lunes, 4 de marzo de 2024

De la esperanza de una Rusia democrática

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Navalny no quería pedir a los rusos que se opusieran a Putin y se arriesgaran la cárcel, o incluso a morir, desde la seguridad del exilio, escribe en El Mundo el politólogo José Ignacio Torreblanca, por eso, el mejor homenaje que podemos hacer a Navalny es albergar la esperanza de una Rusia democrática. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












La esperanza de una Rusia democrática
JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA 
24 FER 2024 - El Mundo - harendt.blogspot.com

En el segundo aniversario de la invasión de Ucrania toca hablar del agresor, Vladimir Putin, y del hombre, Alexei Navalny, que lo desafío a un combate trágico y desigual que estaba condenado a perder. Vista su muerte, es lógico preguntarse por qué Navalny decidió volver a Rusia después de su intento de envenenamiento, a sabiendas de que lo encarcelarían y, muy probablemente, como así se ha demostrado, lo matarían.
La primera razón fue la coherencia. Navalny no quería pedir a los rusos que se opusieran a Putin y se arriesgaran la cárcel, o incluso a morir, desde la seguridad del exilio. La segunda, más profunda, tenía que ver con su creencia de que Rusia y los rusos eran mejores y más grandes que Putin, y que, por tanto, prevalecerían en su lucha contra él.
La Resistencia no expulsó a los nazis de Francia, pero permitió a los franceses dejar a un lado la ignominia de la colaboración del régimen de Vichy y hacerles creer que habían ganado la guerra. Y aunque la sombre de Pétain sigue ahí, siempre hay una Francia buena con la que disiparla. De igual manera, gracias a gente como Navalny, Boris Nemtsov, tiroteado a las puertas del Kremlin el día del cumpleaños de Putin, la periodista Anna Politkovskaya, asesinada por documentar los crímenes rusos en Chechenia, Vladimir Kara-Murza, que toma el relevo de la oposición rusa, también desde la cárcel, y tantos otros valientes opositores, exiliados, encarcelados o asesinados, los rusos podrán algún día decir que no todos ellos fueron sicarios amorales y embrutecidos de Putin, sino también sus víctimas, como los ucranianos.
Navalny no exculpa la culpabilidad individual y colectiva de tantos y tantos rusos que siguen, por convencimiento o propaganda, creyendo que Rusia tiene el derecho histórico de anexionarse Ucrania y asimilar a los ucranianos, esa nación ficticia e impostora que el Kremlin les dibuja todos los días. Rusia es hoy un Imperio en expansión y piensa y actúa como tal, pero eso no quiere decir que sea un país incapaz de vivir en paz con sus vecinos y con sus propios ciudadanos. Navalny ha mostrado cómo Putin, un hombre con un ejército de un millón de soldados y 5.997 cabezas nucleares, puede ser a la vez débil y cobarde. El mejor homenaje que podemos hacer a Navalny es albergar la esperanza de una Rusia democrática. José Ignacio Torreblanca es politólogo.

































[ARCHIVO DEL BLOG] Terraplanistas y otros frikis. [Publicada el 10/02/2020]










YouTube se llena de vídeos que defienden teorías delirantes que chocan con la ciencia, afirma en el A vuelapluma de hoy lunes, la escritora Rosario G. Gómez. "Internet y las redes sociales -comienza diciendo- son espacios en los que campan a sus anchas todo tipo de webs. Unas albergan el conocimiento, otras son un contenedor de ignorancia; comunidades comprometidas con el medio ambiente conviven con negacionistas del cambio climático de igual manera que reputados científicos comparten la web con terraplanistas ramplones. Cualquier corporación científica, como cualquier grupúsculo de frikis, tiene un poderoso altavoz a un golpe de clic. Y son millones las personas que se enganchan a las chifladuras. Lo ha comprobado la organización Avaaz (“voz”, en varios idiomas), que ha reclamado a YouTube que retire de la plataforma los vídeos que propagan bulos, se hacen eco de clamorosas falsedades o alimentan teorías conspiranoicas.
Avaaz se autodefine como una comunidad global de movilización online que integra la acción política impulsada por la ciudadanía dentro de los procesos de toma de decisiones globales. Con más de 50 millones de miembros en todo el mundo, su modo de actuar comprende la firma de peticiones dirigidas a los Gobiernos, la financiación de campañas en los medios de comunicación o el impulso de protestas en las calles. La organización se considera a sí misma como una célula madre de activismo político capaz de reproducirse y adoptar la forma más útil para cubrir una necesidad urgente determinada.
Las nuevas tecnologías juegan a su favor. Aceleran la capacidad de una respuesta rápida. Pero de esta ventaja también se aprovechan eficazmente los grupos que deterioran la convivencia en la Red, siembran mentiras o contaminan el conocimiento. Está comprobado que para que una teoría extravagante cale entre el público es necesario que exista un conspirador, un plan y medios para su difusión masiva.
Todos estos elementos confluyen en los predicadores de las antivacunas o en los terraplanistas, que han encontrado en YouTube un inmejorable canal de comunicación. En esta plataforma circulan vídeos que vinculan los voraces incendios forestales que azotan Australia, California o Siberia con proyectiles lanzados con armas láser desde una aeronave. Y no faltan los que proclaman con fe ciega que la Tierra es plana, horizontalmente infinita y con al menos 9.000 kilómetros de profundidad. La organización Avaaz ha pedido a la compañía hermana de Google que retire este tipo de vídeos ante el acelerado crecimiento de internautas que comulgan con contenidos que se dan de bruces con la ciencia. Quienes creen en teorías delirantes a menudo desconfían también de las instituciones. El ministro Pedro Duque se mostraba alucinado por el hecho de que un youtuber defensor del terraplanismo tuviera 88.000 inscritos. Magallanes lo advirtió hace 500 años: “La Iglesia dice que la Tierra es plana, pero yo sé que es redonda, porque vi su sombra en la Luna. Y tengo más fe en una sombra que en la Iglesia”.
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













domingo, 3 de marzo de 2024

De la política como cacería

 






La política no es una cacería
MÀRIUS CAROL
03/03/2024 - La Vanguardia - harendt.blogspot.com

Giulio Andreotti, que tuvo a su cargo el Consejo de Ministros italiano en siete ocasiones, es el autor­ de la frase “el poder desgasta, sobre todo cuando no se tiene”, que ha interiorizado en exceso el PP, al que le suele faltar finezza cuando no lo posee y, en cambio, le sobran prisas. Andreotti era un cínico y con sus sarcasmos podría es­cribirse un libro de citas políticas. Solo a él se le podía ocurrir decir esta sentencia en público: “Gobernar no consiste en solucionar problemas, sino­ en hacer callar a los que los provocan”.
A los populares no es la primera vez que les pasa. Es más, parecería que tienen una concepción excesivamente patrimonial del poder y cuando pierden en las urnas tienen la sensación de que les han echado de casa. Les pasó cuando José María Aznar perdió las elecciones frente a Felipe González en 1993, a pesar de que las encuestas les daban ganadores y les ha vuelto a pasar treinta años después, cuando Alberto Núñez Feijóo se ha quedado a las puertas de la victoria cuando nada hacía presagiarlo. Y en los dos casos, su oposición de inmediato fue implacable, saltándose a menudo las reglas del respeto parlamentario.
Parecería que les cuesta ser oposición, cuando su función es importantísima en democracia, lo que queda plasmado en la propia Constitución Española. La oposición es un contrapeso, un controlador del Gobierno, una alternativa. La buena oposición no es la que busca entorpecer, poner palos a las ruedas o frenar iniciativas positivas para el país, sino la que aporta críticas constructivas, propone otras opciones y es transparente en su voluntad de hacer política.
Pero el PP confunde –y lo estamos viendo estos días– hacer política con derrocar al Gobierno. Y no acaban de encontrar el tono. No se puede ir pidiendo a diario la cabeza de Pedro Sánchez al primer minuto de aparecer un problema. La política no es una cacería. Estos días están disparando contra el presidente del Gobierno­, contra la presidenta del Congreso o contra el ministro del Interior. A veces, Sánchez podría parafrasear a Andreotti cuando proclamó: “Me han acusado de todo menos de las guerras púnicas, porque era demasiado chico”.  Màrius Carol es escritor.













Sobre la destrucción de España

 






España intenta destruirse... pero no lo consigue
XAVI AYÉN
03/03/2024 - La Vanguardia - harendt.blogspot.com

Se atribuye a Otto von Bismarck, canciller alemán del siglo XIX, la atinada frase de que “España es el país más fuerte del mundo. Siglo tras siglo tratando de destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido”.
El periodista británico Michael Reid –que fue varios años corresponsal de The Economist en España– ha vaciado todo su conocimiento de campo –y de lecturas– en el libro España, recién publicado por Espasa. Fiel a la leyenda del reporterismo anglosajón, se ha recorrido de punta a punta el país y ha  entrevistado a todo el mundo, desde personas anónimas hasta Felipe González o Carles Puigdemont. Podremos estar de acuerdo o no con sus opiniones, que no esconde, pero, como tiene la elegancia de separarlas de los hechos, la lectura es recomendable para curiosos de todas las tendencias.
“A diferencia de Italia, España no es un país sistémicamente corrupto”, apunta, aunque sí observa impunidad en “feudos unipartidistas” de algunas autonomías. Pone el dedo en la llaga en cosas que preferiríamos no oír, como que la pandemia tuvo aquí una de las tasas de mortalidad más altas en Europa por la ineficacia de las administraciones. Su análisis es agudo también al detallar las causas que condujeron a la revuelta de los indignados a principios de los años 10 (“la legislación española amparaba, de forma particularmente injusta, que quienes tenían que entregar las llaves de su propiedad para devolvérsela al banco siguieran debiéndole a este el saldo impagado de la hipoteca”), terremoto que cambió el mapa político y generó por imitación otros movimientos de protesta –Occupy Wall Street, nada menos–.
Muy contrario a la proclamación de independencia de Catalunya, defiende sin embargo que aquello fue una desobediencia que debería haber acabado con inhabilitaciones y multas, pero jamás con elevadas penas de prisión, como las de los dos Jordis, que ve “particularmente desproporcionadas”.
Tampoco entiende que al Estado español le cueste apoyar algo tan simple como la preeminencia del catalán en el modelo educativo (no se le ocurre mejor manera de generar empatía), ni que a su vez la Generalitat no sea algo más flexible en cuanto a la presencia del castellano en las aulas.
Ya ves, Otto, ahí seguimos. Xavi Ayén es periodista.












Del desánimo cívico

 






Desánimo cívico
FERNANDO VALLESPÍN
03 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Lo peor del caso Koldo/Ábalos es lo que suma a nuestro ya insufrible malestar político. Como si no tuviéramos suficiente con todo el ruido generado por la amnistía y sus derivadas, o la inescapable resonancia de los conflictos internacionales. Al diapasón de la política nacional se agrega el de esta nueva situación planetaria. Lo peor de todo, sin embargo, es que este nuevo caso de venalidad política nos retrotrae a tiempos que pensábamos que estaban periclitados. Como si de un enfermo de Alzhéimer se tratase, la sociedad actual tiene poca memoria inmediata. Nunca han dejado de producirse estas quiebras de la ética pública, y menos aún cuando la pandemia ofreció excepcionales condiciones objetivas para que los pillos hicieran de las suyas. La persecución del olvido como terapia frente al sufrimiento provocado por la pandemia nunca podrá enmendar lo acontecido en las residencias o la conducta de los aprovechateguis de turno.
De poco nos sirven las clásicas huidas de la asunción de responsabilidades que se esconden detrás de los ya manidos “y tú también” o el “y tú más”. Aunque ahora con un giro que no es menor: el estallido del actual escándalo bajo las nuevas condiciones de polarización extrema y en plena hybris de las redes sociales y la sociedad del espectáculo. Una se expresa en la Schadenfreude con la que aquel es acogido por la oposición y sus medios afines, que apenas pueden ocultar el arrebatado placer con el que informan de cada nuevo dato sobre el asunto. Lo otro tiene su más gráfico reflejo en la propia actitud de Ábalos, con sus paseos por los medios y sus declaraciones públicas. Su larga experiencia política le ha enseñado que la mejor defensa es un ataque, y que este pasa por sembrar su propio relato. La realidad no importa, lo decisivo es construirla a la medida de los intereses de cada cual. Por lo pronto ha conseguido que la decisión del Supremo sobre Puigdemont, otro personaje de similar ralea, sea casi eclipsada. Con todo, el tándem Puigdemont/Ábalos va a convertir la legislatura en un verdadero campo de minas, y con las elecciones europeas a la vuelta de la esquina.
Bajo condiciones de política normal, si es que esta existe, sería hasta comprensible. Resulta, por el contrario, que pocas veces hemos sentido tan cerca del cogote el hálito de tal cantidad de problemas sociales y políticos. Y no hace falta que los recite, son bien conocidos. Cubrirlos bajo el manto que proporciona ahora este nuevo escándalo solo va a conseguir achicar nuestra conversación pública. Que no se me malinterprete, sobre los responsables debe recaer todo el peso de la ley, en este y en cualquier otro caso de venalidad pública. Pero las ventajas que de él puede extraer ahora el PP, como ocurrió en su día con el PSOE, no pueden ocultar que los afectados somos todos, no un partido u otro, por mucho que se hagan los ofendiditos. Tan trágica como la corrupción es una situación en la que el recurso a consideraciones éticas se subordina a lealtades partidistas y se silencia todo lo demás. De lo que se trata es de definir cuál es el mal y extirparlo entre todos. Sin embargo, en esta política escindida en dos grandes batallones no hay más mal que el que representa el propio enemigo. De lo que deberían ocuparse es de resolver nuestros problemas. Para eso existe la democracia. En una situación parecida, J. Pradera lo dejó meridianamente claro cuando animaba a ser implacable con la realidad de la política democrática sin abandonar la fe en sus ideales. A ellos es a quienes debemos nuestra lealtad, no a este u otro partido. Fernando Vallespín es politólogo.













Del lugar de Cortázar

 






El lugar de Cortázar
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
03 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Por razones que no tienen ninguna relación con Julio Cortázar, hace unos días me encontré cruzando el cementerio parisino de Montparnasse, y una mezcla de curiosidad sociológica y de superstición literaria me obligó a desviarme unos cuantos pasos para ver su tumba por segunda vez en la vida. La primera había sido en el otoño de 1996, cuando Cortázar llevaba apenas 12 años muerto y el culto de su figura y de sus libros estaba, me pareció, agudamente vivo, y lo que recuerdo de ese día es una superficie de mármol tan cubierta de ofrendas —ramos envueltos en papel blanco, pequeñas materas plásticas, tulipanes sueltos, tiquetes de metro, cartas en sobres de colores— que leer la inscripción era imposible. De alguna manera esperaba encontrarme ahora con una escena semejante, pues el 12 de febrero pasado se cumplieron 40 años de la muerte del “gran cronopio”; y, después de pensar en lo insoportablemente cursis que me han parecido siempre los que lo llaman “gran cronopio”, pensé que sus lectores ya habrían pasado por allí para hacerle sus homenajes privados, y que me encontraría con la misma lápida cubierta de cosas, con el mismo nombre imposible de leer.
No fue así. Un solo tiquete de metro, dos materas de plástico del tamaño de un puño y una rosa de largo tallo sin espinas: eso era todo lo que había. El tiquete de metro, como sabrá más de un lector fanático o en vías de rehabilitación, es una referencia a El perseguidor, que para mí sigue siendo, más allá de sus usos fetichistas, uno de los grandes cuentos de la literatura latinoamericana: y la literatura latinoamericana, estarán ustedes de acuerdo, ha dejado una larga lista de maravillas en el género del cuento. Debajo de una de las materas, una nota hacía un inventario de virtudes y terminaba con la palabra “Gracias”, escrita en mayúsculas y seguida de un nombre de mujer; y junto a la nota vi una petición escrita sobre una placa de mármol, adosada a la lápida: “Estimados admiradores de Julio Cortázar y de su obra, gracias por respetar la claridad y la calma de esta tumba”. Y entonces me pregunté si la limpieza del lugar se debía a la obediencia de esos admiradores, o si era posible que la figura de Cortázar, que había marcado a más de una generación, ya no despertara entre sus lectores las mismas lealtades que antes.
Tal vez podamos permitirnos la pregunta, me parece: tal vez podamos preguntarnos cuál es hoy el lugar de Cortázar, cómo lo lee la gente, qué libros lee cuando lo hace. Entre los escritores latinoamericanos, ninguno ha despertado como Cortázar algo tan parecido a la devoción de secta, y basta leer su correspondencia para confirmar que no se trata solo de adolescentes letraheridos en busca de modelos; pero no seré el primero en reconocer que esos entusiasmos van cambiando, y que no todos los libros han sobrevivido de la misma forma al paso inclemente del tiempo. He hablado con muchos lectores de una generación mayor a la mía, los que eran ya adultos a comienzos de los años setenta, que hoy sienten una rara mezcla de rubor y melancolía cuando confiesan, bajando la voz: “Sí, a mí me gustaba hasta El libro de Manuel”. Pero la editora de Cortázar en España me decía no hace mucho que sus cuentos se siguen vendiendo con la misma terquedad de siempre, y yo pensé que allí donde se lean los cuentos de Cortázar no todo está perdido.
Me perdonarán ustedes un breve momento de proselitismo: pero es que nadie ha leído la literatura latinoamericana si no ha leído los cuentos de Cortázar. Cada lector tendrá su lista personal de querencias; la mía puede cambiar con los años, y de hecho ha cambiado, pero siempre han estado en ella Casa tomada, que Borges publicó en Los anales de Buenos Aires, y La isla a mediodía, aunque el final abuse de un recurso tramposo que le gustaba demasiado a Cortázar. Pero, si tuviera que escoger uno solo de los libros, sería Las armas secretas. Allí está El perseguidor, esa máquina capaz de producir tiquetes de metro en los cementerios, pero también el mejor de los cuentos que solemos llamar fantásticos, Cartas de mamá, y una maravilla de signo opuesto y delicadeza casi chejoviana: Los buenos servicios. Y en medio de todos ellos está Las babas del diablo, un cuento oscuro pero tan sólido que ha sobrevivido incluso a la película bastarda de Michelangelo Antonioni.
De lo que se habla menos, en cambio, es del otro género que dominó Cortázar: la correspondencia. Los cinco volúmenes de sus cartas, según los editaron hace unos años Carles Álvarez Garriga y Aurora Bernárdez, son una fiesta insólita de inteligencia, cultura y humor del bueno, y en ellas puede cualquiera perderse durante días con la impresión de haber hecho un largo viaje en la mejor compañía del mundo. Tanto Carlos Fuentes como García Márquez hablaron muchas veces del viaje en tren que hicieron los tres juntos para encontrarse en Praga con Milan Kundera. Cuenta García Márquez que en algún momento del viaje nocturno le preguntó a Cortázar quién había metido el piano en el jazz, y que la pregunta inocente dio lugar a una cátedra precisa y divertidísima que duró la noche entera; pues bien, la lectura de las cartas de Cortázar es como yo imagino que fue ese viaje: un tiempo sostenido con un tipo cuya cordialidad es tanta como su conocimiento, y su erudición tan de agradecer como su desprecio de toda solemnidad.
En sus cartas, que al fin y al cabo eran privadas, está el Cortázar más contradictorio. “Alguna vez, con inocencia, creí posible una visión estética de la realidad y de la literatura”, le escribe a Carlos Fuentes en 1968. Pero ahora, dice, esa escala de valores se le está quebrando por todas partes. ¿Qué ha pasado? En tres palabras: la Revolución cubana. “Ninguna revolución me hará renunciar a Marcel Duchamp”, escribe, “pero Duchamp ya no podría hoy hacerme renunciar a la revolución. Todo está, todo estará, como siempre, en buscar y encontrar las articulaciones de la nueva estructura”. Son palabras abstractas para hablar del enorme problema que agobiaba a los novelistas de esa década: hasta dónde llegar con el compromiso político. En palabras concretas: hasta dónde llega el apoyo a la Revolución cubana. Cortázar, lamentablemente, lo asumió a ciegas: aunque en privado se lamentara de lo que llamaba los errores de la Revolución —pero algunos, como el caso Padilla, no eran errores, sino desmanes autoritarios de la peor estirpe estalinista—, en público le ofreció un apoyo sin fisuras, convencido como tantos de que solo así se podía resistir a los fascismos que habían marcado —y marcarían todavía más— la historia del continente.
Al final, de Cortázar acaba siendo cierto lo que es cierto de todo gran escritor de ficciones: fue mejor en la ambigüedad que en la certeza. Sus mejores cuentos son exploraciones del lado oculto o invisible de este mundo que a veces creemos entender, y si Rayuela sigue mereciendo que la frecuentemos debe ser, aparte de su humor delicioso y sus diálogos inmejorables, por esa actitud de duda constante, de incertidumbre, de invencible ironía. Ese Cortázar, el que buceaba en el otro lado de las cosas, seguirá con sus lectores: mereciendo flores, si ustedes quieren, o cartas, o tiquetes de metro. Juan Gabriel Vásquez es escritor.













Del adiós a Savater

 






Adiós a Savater
SANTIAGO ALBA RICO
29 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Siempre hemos estado desajustados Fernando Savater y yo. Hoy, cuando es difícil prestarle atención sin un poco de sonrojo, reconozco lo que hace tres décadas le negaba: que ha sido uno de los mejores ensayistas que ha tenido este país en los últimos cuarenta años. Era fino, brillante, prismático, culto, irreverente, divertido: un robusto chestertoniano al que le gustaban los desayunos ingleses y las carreras de caballos, más bien libertario al principio, insobornablemente socialdemócrata después. Yo era serio y recto: es decir, simple. En 1985 y 1988, publiqué con Carlos Fernández Liria dos panfletos marxistas: Dejar de pensar y Volver a pensar. En la portada de este último, mediante un fotomontaje, habíamos hecho sentar a Savater en el regazo de una virgen románica sosteniendo una rosa en la mano, en una clara alusión a su militancia socialista de entonces. Su respuesta no fue furibunda y ofendida. Al contrario. En un artículo en EL PAÍS se burló de nosotros del modo más implacable, displicente y mordaz. Todavía hoy me río. “Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria”, escribió, “son como los pastorcillos de Belén: piensan y piensan y vuelven a pensar”. Poco tiempo después, la revista La luna planteó un debate entre los tres. La paliza que nos propinó fue homérica. ¿Cuál era la diferencia? No solo que sostenía posturas políticas más sensatas que las nuestras: es que era más inteligente, más sabio y más gracioso que nosotros.
Cuando uno es joven piensa a menudo en lo que querría ser de mayor; luego, cuando se es mayor se piensa, hacia atrás, en lo que a uno le hubiese gustado ser de joven. Nunca quise ser Fernando Savater en una época en la que yo tenía veinticinco años y Savater, con cuarenta, era políticamente sensato e intelectualmente fulgurante; ahora que tengo sesenta y tres, querría haber sido un poco más listo en mi juventud. Creo que el que soy ahora hubiera coincidido en muchas cosas (salvo en la cercanía al PSOE de Felipe González) con el Savater de hace treinta años. Pero ya no podremos encontrarnos. Yo he cambiado para acercarme un poco —con menos talento e ingenio— a lo que él fue cuando escribía La tarea del héroe, La infancia recuperada o Ética para Amador. Él ha cambiado para parecerse a Isabel Díaz Ayuso y Giorgia Meloni. Alguien podrá decir que estos desplazamientos solo tienen valor geológico y que se limitan a anticiparme una deriva semejante: que estoy condenado, en fin, a acabar como ha acabado él. No descarto nada. No descarto ser un fanático dentro de quince años. Pero la cuestión es otra. La cuestión es saber cuándo se tiene razón; cuál de los dos Savater tenía razón. Sin duda era más listo, más simpático, más brillante, más ingenioso ese ya fenecido que escribía en EL PAÍS contra las locuras de los serios y los rectos. Pero ocurre que ese era también mucho más razonable. Podemos cambiar muchas veces a lo largo de nuestras vidas y sentir, desde el interior de nuestros cuerpos, que cada uno de esos cambios está justificado; podemos incluso justificarlos todos de manera autoevidente y más o menos convincente: cuando flaquea el pensamiento, se mantiene a veces intacta la inteligencia, esa facultad peligrosa que sirve sobre todo para convencerse a uno mismo de que la propia vida y la propia evolución, de las que somos escasamente dueños, tienen siempre un carácter premeditado y ejemplar. Ahora bien, una inteligencia sin pensamiento acaba devorada por la vejez y el narcisismo: se vuelve seria y recta: acaba, por así decirlo, perdiendo la razón.
La razón algunos la encuentran temprano y la conservan hasta la muerte: pensemos, no sé, en el genial e irritante Goethe, que fue siempre listo y sabio entre 1749 y 1832. Otros pasan por el mundo sin rozarla siquiera. Y otros muchos tropiezan con ella en algún momento de su vida y no saben conservarla. Tan difícil es hallarla como retenerla. No descarto nada, he dicho. No descarto convertirme en un fanático dentro de quince años. Pero es ahora cuando, al menos a ratos, tengo razón; y era hace treinta años cuando Fernando Savater, muchas veces, la tenía. Los cambios solo nos cambian a nosotros y por eso, por si acaso, me arrepiento ahora, sin esperar más, del viejo que seré. Despidamos a Savater con ternura y melancolía. Nos puede pasar a todos. Lo importante es que en el mundo siga habiendo un número aproximadamente estable de gente razonable, aunque nosotros todavía no lo seamos o hayamos dejado ya de serlo; lo importante es que haya más gente razonable cada día y no menos y que una mayoría razonable frene democráticamente a los que no lo son y se ocupe de gestionar los periódicos, los Presupuestos del Estado, los ejércitos y las instituciones. Digamos la verdad: no vamos por ese camino. La derrota de Savater resulta descorazonadora. Si Savater ha perdido el norte, ¿cómo no la van a perder Milei, Trump, Ayuso, Le Pen, Meloni, Netanyahu, y todos sus millones de votantes? Santiago Alba Rico es escritor y filósofo.














De Pla y la inflación

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. La estabilidad de la moneda, comenta en La Vanguardia el escritor Carles Casajuana, era una de las obsesiones de Josep Pla desde que, en su juventud, siendo corresponsal de La Publicitat en Berlín, en la época de entreguerras, fue testigo del fortísimo impacto en la sociedad alemana de la inflación del marco. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Josep Pla y la inflación
CARLES CASAJUANA
26/02/2024 - La Vanguardia - harendt.blogspot.com

El día de San José de 1975, el entonces príncipe Juan Carlos visitó a Josep Pla en el Mas Pla, en Palafrugell, acompañado por doña Sofía. Josep Pla les recibió con gran cortesía, acompañado por su editor, Josep Vergés, que fue quien acordó los términos del encuentro con el secretario del príncipe, José Joaquín Puig de la Bellacasa, y quien resumió luego lo ocurrido en una nota recogida en el volumen complementario de la obra completa de Pla, Imatge Josep Pla.
La visita tuvo lugar por la mañana porque el editor Vergés temía que, si se reunían a almorzar, Pla empinaría el codo y en la sobremesa podía poner a sus ilustres visitantes en un aprieto. Como es lógico, Pla y el príncipe hablaron de la transición. El príncipe le dejó claro que no comulgaba con los postulados del franquismo y que se proponía impulsar un cambio. Dijo a Pla que no podía visitar Catalunya y no ir a verle porque era el primer escritor español vivo –una muestra de estima por el mundo de las letras que no se prodigó durante su reinado– y le preguntó su opinión sobre el futuro inmediato.
Hay quien ve en el fin de la democracia de Weimar y el ascenso nazi un precedente de lo que puede ocurrir hoy
Entre los consejos que Pla le dio, para desconcierto del príncipe, el más destacado fue que cuidara mucho del valor de la moneda, porque era la base para evitar la pobreza y el desorden. Sorprendida por la extemporaneidad del consejo, sobre todo por provenir de un escritor, la princesa Sofía deslizó una broma sobre el vil metal. Pla insistió con testarudez en que el hundimiento de la moneda significaba la destrucción del orden social.
El tipo de cambio de nuestras tristes pesetas debía de ser el último de los peligros que tenía en la cabeza el futuro monarca. El desmantelamiento del franquismo, la legalización de los partidos políticos, el terrorismo y la unidad y neutralidad de las fuerzas armadas eran sin duda cuestiones más acuciantes para él en aquellos momentos.
Pero Pla era mayor y no podía evitar mirar atrás. La estabilidad de la moneda era una de sus obsesiones desde que, en su juventud, siendo corresponsal de La Publicitat en Berlín, en la época de entreguerras, fue testigo del fortísimo impacto en la sociedad alemana de la inflación del marco.
Aquel fenómeno constituyó un episodio crucial en la cristalización de su conservadurismo. Para Pla -cuya esperada biografía, escrita por Xavier Pla, está a punto de aparecer-, no se trataba de una cuestión económica. Se trataba ni más ni menos que del valor del esfuerzo y del trabajo, de la cohesión social, de la unidad de las familias. Se trataba de una cuestión, sobre todo, moral.
Cuando Pla llegó a Berlín, en agosto de 1923, el marco se cotizaba a miles de marcos. Al cabo de pocos meses, superó los cuatro billones. Un billete de tranvía podía costar una suma astronómica. Salía más barato empapelar una pared con billetes de marco que con papel pintado. Los alemanes tenían que llevar consigo voluminosos fajos de billetes y hacer cuentas con muchos ceros. Llegó un momento en el que el billete más pequeño en circulación era de cien millones de marcos. “¿Qué es un trillón?”, se pregunta Pla, con su retranca ­habitual.
Durante aquel año, en compañía de Euge­ni Xammar, Josep Pla conoció la opulencia gracias a su sueldo en pesetas. Se acostumbró a cambiarlas en pequeñas cantidades, a medida que las necesitaba, para capear el descalabro monetario y vivir con comodidad, y en algunos momentos pudo concederse lujos impensables en medio de la miseria y el desorden.
Los historiadores están hoy de acuerdo en la causa de aquella vertiginosa pérdida de valor del marco: la exigencia de reparaciones a Alemania tras la Primera Guerra Mundial y, ante la incapacidad alemana de pagarlas, la ocupación francesa de la cuenca del Ruhr. También están de acuerdo sobre las consecuencias de aquellos hechos, que tras la Gran Depresión condujeron al triunfo de Hitler, un personaje que Pla juzga histriónico.
Pla intuye desde el primer momento que la disciplina y la resignación de los alemanes ante el alza galopante de los precios es solo aparente, que la procesión va por dentro. No se equivoca. Ve como muchos alemanes toman a los judíos como chivo expiatorio y como el país se debate entre la disgregación, la revolución comunista, que él considera improbable, y el ascenso del nacionalismo más reaccionario, que adivina difícil de detener.
Hoy suenan con fuerza en muchos lugares de Europa los tambores de la extrema derecha. Es comprensible que nos interesemos por los casos de transición de sociedades democráticas hacia el autoritarismo. No son pocos los autores que ven en la descomposición de la democracia de Weimar y el ascenso del nazismo un precedente de lo que está ocurriendo o puede ocurrir en nuestro continente. Desde este punto de vista, el interés de las crónicas de Pla, recogidas hace poco en La inflación alemana, es ­­in­dudable.
Es cierto que las circunstancias no son las mismas. Los actuales embates contra la democracia en Euro­pa obedecen a causas relacionadas con la globalización, con la erosión del Estado de bienestar y con las tensiones migratorias, no con la volatilidad monetaria. El brote inflacionario de los dos últimos años ha sido de proporciones muy manejables y está quedando atrás. Nada que ver con lo sucedido en Alemania en aquellos años.
Pero ahí es donde la capacidad de observación de Pla y su afilada pluma cobran un valor indudable. Aquel joven corresponsal llamado a ser uno de los grandes periodistas del siglo elabora un retrato muy vivo de la sociedad alemana en un momento crucial. Quien le lea hoy comprenderá por qué, cincuenta años más tarde, Pla consideró ineludible advertir al futuro rey de España sobre los peligros de la volatilidad monetaria. No eran obsesiones de un anciano trasnochado. Eran las reflexiones de alguien que había visto muy de cerca los grandes cataclismos del siglo XX. Carles Casajuana es diplomático y escritor.

































[ARCHIVO DEL BLOG] La maldita corrección política. [Publicada el 16/03/2017]











Dicen que la política es el "arte de lo posible". Al menos eso se dice que dejaron dicho pensadores tan conspicuos como Aristóteles y Maquiavelo, o políticos tan ilustres como Bismarck y Churchill. En cualquier caso creo que compartirán conmigo que si la política no es el arte de lo posible, si que debería ser al menos la el arte de conciliar los intereses en conflicto consustanciales a toda sociedad compleja. 
Como habrán observado sin duda los amables lectores de Desde el trópico de Cáncer, desde hace unos días ha variado sensiblemente la estructura cotidiana del blog con la incorporación de una sección anteriormente semanal, la de "A vuelapluma", a prácticamente diaria (como la de "Humor en cápsulas"). La razón para ello es la de dar una voz especial a aquellos artículos y opiniones que tratan especialmente sobre los problemas de las sociedades democráticas actuales en su vertiente más específicamente política. Aunque ello no implique que, como dice su nombre, vayan a dejar de tratarse asuntos más mundanos..., a vuelapluma.
Un miedo desmedido a la ofensa recorre la sociedad actual, dentro y fuera de Internet, y ocupa un puesto cada vez más preeminente, dice el filósofo Fernando Savater en Corrección política: Héroes impertinentes, un artículo publicado hace unos días en El País. Propongo como santo patrono de los tuiteros y otros arácnidos venenosos de la web a Tersites, único antihéroe entre los numerosos héroes de la Ilíada, dice Savater al comienzo del mismo. De él no cuenta Homero ninguna hazaña positiva, sólo una negativa: tras describirlo como feo, jorobado, enclenque y con todos los rasgos fisiognómicos del resentimiento, lo presenta interviniendo a contrapelo en la asamblea de los jefes aqueos para llamar ambicioso a Agamenón y recomendar de modo desabrido el regreso a casa de las tropas aqueas. Indignado contra el primer indignado legendario, Odiseo le atiza un correctivo/represivo con el cetro del ofendido Agamenón. Pero el daño ya está hecho y la unanimidad heroica (coincidían en los fines de conquista aunque no en la estrategia) queda rota. En mis lecturas juveniles del poema, pese a que mi héroe favorito siempre fue Odiseo fértil en recursos, cultivé un culpable aprecio por el impertinente Tersites. Robert Graves escribió que en el fondo también Homero compartía su crítica a los gloriosos bravucones.
Las redes sociales, sigue diciendo Savater, han multiplicado hasta lo infinito y también degradado infinitamente el modelo de Tersites (cuyo padre, por cierto, se llamaba muy adecuadamente Agrio). Contra cualquier celebridad, contra cualquier afirmación de algún notable o incluso ante cualquier desdicha de alguien por lo que sea distinguido, se alza un coro maldiciente, insultante, a veces obsceno. O voces victimistas, que se sienten mortalmente ofendidas por lo que otros dicen, hacen o disfrutan.
El modelo Tersites, añade, en su mejor versión cumple una función de indudable interés cívico: favorece la discusión de las doctrinas y creencias más sólidamente establecidas. No siempre son los grandes especialistas los más capaces de poner en cuestión las formas de pensar tradicionales, pues suelen saber demasiado como para arriesgarse a objeciones o preguntas muy elementales pero que se revelan decisivas. En cambio los neófitos no tienen tantos miramientos a la hora de cuestionarlo todo. También a veces los Tersites resultan útiles al quejarse de los perjuicios que teorías acrisoladas o perspectivas clásicas causan entre grupos sociales o incluso entidades naturales que hasta hace poco no merecieron consideración. Pero en su cómputo de daños hay que anotar un envilecimiento del espacio público de comunicación por insultos, bromas atroces, calumnias y noticias falsas que tienen a veces serias consecuencias sociales o políticas. Y a menudo exhiben orgullosos la patente de una serie de campos minados por los prejuicios alternativos de grupos de opinión, en los que ni los ángeles se atreven a pisar sin deshacerse de inmediato en excusas ante la menor transgresión de la ortodoxia que pueda soliviantar a la jauría. Veámoslo más de cerca.
Una superstición muy extendida, señala más adelante, convierte a las opiniones en pequeños recintos monoplazas amurallados que los demás no deben mancillar con dudas: “Toda opinión es respetable”. ¡Vaya sandez! Las opiniones no son armaduras para encerrarse y defenderse del resto del mundo, ni características personales idiosincrásicas que está feo criticar así como nadie debe humillar a otro por ser patizambo o bizco. Toda opinión expresada crea una palestra, un espacio de debate donde se ofrece para ser cuestionada y recibir objeciones o aportes confirmatorios. La única forma aceptable de respetar una opinión es discutirla. Y “discutir”, esa bonita y esencialmente civilizadora palabra, proviene etimológicamente de un verbo que significa zarandear, sacudir, tirar con fuerza de una planta para ver si tiene raíces firmes. De modo que discutir una opinión es zarandearla y someterla a tirones para aquí y para allá, a fin de ver si está bien enraizada en la realidad o es simplemente flora superficial, bonita y aparente pero incapaz de resistir la menor ventolera argumental. No, todas las opiniones no son ni mucho menos respetables, pero todas las personas sí son respetables, opinen como opinen. No hay opiniones sagradas, pero en cambio todas las personas deben serlo.
Desde luego, señala nuestro filósofo, la libertad de expresar opiniones está sometida a leyes, como cualquier otra acción social humana, que la amparan en muchos casos y la prohíben e incluso castigan en otros. Si yo persigo por la calle a un convecino llamándole imbécil y ogro comeniños, que es mi sincera opinión sobre él, seré amonestado e incluso puedo ser penado (salvo que sea un político de derechas o una fiscal catalana, en cuyo caso no he dicho nada). La vida en comunidad busca y pretende exigir si no el amor fraterno, porque ser santo no es el destino de todos, al menos unos ciertos miramientos convivenciales. Nuestro primer medio ambiente es la sociedad y por tanto también debe tener su propia ecología: para que pueda respirarse en compañía civil hay que evitar la polución de insultos, calumnias, bulos, hostigamientos denigratorios, etcétera.
Hoy, dice Savater, Internet es un espacio público primordial, al que deben aplicarse los mismos criterios que a otras plazas, calles o parques. Aún más sabiendo que la sensación de anonimato e impunidad es lo que anima a los contaminadores de la Red. Los escraches mediáticos son a la vez más frecuentes y más cobardes que los otros. Desde luego los castigos deben ser proporcionados (recuerdo a un ministro del Interior alemán que, hace unos años, censurado por haber castigado sólo con multas a unos jóvenes manifestantes neonazis, exclamaba: “¡Toda la estupidez no puede ser encarcelada!”), pero suficientes para dejar claro que la web no es un paraíso sin ley, o sea un infierno. Yo a veces querría ponerles orejas de burro y enviarlos al rincón, ante el resto de la clase…
Lo malo es que los indudables abusos de Tersites, comenta poco después, pueden llevar a otras arenas movedizas: la de los activistas de la susceptibilidad. Una cosa es saberse ofendido por la explícita y agresiva voluntad de alguno, otra sentirse ofendido por algún planteamiento serio o jocoso que en sí mismo no nos ataca directamente ni implica intención insultante. Pueden denunciarse y repudiarse los ultrajes, pero no impedirse que alguien se sienta ultrajado por gustos y expresiones ajenas que nada tienen que ver personalmente con él. Para quien está triste, hasta un amanecer radiante puede ser ofensivo: pero no debe castigarse el amanecer… Ciertas sectas ideológicas o religiosas son especialistas en sentirse maltratadas por opiniones e imágenes que su dogma desaprueba. Es una forma de exhibir su poder y de ejercer una tiranía social que los halaga: lo políticamente correcto, que es en ocasiones muestra de conformismo timorato o de oportunismo electoral, refleja su triunfo en demasiados campos. La contrapartida por vivir en una sociedad que tolera nuestras más improbables creencias es tener que aguantar a quienes las critican o ridiculizan. La postura histriónica de sentirse herido en sus convicciones, como si éstas formasen un cuerpo místico en torno a nuestro cuerpo material, no puede anteponerse a la libertad de expresión de los demás, a la cual no tenemos obligación de hacer caso. Y tampoco es de recibo ese tópico hábilmente acuñado que convierte cualquier crítica a grupos o doctrinas en una “fobia”, es decir en una enfermedad moral que dispensa de atender los argumentos ajenos.
Con mejores o peores razones, señala, uno puede plantear objeciones a comportamientos de musulmanes sin ser islamófobo, o de homosexuales sin ser homófobo, o de católicos sin padecer anticatolicismo mórbido, etcétera. Y aunque uno padeciera tales supuestas dolencias ideológicas, no puede ser excluido de la convivencia cívica salvo que su comportamiento transgreda derechos legalmente reconocidos. Llevar estos prejuicios al campo educativo, como exigen los que rechazan en las aulas ciertas obras clásicas de la literatura o el pensamiento por incurrir en pretendidas ofensas a su peculiar moralidad, es particularmente grave: precisamente uno de los objetivos de la educación es familiarizarnos con criterios distintos a los que conocemos o explorar los límites y contradicciones de éstos. Además, ciertas manifestaciones artísticas, publicaciones humorísticas… pueden parecernos de mejor o peor gusto, pero deben gozar de una licencia mayor para ir más allá de las conveniencias. Algunos dirán irritados: “¡Pues si todos hiciésemos lo mismo…!”. Al oír semejante protesta, Bertrand ­Russell solía señalar que el cartero puede llamar a todas las puertas de la casa, mientras que el resto de los vecinos no goza de tal privilegio.
Los Tersites modernos, dice, tanto online como presenciales, aparecieron primero entre grupos sociales excéntricos o de oposición a lo establecido. Pero gradualmente han ido ocupando un puesto más preeminente, hasta llegar a convertirse en autoridades más temidas que los jefes oficiales: nadie en un alto puesto se atreve a enfrentarse directamente a ellos o a arrostrar sus iras. En cierto modo, encarnan la moral de los puritanos agresivos, aquellos que en Salem denunciaban comportamientos indecorosos o extraños que podían llevar a alguien a la hoguera. Conozco periodistas y políticos capaces de enfrentarse alegremente a cualquier Gobierno, pero que tiemblan ante la posibilidad de verse señalados en las redes por feministas o animalistas…
Probablemente, señala, esta dictadura del pensamiento correcto ha favorecido sensu contrario la exaltación de Donald Trump, una especie de anti-Tersites pero que utiliza todos los medios propios de Tersites contra los de ese mismo gremio. Incluso desde el puesto institucional más poderoso continúa tersiteando: ¡Agamenón convertido en Tersites! Mucha gente, harta de la corrección impuesta dogmáticamente, se siente aliviada por su impío cerrilismo. No es el único jefe político en recurrir a falsificaciones escandalosas, de datos o documentos gráficos, para apoyar su propaganda…, algo que antes sólo se atrevían a hacer descaradamente los extremistas marginales de las redes. Mal asunto.
Lo mejor de Tersites, concluye Savater, fue siempre su vigilancia para señalar críticamente la desnudez del rey, que por tanto no podía nunca pavonearse impunemente; pero ahora que los reyes alardean del tamaño de sus vergüenzas, ¿cómo convencerlos de que se tapen un poco por elemental decoro? Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt