Isaiah Berlin caracterizó el nacionalismo como el resultado de una humillación, igual que una rama flexible que, doblada con violencia, cuando se suelta golpea con saña. Es tarde para preguntarse a quién va a golpear en Cataluña la rama de Berlin, señala el escritor catalán Javier Cercas en el El País.
Es raro que, hasta donde alcanzo, comienza diciendo, nadie apele a Isaiah Berlin para tratar de entender lo que ocurre de un tiempo a esta parte en Cataluña, porque el pensador ruso razonó con gran lucidez sobre el nacionalismo y su visión de este vale en gran parte para nosotros. Según Berlin, el nacionalismo es antes que nada una respuesta a la actitud de menosprecio hacia los valores tradicionales de una sociedad, el resultado de un orgullo herido y de un sentimiento de humillación en sus miembros socialmente más conscientes, que llegado el momento produce rabia y autoafirmación.
Esta herida infligida en el sentimiento colectivo de una sociedad no es una condición suficiente para el surgimiento del nacionalismo (además, esa sociedad debe contar con un grupo de personas que buscan un foco para la lealtad o la autoidentificación, o una base para su poder y, al menos en la cabeza de sus miembros más sensibles, con una imagen de sí misma como nación sustentada en algún factor de unificación general, como una lengua o una historia común, real o inventada); no es pues una condición suficiente, esa herida colectiva, pero sí necesaria, o al menos lo ha sido históricamente. Berlin aduce a menudo el ejemplo del primer nacionalismo, el alemán, que germinó en el siglo XVII con una defensa de la cultura germánica frente a la prepotencia francesa y acabó con una explosión de chovinismo agresivo durante y después de la invasión napoleónica; salvadas las muchas distancias, algo semejante ha ocurrido en Cataluña en los últimos años. Berlin afirma que un sentimiento nacional herido es como una rama flexible, doblada con tanta violencia que, cuando se suelta, golpea con furia. Aunque el nacionalismo catalán casi nunca ha sido violento, en Cataluña estamos ahora mismo en el tiempo de la furia.
Es evidente que el franquismo infligió una herida colectiva en el sentimiento nacional catalán, no atenuada por el hecho asimismo evidente de que muchos catalanes fueron franquistas ni por el de que no solo los catalanes fueron heridos: el franquismo hirió (o mató) a media España. La herida catalana, sin embargo, es innegable: la lengua catalana fue perseguida, la cultura catalana fue humillada y ninguneada, las instituciones catalanas fueron abolidas. En suma: el franquismo, una hipertrofia monstruosa del nacionalismo español, quiso acabar con el nacionalismo catalán. Pero desde los años cincuenta del siglo pasado algunos catalanes heridos empezaron a construir contra el franquismo un discurso sobre el orgullo de ser catalán, sobre la dignidad de Cataluña, de su lengua, su cultura y sus instituciones, y tras el franquismo consiguieron no solo convertirlo en hegemónico sino también llevarlo al poder de la Generalitat, la institución que desde 1980 gobierna la amplísima autonomía catalana instaurada por la democracia y que permitió, entre otras muchas cosas, la dignificación de la lengua y la cultura catalanas.
Fue una batalla dura, noble y legítima, en gran parte encabezada por el hombre más vilipendiado de Cataluña desde que en 2014 declaró, muy probablemente para proteger a sus hijos de la actuación de la justicia, que desde hacía décadas poseía una fortuna en el extranjero: hablo de Jordi Pujol, presidente de la Generalitat desde 1980 hasta 2003 y sin duda el político catalán más relevante del siglo XX.
Durante sus más de dos décadas de poder incontestado, Pujol contribuyó decisivamente a devolver el orgullo a los catalanes; el problema es que, en manos de sus hijos (los carnales y los políticos), ese orgullo se ha trocado en soberbia, cuando no en matonismo. La manifestación más clara de esa soberbia es el llamado “derecho a decidir”, una aberración lingüística (el verbo “decidir” es transitivo; no se puede decidir en abstracto: hay que decidir “algo”) y por tanto una aberración política y moral, un derecho inexistente que ha sido erigido sin embargo en mantra por el independentismo catalán y que viene a significar que, así como durante el franquismo los catalanes no pudimos decidir absolutamente nada, ahora lo vamos a decidir absolutamente todo, incluido lo que atañe a todos los españoles.
Porque el referéndum ilegal convocado a la brava por la Generalitat para el 1 de octubre próximo no pretende decidir el futuro de Cataluña —cosa que por fortuna llevamos haciendo los catalanes desde el inicio de la democracia, en elecciones municipales, autonómicas, estatales y europeas—, sino el futuro de España entera, cosa que obviamente deberíamos decidir todos los españoles, y no solo los catalanes.
Soberbia, o matonismo, es decidir que nosotros, los catalanes, vamos a decidir por todos los españoles, o de lo contrario violamos o intentamos violar las reglas que nos hemos dado entre todos. Soberbia, o matonismo, es pretender negociar con el Gobierno español una salida a la presente situación sobre la base de un lema acuñado por el actual presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, que dice así: “O referéndum o referéndum”; o sea: “O lo que yo quiero o lo que yo quiero”. Y puro y simple matonismo es decir, como ha dicho el presidente Puigdemont ante una asamblea de alcaldes independentistas, no sé si dirigiéndose a los no independentistas, al Gobierno de Madrid o al resto de España: “Damos miedo, y más que daremos”.
Es la rama flexible de Berlin, que, tras ser doblada, vuelve a golpear con furia. No cabe duda de que, desde que en el verano de 2012 se disparó el independentismo hasta entonces minoritario en Cataluña al calor de los efectos demoledores de la crisis y su brusca crecida se convirtió en la primera manifestación del populismo en España, el Gobierno español ha podido hacer muchísimo más de lo que ha hecho para encauzar el descontento (un descontento importante, desde luego: el independentismo obtuvo el 47% de los votos escrutados en las últimas elecciones autonómicas, más que suficiente para gobernar el Parlamento catalán pero del todo insuficiente para emprender una aventura tan incierta como la de la independencia).
El problema radica en que a estas alturas, concluye diciendo Javier Cercas, con la Generalitat lanzada a toda máquina contra el muro de la legalidad democrática, empezando por la propia legalidad catalana, es demasiado tarde para preguntarse a quién va a golpear en Cataluña la rama de Berlin, porque de uno u otro modo ya nos ha golpeado a todos; en realidad, mucho me temo que a estas alturas lo único que podemos preguntarnos es cómo minimizar los daños. Menudo desastre.
Dibujo de Eulogia Merle para El País
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 3684
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