El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.
Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado La partida, de Leónidas Barletta (1902-1975), narrador y ensayista argentino, fundador del Teatro del Pueblo, con el que se inició el movimiento del teatro independiente argentino. Se vinculó a los escritores del grupo de Boedo, que defendían el realismo social. Fue secretario de redacción de la revista Claridad y fundó y dirigió el periódico cultural Propósitos, una singular tribuna de la izquierda independiente argentina de mediados del siglo XX. A través de diarios y revistas dio a conocer artículos en los que defendía el valor de la literatura como testimonio y denuncia de los problemas sociales. Es autor de obras dramáticas, relatos y novelas. Desde su ubicación ideológica en la extrema izquierda argentina luchó contra la marginación de las clases urbanas menos favorecidas. Les dejo con su relato La partida.
LA PARTIDA
por
Leónidas Barletta
Trajeron agua del río, y se lavó, despacio.
-Mire, Adelina, deme una camisa limpia -dijo con voz ahogada-, quiero irme decente.
La mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo alrededor de las orejas.
-Bueno; me voy -dijo con una exaltación ahogada-. Tráigame el rebenque grande, ¿quiere?
Los ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos por un instante.
-Bueno; me voy -repitió, ensimismado.
La mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el vientre.
-Bueno; me voy -tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: -Déjela entrar nomás a la Elenita.
La muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas lágrimas empezaron a mojarle la cara.
-¿Por qué llora, pues? -dijo él suavecito-. Enjúguese. Acérquese a besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar. Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando.
Afuera se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las sílabas:
-¡Se va!
La puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio, indeciso, mirando con insistencia al suelo, balanceándose como si tuviese que tomar impulso para dar un salto.
El padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz alterada:
-Vea, muchacho… Deme su mano… ¡Qué embromar…! ¡Si es un alivio…! -y al apretar la mano, añadió…-: ¡Esto me basta!
Y como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
-¡Y que me vaya lindo!
Fue un apretón de manos corto, firme.
-Deje entrar ahora a su madre, que está esperando.
Salió el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre dientes, como con rabia:
-¡Se va!
Y entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos colorados, la boca estremecida.
-Siéntese -murmuró él-. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas de luz caían desde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido que hacían los dos al respirar.
Él no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo con dulzura:
-Mire, Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue… Mire… ¡y ojalá yo hubiese sido como usted quiso que fuera…! ¡Verdá…! ¡Verdá…!
Hizo un instante de silencio y luego:
-¡Está bueno…! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar lloriqueando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces la mujer se arrodilla y barbota entre sollozos:
-No, Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No, si usté no se me va!
Pero se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte fuera del camastro.
Ahora se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos y dice con voz ronca:
¡Se jue!