lunes, 14 de agosto de 2023

De Cataluña, Quebec, Canadá y España

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador Antonio Cazorla, va de Cataluña, Quebec, Canadá y España. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










El PP, Cataluña y los conservadores canadienses
ANTONIO CAZORLA SÁNCHEZ
09 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

La cuestión del encaje de Cataluña en España puede volver a angustiarnos en cualquier momento. Por dos razones. Una es que los pactos entre Vox y el PP, y en particular sus medidas contra la diversidad lingüística, cultural y política del país, no son un buen agüero. La otra es que el nacionalismo no muere, se adormece, y a veces se vuelve a despertar no tanto por sus aciertos como por los errores de quienes se declaran sus peores enemigos. El separatismo ofrece soluciones simples a realidades complejas. El nacionalismo centralizador hace lo mismo. Se alimentan mutuamente. Por el contrario, si algo ha demostrado la experiencia política en España en los últimos cinco años es que la prudencia y la disposición al diálogo son el camino más adecuado para apaciguar los ánimos en la calle y poner de relieve las profundas contradicciones que tiene todo movimiento separatista en un marco democrático. El procés puede estar acabado o no, y quizás todos hemos aprendido colectivamente algo de los errores del pasado. Ya veremos.
Sigue ahora una perspectiva de la situación desde Canadá. Desde hace tres décadas, la relación entre Quebec y el resto de Canadá ha sido una guía permanente en España, tanto para los que buscan la independencia de Cataluña como para los que se oponen a ella. Los referendos de 1980 y, sobre todo, de 1995 (en el que el no a la independencia ganó por apenas 54.000 votos) han sido analizados cuidadosamente: estrategias, propuestas, aciertos y yerros de unos y otros. También se ha prestado mucha atención a la llamada Ley de Claridad del año 2000, que sentó las bases para cualquier consulta territorial futura en Canadá. Menos consideración, en cambio —y merece mucha—, se ha dado a la actitud de las fuerzas políticas canadienses ante el desafío soberanista, y en especial a la del Partido Conservador de Canadá que, en principio, es la fuerza política que tiene más puntos de contacto ideológicos con el Partido Popular español. La actitud es crucial, porque el nacionalismo es, ante todo, un credo basado en y alimentado por las emociones, y dependiendo de cómo se trate a estas, incluso más que a las realidades, se podrá llegar a situaciones políticas muy distintas.
Tanto los conservadores canadienses como los españoles son defensores de la unidad del Estado. Pero no solo la retórica y las acciones de aquellos son muy distintas de las de estos, sino que también parten de situaciones muy distintas. De entrada, está por verse en España un líder del PP o, más aún, un candidato a la presidencia del Gobierno, catalán (y no es que el PSOE se luciera precisamente con Josep Borrell). Esto es lo normal en Canadá. De los seis últimos primeros ministros que ha tenido este país, cuatro fueron quebequeses y uno de estos era conservador (Jean Chrétien, Paul Martin, Justin Trudeau y Brian Mulroney, respectivamente). El actual primer ministro, Justin Trudeau, es quebequés, y el líder conservador de la oposición, Pierre Poilievre, es un francófono de Ontario que derrotó en las primarias del partido a otro quebequés, Jean Charest. ¿Se imagina alguien en España a un presidente del Gobierno catalán, con un líder de la oposición, digamos, de Castellón y valencianoparlante? Pero es que, además, cuando se produjeron los referendos de 1980 y 1995, los primeros ministros de Canadá en ese momento eran los dos liberales quebequeses (Pierre Trudeau y Chrétien, respectivamente). ¿Se imaginan ustedes también qué se habría dicho desde ciertos ambientes políticos y mediáticos en España en una situación parecida?
Hasta aquí han quedado claras dos cosas. Una, que el peso de los quebequeses en la política canadiense es incomparablemente mayor al de los catalanes en la española. La otra, que los canadienses, incluyendo quienes votan conservador, se abstienen de juzgar a sus políticos por sus orígenes geográficos y culturales, y no cuestionan el patriotismo de sus gobernantes —sean conservadores o liberales— cuando se enfrentan a retos separatistas. Y esto no es por puro cálculo electoral. El Partido Conservador, que hasta finales de los años ochenta era una fuerza crucial en el panorama político de Quebec, desde entonces se ha visto desplazado por otras formaciones conservadoras nacionalistas no muy distintas de la extinta CiU catalana. A nivel federal, en las últimas elecciones federales de 2021 apenas obtuvo 10 de los 78 escaños en disputa en Quebec. Pero este declive conservador en Quebec, no muy disimilar al del PP en Cataluña, no ha llevado al partido a demonizar a los quebequeses para sacar votos en otras zonas del país, como pueden ser el Oeste, donde hay un cierto sentimiento popular antifrancófono. Una vez más, que el lector compare actitudes recientes en uno y otro país.
Pero hay más. Las leyes lingüísticas de Quebec pueden gustar o no, dentro y fuera de la Bella Provincia. Son a veces controvertidas, pero hace ya muchísimo tiempo que el resto de los canadienses decidieron que estos eran asuntos que los quebequeses debían decidir por sí mismos. No se encontrará en los medios de comunicación canadienses, ni a políticos de ningún color, rasgarse las vestiduras o, peor, difundir bulos en ocasiones vergonzantes sobre cómo se educa allí a los niños o se trabaja en los hospitales. Quizás sean estas las razones por las que el apoyo al separatismo en Quebec, que un día tuvo detrás a la mitad de la población, haya retrocedido muchísimo y lleve ya años estancado, siendo ahora la opción preferida de apenas un tercio de los votantes.
Tras las elecciones recientes en España podría pasar, y quizás esté pasando ya, que pueda haber políticos dispuestos a seguir echando mano del nuevo anticatalanismo disfrazado de constitucionalismo para ganar fuera de Cataluña (o del País Vasco), los votos que no consiguen allí. De Vox cabe esperarse lo peor, pero el problema es lo que haga el Partido Popular. Quizás las mentes más preclaras del mismo consigan rectificar y que el partido mire al problema de la plurinacionalidad de España con generosidad, genuino patriotismo y a largo plazo. Pero las primeras dos décadas del PP en este siglo no han ido precisamente por ahí, ni lo que seguimos oyendo. Al mismo tiempo, es muy preocupante, por radical y constante, la línea de ciertos medios de comunicación afines a ese partido, que siguen prefiriendo hacer salivar a los ciudadanos donde tendrían que difundir una reflexión crítica sobre lo que las urnas han dicho. En resumen, sería conveniente que en el PP se debatieran más temprano que tarde y seriamente dos problemas que tiene el partido y, por serlo de Estado, España. Uno es de actitud, esto es, no utilizar una retórica de demonización contra los españoles que no ven la cuestión nacional como ellos. Otro —que afecta no solo a los conservadores españoles, sino a casi todos los partidos— es cómo insertar a Cataluña en el Estado, y, en sus mismas formaciones, a los políticos catalanes. Tenemos un problema estructural. Comparen el dato siguiente con la realidad canadiense: ningún catalán ha gobernado España desde la Primera República. Casi en esos mismos años, desde que sir Wilfrid Laurier llegó al cargo en 1896, 10 quebequeses han sido primeros ministros de Canadá. Casi un siglo y medio de experiencia no debería ser una simple desviación estadística, sino la constatación de una anomalía política muy grave en España y con Cataluña.




























[ARCHIVO DEL BLOG] Aunque al final dijo sí... [Publicada el 04/10/2008]









Después de su aprobación por una amplia mayoría del Senado días pasados, el proyecto de ley para inyectar 700.000 millones de dólares (de dinero público) para reflotar el sistema financiero norteamericano, volvió a la Cámara de Representantes para una nueva votación. Al final salió hoy que sí, y no se si alegrarme o no... Quiero creer que sí, pero lo importante, ahora, es ver si funciona.
Hace ya bastantes años asistí a una reunión de representantes sindicales con un alto ejecutivo de la banca española. Recuerdo que explicó con una curiosa metáfora como funcionaba el sistema bursátil mundial. La Bolsa, decía, y todo el sistema económico y financiero en general, funciona en base a algo tan "sutil" como la confianza. Imaginen, nos contaba, que les ofrecen una caja, cerrada, que contiene los que según los expertos, son los mejores vinos del mundo. Y todo ello, por "x" euros, o dólares, o la moneda que ustedes quieran. Es seguro, que en base a la "confianza" que despiertan esos vinos, siempre habrá alguien interesado en pagarle a usted "x" más "n" euros o dólares por la caja. Y que conforme la caja aumente de valor por las sucesivas ventas, seguirá habiendo algún otro comprador dispuesto a ofrecer "x" más "n" más "y" euros o dólares por ella... Así, hasta que la compre alguien que decida abrirla y bebérsela sin ponerla a la venta, y descubra que los vinos que estaban dentro de la caja eran unos vulgares tintorros... El negocio de los vinos (de calidad) se hundirá irremisiblemente... Y todo, por que, un borrachín con dinero prefirió beberse la caja de vinos antes que seguir negociando y ganando dinero con su compra-venta sucesiva...
Decía días pasados el profesor Gabriel Tortellá, catedrático emérito de Historia Económica de la Universidad de Alcalá ("Crisis, ciclos e historia". El País, 25/09/08) que todo este asunto de la crisis económica y financiera que aqueja al mundo occidental le sonaba a historia "deja vu", que estas tremendas fluctuaciones económicas se repiten cíclicamente, y que con un poco más de "memoria histórica" por parte de los responsables financieros, económicos y políticos, situaciones críticas como las que estamos viviendo se podían prever, paliar, e incluso, evitar...
En similar sentido, el también ex profesor de la Universidad Libre de Berlín, Ignacio Sotelo ("Una crisis anunciada". El País, 03/09/08), expone que todos sabíamos que antes o después llegaría esta crisis, anunciada por economistas ilustres, causada por una desregularización generalizada, que las crisis de los noventa en Asia y América Latina ya pusieron de relieve, y que como no se percibe una alternativa al sistema de producción existente, su desplome se considera una catástrofe que hay que impedir a cualquier precio, aunque todos los indicios apunten, concluye, a que esta crisis podría conducir al fin de la supremacía económica norteamericana. Y los pobres, como siempre, a verlas venir y capear el temporal como podamos... Sean felices, a pesar de todo... HArendt












domingo, 13 de agosto de 2023

De la trampa del optimismo

 







Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Juan Pablo Serra, va de la trampa del optimismo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









La trampa del optimismo
JUAN PABLO SERRA   
23/11/2020 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Historiar el presente es una de las hazañas intelectuales más arriesgadas que puede llevar a cabo un escritor. Los hechos están muy cerca para sopesar todas sus consecuencias y las fuentes (en su mayoría, mediáticas) tienden a recoger la parte más vistosa de la realidad, aunque esta no sea en todos los casos ni la más importante ni la más determinante. Quizá por ello merece la pena acercarse al último trabajo de Ramón González Férriz (1977), quien ya indagó en los movimientos de mayo del 68 con una aspiración parecida a la de La trampa del optimismo, un libro que pretende reconstruir una serie de acontecimientos —políticos, bélicos, culturales, económicos, tecnológicos— de la década de 1990 cuya incidencia en nuestro presente parece fuera de duda.
El libro exhibe las virtudes a las que nos tiene acostumbrados el ensayista y periodista: la capacidad para el relato minucioso y vibrante (en los capítulos sobre la caída del Muro de Berlín y el surgimiento de los gigantes de Silicon Valley), la habilidad para relacionar algunos hitos de la cultura popular (la serie Friends, la música indie en España y Reino Unido) con la sociología política del momento y, también, la prudencia en el empleo de determinadas interpretaciones de los hechos por parte de autores de referencia (Tony Judt, John Gray, Joseph Stiglitz, Joaquín Estefanía, David Marsh). En esta ocasión, González Férriz da una mayor relevancia a la economía como el detonante que espoleó las transformaciones acaecidas durante la última década del siglo XX y algunas de las consecuencias que hemos vivido en los primeros compases del XXI. Y, tomando pie de la investigación de Daniel Kahneman como explicación última —a la vez, psicológica y antropológica—, concluye que “los líderes políticos y económicos de la década de los noventa mostraron un optimismo inusitado” y tendieron a asumir que, si la historia había llegado a su fin, entonces todo era posible (p. 207).
La sensación de estar inaugurando una época nueva impregnó los años noventa, esencialmente optimistas como bien recuerda González Ferriz en la introducción del libro (pp. 11-12): el fin del comunismo despejaba el camino al progreso, los mercados podrían integrarse, el comercio sería global, las naciones de Europa delegarían soberanía en la UE, la externalización de actividades industriales permitiría tener bienes más baratos y enriquecerse (y democratizarse) a otros países, se extendería una ideología “sintética” con lo mejor de la izquierda y la derecha y hasta habría una cultura común (en inglés, eso sí) gracias a internet. Veinte años después del final de la década de los 90, sabemos que muchas de esas promesas no se cumplieron. El camino hacia el progreso costó miles de muertos en las guerras de Yugoslavia, la globalización abarató los bienes pero también perjudicó a los trabajadores poco cualificados de las sociedades ricas, la integración monetaria en la UE impulsó la modernización de muchos países (España, sin ir más lejos) pero también restó eficacia a los gobiernos nacionales para atajar la crisis subprime, y los experimentos ideológicos como la tercera vía tuvieron una vida corta que desembocó en el enorme desprestigio que hoy arrastra la socialdemocracia. El optimismo, ciertamente, no fue la causa de estos y otros estragos. El problema fue el exceso de optimismo que caracterizaba la visión de los líderes, pues generó “la voluntad explícita de ignorar las consecuencias no solo no deseadas, sino siquiera previstas, de los actos de aquel momento” (p. 210).
En efecto, hubo voces que alertaron de la burbuja de las puntocom y del más que probable pinchazo inmobiliario que vino después. También hubo críticos y escépticos respecto a la viabilidad del euro, que vieron una lucha de filosofías monetarias (con parcial triunfo de la alemana) en el establecimiento de las reglas con que se regiría la política económica de la UE. Y también hubo quien señaló que la implantación de la democracia en países alejados de la influencia occidental no sólo no funcionaría sino que despertaría viejos rencores. Pero confiados unos en las posibilidades económicas —y culturales— de la tecnología, que haría posible la transición digital, y complacientes los otros ante la perspectiva de una Europa futura distinta a todo lo conocido antes, no parece descabellado afirmar que eligieron ignorar las advertencias y asumieron riesgos voluntarios. Por eso, a juicio de González Férriz, el mundo actual, el que vino tras la crisis de 2008, “puede interpretarse como una consecuencia imprevista, accidentada y contradictoria de las decisiones que tomaron los líderes políticos y económicos de la década de los noventa” (p. 14).
Algunos pasajes del libro son matizables. Por ejemplo, el autor asume sin crítica que la derogación de la ley Glass-Steagall en 1999 tuvo un singular impacto en la Gran Recesión, una hipótesis que parece lógica a la razón —los bancos comerciales podrían meterse en operaciones de inversión más arrisgadas— pero que los datos están lejos de corroborar, como ya demostraron Friedman y Krauss en Engineering the Financial Crisis: Systemic Risk and the Failure of Regulation (2011). También da por buena la idea de que, tras el 11-S, la religión ocupó el centro de la política americana, una lectura demasiado literal de las palabras de Bush y su equipo que ignora la tradición histórica y la cultura política estadounidenses en las que esas expresiones tenían —y tienen— sentido. Y, por último, da a entender que si la Unión Europea aspira hoy a ser una potencia autónoma y asumir su papel geopolítico, es como respuesta a la consolidación de China y al distanciamiento de EEUU (el de la administración Trump, se entiende). No obstante, este movimiento aislacionista empezó mucho antes, en 2003, y fue una reacción esperable ante la ruptura del vínculo atlántico comandado por Chirac y Schröder para liderar la oposición a la guerra de Irak. En este sentido, el aislacionanismo de Trump no sólo continúa la vieja tradición original de su país (evitar guerra innecesarias, minimizar la injerencia en el extranjero) sino algo más cercano en el tiempo: la política del mismo Obama respecto a Europa. En realidad, este es un ejemplo de consecuencias imprevistas: sin haberlo pretendido, cuando Chirac y Schöder rompieron el consenso entre los aliados, no sólo iniciaron el retraimiento de Estados Unidos sino que, a la larga, obligaron a la UE a competir con los distintos actores del panorama internacional. Un gesto populista en 2003, en cierto modo, devolvió a Europa a la Historia.
Esta de las consecuencias imprevistas es, creo, la clave interpretativa más interesante que atraviesa el libro. Un funcionario se equivoca al leer un documento legal, un periodista lo entiende mal y ello termina en la apertura de las fronteras de la extinta República Democrática Alemana. Investigadores y jóvenes universitarios buscan el modo de enlazar información, diseñar servicios de correo que se puedan consultar en cualquier lugar o implantar una tienda que intermedia entre clientes y fabricantes para vender cualquier cosa… y aparecen nuevas consecuencias no previstas, como la formación de nuevos monopolios, la dependencia de los ordenadores, el apego a las pantallas y la constatación de que la tecnología aceleró el comercio e hinchó las posibilidades de prosperar en muchos lugares, pero también aumentó la división social y las desigualdades en el acceso a la información.
Esta corazonada de que todo es posible no sólo estaba detrás de la utopía tecnológica. En el recuento de González Férriz, podemos ver que infectó a dirigentes políticos que soñaron con un mundo de intercambios comerciales y guerras benéficas; a empresarios que creyeron que, en internet, bastaba con ser el primero en su nicho y consolidar una marca para que llegaran los beneficios; a banqueros que creyeron posible eliminar el riesgo mediante productos financieros complejos y contabilidad creativa; y, también, a los creadores de cultura. En lo que son dos de los capítulos más provechosos de todo el libro, González Férriz analiza la gestación de la serie Friends (1994-2004) y la deriva del pop independiente en España. ¿Por qué juntos? Por una razón muy precisa: el modo en que ambos productos reflejan el clima moral y la ética propia de los 90, sin ninguna intención de mostrar la periferia de la sociedad ni tampoco de transformarla. Pareciera que el diagnóstico epocal de Fukuyama no fue tan desacertado. De alguna manera, para la cultura que se prescribía en los noventa, todo era posible… menos la modificación de los contornos generales de lo existente.
No obstante, termina el libro, no deberíamos sucumbir a otra trampa: la del pesimismo. Es cierto que La trampa del optimismo no busca ofrecer una solución a los males del presente —el propio autor admite que sólo sería capaz de proponer una versión modernizada de la tercera vía (p. 16)— sino reconstruir el optimismo de los 90 que se demostró equivocado. Pero también lo es que, hoy, estamos en un cambio de época y “es perfectamente posible que seamos capaces de conformarla de tal manera que aún permita el fortalecimiento de la democracia liberal y la vuelva más inclusiva, menos propensa a excesos y burbujas, más prudente” (p. 228). Para ello no cabe más que aprender de la experiencia y de la historia, esa que con tanta viveza comparece ante nuestra memoria gracias a la lectura de La trampa del optimismo. Reseña del libro La trampa del optimismo. Cómo los años noventa explican el mundo actual, de Ramón González Férriz. Ed. Debate, Barcelona, 2020.

























[ARCHIVO DEL BLOG] La posverdad como arte de la manipulación. [Publicada el 01/09/2017]


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"Posverdad" es un neologismo complicado de definir ya que no está aceptado (aún) en el prudente Diccionario de la Lengua de la Real Academia de la Lengua, ni tampoco registrado en el mucho más audaz Diccionario del español actual, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos (Aguilar, Madrid, 1999). Así pues, y a los solos efectos de intentar ponernos de acuerdo en aquello sobre lo que hablamos, dejo constancia de la definición que del vocablo en cuestión da nuestra inefable e inestimable (con las precauciones debidas) Wikipedia: "Posverdad,​ o mentira emotiva, es un neologismo​ que describe la situación en la cual, a la hora de crear y modelar opinión pública, los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales. En cultura política, se denomina política de la posverdad (o política posfactual)​ a aquella en el que el debate se enmarca en apelaciones a emociones desconectándose de los detalles de la política pública y por la reiterada afirmación de puntos de discusión en los cuales las réplicas fácticas -los hechos- son ignoradas. La posverdad difiere de la tradicional disputa y falsificación de la verdad, dándole una importancia "secundaria". Se resume como la idea en “el que algo que aparente ser verdad es más importante que la propia verdad”. Para algunos autores la posverdad es sencillamente una mentira, estafa o falsedad encubiertas con ese término políticamente correcto, ocultando cuanto tiene de mera propaganda política, relaciones públicas e instrumentos de manipulación y propaganda".​ Aclarado queda pues.
Las técnicas para mentir y controlar las opiniones se han perfeccionado en la era de la posverdad: nada más eficaz que un engaño basado en verdades, o envuelto sutilmente en ellas, escribía en El País Alex Grijelmo (1956), periodista, doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y columnista habitual de ese diario.
La era de la posverdad, comenzaba diciendo, es en realidad la era del engaño y de la mentira, pero la novedad que se asocia a ese neologismo consiste en la masificación de las creencias falsas y en la facilidad para que los bulos prosperen.
La mentira debe tener un alto porcentaje de verdad para resultar más creíble. Y mayor eficacia alcanzará aún la mentira que esté compuesta al cien por cien por una verdad. Parece una contradicción, pero no lo es.
Se analizará a continuación cómo puede ocurrir eso.
La posmentira. Hoy en día todo es verificable, y por tanto no resulta fácil mentir. Sin embargo, esa dificultad se puede superar con dos elementos básicos: la insistencia en la aseveración falsa, pese a los desmentidos fiables; y la descalificación de quienes la contradicen. A ello se une un tercer factor: millones de personas han prescindido de los intermediarios de garantías (previamente desprestigiados por los engañadores) y no se informan por los medios de comunicación rigurosos, sino directamente en las fuentes manipuladoras (ciberpáginas afines y determinados perfiles en redes sociales). Se conforma así la era de la posmentira.
De ese modo, millones de estado­unidenses se han creído una comprobada falsedad como la afirmación de Donald Trump de que Barack Obama es un musulmán nacido en el extranjero y millones de británicos estaban convencidos de que con el Brexit el Servicio Nacional de Salud dispondría de 350 millones de libras a la semana adicionales (432 millones de euros).
La tecnología permite hoy manipular digitalmente cualquier documento (incluidas las imágenes), y eso avala que se presente como sospechosos a quienes reaccionan con datos ciertos ante las mentiras, porque sus pruebas ya no tienen un valor notarial. A ello se añade la pérdida de cuotas de independencia en los medios informativos con la crisis económica. Han reducido su nómina de periodistas y han tenido que mirar no sólo a los lectores sino también a los propietarios y a los anunciantes. En ciertos casos, utilizan además técnicas sensacionalistas para obtener pinchazos en la Red, lo cual ha redundado en su menor credibilidad.
Con todo ello, se ha llegado a la paradójica situación de que la gente ya no se cree nada y a la vez es capaz de creerse cualquier cosa.
Muchos periódicos de Estados Unidos han verificado las decenas de falsedades difundidas por el presidente Trump (en enero ya llevaba 99 mentiras según The New York Times), pero eso no las ha desactivado. Y la prensa británica, por su parte, desmenuzó los engaños de quienes propugnaban la salida de la UE, pero eso no desanimó a millones de votantes.
La posverdad. La mentira siempre es arriesgada, y requiere de medios muy potentes para sostenerse. Por eso suelen resultar más eficaces las técnicas de silencio: se emite una parte comprobable del mensaje pero se omite otra igualmente verdadera. He aquí algunos ejemplos:
La insinuación. No hace falta usar datos falsos. Basta con sugerirlos. En la insinuación, las palabras o las imágenes expresadas se detienen en un punto, pero las conclusiones que inevitablemente se extraen de ellas llegan mucho más allá. Sin embargo, el emisor podrá escudarse en que sólo dijo lo que dijo, o que sólo mostró lo que mostró. La principal técnica de la insinuación en los medios informativos parte de las yuxtaposiciones: es decir, una idea situada junto a otra sin que se explicite relación sintáctica o semántica entre ambas. Pero su contigüidad obliga al lector a deducir una vinculación.
Eso sucedió el 4 de octubre de 2016 cuando Iván Cuéllar, el guardameta del Sporting de Gijón, salía del autocar del equipo para jugar en el estadio de Riazor. Recibido por pitos de la afición coruñesa, Cuéllar se detuvo y miró fijamente hacia los hinchas. La cámara sólo le enfocaba a él, y eso hacía deducir una actitud retadora ante los silbidos. Y como tal se presentó en un vídeo de un medio asturiano. De ese modo, se mostraban, yuxtapuestos, dos hechos: la afición rival que abucheaba y el jugador que miraba fijamente hacia los hinchas. No tardó en llegar la acusación de que Cuéllar había sido un provocador irresponsable.
Hubo algo que aquellas imágenes no mostraron: entre los aficionados, una persona había sufrido un ataque epiléptico y eso llamó la atención del portero del Sporting, que miró fijamente hacia allá para comprobar que el hincha era atendido (por el propio servicio médico del club). Una vez que verificó que así sucedía, siguió su camino. Tanto la presencia de los hinchas como sus silbidos y la mirada del futbolista fueron verdaderos. Sin embargo, se alteró el mensaje —y por tanto la realidad percibida— al yuxtaponerlos hurtando un hecho relevante.
La presuposición y el sobrentendido. La presuposición y el sobrentendido comparten algunos rasgos, y se basan en dar algo por supuesto sin cuestionarlo. Por ejemplo, en el conflicto catalán se ha extendido la presuposición de que votar es siempre bueno. Sin embargo, esa afirmación no puede ser universal, puesto que no se aceptaría que el Gobierno español quisiera poner las urnas para que sus ciudadanos votasen si desean o no la esclavitud. Sólo el hecho de admitir esa posibilidad ya sería inconstitucional, por mucho que la respuesta se esperase negativa. Primero habría que modificar la Constitución para permitir la esclavitud, y luego ya se podría votar al respecto. Por tanto, se ha creado una presuposición según la cual el hecho de votar es siempre bueno, cuando la validez de una consulta va ligada a la legitimidad y a la legalidad democrática de lo que se somete a votación.
A veces los sobrentendidos se crean a partir de unos antecedentes que, ­reuniendo todos los requisitos de veracidad, se proyectan sobre circunstancias que coinciden sólo parcialmente con ellos. Por ejemplo, en los denominados papeles de Panamá se denunciaron casos veraces de ocultación fiscal. Una vez expuestos los hechos reales y creadas las condiciones para su condena social, se añadieron a la lista otros nombres sin relación con la ilegalidad; pero el sobrentendido transformó la oración “tiene una cuenta en Panamá” en una figura delictiva que contribuyó a crear un estado general de opinión falseado. No es delito hacer negocios en Panamá y abrir para ello cuentas allí; pero si esto se expresa con esa oración sospechosa, lo legal se convierte en condenable por vía de presuposición.
La falta de contexto. La falta del contexto adecuado manipula los hechos. Así sucedió cuando el diputado independentista catalán Lluís Llach recibió ataques injustos por unas declaraciones sobre Senegal. El 9 de septiembre de 2015, un periódico barcelonés recogía este titular, puesto en boca del excantautor: “Si la opción del sí a la independencia no es mayoritaria, me voy a Senegal”. De ahí se podía deducir que irse a Senegal era algo así como un acto de desesperación (y una ofensa para aquel país africano). De ese modo lo interpretaron algunos columnistas y cientos de comentarios publicados bajo la información. Sin embargo, ésta había omitido un contexto relevante: Llach creó años atrás una fundación humanitaria para ayudar a Senegal, y por tanto, lejos de expresar un desprecio en sus palabras, mostraba su deseo de volcarse en esa actividad si fracasaba su empeño político. En esa falta de datos de contexto se puede incluir la omisión cada vez más habitual de las versiones y las opiniones —que deberían recogerse con neutralidad y honradez— de aquellas personas atacadas por una noticia o una opinión.
Inversión de la relevancia. Los beneficiarios de esta era de la posverdad no siempre disponen de hechos relevantes por los cuales atacar a sus adversarios. Por eso a menudo acuden a aspectos muy secundarios… que convierten en relevantes. Las costumbres personales, la vestimenta, el peinado, el carácter de una persona en su entorno particular, un detalle menor de un libro o de un artículo o de una obra (como en aquel caso de los titiriteros en Madrid)... adquieren un valor crucial en la comunicación pública, en detrimento del conjunto y de las actividades de verdadero interés general o social. De ese modo, lo opinable o subjetivo sobre esos aspectos secundarios se presenta entonces como noticioso y objetivo. Y por tanto, relevante.
La poscensura. Hasta aquí se han analizado someramente (por razones de espacio y de lógica periodística) las técnicas de la posmentira y la posverdad. Pero los efectos perniciosos de ambas reciben el impulso de la poscensura, según la ha retratado y definido Juan Soto Ivars en Arden las redes (Debate, 2017).
En este nuevo mundo de la poscensura, quienes se manifiestan al margen de la tesis dominante recibirán una descalificación muy ofensiva que actúa como aviso para otros marineros. Así, la censura ya no la ejercen ni el Gobierno ni el poder económico, sino grupos de decenas de miles de ciudadanos que no toleran una idea discrepante, que se realimentan entre sí, que son capaces de linchar a quien a su juicio atenta contra lo que ellos consideran incontrovertible y que ejercen su papel de turbamulta incluso sin saber muy bien qué están criticando.
Soto Ivars detalla algunos casos espeluznantes. Por ejemplo, el apaleamiento verbal sufrido por los escritores Hernán Migoya y María Frisa a partir de sendos tuits iniciales de quienes confundieron lo que expresaban sus personajes de ficción con lo que pensaba el respectivo creador, y que fueron secundados de inmediato por una muchedumbre endogámica de seguidores que se apuntaron al bombardeo sin comprobación alguna. Lo mismo hicieron algunos periodistas que, para no quedarse fuera de la corriente dominante, recogieron sin más de las redes el manipulado escándalo, blanqueando así la mercancía averiada.
Esta inquisición popular contribuye a formar una espiral del silencio (como la definió Elisabeth Noelle Neumann en 1972) que acaba creando una apariencia de realidad y de mayoría cuyo fin consiste en expulsar del debate a las posiciones minoritarias. En ese proceso, la gente se da cuenta pronto de que es arriesgado sostener algunas opiniones, y desiste de defenderlas para mayor gloria de la posverdad, la posmentira y la poscensura. Así, el círculo de la manipulación queda cerrado, concluía diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











sábado, 12 de agosto de 2023

De la lucha entre la inteligencia y la necedad

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Bernat Castany, va de la lucha entre la inteligencia y la necedad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Un vasto programa
BERNAT CASTANY PRADO
07 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Uno de los jeeps de la Novena Compañía de la División Leclerc, compuesta casi exclusivamente por republicanos españoles, fue bautizado con el nombre de Mort aux cons, que me resigno a traducir como “Muerte a los necios”. No es improbable que dicho lema fuese una respuesta al más tristemente célebre “Muera la inteligencia” que Millán Astray vociferó en 1936. Y es que, por debajo de la codicia, la crueldad, la banalidad y demás fuentes de la barbarie, se halla la capa freática de la necedad. De ahí que las guerras de religión fuesen anunciadas por el Elogio de la locura, de Erasmo de Róterdam; el triunfo del nazismo, por el Sobre la estupidez, de Robert Musil; y la revolución neoliberal de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, por Las leyes fundamentales de la estupidez humana, de Carlo M. Cipolla. ¿Acaso deberían preocuparnos las reediciones de estos libros y la reciente publicación de La imbecilidad es cosa seria, de Maurizio Ferraris?
Sin duda, la infrafinanciación de la educación, el desprecio de las humanidades, la prestidigitalización de la vida, el antintelectualismo populista y la sustitución de la verdad por “relatos” financiados por diferentes grupos de interés, no son buenas señales. Pero nada muy diferente del oscurantismo y de los cuentos de brujas, traidores e inmigrantes, que nos hechizan de generación en degeneración. Claro que la lucha entre la inteligencia y la necedad no se da solo en todas las épocas, sino también en todos los lugares, y especialmente en nuestra propia mente, tan propensa a lo simple y a lo falso. Por eso, la lucha no puede consistir en “matar a los necios”, pues cada uno de nosotros debería matarse primero a sí mismo. Eso sin contar que, tal y como nos enseñaron los votantes de Donald Trump, reírse de la necedad ajena no es una buena estrategia.
Es mejor aprender a someter la opinión personal a la búsqueda en común de la verdad, a denunciar sin miedo la mentira y a defender nuestro sistema educativo, renunciando, para empezar, a esa especie de chupete digital que son los móviles, con el objetivo de incluir a los niños en nuestras conversaciones (lo siento, pero escribo estas líneas en una cafetería, y el espectáculo es lamentable). Se dice que, al ver el lema Morts aux cons en la parte delantera de aquel jeep de La Nueve, el general De Gaulle afirmó, con felicidad: “Vasto programa”. No esperemos a septiembre para empezar a llevarlo a cabo.






























[ARCHIVO DEL BLOG] Vidas paralelas: Alfonsina Storni y Violeta Parra. [Publicada el 06/09/2013]










No creo ser una persona envidiosa, y en ese sentido no ejerzo en exceso de español, en el que la envidia constituye con mucho su pecado capital por excelencia. En cualquier caso si me reconozco cierto reconcomo ante capacidades narrativas de otros, de las que yo carezco. Por ejemplo, del historiador griego Plutarco, que vivió a mediados del siglo I d.C., y escribió obras ejemplares como sus "Vidas paralelas" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1997), entre ellas las "Alejandro y César", o "Pericles y Fabio Máximo".
Me gustaría hacer lo mismo con las de las dos mujeres que traigo a esta entrada: la poetisa Alfonsina Storni (1892-1938) y la cantautora y folclorista Violeta Parra (1917-1967), pero me falta la sensibilidad suficiente para hacerlo. Tienen en común su condición femenina, su origen sudamericano (argentina, la primera; chilena, la segunda), sus cercanas fechas de nacimiento: 1892 y 1917; sus difíciles y similares vicisitudes vitales; sus fracasos amorosos; sus trágicas muertes, casi a la misma edad y ambas por suicidio, en 1938 y 1967, respectivamente. Pero sobre todo el enorme valor artístico de su obra.
El 8 de septiembre de 2008 dediqué una de mis entradas del blog a Alfonsina Storni. Lo hice con motivo del 70 aniversario de su muerte, publicando uno de sus más emotivos poemas: "Dejad dormir a Cristo", y lo hice movido por los extraños sentimientos encontrados que me produjo el funeral de Estado celebrado por aquellos días en la catedral de Santa Ana, en Las Palmas de Gran Canaria, la ciudad donde yo vivo, con motivo del accidente de avión en el aeropuerto de Madrid unos días antes, en el que murieron decenas de grancanarios.
La única razón, el profundo desasosiego que me produjo la ocupación por la religión, la iglesia en este caso, de un espacio público, espacio que, por antonomasia, corresponde a todos, creyentes y no creyentes, como ámbito de su exclusiva competencia. La religión de cada cual debería ser algo que se desenvuelve en el estricto ámbito de lo privado. Iba a decir de lo íntimo, pero como decía mi profesor don Emilio Lledó, lo íntimo es ya un reducto inaprensible, y tampoco aspiro a tanto.
Les dejo el intimista poema de Alfonsina Storni y les animo a que escuchen la enternecedora "Gracias a la vida" de Violeta Parra, porque enterncedor resulta que su más famosa composición, su más entrañable canto a la vida, fuera compuesto un año justo antes de quitarse la misma. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt



Dejad dormir a Cristo: desde el duro madero
ha veinte siglos oye: "Interced por nos".
De su pecho de palo, sensible al lacrimero,
ya extrajísteis, sobrado, lo que cabe en un dios.
Dejad dormir a Cristo, y si estáis en naufragio
hacia otro calmo puerto desamarrad las velas
que, obligado a dentista por el mayor sufragio,
bastante os ha curado los dolores de muelas.
Veneno le pedisteis para mojar la flecha,
propicia sombra y viento para encender la mecha,
lo bajasteis al lecho que el diablo presidía.
¿Quién dijo que era un pozo jamás desagotado?
Huyendo de los hombres, por sobre algún tejado,
habréis de verlo, en fuga, dejar la cruz vacía.

"Dejad dormir a Cristo"
Alfonsina Storni: "Antología Poética"
Ediciones Busma, Madrid, 1984)