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sábado, 10 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] El hilo invisible de la vida



Dibujo de Eduardo Estrada para El País


La inmortalidad no está a nuestro alcance, escribe María A. Blasco es directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, pero en el futuro se podrán evitar, retrasar o curar enfermedades del envejecimiento. Para ello tiene que haber una apuesta seria por la ciencia y la investigación. 

Dar un paseo por el Museo del Prado puede ser una manera de reflexionar sobre por qué envejecemos y sobre las consecuencias del envejecimiento, comienza diciendo Blasco. Hans Baldung Grien, pintor renacentista alemán, es autor de Las edades y la muerte, una pintura del Prado. En ella, Grien nos habla de las consecuencias del paso del tiempo en el cuerpo humano a través de la representación de un recién nacido, de una mujer joven, y de una mujer envejecida, quien es arrastrada por un ser que simboliza la muerte. Esta última, la muerte, sostiene un reloj de arena, para indicarnos que es el paso del tiempo el responsable de la decrepitud del cuerpo humano y de la muerte. Un destino inevitable, según nos advierte Grien representando a una lechuza, símbolo de la sabiduría desde la época griega.

Algo tan obvio en la pintura de Grien como que el envejecimiento acarrea la enfermedad y a la muerte, ha sido omitido hasta hace poco por la comunidad científica. Se han estudiado las enfermedades de manera detallada con el fin de descubrir estrategias para curarlas, pero sin tener en cuenta el hecho de que el proceso de envejecimiento está en su origen. Prueba de esta omisión, es que no hay ningún fármaco para curar enfermedades que haya surgido de entender el proceso de envejecimiento molecular. Y quizás por ello, bien entrado el siglo XXI, no somos capaces de frenar la progresión, ni de curar ninguna de las enfermedades del envejecimiento.

No voy a entrar aquí a analizar por qué se ha ignorado al envejecimiento como origen de las enfermedades. Lo importante es que esto ha cambiado, y ahora entender el envejecimiento a nivel molecular es un tema “estrella” de la investigación. El objetivo es entender por qué envejecemos a nivel molecular para así poder evitar, frenar o curar enfermedades asociadas al envejecimiento, que son prácticamente todas las enfermedades que nos matan en los países desarrollados, incluyendo el cáncer, las enfermedades cardiacas y las enfermedades degenerativas. ¿Cuáles son estas causas moleculares del envejecimiento?

Para contestar esta pregunta, visitemos a Goya. Goya conocía un mito griego para explicar la duración de la vida: el mito de las Parcas. Las Parcas eran tres hermanas hilanderas, que determinaban la duración de la vida. Una de las Parcas tejía el hilo de la vida con la rueca, la otra media el hilo para ver cuánto viviría la persona, y la tercera cortaba el hilo cuando la vida tenía que llegar a su fin. Es curioso que la hermana que corta el hilo se llama Morta en la versión romana del mito, la muerte. Por eso, la muerte a menudo se representa sosteniendo una hoz en la mano, la hoz que corta el hilo de la vida.

Pues bien, ese hilo de la vida que tejen las Parcas, es una de las causas moleculares del envejecimiento. Imaginemos que el hilo de la vida es la hebra de la molécula de ADN, y en concreto su parte final, o telómeros, unas estructuras esenciales para la vida. Cada vez que nuestras células se multiplican para regenerar nuestro organismo, y esto pasa constantemente, nuestros telómeros se acortan y cuando los telómeros son demasiado cortos esto desencadena otras causas moleculares del envejecimiento. Así, los telómeros tienen una longitud máxima cuando nacemos y se van acortando conforme vivimos, hasta que son demasiado cortos para seguir permitiendo la regeneración de los tejidos y por eso se producen las enfermedades, y en última instancia la muerte.

En su casa de Aranjuez (que ya no existe), Goya pintó un fresco sobre el mito de las Parcas. Este fresco esta ahora en la sala de “pinturas negras” de Goya en el Museo del Prado y se titula Las Parcas. Cuando miramos la pintura, nos damos cuenta de que Goya no pintó el hilo, ¿quizás porque supuso que sería “invisible” al ojo humano? Goya pintó a la hermana hilandera como un ser que sujeta a un niño recién nacido en las manos. ¿Quizás Goya intuyó que el nacimiento sería el momento de mayor longitud del hilo de la vida? Goya representó a la hermana hilandera que mide el hilo de la vida con alguien sosteniendo una lupa magnificadora en la mano. ¿Pensaría Goya que esta lupa magnificadora nos permitiría ver el hilo invisible? Es inevitable para mí pensar que esa lupa magnificadora es un microscopio como los que usamos para medir los telómeros. Y finalmente, Goya representó a la muerte con unas tijeras en la mano.

Cuando los científicos descubrimos que los telómeros se podían medir pensamos que quizás la longitud de los telómeros podría determinar la vida de un individuo, cual hilo de la vida de las Parcas. Hoy sabemos que en humanos la longitud de los telómeros tiene un valor pronóstico/predictivo para muchas enfermedades del envejecimiento. También sabemos que personas que nacen con telómeros más cortos de lo normal debido a alteraciones en el enzima que los sintetiza, llamada telomerasa (la “rueca de las Parcas”), van a morir de manera prematura debido a una falta de la capacidad de regeneración de sus tejidos. Incluso hay estudios con decenas de miles de individuos que demuestran que personas con telómeros más largos están protegidos de determinadas enfermedades del envejecimiento. A la vista de esto, la intuición de Goya nos pone los pelos de punta.

Pero ¿cómo de universal es el fenómeno de los telómeros? ¿Se ha usado “la rueca de las Parcas” más veces para determinar la longevidad de otras especies?

En un estudio reciente de nuestro grupo hemos encontrado un patrón universal que podría explicar como se determina la longevidad en las especies. Pero este patrón universal no es la longitud del hilo, pues hemos visto que animales que nacen con telómeros muy largos como los ratones, viven mucho menos que los humanos que nacemos con telómeros más cortos. Lo que determina la longevidad es la velocidad de acortamiento del hilo, o de los telómeros. Animales que acortan sus telómeros más rápido viven menos que los que los acortan más lento. Por lo tanto, la clave no está en hacer el hilo más largo, sino en tener un muy buen mantenimiento del hilo. Además, vemos que la velocidad de acortamiento del hilo de las distintas especies se puede ajustar a una función matemática llamada Ley Potencial, que a su vez puede predecir la longevidad de las especies solo con saber la velocidad de acortamiento de los telómeros.

Pienso que este descubrimiento explica algo bastante inexplicable y es el hecho de que la longevidad no tiene ninguna lógica evolutiva, no hay una correlación entre “parentesco evolutivo” y longevidad. Por ejemplo, un flamenco vive lo mismo que un elefante (unos 60 años), a pesar de que evolutivamente son mucho más distantes evolutivamente entre sí que un elefante y un ratón, que sólo vive dos años. Por lo tanto, no es la sofisticación genética, ni el grado de desarrollo cerebral lo que nos hace más longevos, sino el tener una velocidad de acortamiento telomérico lenta. Habría que preguntar a los tiburones de Groenlandia como hacen para mantener sus telómeros largos durante 400 años o a las secuoyas durante miles de años.

Finalmente, no nos olvidemos de que existe la “rueca”, la telomerasa, como la conocemos los científicos. La telomerasa tiene la capacidad de realargar los telómeros cuando la activamos. Hemos conseguido que un ratón viva mucho más de lo normal simplemente activando la rueca y manteniendo sus telómeros largos durante más tiempo. Y esto me lleva a pensar en otro pintor surrealista español obsesionado con la inmortalidad: Salvador Dalí. Dalí pensaba que el ADN, que tiene una estructura en doble hélice a modo de escalera helicoidal, cuyos peldaños están formados por las bases o letras del ADN (A-T, G-C), era la escalera de Jacob, que en la mitología judeocristiana es la escalera que lleva al cielo, y por ende, según Dalí, a la inmortalidad. La fascinación de Dalí por el ADN le llevó a pintar la doble hélice del ADN en varias de sus obras. No creo que algún día seamos inmortales, pero espero que en el futuro se puedan evitar, retrasar o curar enfermedades del envejecimiento. Para ello tiene que haber una apuesta seria por la ciencia y la investigación. ¿Qué hay más avanzado que un mundo donde poder curar enfermedades aún incurables?







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lunes, 22 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La edad de la inconsistencia





La credulidad amenaza a las democracias, escribe el historiador José Andrés Rojo. Y llevamos una larga temporada sin que pase nada. Esa, por lo menos, es la impresión que se tiene cuando se hacen las cuentas y se mira el panorama con un poco de distancia, comienza diciedo. Hagan la prueba: desenchúfense una semana y verán cómo al regreso las cosas no han avanzado un milímetro. Habrá habido, eso sí, lo hay, un notable barullo, pero se empieza ya a hablar de nuevas elecciones. La misma cantinela que se escuchó hace no mucho y que pone los pelos de punta, una señal de una irremediable impotencia para hacer política que produce melancolía.

En La actualidad innombrable, el escritor, pensador y editor italiano Roberto Calasso habla de “delirio de omnipotencia” como una derivada de esa disponibilidad informática que tan bien define nuestro tiempo. Con un móvil en la mano nada parece resistírsele a nadie, y eso termina generando una sensación de extremo poderío: todo está bajo control, se puede encontrar una solución a cualquier problema. Basta conectarse y acceder a la información que resulte necesaria. Y, además, a toda pastilla. “Multiplicándose sin tregua y en todas las direcciones, las esquirlas informáticas se revelan al final autosuficientes. Capaces de difundirse sin recurrir a nada exterior. No tienen necesidad de ser pensadas”, comenta Calasso poco después. Y añade: “La información no tiende solo a sustituir a la conciencia sino al pensamiento en general, aliviándolo del peso de tener que elaborar y gobernar permanentemente”.

Así están las cosas. Unos políticos impotentes para armar un proyecto duradero, y la gente encantada con un móvil porque puede hacer de todo. ¿No son dos caras de la misma moneda? Las nuevas tecnologías han proporcionado al ciudadano corriente una notable variedad de herramientas que, por así decirlo, lo arman hasta los dientes. Ya no necesita de ninguna mediación y puede desenvolverse en las situaciones más extravagantes. Calasso, sin embargo, no termina de celebrar la buena nueva porque considera que, en estas condiciones, “cada sujeto se vuelve un férreo e irrelevante soldadito de silicio en un ejército del que todos ignoran dónde se encuentra —si es que existe— el estado mayor”. Y observa, de paso, que “la red ha obligado a todos a cargar con un enorme saber que no sabe, como si cada uno estuviese envuelto en un zumbido perpetuo e instructivo en cualquier dirección”.

Soldaditos de silicio que operan envueltos en un delirio de omnipotencia, sin tener ni la más remota idea del sentido ni del proyecto ni de las tácticas y las estrategias en las que se enmarca cada una de sus acciones. No hay estado mayor, igual ni siquiera pertenecen a un ejército y, a pesar de todo, deambulan con la soberbia de estar al tanto del plan cuando lo más seguro es que no exista ningún plan. Calasso se refiere a esta época como la edad de la inconsistencia. En su ensayo explora qué ha significado el triunfo de la secularización, y los peligros que entraña, y se acerca a la sociedad contemporánea a través de las dos figuras que sintetizan sus aspiraciones, la del turista y la del terrorista. Más que proponer un diagnóstico, levanta un mapa de inquietudes.

Y comenta que no ha parado de crecer otro fenómeno: la credulidad. Las sociedades abiertas y democráticas están atravesando un momento delicado, y la tentación es buscar las amenazas que la debilitan afuera cuando quizá estén en realidad adentro. Igual el mayor peligro es esa inconsistencia, esa especie de irritante blandura, y esa santa credulidad en que la salida esté en convocar alegremente nuevas elecciones. Y que no pase nada.



Foto de Juan Barbosa para El País



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domingo, 21 de julio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] La Luna. Hoy hace 50 años...



Despegue del Apolo 11 el 16 de julio de 1969


"Houston, aquí Base Tranquilidad. El Águila ha alunizado". Eran exactamente las 20:17:40 UTC (la hora de Canarias) del día 20 de julio de 1969. El módulo lunar del Apolo 11, tripulado por Neil Amstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, se había posado en la Luna. A esta hora exacta, las 2.59 (UTC) del 21 de julio, de hace 50 años, Amstrong pisa la Luna. Poco después le sigue Aldrin.

A la hora del regreso dejan sobre la superficie lunar una placa en inglés que dice: "Aquí, unos hombres procedentes del planeta Tierra, pisaron por vez primera la Luna en julio de 1969. Vinimos en son de paz en nombre de toda la humanidad". Yo lo vi por televisión, junto a mi madre, sentado en el suelo de la sala de estar de su casa en Madrid. Ninguno de los dos, ni cientos de millones de personas en todo el mundo durmieron esa noche. A las 9 de la mañana de ese día entraba de guardia en el Palacio de Buenavista, en la plaza de Cibeles de Madrid, donde cumplía mi servicio militar.

Nunca olvidaré esa noche: fui feliz, y me emocioné hasta el llanto, consciente de que había compartido y sido testigo de un hecho que no tenía ni tiene hasta hoy parangón en la historia de la humanidad. 

No dejen de ver las fotos y vídeos que se reproducen en este enlace, desde el que pueden seguir toda la misión del Apolo 11 paso a paso. 



http://www.javipas.com/wp-content/_amstrong.jpg
Neil Amstrong en la Luna



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jueves, 18 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Los arenodólares





Los que llevan las de perder con todo este tráfico mundial de ‘arenodólares’ son los ciudadanos que viven junto a los ríos, es decir 3.000 millones de personas, escribe Javier Sampedro, científico y periodista español, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Medical Research Council de Cambridge. 

Los ‘rapa nui’ no pararon hasta talar el último árbol de la Isla de Pascua, condenando así a la muerte a su propia civilización, comienza diciendo Sampedro. Pregunta, pues para el Trivial: ¿cuál es el producto que se extrae más de la tierra? El petróleo, dirá el más listo. Error. Es la arena. Sí, esa cosa que pisan en la playa los veraneantes y que los antiguos ponían en una doble ampolla de vidrio para medir el tiempo. Al igual que en esa ampolla, la arena se nos está agotando en el planeta. El crecimiento de la población humana y su tendencia a migrar hacia las ciudades están convirtiendo el hormigón en uno de los bienes más demandados de India, China y África. Y el hormigón se hace con arena, al igual que el cemento y el vidrio. Y al igual también que los chips de silicio que todos llevamos en el bolsillo.

La arena es un bien natural, qué duda cabe, pero a la naturaleza le cuesta Dios y ayuda fabricarla. Una playa, por poner un ejemplo tonto, es el producto de siglos y milenios de la erosión paciente y tozuda que las olas infligen a las rocas y las conchas de los moluscos. Si uno extrae una poca de vez en cuando, el dios Neptuno repondrá sin rechistar la arena perdida. Si uno, en cambio, extrae a más velocidad de lo que Neptuno puede restaurar, está incurriendo en una práctica insostenible, el nombre técnico del pan para hoy y hambre para mañana. Pan para ti hoy y hambre para tu hijo mañana. La arena se convierte así en una metáfora de la enfermedad económica de nuestro mundo. Mette Bendixen y sus colegas de cuatro universidades analizan el mercado de la arena en Nature.

Todo exceso tiene su víctima, y en este caso no es precisamente la empresa que extrae el producto. La arena útil para la industria es la que bordea los ríos. Las playas aportan muy poca cosa al total planetario, y las arenas del desierto, aunque crecientes, son tan finas y globosas que no hay forma rentable de molerlas. Los que llevan las de perder con todo este tráfico mundial de arenodólares son los ciudadanos que viven junto a los ríos, es decir, 3.000 millones de personas que pronto aspirarán a constituir la mitad de la población mundial. Bendixen y sus colegas presentan fotos de satélite que muestran la desaparición desde 2010 de las arenas fluviales del río Umgi, en el norte de Bangladés, y cómo la extracción en el río de las Perlas, el tercero más largo de China, ha dañado el entorno, dificultado la obtención de agua y desgastado los muelles y los puentes.

El comercio de arena es conocido, pero casi nadie parece inclinado a documentarlo de manera fiable. Por ejemplo, Singapur dice haber importado en la última década 80 millones de toneladas de arena de Camboya, pero Camboya solo admite haber exportado tres toneladas. Con estos mimbres contables, cabe temer que el expolio de los sedimentos fluviales siga hasta que se hayan agotado por completo. Es el estilo de la isla de Pascua, donde los Rapa Nui no pararon hasta talar el último árbol de la isla, condenando así a la muerte a su propia civilización.

La arena se agota en el reloj, y que sea arena no significa que sea una cuestión menor que los diamantes o el coltán de tu teléfono. Los investigadores calculan que hay extracción ilegal de arena en nada menos que 70 países, y documentan cientos de muertes en la última década, sobre todo en India y Kenia, relacionadas estrechamente con las guerras no declaradas del tráfico de arena. Ya puedes volver a la playa.



Moais en la isla de Pascua, Chile



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viernes, 12 de julio de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] El sentido del estilo, de Steven Pinker





Francisco García Olmedo, miembro de la Real Academia de Ingeniería y del Colegio Libre de Eméritos, y catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid hasta 2008, publica una reseña en Revista de Libros de la más reciente obra de Steven Pinker, El sentido del estilo. La guía de escritura del pensador del siglo XXI (Madrid, Capitán Swing, 2019). 

De Steven Arthur Pinker, un psicólogo experimental, científico cognitivo, lingüista y escritor canadiense, profesor en el  Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, poco más hay que añadir salvo que es conocido por su defensa enérgica y de gran alcance de la psicología evolucionista y de la teoría computacional de la mente y por la polémica que todos sus libros suelen levantar.

Su cuidada melena, amplia y vigorosa, ya encanecida, resaltaba en la penumbra de las primeras filas en aquel salón del palacio ducal veneciano, comienza diciendo García Olmedo. El acto inaugural iba a empezar en breve. Por unos momentos pensé que estaba ante un Casanova reencarnado. Hacía poco que Steven Pinker, cuya cabellera «ha sido objeto de admiración, y envidia, e intenso estudio», había sido elegido por aclamación como primer miembro del «Club del pelo fluyente y lujuriante para científicos» . Lo he fabulado en esta misma revista. Durante los tres días de convivencia que compartimos en el convento-isla de San Giorgio Maggiore, el último gran monumento palladiano, adquirí el convencimiento de que Pinker era un hombre a la captura de un estilo. En la estela de su último libro hasta aquel momento, La tabla rasa, el título de su conferencia era El nicho cognitivo: «Las palabras de su texto van apareciendo en pantalla según se pronuncian, como si un artificio electrónico conectara por vía umbilical al orador con el proyector o como si este aparato capturara sincrónicamente las ondas sonoras para transformarlas en escritura proyectable». Había algo en el rígido dispositivo de comunicación y en la muy cuidada indumentaria de Pinker que dejaba traslucir su esfuerzo y, hasta cierto punto, su fracaso en la perpetua búsqueda de un gran estilo.

Una década después de las anteriores escenas recibo con interés su último libro, El sentido del estilo. La guía de escritura del pensador del siglo XXI, y desde la propia portada me asalta ya una duda sobre la que volveré más adelante: ¿puede el conocimiento objetivo guiarnos en la búsqueda del estilo? Antes de concluir sobre este asunto, glosemos brevemente el contenido del libro.

En los tres primeros capítulos, Pinker se refiere a cuestiones generales, tales como la necesidad de tener siempre presente al lector, de dirigir la mirada a algo del mundo real y de evitar a toda costa la escritura críptica, buscando ejemplos concretos y aportando viñetas elocuentes cuando se trata de ilustrar ideas abstractas. Entre sus bestias negras destacan «las ideologías académicas relativistas tales como el posmodernismo, el posestructuralismo y el marxismo literario». Un mal estilo puede ser fruto de la pereza o de la mala influencia de la comunicación electrónica. Pero puede ser también deliberado. Quizá porque quiere aparentarse una arcana sabiduría o, incluso, porque existe el propósito deliberado de confundir al lector. Sin embargo, para el autor, el principal factor contrario a un buen estilo es la incapacidad del escritor de ponerse en el lugar del lector, de imaginar lo que éste ignora, de aquello que da por sobreentendido.

En el capítulo cuarto se ocupa de la sintaxis, que no debe ser ni enrevesada ni ambigua. El escritor, según Pinker, debe tratar de «codificar una red de ideas en una cadena de palabras usando un árbol de frases» y necesita entender la función dual de la sintaxis: como código de información para ordenar ideas y como una secuencia de procesamiento de acontecimientos en la mente del lector. Es aquí donde se enmarca la recomendación de eliminar palabras superfluas, aquellas cuya supresión no resten significado a lo escrito, aquellas que en muchos manuales de escritura científica se llaman «palabras basura».

En el capítulo quinto se desarrolla la idea de que la escritura involucra desde los aspectos más superficiales del lenguaje a los más profundos del razonamiento. Es el «hambre de coherencia», según el autor, el motor del proceso de comprender el lenguaje. En otras palabras, el propósito de quien escribe es asegurarse de que los lectores entiendan lo que se les cuenta, capten el asunto, sigan la pista a los actores y perciban que a una idea le sigue otra. La coherencia debe impregnar no sólo cada frase, sino todas las ramas del árbol discursivo. Además, tanto quien escribe como quien lee deben tener claro desde el principio cuál es el propósito del texto. Hay autores que se resisten a cumplir con ese requisito, que según las instrucciones para autores de las revistas científicas es de obligado cumplimiento.

El meollo del libro está en su sexto y último capítulo, al que dedica casi un centenar de páginas, frente a los dos centenares que componen los cinco primeros. Se titula «Hablar bien diciéndolo mal» y trata de cómo dar sentido a las reglas de una gramática correcta, así como a la elección de palabras y a la puntuación. Pinker está a favor de una simplicidad clásica, así como de unas reglas cuyo conocimiento sea obligado, aunque no tengan que cumplirse necesariamente. Lo correcto no parece ser necesariamente lo mejor, se diría. Pinker se mueve entre el prescriptivismo de la autoridad y el populismo descriptivo de considerar que todo uso común a mucha gente tiene que ser necesariamente correcto. A propósito de esta postura flexible, David Marsh, autor de The Guardian Style Guide, ha publicado en su periódico 10 grammar rules you can forget: how to stop worrying and write proper. La lista viene acompañada de otra titulada The sounds of syntax: what pop music can tell us about how to build a sentence, lista que pone en evidencia cómo las letras de la música popular, desde los Beatles a Simon & Garfunkel, contravienen (¿justificadamente?) las mencionadas reglas.

La gramática, la sintaxis, el uso de las palabras y la puntuación son componentes del estilo que pueden estar y están sujetos a ciertas reglas, pero el estilo en sí mismo se despliega en un territorio libre de ellas, al menos por el momento, ya que las investigaciones neurológicas o las lingüísticas todavía no las han revelado, en caso de que existan. Un discurso por completo correcto puede ser plúmbeo o, por el contrario, uno no por completo correcto puede llevarnos a las más sublimes alturas. Hay programas de ordenador para valorar el estilo que se basan en las normas gramaticales y poco más, pero que nada nos dicen de la elegancia o de la gracia estética de un texto. Si se somete a uno de estos correctores un buen texto final de una revista científica de elite, éste saldrá pésimamente valorado, acusado de abusar de la voz reflexiva, pero resulta que esta voz está considerada obligatoria en dicho tipo de revistas: «se pesaron» en lugar de «pesamos», por ejemplo.

Steven Pinker, en realidad, habla casi en exclusiva de las piedras del basamento de ese gran monumento que puede llegar a ser el estilo, pero apenas roza verdaderamente el corazón del tema que se enuncia en el título del libro. La especialidad de Pinker es la Psicolingüística, por lo que, al escribir sobre el estilo, el autor navega por mares ajenos, algo a lo que ya nos tiene acostumbrados y que yo encuentro útil y deseable. No milito entre sus detractores, aquellos que, en palabras de Manuel Arias Maldonado, han creado un curioso subgénero que podría denominarse «desprecio de Pinker» . Este libro, tal vez por lo enrevesado del tema, no es ciertamente de los más fáciles de leer entre los que ha publicado su autor y ha debido de ser particularmente ardua la labor de traducción, ya que tanto los ejemplos como las viñetas que ilustran los conceptos y reglas que se discuten se refieren necesariamente al idioma inglés y no al español.

Pinker aspira a sustituir con su libro al venerado The Elements of Style, de William Strunk y E. B. White, por considerarlo superado por la evolución de la gramática. Esta aspiración suena más ambiciosa de lo que en realidad es, ya que, de William Shakespeare a William Faulkner, no parece que los grandes escritores hayan respetado las reglas de la buena escritura, enseñándonos más bien hasta dónde podemos llegar sin ellas. A juzgar por el éxito de sus libros, Steven Pinker debe de estar en posesión de un estilo eficaz, aunque no me parece que responda al ideal de «simplicidad clásica» que predica.







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lunes, 1 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Al final del tablero





¿Qué podemos hacer con los mensajes políticos virales que emponzoñan nuestra vida pública?, se pregunta en El País el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro  Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio del Medical Research Council de Cambridge.

Vivimos en tiempos de crecimiento exponencial, comienza diciendo Sampedro. A veces abusamos de este término. La población humana, aunque sigue creciendo, ya no lo hace de forma exponencial. Tampoco lo hacen la inmigración ni la inseguridad, la psicopatía ni la inmoralidad. Que algo crezca es asumible y entra dentro de lo normal. Que crezca de manera exponencial suele implicar algún desajuste, y a menudo un peligro para alguien. La medalla de “viral” que merecen ciertos mensajes en la red está plenamente justificada: al igual que el virus biológico de donde toma el nombre, ese mensaje se reproduce entre las masas acríticas adosadas a un teléfono con una dinámica exponencial. Cuantos más repetidores humanos lo reciben, más se propaga en la siguiente ronda de infección, hasta generar un mito o una escabechina. Guardaos del crecimiento exponencial.

La fábula oriental nos ha regalado un buen recurso divulgativo, que casi todo el mundo ha oído pero casi nadie ha incorporado a su modelo interior del mundo. Cuéntase que el visir Sissa Ben Dahir, queriendo quedar bien con el rey Sharim de la India, le regaló un tablero de ajedrez hecho a mano y tan hermoso como un amanecer en el mar Arábigo. Sharim se quedó deslumbrado por la belleza del tablero, y preguntó al visir qué podía ofrecerle en compensación por él. Los cortesanos del rey se estaban preparando contra una petición onerosa cuando el visir se limitó a pedir: “Ponga su majestad un grano de arroz en el primer cuadrado del tablero, dos granos en el segundo, cuatro en el tercero y así hasta el último cuadrado”. Este visir es más tonto que una carpa de río, pensó el rey, y ordenó a sus ayudantes que satisficieran su pedido. Como es bien conocido, arruinó de esta forma a su país, donde no había suficiente arroz para llenar ni el cuadrado 42 (de los 64 que tiene el tablero).

Los biólogos están acostumbrados a tratar con esta progresión exponencial (o geométrica), porque es la forma natural en que proliferan las células: una célula se divide para dar 2, que se dividen para dar 4, luego 8, 16, 32, 64, 128… y así hasta formar un cuerpo humano. También las bacterias crecen así, que es la razón por la que la esterilidad es tan difícil de alcanzar. Si matas por la noche a todas las bacterias menos a una, la que queda habrá reconstruido todo el cultivo infecto cuando vuelvas por la mañana al laboratorio.

Dice el cosmólogo Max Tegmark que nuestro universo nació exactamente igual que un sistema biológico. A partir de una mota mucho más pequeña que un átomo, el cosmos empezó a duplicar su tamaño una vez tras otra (1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128…) y así a cada instante, hasta generar todo lo que vemos a nuestro alrededor virtualmente de la nada. Ese es el Génesis según la física actual. La razón de ese comportamiento exponencial, que recuerda al cuento del visir y al crecimiento de un bebé, es que la fuerza que expande el universo está contenida en el mero espacio. Así, cuanto más espacio se genere, más fuerza lo expandirá, más espacio se generará y así hasta la habitual pesadilla exponencial.

¿Qué podemos hacer entonces con los mensajes políticos virales que emponzoñan nuestra vida pública? Pues recordar una cosa: que el crecimiento exponencial requiere unas condiciones ambientales óptimas. Sin eso, los virus empiezan a competir consigo mismos hasta descomponerse o evolucionar hacia otra cosa.





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domingo, 30 de junio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] ¿Qué lugar deben ocupar los robots?





Hay que acabar con algunos mitos negativos sobre la robotización. Las desigualdades sociales, el desempleo y la pobreza no los generan la inteligencia artificial ni la digitalización, sino las políticas neoliberales, escribe en El País Bruno Estrada López, economista y adjunto al secretario general de CC OO.

Estaba pensando cómo iniciar este artículo sobre los mitos de la robotización y digitalización cuando encontré una información muy interesante en The Guardian sobre la estrategia robótica del Gobierno japonés. Japón es uno de los países más envejecidos del planeta. El 27% de la población tiene más de 65 años; también es un ejemplo de homogeneidad étnica. Los inmigrantes apenas representan un 1,8% de su población, según la ONU. Se espera que en 2020 el 80% de las personas dependientes acepten algún tipo de asistencia robótica, por lo que el Gobierno está impulsando un programa con 98 empresas para desarrollar dispositivos robóticos que ayuden a los enfermos: levantar de la cama a los ancianos, sillas de ruedas automatizadas o robots-carrito para llevar las medicinas.

No obstante, resulta evidente que estas tareas robotizadas apenas tienen que ver con la actividad principal que desempeña el personal de enfermería: cuidar a los enfermos y ayudarles en su recuperación, lo que requiere actitudes empáticas y una comunicación plenamente humana con el paciente, incluida la no verbal, comprensión y trato digno. Algo que nunca podrá ofrecer un robot. La apuesta de Japón por la robotización obedece a sus peculiaridades demográficas: envejecimiento de la población y escasez de personal de enfermería debido a las trabas migratorias, pero no tiene por qué ser exportable en la misma magnitud al resto del mundo.

Primeras conclusiones: el grado de robotización y digitalización de una sociedad vendrá determinado por la escasez de mano de obra. Pero en ningún caso las máquinas serán capaces de sustituir la empatía humana. En los países desarrollados multitud de actividades de servicios tienen características similares a la enfermería, en las que la aportación emocional humana al trabajo es fundamental.

También conviene revisar otros lugares comunes según los cuales la digitalización y la introducción de robots suponen un aumento extraordinario de la productividad y, a la vez, de la desigualdad social.

Orley Ashenfelter, economista de la Universidad de Princeton, nos dice: “Vemos robots en todas partes, excepto en las estadísticas de productividad. Si la robótica y la digitalización estuvieran cambiando todo dramáticamente, veríamos un fantástico crecimiento de la productividad y no lo vemos”. En los años sesenta la productividad en los países tecnológicamente más desarrollados —Países Bajos, Francia, Italia o Alemania— creció entre el 4% y el 6% anual; desde el año 2000 ha crecido tan solo al 2%. También en EE UU las tasas de crecimiento de la productividad se están reduciendo desde hace bastantes años.

Resulta curioso comparar el crecimiento de la productividad de nuestro país, que ha aumentado en un 7,4% desde 2010 a 2017, con la del hiperrobotizado Japón, que ha sido de solo un 5,9%, un punto y medio inferior. En EE UU apenas se ha incrementado en un 3,3%.

¿Qué está pasando realmente? La convergencia de las nuevas tecnologías desplegadas por la digitalización (big data, artificial intelligence, Internet de las cosas, etcétera) y la robotización va a permitir que en el futuro gran parte de la producción industrial se caracterice por procesos muy flexibles que facilitarán una fuerte individualización de los productos, generando un “valor de obra de arte” (diferenciación, personalización, velocidad de entrega) en muchos de ellos. Lo que determina el precio de estos bienes superiores es la capacidad adquisitiva de los consumidores, no los costes de producción. Este neoartesanado industrial solo será capaz de crear un elevado volumen de bienes superiores cuando exista una demanda sofisticada suficiente, fruto de una distribución más equitativa de la productividad generada.

Sin embargo, estamos asistiendo a un reparto muy desigual de la “productividad digital” debido a tres razones: 1. No hay una regulación pública eficaz que limite el control monopólico u oligopólico de muy pocas empresas que crean y moldean estos mercados disruptivos a su interés (un juez federal de EE UU sentenció sobre Microsoft: “Tienen un prodigioso poder sobre el mercado e inmensas ganancias”). 2. La aportación emocional humana al trabajo, lo que los robots no pueden hacer, sigue estando escasamente reconocida en la estructura de remuneración salarial. 3) El estancamiento salarial en las últimas dos décadas ha sido debido a la disminución del poder de negociación de los trabajadores, como nos recuerda Krugman.

En el último siglo en Norteamérica se logró un mayor crecimiento en aquellos lugares y épocas donde el poder de negociación de los trabajadores fue mayor y, como consecuencia, los salarios tuvieron un mayor peso en la economía, la riqueza se distribuyó de forma más equitativa, la reinversión de los beneficios fue mayor y se creó más empleo y de más calidad.

Otro mito que conviene cuestionar es que el avance de la automatización y la inteligencia artificial podría destruir un porcentaje muy alto de empleos no cualificados, lo que incrementaría las desigualdades. Estas advertencias deben ser consideradas, pero hay que dimensionarlas. El paso de sociedades rurales-agrícolas a urbanas-industriales supuso la pérdida de muchos empleos en la agricultura, pero el saldo neto fue la creación de millones de puestos de trabajo. Cada año se crean cerca de 40 millones de empleos en todo el mundo y hoy hay un total de 3.190 millones de trabajadores. Por supuesto que hay una gran incertidumbre en cuanto a las habilidades digitales que se requerirán en el futuro, por eso resultan muy interesantes las conclusiones de un reciente estudio sobre las cualificaciones de los nuevos empleos, Which digital skills do you really need?, realizado en el Reino Unido entre 2012 y 2017.

En los próximos 10 o 15 años, según esta extensa investigación: 1. Crecerá la demanda de aquellas ocupaciones cuyas habilidades digitales se apliquen en tareas no rutinarias, solución de problemas y creación de productos digitales y audiovisuales. 2. Disminuirán determinadas ocupaciones intensivas en cualificaciones digitales rutinarias, como las relacionadas con la utilización de programas informáticos con fines administrativos (nóminas, contabilidad, ventas). 3. Crecerán diversas ocupaciones relacionadas con los servicios directos a las personas que no son digitalmente intensivas, vinculadas a la “productividad emocional” mencionada en la enfermería.

Segunda conclusión: la excesiva atención prestada a la digitalización como causa del aumento del paro y de la precariedad laboral está destinada a evitar el análisis de las causas reales. Estas causas no son tecnológicas, sino políticas: debilitamiento de los sindicatos y la oligopolización de los principales mercados digitales. Suecia es un ejemplo de que es posible compaginar el impulso de la digitalización con una mayor igualdad social. En este país nórdico, donde las principales redes de telecomunicaciones son públicas, en los últimos 20 años los salarios reales han crecido por encima de la productividad sin que ello haya afectado a la competitividad y durante la última década su economía se ha mantenido entre las top ten del mundo.

Conclusión final: los robots ocuparán el lugar que queramos los humanos, pero para ello tendrán que sernos útiles a la mayoría, no rentables solo para unos pocos. Las desigualdades sociales, el desempleo, la pobreza, no los generan los robots sino las políticas neoliberales.


Dibujo de Enrique Flores



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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