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lunes, 1 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Al final del tablero





¿Qué podemos hacer con los mensajes políticos virales que emponzoñan nuestra vida pública?, se pregunta en El País el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro  Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio del Medical Research Council de Cambridge.

Vivimos en tiempos de crecimiento exponencial, comienza diciendo Sampedro. A veces abusamos de este término. La población humana, aunque sigue creciendo, ya no lo hace de forma exponencial. Tampoco lo hacen la inmigración ni la inseguridad, la psicopatía ni la inmoralidad. Que algo crezca es asumible y entra dentro de lo normal. Que crezca de manera exponencial suele implicar algún desajuste, y a menudo un peligro para alguien. La medalla de “viral” que merecen ciertos mensajes en la red está plenamente justificada: al igual que el virus biológico de donde toma el nombre, ese mensaje se reproduce entre las masas acríticas adosadas a un teléfono con una dinámica exponencial. Cuantos más repetidores humanos lo reciben, más se propaga en la siguiente ronda de infección, hasta generar un mito o una escabechina. Guardaos del crecimiento exponencial.

La fábula oriental nos ha regalado un buen recurso divulgativo, que casi todo el mundo ha oído pero casi nadie ha incorporado a su modelo interior del mundo. Cuéntase que el visir Sissa Ben Dahir, queriendo quedar bien con el rey Sharim de la India, le regaló un tablero de ajedrez hecho a mano y tan hermoso como un amanecer en el mar Arábigo. Sharim se quedó deslumbrado por la belleza del tablero, y preguntó al visir qué podía ofrecerle en compensación por él. Los cortesanos del rey se estaban preparando contra una petición onerosa cuando el visir se limitó a pedir: “Ponga su majestad un grano de arroz en el primer cuadrado del tablero, dos granos en el segundo, cuatro en el tercero y así hasta el último cuadrado”. Este visir es más tonto que una carpa de río, pensó el rey, y ordenó a sus ayudantes que satisficieran su pedido. Como es bien conocido, arruinó de esta forma a su país, donde no había suficiente arroz para llenar ni el cuadrado 42 (de los 64 que tiene el tablero).

Los biólogos están acostumbrados a tratar con esta progresión exponencial (o geométrica), porque es la forma natural en que proliferan las células: una célula se divide para dar 2, que se dividen para dar 4, luego 8, 16, 32, 64, 128… y así hasta formar un cuerpo humano. También las bacterias crecen así, que es la razón por la que la esterilidad es tan difícil de alcanzar. Si matas por la noche a todas las bacterias menos a una, la que queda habrá reconstruido todo el cultivo infecto cuando vuelvas por la mañana al laboratorio.

Dice el cosmólogo Max Tegmark que nuestro universo nació exactamente igual que un sistema biológico. A partir de una mota mucho más pequeña que un átomo, el cosmos empezó a duplicar su tamaño una vez tras otra (1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128…) y así a cada instante, hasta generar todo lo que vemos a nuestro alrededor virtualmente de la nada. Ese es el Génesis según la física actual. La razón de ese comportamiento exponencial, que recuerda al cuento del visir y al crecimiento de un bebé, es que la fuerza que expande el universo está contenida en el mero espacio. Así, cuanto más espacio se genere, más fuerza lo expandirá, más espacio se generará y así hasta la habitual pesadilla exponencial.

¿Qué podemos hacer entonces con los mensajes políticos virales que emponzoñan nuestra vida pública? Pues recordar una cosa: que el crecimiento exponencial requiere unas condiciones ambientales óptimas. Sin eso, los virus empiezan a competir consigo mismos hasta descomponerse o evolucionar hacia otra cosa.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 5033
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 10 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] La evolución en sus manos





Pese a que se inspiren en la naturaleza, las obras de ingeniería no son producto de un proceso evolutivo, escribe el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular, investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio de Biología Molecular del Medical Research Council de Cambridge, y columnista habitual de El País.

En la mitología, comienza diciendo Sampedro, no hay nada más fácil que crear un ser vivo. Llega un dios por ahí, hace un semidiós con tres de pipas y encima luego se lo carga infligiéndole gran daño y penalidad. Según el folclore judío, talmúdico y bíblico, un hombre sabio puede dotar de vida a una efigie —el gólem—sin más que hallar una permutación de letras que forme uno de los infinitos nombres de Dios. Bueno, supongo que eso sería fácil en la época, antes de que Cantor descubriera que los infinitos, como casi todo en este mundo, se organizan en una jerarquía que ni Dios puede violar. También Gepetto insufló vida a Pinocho por arte de magia y de forma instantánea, como hizo Mary Shelley con su Frankenstein hace dos siglos. Esperemos, por cierto, que el bicentenario no se quede en esa película que no está a la altura del mundo real. Hagamos otra, al menos.

Para desconcierto de mitólogos y guionista, los seres vivos no se crean así. Nunca. Un ser vivo, como el gólem, Pinocho o los replicantes de la secuela de Blade Runner, otra película insuficiente, no se puede hacer de golpe, a cascoporro y con un adulto saliendo de la bolsa de plástico en plena posesión de sus facultades físicas y mentales. Los seres vivos del planeta Tierra, los únicos que conocemos, son el producto de un proceso enteramente diferente de todo eso. Es la evolución, estúpido, como diría Bill Clinton si no fuera creyente. Las personas tenemos brazos porque los inventaron los peces de aletas carnosas hace 390 millones de años, en pleno Devónico. Eran tiempos difíciles en el océano, y estos peces estaban empeñados en escaparse del mar, por alguna razón. De sus aletas lobuladas vienen nuestros brazos y piernas; de sus espinas, nuestros dedos. Ay, estos pobres peces sarcopterigios, no sabían la que les esperaba en tierra firme.

Una cuestión más actual es cómo crear un cerebro. La mitad de los ingenieros del planeta Tierra estará pronto dedicada a eso. Lo llamamos inteligencia artificial (IA), y es aún mucho más complicado que construir un brazo desde cero. La inteligencia artificial siempre se ha inspirado en la natural, esa que poseen algunos humanos, y en los últimos años lo está haciendo más que nunca. Las “redes neurales” de las ciencias de la computación se inspiran en las neuronas del cerebro, que reciben información de mil dendritas y la conjugan en una sola señal de su axón; el rabioso deep learning (aprendizaje profundo) que ha revolucionado la robótica en los últimos años absorbe su estructura de una propiedad aún más profunda del cerebro: su organización en capas de abstracción progresiva, de la línea al ángulo al polígono al poliedro, y de ahí a una gramática de las formas. Así es como vemos los humanos, y así es como quieren ver, y pensar, las máquinas actuales.

Pese a que se inspiren en la naturaleza, sin embargo, las obras de ingeniería no son producto de un proceso evolutivo. Están, por así decir, hechas aposta, diseñadas para su propósito, fabricadas a lo bestia al estilo del gólem y Gepetto. Frances Arnold, galardonada ayer con el Premio Nobel de Química, ha creado una ingeniería radicalmente nueva. Consiste en no inspirarse en la naturaleza, sino en el proceso que la crea: la evolución.

Una de las cuestiones más difíciles de percibir para el lector general es que los genes son textos (gatacca...) que, como todo texto propiamente dicho, tienen un significado. Para una inteligencia visionaria como la de Arnold, ese significado es el conocimiento y la salud, y el texto está en sus manos.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 4614
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