendernos.

Significativamente, está ausente este modelo en Inglaterra y, en general, en aquellos países fuertemente influidos por la cultura anglosajona. A la vez, en el propio reducto francés, el vistoso marchamo del compromiso de los intelectuales sólo podía mantenerse –y a duras penas‒ en la medida en que perdurasen determinadas ficciones, empezando, naturalmente, por una concepción no poco arbitraria de lo que era «ser intelectual» y siguiendo, por supuesto, por una no menos discutible noción de compromiso. Por decirlo sin ambages, el ensueño de unos hombres y mujeres íntegros, au dessus de la mêlée, consiguió durar mientras pudo admitirse la ilusión de que existía o podía existir un «intelectual total» (que abarcara grosso modo el conjunto del saber, aun sin ser especialista en determinados campos), genuinamente consagrado a la consecución de una sociedad más justa, libre e igualitaria. Pero cuando se discutió la figura del «intelectual total» –el «intelectual específico» que planteaba Michel Foucault‒ y, sobre todo, y aún antes, cuando se rebatió el compromiso como militancia estricta, sujeta a los dictados de una determinada concepción política (marxista), todo se vino abajo. El caso Camus fue en el fondo otro affaire Dreyfus, sólo que al revés. Todo el prestigio acumulado iba a dilapidarse con un sectarismo difícilmente defendible a medio y largo plazo: el intelectual ya no era testigo incómodo e insobornable, sino mero «compañero de viaje».

Por todo ello, como es sobradamente conocido, no son pocos los analistas y estudiosos que han dado por muerto y enterrado, como categoría social, el compromiso de los intelectuales. En las páginas del libro que comento se trae a colación una cita de Antoine Prost que resume ese sentir: «El hombre comprometido fue una figura del siglo XX: desde hace un tiempo esta figura pertenece al pasado». ¡Y esto lo escribía en 1998, hace ya más de veinte años! La implosión del socialismo real, el descrédito del marxismo y, en fin, lo que ha dado en llamarse el ocaso de los «grandes relatos» han sido golpes decisivos en esta difuminación del agitador intelectual. Por si fuera poco, el perceptible declive de la cultura francesa en el mundo, agudizado en estos últimos decenios, coadyuva a esa impresión de telón definitivamente bajado, función terminada. ¿Qué dicen hoy a las nuevas generaciones los grandes nombres de la cultura francesa del siglo XX, filósofos, escritores, artistas, científicos? Aun así, una vez concedido que tanto los conceptos de «compromiso» como de «intelectuales» no pueden ya usarse como en el pasado, considero –como se argumenta en el prólogo de este volumen‒ que, aunque el intelectual antañón haya pasado a mejor vida, la función que desempeñaba persiste de alguna manera. Es posible seguir hablando de «intelectuales», aunque renovados o, como hoy suele decirse, reinventados, tanto en su background profesional como en sus objetivos específicos, y, naturalmente, y por encima de todo, adaptados a las nuevas necesidades y los nuevos medios. Es el intelectual mediático, versátil y omnipresente que encarnan «¡una vez más, los franceses!‒ Bernard-Henri Lévy o Alain Finkielkraut, pero que es un modelo exportable, como demuestran Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Noam Chomsky, David Grossman, Orhan Pamuk y tantos otros.

Permítanme que añada tres argumentos que justifican la idea de una cierta continuidad o prolongación, por más reinventadas que estas se muestren. En primer lugar, sobre las ruinas del intelectual militante, al modo en que lo concebían los partidos comunistas, se mantiene una innegable demanda social de analistas prestigiosos –«expertos», aunque hoy no se sepa muy bien qué quiere decir esto‒ y supuestamente desapasionados para enjuiciar determinados problemas o elucidar ciertas encrucijadas. Una función que pueden desempeñar distintos personajes, pero que, sin duda alguna, está en mejores condiciones de cumplir alguien que se haya labrado una aureola de renombre profesional y conciencia crítica, normalmente en el campo de las letras y las artes. Aquí se situarían el intelectual y el compromiso de nuevo cuño. En segundo lugar, y de manera complementaria, este nuevo intelectual entronca con el antiguo o tradicional en su dimensión cívica: adopta ese papel clásico de conciencia crítica, alza su voz en nombre de los agraviados, perseguidos u oprimidos. Aspira a mantenerse libre de las salpicaduras de la lucha política cotidiana, porque lo suyo es una petición desinteresada de cuentas desde un observatorio privilegiado, una incontestable atalaya cuya auctoritas no es tanto un asunto político propiamente dicho como una cuestión ética: la superioridad moral del denunciante.

Por último, la cuestión medular: ¿quién ha dicho que puede conjugarse en singular –antes y ahora‒ el compromiso de los intelectuales? Si intelectuales hay muchos y muy diversos, y nada asimilables unos a otros, las formas de compromiso también difieren según latitudes, culturas, momentos históricos y hasta países concretos. Si algo ponen de relieve en su conjunto las múltiples aportaciones que constituyen el volumen que nos ocupa, ese común denominador es, precisa y paradójicamente, la absoluta disparidad que presenta el compromiso. Heterogeneidad en lo tocante al aspecto ideológico, por supuesto, desde ‒por ejemplo‒ el maoísmo más cerril al liberalismo más templado, pero también multiplicidad en el aspecto esencial de las implicaciones personales. La conciencia del intelectual comprometido ha sido tan dúctil que lo mismo ha servido para vivir dulcemente a las faldas del poder –el caso de Gabriel García Márquez y tantos otros con Fidel Castro‒ como para arrostrar penalidades sin cuento, desde la cárcel hasta la muerte. Así ha sido desde el principio y, por tanto, no debe extrañarnos que el momento que vivimos presente, aunque con otros rasgos, esa misma confusión de perfiles, conductas e ideas.

La mayor parte de estos temas se tocan aquí brevemente, casi de soslayo, en una breve introducción –«El malestar en el compromiso»‒ que subraya, aunque no hacía falta, pues no podía ser de otro modo, que este libro colectivo, en el que han colaborado catorce especialistas de diversas universidades europeas y americanas, «no defiende una tesis única ni está construido sobre un paradigma teórico unitario». Basta ojear rápidamente el índice para vislumbrar que el peligro de una obra de estas características no es la uniformidad, sino su extremo opuesto, la absoluta dispersión en cuanto a los temas, enfoque y metodología. En este sentido, da la impresión de que los editores, vista la diversidad del material que tenían entre manos, han optado por la mera yuxtaposición de trabajos sin que se perciba –o, al menos, este reseñista detecte‒ un orden o un criterio en la relación de capítulos, ni desde el punto de vista cronológico, ni de acuerdo con otros parámetros, como la agrupación de estudios de figuras concretas o por ámbitos geográficos. Como las aportaciones, tomadas de una en una, rayan a un alto nivel y son de indudable calidad, puede recomendarse desde ya a los lectores interesados que se acerquen al libro de un modo selectivo, espigando aquellos capítulos que les resulten más atractivos o cercanos a su área de conocimiento.

No debería sorprender, en vista de lo apuntado más arriba, que haya en estas páginas un predominio relativo de estudios sobre diversas vertientes del caso francés (capítulos primero, octavo, noveno y decimocuarto). El primero (escrito por Gisèle Sapiro) y el último (cuyo autor es François Hourmant) tienen un carácter general, en tanto que los dos centrales (los de Jeanyves Guérin y Ferran Archilés) están dedicados a las dos figuras emblemáticas de la intelectualidad francesa comprometida del siglo XX, esto es, Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Interesantes todos ellos, cabe destacar dos rasgos que de un modo u otro se repiten: en primer lugar, la ya comentada disparidad en el entendimiento del papel del intelectual, algo que está presente incluso en el propio título de uno de los trabajos, que aspira a establecer una suerte de tipología: «Modelos de implicación política de los intelectuales». El segundo rasgo es la reflexión sobre el papel de los intelectuales en esta época de descrédito de las grandes ideologías salvadoras. Una vez más, otro de los títulos nos pone en aviso: «Bajo la prueba del desencanto. La desaparición del intelectual de izquierdas y la recomposición del campo intelectual francés». A estas dos características podría añadirse una cosa más, producto de la reflexión que posibilita una cierta perspectiva histórica: cómo cambia la valoración del compromiso intelectual al compás de las vueltas de la historia. El modelo o incluso héroe de ayer es hoy el villano denostado por todos o casi todos (Sartre, el gran equivocado), mientras que el ‒en su momento‒ reputado traidor acapara ahora todos los parabienes (Camus, «un justo en la ciudad»).

Hay otros tres capítulos, estos sí ordenados consecutivamente, que giran en torno a la Primera Guerra Mundial. El primero (el capítulo segundo, escrito por Paula Bruno) se refiere a las «voces intelectuales entre la I Conferencia Panamericana y la Gran Guerra», es decir, trata en exclusiva del ámbito latinoamericano. Aparentemente, los otros dos análisis guardan más similitudes entre sí por centrarse en el espacio europeo, pero a la postre la impresión resulta engañosa, porque el de Maximiliano Fuentes aborda las actitudes intelectuales en general ante la guerra propiamente dicha, mientras que el de Patrizia Dogliani se refiere tan solo a los intelectuales socialistas y en un lapso posterior: la década de los veinte. Dogliani aborda además directamente una cuestión que no hemos mencionado hasta ahora, pero que constituye un tema recurrente en buena parte de los estudios: cómo se conjugan en cada circunstancia histórica concreta compromiso y patriotismo o, si se prefiere una formulación alternativa, cuál debe ser el ámbito privilegiado de transformación social cuando se acentúa la tensión entre los ideales internacionalistas, por una parte, y las necesidades nacionales, por otra. Esa es la línea medular que atraviesa la contribución de Enzo Traverso en un capítulo, el quinto («Intelectuales judíos y cosmopolitismo») que, aunque ciertamente notable, queda un poco descolgado del conjunto, como un islote sin comunicación con el resto. Otro tanto le pasa a la contribución de Albertina Vittoria, dedicada a estudiar la evolución de los intelectuales italianos en la órbita del Partido Comunista Italiano entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el terremoto cultural de 1968.

Llegados a este punto, supondrán –con buen criterio‒ que he dejado para el final las reflexiones sobre el caso español y, probablemente, apostarán a que este queda mejor representado en el libro. Pues relativamente, ¡qué quieren que les diga! Por una parte, yendo a lo tangible, el lector encontrará tres capítulos sobre el compromiso intelectual en las coordenadas españolas, pero no es menos cierto, por otro lado, que son tan disímiles, en todos los sentidos, que difícilmente pueden servir para trazar no ya un panorama general, sino unas líneas comunes a los tres. Juzguen ustedes: el capítulo (el sexto) que firma Ismael Saz, el más generalista, examina el conjunto de las «trayectorias intelectuales» a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX, es decir, grosso modo, el tránsito «del liberalismo al antiliberalismo». Se trata, como no podía ser menos, de una visión panorámica, pues incluye, en diversos epígrafes, el 98 y sus secuelas, la Gran Guerra, la República y el primer franquismo. El capítulo escrito por Ángel Duarte (el undécimo) representa todo lo contrario, el análisis de un caso individual y, además, completamente excéntrico incluso para los parámetros españoles: Duarte se ocupa de ese intelectual atípico por múltiples conceptos que fue Carlos Castilla del Pino, ajeno a la universidad, profesional de la sanidad y provinciano, tres rasgos que conformaron una influencia «desde la periferia», concepto que debe entenderse tanto en sentido literal como simbólico. El capítulo (decimosegundo) de Giaime Pala se ocupa del «compromiso político-cultural y antifranquismo» en un ámbito muy concreto –se circunscribe a Cataluña‒, examina sólo una ideología ‒la comunista‒, se limita básicamente a un partido ‒el Partido Socialista Unificado de Cataluña‒ y se mueve en un lapso relativamente corto, entre mediados de los años cincuenta y la Transición (1954-1977). Baste pues esa somera descripción para resaltar hasta qué punto se distancian entre sí las mencionadas contribuciones. Hay otros dos capítulos (el décimo y el decimotercero) que podrían sumarse a los tres anteriores para constituir un gran fresco iberoamericano: el de José Neves sobre el historiador y ensayista portugués António José Saraiva y el de Carlos Aguirre sobre los intelectuales izquierdistas latinoamericanos entre 1959 y 1990. Lo deslavazado de la obra se acentúa así más, si cabe, pues la representatividad de Neves en el contexto del país vecino es bastante discutible, mientras que, en el caso de Aguirre, todo gira en torno a la revolución cubana y sus réplicas regionales.

Así las cosas, poco más puede añadir el reseñista a la hora de establecer un balance. El libro deja una sensación agridulce: tomados de uno en uno, la mayoría de los capítulos se leen con interés sostenido, están bien escritos –aunque a veces algunos autores abusan de esa prosa farragosa que se prodiga en el ámbito universitario‒ y, sobre todo, acusan un alto nivel de elaboración conceptual y base bibliográfica. A la vez, es inevitable una cierta decepción en cuanto al conjunto resultante, como la que se produce ante un plato de ingredientes de alta calidad que no terminan de cuajar o integrarse en un todo armónico. De hecho, cuando uno termina de leer el libro comprende mucho mejor el título que han elegido los editores, ese tan impreciso y ambiguo Ideas comprometidas, o ese subtítulo genérico de Los intelectuales y la política, que, paradójicamente, a nada compromete. En efecto, a los organizadores del volumen les ha fallado en cierta medida el compromiso, es decir, una implicación decidida para confeccionar una obra que proporcionara una panorámica más coherente y homogénea sobre el papel de los intelectuales en el pasado siglo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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miércoles, 16 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] La vie en rose?





Habrán leído en alguna ocasión esta frase de Friedrich Dürrenmatt: «Tristes tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente», escribe el historiador, filósofo y crítico literario español Rafael Núñez Florencio. Creo recordar, comienza diciendo,  que hay otras frases similares en el fondo o en la forma de distinguidos literatos. Entre ellos, por ejemplo, Bertolt Brecht: «¡Qué tiempos serán los que vivimos que hay que defender lo obvio!» La idea, como ven, es la misma, casi expresada, además, del mismo modo. Aparte de la crítica implícita a un determinado contexto social o político, me interesa destacar en esos planteamientos un matiz que quizá no resulte tan claro, pero que, para mí al menos, resulta determinante: la incomodidad o el malestar que genera escribir sobre algo que uno considera obvio y evidente. Como pasa en muchas facetas de la vida, se emprende esta actividad ‒la de escribir sobre dichos asuntos‒ sabiendo que hay poco que ganar y mucho que perder. Ganar, poco, porque hay que transitar forzosamente por lo más pedestre; perder, mucho, porque al final siempre puede quedar uno como intrépido descubridor... del Mediterráneo.

Pero vayamos al grano. Vamos a hablar sobre las actitudes ante la vida. En términos simplificados o esquemáticos, ¿optimismo o pesimismo? Basta apelar al sentido común o a la mera experiencia cotidiana para dictaminar que una respuesta rotunda y sin matices es poco menos que imposible. Para empezar, la propia delimitación de los conceptos es problemática: ¿qué es realmente ser optimista o pesimista? En muchas ocasiones, ni uno ni otro se reconocen como tales, pues en ambos casos el sujeto se limita a bosquejar la realidad tal como la ve, es decir, aspira a ser realista nada más. Al margen de ello, y aun suponiendo un mínimo consenso sobre las catalogaciones, tendríamos que precisar el objeto o la parcela vital sobre los que uno se declara positivo o negativo. En raras ocasiones uno es pesimista –o su opuesto‒ en términos absolutos y universales, es decir, sobre todo lo habido y por haber. Lo normal es que se vean con optimismo ciertas cosas y otras no tanto. La propia convivencia social depura las aristas. El derrotista integral es patético y ahuyentará como cenizo y agorero a todo bicho viviente. Pero el bienpensante a todo trance despertará recelos equivalentes: en este caso, los que se aplican a los bobalicones o simples idiotas.

Esa última alusión me viene al pelo para desembocar en el punto que me interesa. En esta cuestión de las actitudes vitales pasa como con el humor, que debe administrarse en pequeñas dosis para que sea efectivo y cumpla el propósito de hacer reír. El paralelismo es manifiesto: no en vano nos representamos habitualmente al optimista recalcitrante con una sonrisa en la boca. «¿Y este de qué se anda sonriendo todo el rato?», nos preguntamos ante su presencia. Su euforia infundada es tan exasperante como la del gracioso que encadena chistes sin interrupción. La jovialidad permanente es síntoma de estupidez. O, dicho en términos complementarios, empeñarse en ver tan solo el lado positivo de la vida refleja una cierta hemiplejia mental. En el mejor de los casos, una falta de madurez, un acusado infantilismo. En términos psicológicos, este es, en todo caso, un problema personal. Pero cuando ese infantilismo se extiende como una tendencia ideológica al conjunto social estamos ante un problema de otra índole. De esto trata Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo, un ensayo de Barbara Ehrenreich.

Lo que se conoce como pensamiento positivo es una especie de optimismo (wishful thinking) que se diferencia del tradicional o cotidiano por varios rasgos fundamentales: primero, no es el resultado de las experiencias de la vida, sino anterior a estas y supone la determinación previa, el pre-juicio en sentido literal, de ver las cosas de modo positivo antes incluso de que estas sucedan. Segundo, no surge espontáneamente en un individuo concreto, sino que trasciende la perspectiva individual: es una forma de pensar o una actitud ante la vida que se adopta como puede uno sustentar o adscribirse a cualquier otra ideología. Tercero, en parte como consecuencia de todo lo dicho, el pensamiento positivo es refractario a la experiencia en el sentido de que los reveses no le afectan. Como el célebre personaje del doctor Pangloss en el Candide de Voltaire, el militante del pensamiento positivo se negará a aceptar que las cosas van mal o, en su defecto, tenderá siempre a ver el lado positivo de lo malo. Cuarto, el pensamiento positivo se convierte así en una tiranía voluntariamente aceptada: uno se impone a toda costa, y pase lo que pase, ser positivo, como el calvinista ser virtuoso (por cierto, muy interesante el paralelismo que traza Ehrenreich entre la mentalidad del optimista por imposición y aquel cristiano riguroso).

Uno es muy libre, como es obvio, de ver la vida de un color u otro. Pero las actitudes, sean las que fueren, llevadas al extremo terminan siendo ridículas. Resultan grotescos los perpetuamente quejumbrosos, plañideros y agoreros, del mismo modo que desdeñamos a los jocosos, bufones y festivos que no ponen límites a sus chanzas o diversiones. Lo que me interesa aquí precisamente es resaltar el aspecto cómico –a veces involuntariamente cómico, lindante con el humor negro‒ del llamado pensamiento positivo. En esta vertiente, nada más significativo que el primer capítulo del libro, que lleva el paradójico título de «El lado bueno del cáncer». El lector, aún desprevenido, tiende a pensar que hay en esa elección del epígrafe un designio sarcástico, pero pronto comprueba que no es exactamente así, sino algo más elemental y primario, aunque no menos sorprendente: la decidida voluntad de la autora de reflejar un determinado estado de cosas. El cáncer de mama, como es bien sabido, es hoy día el tipo de tumor más frecuente en las mujeres de los países occidentales. Las estadísticas señalan que aproximadamente una de cada ocho mujeres desarrollarán esa patología a lo largo de su vida. En Estados Unidos, recuerda Ehrenreich, cerca de tres millones de mujeres se encuentran en fase de tratamiento. Hasta ahí los datos más elementales.

Aunque la esperanza de sobrevivir a la enfermedad ha aumentado mucho con los avances médicos, no estamos hablando de una cuestión banal, sino de un asunto grave, tanto para la persona que va a sufrir directamente las consecuencias –un tratamiento normalmente muy agresivo‒ como para la familia directa de la paciente. En este contexto se inserta lo que la autora llama «la cultura del lacito rosa». Consiste en un conjunto de actitudes y una serie de productos (merchandising) que supuestamente tratan de infundir ánimos a las pacientes y sus familiares para afrontar la durísima coyuntura. Hasta ahí todo normal e incluso, me atrevo a decir, una encomiable iniciativa. El problema es que la mascota más representativa es un osito con múltiples variantes: osito del recuerdo, de la esperanza, la osita Susan, etc. Pongamos un caso típico: el de una señora de mediana edad a la que detectan unos bultos malignos en el pecho. Resulta, en principio, cuando menos algo chocante que se trate de paliar de algún modo el impacto psicológico –antesala del impacto biológico‒ con un recurso tan infantil, pero la gravedad del asunto parece que exige prudencia y contención. En todo caso, aclaro que Ehrenreich escribe sabiendo muy bien de lo que habla: a ella también le detectaron esos terribles bultitos y el shock que sigue a su descubrimiento constituye precisamente el punto de partida de su reflexión.

Los ositos de los que hablaba antes constituyen tan solo la avanzadilla o la muestra más prominente de la llamada cultura del lacito rosa. «Para vestir hay sudaderas ribeteadas de rosa, camisas vaqueras, pijamas, lencería, delantales, ropa de andar por casa, cordones de zapatos y calcetines; complementos como broches rosas de strass, pines con angelitos, fulares, gorras, pendientes y pulseras; para dar ambiente a la casa, velas del cáncer de mama, soportes para velas de cristal rosa con lacito, tazas de café, colgantes, móviles con campanitas y luces piloto; y hasta se pueden pagar las facturas con cheques que curan». Ehrenreich señala que existe un asombroso «mercado del cáncer de mama», caracterizado por su «ultrafeminidad» (lencería con encajes y lacitos, cosméticos, bisutería) y su acusado infantilismo (ositos, velitas, campanillas, libretitas a modo de diario o ceras de colores para dibujar, todo casi siempre en rosa). Supongo que alguno de ustedes se preguntará qué hay de malo en todo ello, y yo –o, mejor dicho, la autora‒ le contestará que naturalmente nada, salvo que «en ciertas versiones de la ideología de género que hoy triunfa, la feminidad resulte, por naturaleza, poco compatible con el estado adulto». Ya que desde esas instancias tanto se insiste en la igualdad entre hombres y mujeres, constatemos que «a los hombres a quienes se les diagnostica cáncer de próstata nadie les regala cochecitos de juguete».

La verdad es que, si todo quedara ahí, la cuestión no pasaría de ser una anécdota muy menor. El verdadero problema surge cuando el llamado pensamiento positivo se empeña en no reconocer la realidad y, nunca mejor dicho, pintarla de color de rosa. Hundirse anímicamente cuando a uno le detectan un cáncer es un desastre añadido que hasta puede disminuir las posibilidades de recuperación. Pero el extremo opuesto –alegrarse por desarrollar un tumor‒ es una absoluta majadería. Sin embargo, de forma natural o, en la mayoría de los casos, impostada (eso al menos quiero creer), los militantes del pensamiento positivo dan la bienvenida al cáncer en múltiples formas. Algunos –pacientes o familiares‒ parecen más contentos que si les hubiera tocado la lotería de Navidad. Ya sé que suena chusco, pero Ehrenreich acumula testimonios demoledores. «Si pudiera volver a empezar, ¿tendría cáncer de mama? Sin duda» (Cindy Cherry, The Washington Post). «El cáncer es lo mejor que me ha pasado en la vida» (Lance Armstrong). «La fuente de mi felicidad fue, ni más ni menos, el cáncer» (Betty Rollin). «El cáncer es tu pasaje para la verdadera vida» (Anne McNerney, The Gift of Cancer. A Call to Awakening). Ya puestos, no se dejen sorprender por nada: «Las cicatrices de la mastectomía pueden ser sexis, y la calvicie un estado que disfrutar». Sin llegar tan lejos, hay un acuerdo generalizado: «El cáncer de mama es una oportunidad para la autotransformación creativa en general y el cambio de imagen en particular».

Todo esto me recuerda una noticia que leí hace unos años: un matrimonio de sordomudos –perdón, con capacidades diferentes para comunicarse‒ batallaba judicialmente para que se les permitiera operar a su hija, que había nacido, desgraciadamente, con capacidad para hablar y oír. Lo que pretendían, como habrán barruntado, era dejarla en el mismo estado de sordera y mudez que sus progenitores. Argumentaban que de este modo la comunicación con su hija sería más intensa y, sobre todo, reivindicaban con orgullo su diferencia como un don divino. Desde este punto de vista, era natural que quisieran lo mejor para su hija: que fuera sordomuda como ellos. En aquel entonces esa excentricidad me sorprendió bastante, pero luego comprobé que había muchos casos parecidos. La corrección política empezó prohibiendo o censurando el tradicional concepto de minusvalía y transformando luego la diferencia en normalidad en un contexto de igualación voluntarista radical, como si dejando de usar los vocablos de ciego, sordo, mudo o cojo, dejaran de existir las realidades a que se hacía referencia. En esa dinámica, el paso siguiente, como acabamos de ver, era que el diferente, superado ya el estadio de marginalidad, se mostraba alegre y orgulloso de su condición. Según el pensamiento positivo, el enfermo de cáncer es superior al resto de los humanos. Tener cáncer es una bendición, sugiere el cirujano Bernie Siegel, porque nos empuja a adoptar una visión del mundo más positiva y amorosa. O, dicho de otra manera, no te lamentes: «Si tienes cáncer, es porque lo necesitabas».

El capítulo sobre el cáncer de mama, o sobre la cultura del lacito rosa, termina con esta reflexión de la autora: «El cáncer de mama, ahora puedo decirlo con conocimiento de causa, no me hizo más bella, ni más fuerte ni más femenina». Una cosa es afrontar la vida, o las adversidades de la vida para ser más exactos, con fortaleza o espíritu positivo, y otra muy distinta engañarse hasta el ridículo de confundir el mal con el bien. En cierto modo, poner al mal tiempo buena cara, como dice el refrán, supone lo contrario de esta infantil negación de las evidencias. Al amparo de lo políticamente correcto y de un adanismo biempensante, ha ido extendiéndose en determinados ámbitos de las sociedades desarrolladas un optimismo impostado, una actitud risueña que nos aboca a una perpetua minoría de edad: «Un lugar donde todo el mundo sabe que campa la falsa alegría son las residencias o clínicas [...] ¡Los diminutivos! ¡Los cariñitos! Esa estupidez de hablar en plural... Hola, cariño, ¿cómo estamos hoy? ¿Cómo te llamas, cielo? [...] Hola, corazón, perdona que haya tardado tanto».

Al rechazar la realidad negativa, el pensamiento positivo termina rechazando la realidad a secas. Lo único que cuenta es la voluntad. Los libros de autoayuda insisten mucho en esto: lo importante no son las condiciones objetivas, sino tu determinación interior. Si esta es fuerte, vencerá cualquier problema o adversidad. Una vez más, el fallo no está en el principio en sí, sino en su hipertrofia hasta el ridículo. En un bestseller que ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo, El secreto, Rhonda Byrne, obsesionada por sus problemas de peso, «afirma que la comida no es lo que engorda; lo único que te hace ganar kilos es la idea de que la comida engorda». El secreto al que se alude en el título es así de simple: si quieres algo y lo deseas realmente, lo tendrás. Este consejo nunca falla porque si, pese a todo, no has conseguido lo que te proponías, es porque, en el fondo, no lo deseabas con todas tus fuerzas.

A partir de esos presupuestos, no es de extrañar que la motivación se haya convertido en el caballo de batalla de la psicología positiva, con derivaciones de orden económico, empresarial, organizativo, universitario y hasta religioso. En el fondo, todo viene a converger en lo mismo: lo importante es la motivación, porque con una disposición adecuada todo es posible. Sea cual sea tu actividad o tu iniciativa, tendrás éxito en tu gestión si adoptas la actitud apropiada. Las empresas en concreto han encontrado aquí un filón formidable para sus cursillos de formación de los trabajadores, un adoctrinamiento que nada tiene que envidiar al que antaño se realizaba en las iglesias. De hecho, como subraya Ehrenreich, las modernas iglesias estadounidenses cada vez se gestionan más como empresas (con telepredicadores y técnicas de marketing) y las modernas empresas cada vez se parecen más a grandes congregaciones, con sus gurúes, símbolos y fieles. Así, «ambas instituciones ofrecen, a modo de filosofía básica, un mensaje de motivación que habla de seguir siempre adelante, superar obstáculos y conseguir grandes cosas gracias al pensamiento positivo».

A estas alturas ya se habrán dado cuenta de que hablar de pensamiento para caracterizar estas actitudes no deja de ser una afrenta al pensamiento propiamente dicho. Como lo que decía Baroja del pensamiento navarro, que era una cosa o la otra, pero las dos juntas, imposible. Basta ver adónde conducen en la práctica estas ocurrencias. Ehrenreich cita, por ejemplo, las técnicas de desarrollo de la creatividad organizadas por la empresa telefónica NYNEX. En síntesis, se obligaba a los empleados a encontrar todas las posibles formas diferentes de saltar por una habitación: «Saltaban a la pata coja, con los dos pies, con las manos arriba, tapándose los ojos con una mano». La lección consistía en que esa creatividad demostrada en esas coordenadas específicas era la que debían aplicar en los negocios de la empresa. En otros casos, la formación en técnicas de trabajo en equipo lleva a organizar ejercicios lúdicos «para estrechar lazos entre la plantilla», como, por ejemplo, actividades divertidas «con globos, vendas en los ojos y algún cubo de agua». Con todo ello, no sólo el éxito, sino hasta la felicidad, se contemplan como metas fácilmente alcanzables. En su bestseller La auténtica felicidad, Martin Seligman nos ofrece la ecuación de la misma. H = S + C + V, siendo H la felicidad (Happiness en inglés), S la situación de partida, C las circunstancias y V los factores que controla tu voluntad. Llegados a este punto, sobran comentarios.

La cuestión de las actitudes ante la vida es un problema de cada cual. Pero aquí no se trata de optimismo o pesimismo en el sentido habitual, sino de una ideología que se superpone a las experiencias vitales y determina la disposición frente al mundo antes incluso de las situaciones concretas. Por eso mismo, frente a este mal llamado pensamiento positivo, Barbara Ehrenreich no propugna lo contrario, es decir el abandono pesimista, la desesperanza, la negatividad. La alternativa es, simplemente, «salir de uno mismo» para tratar de ver las cosas «como son», sin dejarnos engañar por nuestros deseos y fantasías. El mundo «está lleno de peligros y oportunidades» a partes iguales, pero por eso mismo no sólo resulta absurdo desde el punto de vista teórico, sino contraproducente en el plano práctico al no reconocer lo malo allá donde se halle. Un padre que cuide bien a sus hijos se anticipará a los riesgos. Un cirujano sopesará todo lo que puede salir mal antes de acometer una operación delicada. Un general no confiará en ganar la batalla sólo porque lo desea, sino que estudiará a conciencia todas las contingencias posibles. Un piloto aeronáutico debe prever los riesgos de atravesar una zona de tormenta y no limitarse a decir sin más que no hay motivo de preocupación. No, las cosas no sólo dependen de la voluntad de uno. Es verdad que, ontológicamente, nunca alcanzaremos a «ver las cosas como son», pero el esfuerzo en acercarse a ello, lo que se ha denominado tradicionalmente realismo, constituye la base del progreso humano y del conocimiento científico. Cuando ya tenía escrito todo lo anterior, me entero por casualidad de que hay una revista española dirigida exclusivamente a las mujeres que padecen cáncer. Adivinen su título. Sí, han acertado: La vida en rosa.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 5 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] El precio de unas risas





«Hoy en día hacer un chiste sale tan caro que es un lujo que muy pocos se pueden permitir»: de esta forma tan sorprendente (¿provocativa?) comienza un anuncio navideño de la empresa Campofrío, escribe en su blog Morir de risa el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio. ¿Un spot publicitario en esta sección?, comienza diciendo. ¿Por qué no? Como habrán podido comprobar, nuestro punto de referencia habitual suele ser un libro, no para hacer algo parecido a una reseña, sino para hablar de su contenido o de temas adyacentes: el texto como pretexto, como suele decirse muchas veces. Pero no sólo de libros vive el humor, naturalmente. Nos hemos ocupado también de periódicos, revistas, obras teatrales, películas, exposiciones artísticas, cómics, viñetas, toda clase de chistes, espacios humorísticos de televisión o memes de Internet, por citar un abanico suficientemente variado de expresiones humorísticas. Pero hasta ahora habíamos dejado de lado la publicidad propiamente dicha. Como decía antes, ¿por qué no ocuparnos también del humor de los reclamos publicitarios?

Como todo el mundo sabe, el humor vende. Y, como es obvio, los primeros que lo saben son los ejecutivos de las marcas y las oficinas de promoción de los productos. Casi me atrevería a decir que el ingrediente más indispensable del anuncio clásico es un toque de humor. Bastaría con remitirme a ese humor zafio, elemental y machista de la torpe ama de casa que no da pie con bola hasta que llega el producto mágico que limpia, lava o cocina como ninguno. Se lo recomienda su vecina o un hombre con actitudes paternalistas. Todos tenemos en la cabeza alguna marca que ha utilizado ese recurso de modo recurrente. O podría traer también a colación ese humor más o menos romántico de la chica o el chico tímidos o desmañados que sólo pueden ligar cuando descubren la bebida o el perfume de sus sueños. El humor basado en situaciones equívocas o en frases de doble sentido es también un clásico que ha sido utilizado en multitud de ocasiones. Como en todo, los hay malos, pasables y buenos, muy buenos. A veces basta hallar una expresión que hace fortuna por el mimetismo social. Suelen ser acuñaciones que, por los más tortuosos motivos, permanecen en la memoria colectiva. ¿Quién no se ha encontrado alguna vez diciendo «Ya es primavera...» y que otro le conteste «...en El Corte Inglés»? ¿Quién, de una cierta edad, no recuerda el anuncio de los donuts y la cartera? ¿O quién no sabe a que nos referimos cuando hablamos de «Póntelo, pónselo»?

Pero volvamos al principio, porque no es mi intención hablar aquí de anuncios en general, ni siquiera del humor en la publicidad. Aludía al inicio de estas líneas al reclamo de Campofrío, que se abre de una manera un tanto desusada, con una voz en off que pronuncia las frases transcritas anteriormente mientras el espectador contempla en un plano general a una mujer elegante caminando por una acera solitaria en un día lluvioso. La mujer se acerca a un escaparate que resulta pertenecer, como enseguida veremos, a una tienda de lujo que vende chistes. En ese escaparate, su mirada se posa en un Chiquito de la Calzada en miniatura, contenido en una cajita de joyas, desplegando su voz y sus movimientos característicos. Rápidamente nos sumergimos en el interior del establecimiento, más fastuoso aún de lo que podríamos colegir de su fachada, en el que un solícito director atiende a la señora recién llegada: «Bienvenida, ¿en qué podemos ayudarle?» «Venía a comprar un chiste», responde ella con una sonrisa. «¿Es para una ocasión especial?» «Hombre, hacer un chiste no es algo que uno pueda permitirse todos los días».

Desde esos primeros compases, resulta evidente que la factura técnica del anuncio es impecable. Dirigido por Daniel Sánchez-Arévalo –del que los cinéfilos recordamos algunas películas nada desdeñables‒, está protagonizado por rostros muy conocidos del panorama cinematográfico español, como Antonio de la Torre, Belén Cuesta, Silvia Abril, David Broncano o Enrique San Francisco, con guiños a otros personajes de la llamada crónica rosa, como Jaime Peñafiel. El ritmo es muy rápido, con escenas que se suceden de forma vertiginosa y diálogos chispeantes, con preguntas y respuestas llenas de intención que son difíciles de captar en su totalidad en una primera visión. Pero, en fin, no les voy a contar el contenido del anuncio, que está al alcance de cualquiera en Internet [Lo pueden disfrutar en el vídeo al final de la entrada], sino a reflexionar ‒como suelo hacer aquí‒ sobre algunos de sus ingredientes y, aún en mayor medida, sobre su significado global, que no es otro que el precio del humor en la sociedad actual.

El sintagma «precio del humor» resulta poco claro o, incluso, equívoco. En términos estrictos, cualquiera de nosotros diría que el humor no tiene precio, porque su característica básica es su gratuidad. Compartimos nuestro (buen) humor de modo desinteresado con quien convivimos, queremos o apreciamos. De este modo, contamos, por ejemplo, chistes, o nos los cuentan, que es una manera convencional de establecer lazos de comunicación, empatía o simple diversión. Cuando todo esto se hace a nivel profesional, para vivir del humor, nos situamos en otro nivel, claro está, porque dicho profesional tiene que poner precio a su actividad. Pero en el fondo, si se fijan, nadie tiene la propiedad intelectual de un chiste y, por tanto, nadie puede ponerle un precio. El chiste, por definición, es de todos. En principio, eso es, pues, lo que sorprende del planteamiento del anuncio de Campofrío: comprar un chiste es un oxímoron.

Pero, como todos sabemos, el concepto de precio tiene otro significado que no puede traducirse en términos monetarios. Como enseguida resulta obvio, el anuncio en cuestión juega con este equívoco y traduce lo que es una estimación genérica en un concreto asunto mercantil. Con todo, el susodicho equívoco sería ininteligible si no operara sobre un sobreentendido previo, a saber, los recientes problemas que han tenido algunos humoristas y determinadas bromas en el actual contexto político español. El más sonado de todos ellos, como todos ustedes recordarán sin duda, estuvo protagonizado por Dani Mateo en la emisora televisiva La Sexta, cuando se sonó los mocos con la bandera española. La expresión «precio del humor» adquiere así otro sentido: ¿cuánto cuesta –y no precisamente en dinero contante y sonante‒ hacer determinados chistes, realizar algunas parodias o dar ciertas bromas? En otras palabras, como bien dice Darío Adanti en «El vino y el humor, los límites del idealismo», estamos ante el viejo problema de los límites del humor. ¿Qué se puede decir y qué no? Y cuál es el precio que hay que pagar por decir lo que no se puede decir. En otras palabras, ¿cuál es el precio de la transgresión?

Vamos por partes. Primero, el contexto. Una sociedad crispada, como la española actual (aunque no sólo ella, ni mucho menos) tiene pocas ganas de reír y menos motivos aún para tomarse determinados acontecimientos con humor. Es un problema, como digo, de muchas sociedades actuales, que se sienten objetiva o subjetivamente amenazadas por la deslocalización de empresas, las precarias condiciones laborales, la inmigración, la crisis de la democracia representativa, los recortes del Estado del bienestar y, en fin, todos los factores que sabemos y que no es momento de traer aquí ahora a colación. En el caso de la España actual, añádase el problema territorial: cuando en tantos rincones de la península se rechazan los símbolos nacionales, no es extraño que muchos reaccionen con un «¡Ya está bien de bromas!»

Por otro lado, la imparable extensión de lo políticamente correcto ha ido menguando el campo del humor. Hoy día no pueden hacerse bromas con colectivos que no hace mucho constituían la cantera del humor más pedestre: enanos, tartajas, sordos, cojos, etc. Ni hasta la propia conceptuación como minusválidos o discapacitados resulta aceptable actualmente. ¡Y qué decir de los típicos chistes sobre maricas (entonces no se decía gais) o hasta las propias mujeres, como paradigma de la torpeza o la sumisión! Otro clásico, los chistes sobre gitanos, generan hoy auténticas marejadas: «Rober Bodegas, de Pantomima Full, amenazado de muerte por uno de sus monólogos sobre gitanos», podía leerse no hace mucho en la prensa española. Por cierto, que, en el anuncio de Campofrío, interviene el propio Bodegas y hay una alusión a los chistes de payos y gitanos.

La sensibilidad de múltiples sectores de la población está a flor de piel. Los admiradores de Gila recordarán sin duda aquella perla de uno de sus famosos monólogos: el negro al que le preguntaban en qué rama quería estudiar. «No, yo en pupitre, como los blancos». Cualquier broma sobre una mujer en su condición de tal desatará las iras feministas. Nadie osaría hacer hoy un sketch sobre la violencia de género como el que realizaron Martes y Trece hace algunos años (1991). En 2016, Millán Salcedo pedía perdón públicamente por esa parodia. Un caso más, también reciente: «Paula Echevarría la lía en Instagram con un chiste sobre “maricones”». ¿Somos ahora más susceptibles? ¿Se ha reducido nuestra libertad de expresión para las bromas, los chistes, el humor en general?

Quienes vivimos los estertores del franquismo no podemos dar sin más una respuesta afirmativa. Aquellos tiempos eran incomparablemente peores, no sólo por la censura, sino por el riesgo ‒mejor dicho, la certeza‒ de que determinadas chanzas podían dar con nuestros huesos en la trena. ¡Cualquiera hacía un chiste sobre la ascensión a los cielos de Carrero Blanco! Se me dirá que hoy puede hacerse, aunque la osadía no deja de estar exenta de riesgos según quién, cómo y dónde. Como es sabido, la Audiencia Nacional condenó a un año de cárcel a la tuitera Cassandra Vera por unos comentarios jocosos sobre el asesinato del almirante, sentencia luego revocada por el Supremo.

Todo esto sólo indica dos cosas: que la sensibilidad de una sociedad no permanece inalterable, sino todo lo contrario: cambia ‒o evoluciona, si se prefiere‒ a tenor de las transformaciones que van produciéndose dentro y fuera de ella. Y todo eso se produce no de modo lineal, sino con numerosas contradicciones, con zigzagueos, avances y retrocesos muchas veces más explicables por cuestiones emocionales que por planteamientos racionales. En los «años de plomo», con varias víctimas semanales, hacer un chiste sobre ETA constituía una ofensa ética y estética. Con el cese del terrorismo, la perspectiva cambia y, aunque tímidamente, son ya varias las propuestas humorísticas que se han hecho sobre la banda, entre ellas al menos dos películas: Negociador (2014) y Fe de etarras (2017), ambas de Borja Cobeaga. Como ya he señalado en otras ocasiones, para que surja el humor es imprescindible un cierto distanciamiento: distancia que es a la vez espacial y temporal, y que se sostiene ‒¿por qué no reconocerlo?‒ sobre una cierta anestesia moral. Nos guste o no, el humor se abre paso con dificultad cuando lo que domina es una fuerte empatía o una abierta proximidad sentimental.

Hay otro factor decisivo que hasta ahora no he mencionado. Ya he dicho que los límites no son nítidos y que, además, van cambiando. Pero es que hay que tener en cuenta asimismo que el humor necesita desafiar o forzar dichos límites, sean cuales fueren, estén donde estén. Sin una cierta dosis de provocación, no hay verdadero humor. La broma tiene siempre –o casi siempre‒ un punto de impertinencia, como el niño que canta las verdades al lucero del alba, si es preciso. El humorista pone a prueba la censura, el buen gusto o, como diríamos hoy, lo políticamente correcto. Se me dirá que hay un humor blanco y blando, complaciente y servil, pero este no cuenta a los efectos de lo que aquí señalamos. El humor que apreciamos, el que deja huella, el que nos hace reír de veras, tiene siempre un componente de una cierta incomodidad, nos descoloca, nos fuerza a la carcajada –podría decirse‒ casi a nuestro pesar.

Volvamos entonces al anuncio de Campofrío. En el recorrido que hace la mujer por la tienda, una amable dependienta va enseñándole los diversos tipos de chistes. Entretanto, se ven las preguntas y compras de otros interesados. Los chistes de bodas y cenas de empresa no parecen que sean muy onerosos –entiéndase el doble sentido‒, sobre todo comparados con los de humor negro, que «salen carísimos». Los chistes de exhumaciones se han agotado, debido, evidentemente, a la tan traída y llevada cuestión de sacar a Franco del Valle de los Caídos para llevarlo a alguna otra parte. Chistes sobre la monarquía (¡y encima si uno es periodista!) llevan con seguridad a la pérdida de empleo. Una empleada argumenta, sin embargo, que «los chistes sobre feminismo salen muchísimo más caros». Por cierto, para que se vea cómo de sensible está el personal ante cualquier matiz de estas características, dicha apreciación es una de las que ha despertado más controversias en las redes sociales. De hecho, hay hasta un artículo que lleva como titular «Las críticas al anuncio de Campofrío: ¿sale más caro un chiste sobre feminismo que sobre monarquía?».

El anuncio se hace eco también de «los ofendiditos», que tienen montada una concentración frente a la tienda con pancartas como «Lloro por no reír», «Porque me ofendo tengo razón», «Muerte al humor negro» y «Con tanta guasa pasa lo que pasa». La parte final deja un hueco para la recapitulación reflexiva. El director del lujoso establecimiento discurre en voz alta mirando a la cámara: «El día en que esta tienda exista dejará de ser un chiste. Algo que nos hace tanto bien no puede ser un lujo: debe ser un bien de primera necesidad». Desde mi punto de vista, se trata de una concesión buenista al tópico espíritu de la Navidad porque, por todo lo apuntado hasta ahora, creo que el humor no puede ni debe aspirar a ese estatus de aceptación generalizada. Muy al contrario, el humor está para incordiar, para volver del revés nuestras certezas, para hacernos preguntas sin respuestas. Me siento más identificado con el momento en que la clienta pide al director algo más fuerte y este la lleva a la cámara acorazada. Allí le enseña la joya de la corona. La mujer queda prendada, pero se revuelve inquieta: «Pero ¿qué precio tiene esto?» Ella misma se responde: «¿Renunciar a lo que somos?» El director asiente en silencio. Ese es, en efecto, el precio.




Campofrío. Navidad, 2018


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)