viernes, 6 de diciembre de 2019

[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Juan Luis Cebrián Echarri




Juan Luis Cebrián el su toma de posesión académica


La Real Academia Española se creó en Madrid en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. En sus primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. El 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. La RAE ha tenido un total de 483 académicos de número desde su fundación. 

A esta sección del blog iré subiendo periódicamente una breve semblanza de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 

Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la RAE con la del académico Juan Luis Cebrián Echarri (1944). Elegido el 19 de diciembre de 1996, tomó posesión de la silla "V" el 18 de mayo de 1997 con el discurso titulado Memoria sobre algunos ejemplos para la transición política en la obra de Gaspar Melchor de Jovellanos, al que respondió, en nombre de la corporación, Luis Goytisolo.

Estudió Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, por la que es licenciado en Ciencias de la Información, tras graduarse, en 1963, en la Escuela Oficial de Periodismo. Es, desde mayo de 2018, presidente de honor del diario El País, del que fue su primer director hasta 1988, año en que pasó a ser editor del periódico. Ha ocupado los cargos de presidente y consejero delegado del grupo PRISA. 

Antes de sacar a la calle El País, fue miembro del equipo fundacional de la revista Cuadernos para el Diálogo (1963). Entre 1963 y 1975 trabajó como redactor jefe y subdirector de los diarios Pueblo e Informaciones de Madrid y en 1974 accedió a la dirección de los Servicios Informativos de Televisión Española, en donde permaneció ocho meses. De 1986 a 1988 desempeñó el cargo de presidente del Instituto Internacional de Prensa y en 2004 ocupó la presidencia de la Asociación de Editores de Diarios Españoles.

Caballero de las Letras y las Artes de Francia desde 1989, ha recibido numerosos reconocimientos a la labor profesional que ejerce desde hace medio siglo: Director Internacional del Año, concedido por World Press Review (1980); Medalla a la Libertad de Expresión de la Fundación Roosevelt, y Medalla de Honor de la Universidad de Missouri (1986). Galardonado con el Premio Internacional Trento de Periodismo y Comunicación (1987), Juan Luis Cebrián fue el impulsor de los Premios Ortega y Gasset de periodismo, concedidos por El País. En 1986 fue distinguido por la Universidad de Missouri (Estados Unidos) con el Premio por Servicios Distinguidos en el Periodismo y en 1988 recibió el nombramiento de profesor honorario de la Universidad Iberoamericana de Santo Domingo (República Dominicana). En 2003 fue visitante de honor en la Universidad de La Plata (Argentina) y recibió la Medalla al Mérito de la Universidad Veracruzana (México) por su aportación al pensamiento crítico; es patrono de la Cátedra Alfonso Reyes del Instituto Tecnológico de Monterrey (México) y está en posesión de la Medalla Rectoral de la Universidad de Chile (2001). Es miembro del Consejo Asesor del Departamento de Lenguas y Culturas Española y Portuguesa de la Universidad de Princeton (Estados Unidos) y del Consejo Consultivo de la licenciatura en Periodismo de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Coimbra (Portugal).

Es autor de libros de ensayo sobre periodismo y sociología política, entre ellos La prensa y la calle (1980), La España que bosteza (1980), El tamaño del elefante (1987), Retrato de Gabriel García Márquez (1989), El siglo de las sombras (1994), Cartas a un joven periodista (1997), La Red (1998), El futuro no es lo que era (2001), escrito con el expresidente Felipe González, El fundamentalismo democrático (2004) y El pianista en el burdel (2009). Como novelista ha publicado La rusa (1986), La isla del viento (1990), La agonía del dragón (2000) y Francomoribundia (2004). Estas dos últimas obras forman parte de la trilogía El miedo y la fuerza.




Real Academia Española, Madrid



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 6 de diciembre




El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...


















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jueves, 5 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Una dosis de jabón





"A veces, cuando en la vida no se consigue el producto ­adecuado para lavar según qué, una ­drástica opción es echarlo al fuego y renovarse", comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora Flavia Company. 

"En el hotel hay lavadora y secadora -comienza diciendo Flavia Company-. Es una de las máximas felicidades para quienes viajamos con mochila. Aprovecho que hoy llueve para quedarme a trabajar en la habitación y, al mediodía, bajo a recepción a preguntar por los detalles. Escollo: no hay jabón. ¿Cómo que no? Se nos ha acabado. Puedes ir a comprar al Fiesta –el gran supermercado de nombre prometedor que hay cruzada la carretera–.

Llueve, como he dicho, pero la colada se lo merece. Me meto en el chubasquero y, para empezar, siento que arriesgo la vida cuando me veo en la necesidad de cruzar la ruta de doble sentido sin aceras ni pasos de peatones. Llego a las inmediaciones de la gran superficie y recuerdo la novela de A.M. Homes Este libro te salvará la vida y a su protagonista, atropellado en una de esas zonas de aparcamiento, quien, tras el accidente, recibe una sarta de insultos de quien conducía, porque a quién se le ocurre caminar, a estos sitios se llega en coche.

No tienen en el Fiesta dosis de deter­gente individuales o al menos pequeñas. Aprovecho para cambiar la pantalla protectora del móvil, que se me quebró hace unos días, y, en el camino de regreso, paro a comer en un restaurante típico de Texas en el que se ofrece la habitual barbacoa, que no elijo pero que me lleva hasta otra novela de A.M. Homes que me entusiasma. Se trata de Música para corazones incendiados , con uno de los mejores pri­meros capítulos que le conozco a la lite­ratura, en el que un matrimonio de hombre y mujer, mediana edad, dos hijos, acaban de despedir a los invitados de ese domingo y se dirigen a la cocina a lavar los platos. Rascando la grasa que ha quedado en cubiertos y vajilla, se dan cuenta de que no pueden más con esa vida de tedio, ­deudas, incomunicación y mediocridad. Un pacto silencioso los lleva de nuevo al jardín. Acercan la barbacoa a la pared de la casa y le prenden fuego, tanto fuego como pueden. Es de noche. Sacan a los hijos de sus camas, los suben al coche y empiezan a alejarse. La casa está ardiendo, la ven por el retrovisor. Van a un hotel. Y regresando yo al mío he pensado que a veces, cuando en la vida no se consigue el producto ­adecuado para lavar según qué, una ­drástica opción es echarlo al fuego y renovarse. Pero entonces he llegado y en re­cepción me ­esperaban con un regalo: una dosis de ­jabón".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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[ARCHIVO DEL BLOG] 23-f: Anatomía forense. (Publicada el 23 de abril de 2009)



El escritor Javier Cercas


Hace unos días polemizaba a través del correo electrónico con mi amigo, el periodista argentino Alberto Atienza, sobre el diferente criterio que debemos asumir ante el contenido de una obra pretendídamente histórica, y por tanto construida con rigor académico y objetividad, y el de otra obra construida como una historia novelada o una novela con ínfulas históricas.

Alberto vive en la ciudad de Mendoza, en el centro-oeste argentino y con el Aconcagua a la vista, y escribe en un interesante blog colectivo que lleva el nombre de "La Quinta Pata", cuya lectura les recomiendo. La discusión, amigable como no podía ser menos, surgió con motivo del cabreo de mi corresponsal con el contenido de una novela del escritor escocés, Phillip Kerr, titulada Una llama misteriosa (RBA, Barcelona, 2009), relativamente publicitada en España, sobre el desembarco en la Argentina peronista de los años 50 de numerosos jerarcas nazis huidos de Europa tras el fin de la II Guerra Mundial, en la que se mezclan sucesos históricos con embarazos de Eva Perón por ex-generales nazis...

He recordado esta discusión a causa de la reciente publicación de una nueva novela del escritor catalán, y profesor de Literatura española en la Universidad de Gerona, Javier Cercas, sobre los sucesos del 23-F, que lleva el titulo de Anatomía de un instante (Mondadori, Barcelona, 2009). ¿Novela histórica o historia novelada? No la he leído, pero pienso hacerlo. De momento, he recogido dos comentarios recientes sobre ella, ambos elogiosos pero, como no podía ser menos, desde ópticas diferentes: la del historiador y profesor de la UNED, Santos Juliá, titulado "Mientras zumbaban las balas" (El País, 22/04/09), y la del escritor y periodista Jesús Ruiz Mantilla, con el título "23-F. El juicio de los hijos" (El País Semanal, 12/04/09). Los reproduzco en los enlaces inmediatamente anteriores para que ustedes se formen su propia opinión. Sean felices. Tamaragua, amigos. HArendt

P.S.: Hoy, Día del Libro, me he comprado "Anatomía de un instante", y ya lo estoy leyendo... HArendt







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[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 5 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 4 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Ya no basta contar la verdad...



Foto de Josefina Blanco (Europa Press)


“Ya no basta con contar la verdad, también hay que destruir las mentiras", afirma en el A vuelapluma de hoy el escritor Javier Cercas, tras recibir el premio Francisco Cerecedo de Periodismo de manos del rey Felipe VI el pasado 28 de  viembre.

"En primer lugar -comienza su discurso Javier Cercas-, me gustaría contarles una anécdota que he contado alguna otra vez y que, estando en presencia del rey Felipe VI, me siento obligado a repetir.

En una ocasión, el rey Alfonso XIII, su bisabuelo, condecoró a Miguel de Unamuno. Y cuentan que, durante la ceremonia, una vez que el Rey le hubo impuesto la condecoración, Unamuno le espetó: “¡Gracias, señor, me la merezco!”. Como es natural, Alfonso XIII se sorprendió un poco —no mucho, creo yo, al fin y al cabo conocía al personaje: de hecho, no mucho después lo mandó al destierro—; el caso es que el Rey se sorprendió o fingió sorprenderse, y dijo: “Caramba, don Miguel, es el primer galardonado que me dice eso; todos los demás me habían dicho exactamente lo contrario: ‘Gracias, señor, es un honor que no merezco…’” Y en ese momento Unamuno interrumpió al Rey: “Y tenían razón”.

Bueno, pues a mí me encantaría hacer gala hoy de la misma magnífica soberbia de don Miguel. Por desgracia, cualquiera que eche un vistazo a la lista de galardonados que me han precedido en el Premio Francisco Cerecedo comprenderá que no es posible, y que no tengo más remedio que decir la verdad; o sea: que este premio significa un grandísimo honor para mí, y que, al contrario que don Miguel de Unamuno, yo sí sé que no lo merezco.

Lo digo con absoluta sinceridad.

Siento demasiado respeto por el periodismo para considerarme un periodista. No estudié periodismo. Nunca he trabajado en la redacción de un periódico, ni en una radio o una televisión. Nunca he sido corresponsal de ningún medio, ni tampoco reportero. Ni siquiera me he ganado la vida escribiendo en los periódicos, y desde luego mi velocidad de escritura es salvajemente antiperiodística, porque es más o menos la de Oscar Wilde, que en una ocasión declaró: “Hoy me he pasado el día escribiendo: por la mañana, quité una coma; por la tarde, la volví a poner”. ¿Cómo es posible, entonces, que me hayan concedido un premio de periodismo, y para colmo tan importante como este? ¿Hay que culpar únicamente del desaguisado a la generosidad insensata del jurado? ¿O acaso soy yo como Monsieur Jourdain, aquel personaje de Molière que llevaba toda su vida hablando en prosa sin saberlo? ¿Seré yo también, sin saberlo, un periodista?

Es posible. Al fin y al cabo, desde hace veinte años escribo de manera regular en el diario El País, lo cual significa, supongo, que, aunque no sea un periodista, quizá sí puedo considerarme, más modestamente, un escritor de periódicos. Más modestamente, pero con no menos orgullo: no en vano, esa categoría de escritor es, en nuestra tradición, una categoría ilustre. Se ha dicho tan a menudo que ya es casi un cliché: gran parte de la mejor prosa escrita en España durante los dos últimos siglos se ha publicado en los periódicos. Ahora bien, las ideas no se convierten en clichés porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad. Es sin duda el caso de esta: baste recordar que quien es, para mi gusto, el mejor prosista de nuestro siglo XIX fue, sobre todo, un escritor de periódicos, si no un periodista a secas: Mariano José de Larra; baste recordar que Azorín, Ortega o Josep Pla fueron, quizá esencialmente, periodistas.

Lo cierto es que yo, a los periódicos, llegué tarde, como a casi todo. También es cierto que, aunque sea en lo esencial un novelista, la escritura en los periódicos cambió mi forma de escribir novelas, o simplemente mi forma de escribir. Quiero decir que, en un determinado momento de mi vida, escribir en los periódicos me obligó a dejar de ser un escritor de gabinete, libresco y hasta un poquito autista, y me obligó a salir a la intemperie y a contrastar la escritura con la realidad, me forzó a escribir una prosa más nítida, más viva y más rápida, me empujó a intentar decir las cosas más complejas de la forma más transparente y directa posible, y me ayudó, en definitiva, a tratar de escribir los libros que siempre he soñado con escribir: libros fáciles de leer y difíciles de entender; libros que, como los mejores que conozco, cualquier lector de buena fe puede disfrutar a fondo y sin tropiezos, pero que, al mismo tiempo, ni el lector más concienzudo o exigente puede agotar del todo, sencillamente porque son inagotables, porque nunca acaban de decir aquello que tienen que decir, como escribió Italo Calvino de los clásicos. En resumen, los periódicos me han dado a mí mucho más de lo que yo les he dado a ellos. Así que no debería ser el periodismo quien me premiase hoy a mí, sino yo quien premiase al periodismo.

Hay una cosa, sin embargo, que sí me hace sentirme periodista, y que me hermana con los periodistas auténticos. Me refiero al respeto, incluso al amor por la verdad. Sobre todo hoy, cuando parece que se cuentan más mentiras que nunca, cuando nos asedia por momentos la sospecha asfixiante de que vivimos en la era de la mentira.

No es una sospecha injustificada. Igual que la crisis económica de 1929 dio lugar en gran parte del mundo al surgimiento o la consolidación del fascismo, la crisis de 2008 ha propiciado el surgimiento, también en gran parte del mundo, de eso que solemos denominar nacionalpopulismo; este no es una repetición del fascismo, porque en la historia nada se repite exactamente, pero sí es, en muchos sentidos (como ha mostrado Federico Finchelstein en un libro importante), una transformación de determinados rasgos del fascismo, porque en la historia, como en la naturaleza, nada se crea ni se destruye —solo se transforma—, lo cual significa que todo se repite con máscaras diversas. Sea como sea, la extensión venenosa de ese nacionalpopulismo ha ido acompañada de verdaderas invasiones de mentiras: lo hemos visto en los Estados Unidos de Donald Trump, en el Reino Unido del Brexit o en la Cataluña del llamado procés, todos ellos avatares diversos del mismo fenómeno (por distintos que sean), todos ellos causantes de crisis profundas y profundas divisiones en nuestras sociedades.

Vaya por delante, Señor, que soy un votante fiel de partidos de izquierdas, aunque —no sé si me explico— no siempre soy su simpatizante. Vaya por delante, también, que, a mi modo de ver, la Monarquía que usted encarna es una Monarquía republicana; o dicho de otro modo: que es una Monarquía democrática precisamente porque está basada en valores republicanos —la libertad, la igualdad, la fraternidad— y que por lo tanto es, se diga o no, implícita o explícitamente, heredera del último y frustrado experimento democrático español, la II República. Así que, como cualquier ciudadano español con dos dedos de frente, yo sé que nuestro verdadero dilema político no es Monarquía o República, sino mejor o peor democracia: la prueba es que todos preferimos un millón de veces una Monarquía como, pongamos, la noruega, que una República como, pongamos, la siria. Sentado lo anterior, quisiera decirle una cosa que, me temo, los catalanes no le hemos dicho con la claridad con que hubiéramos debido decírselo. Quisiera darle las gracias porque el día 3 de octubre de 2017, mientras un grupo de políticos felones intentaba imponernos a la mayoría de nosotros, por las bravas, un proyecto minoritario, inequívocamente antidemocrático y profundamente reaccionario —es decir, mientras esos políticos arremetían contra nuestras libertades e intentaban derogar el Estatut y violar la Constitución, aboliendo el Estado de derecho—, usted nos dijo a quienes nos hallábamos del lado de la legalidad democrática que no estábamos solos. Porque éramos, repito, la mayoría, centenares de miles, millones de catalanes, pero nos sentíamos solos. Y teníamos miedo. Mucho más miedo del que ahora queremos recordar, mucho más del que nos gustaría confesar, mucho más del que ustedes se imaginan. Y aquel día usted, señor, nos dijo que no estábamos solos, y —esto es lo más importante— al decírnoslo usted nos lo dijo el Estado democrático que usted representa. Que no estábamos solos, nos dijo. Que no nos iban a abandonar. Y que, esta vez, por lo menos esta vez, no pasarían. Y no pasaron.

Así que muchas gracias.

Pero me he desviado del tema. Para volver a él, y aunque no sea periodista, quisiera darles una gran exclusiva, una noticia bomba: Jorge Manrique nunca dijo que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los grandes poetas jamás dicen tonterías, y Manrique, vive Dios, es uno de los más grandes. Lo que Manrique dijo en realidad es que “a nuestro parescer” cualquier tiempo pasado fue mejor; es decir: que el pasado casi nunca es mejor, pero casi siempre nos lo parece.

La observación, por supuesto, es exactísima. No: en nuestro tiempo probablemente no se cuentan más mentiras que nunca, aunque a menudo nos lo parezca; mentiras, en la política y fuera de la política, se han contado siempre, porque el hombre es el animal que miente. Lo que sí ocurre hoy, me parece, es que la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca. Y ocurre porque uno de los hechos fundamentales de nuestro tiempo es el poder creciente, imparable, casi omnímodo de los medios de comunicación, hasta el punto de que no hay hipérbole alguna en decir que los medios no solo reflejan el mundo, sino que lo configuran, en cierto modo lo crean. Esto significa que los medios poseen una responsabilidad extraordinaria; también los periodistas, que son quienes hacen los medios y pueden usarlos para mal, difundiendo mentiras, o para bien, difundiendo verdades. No revelo ningún secreto si añado que hay periodistas que no los usan para bien. El por qué es evidente. Sabemos que el poder y el dinero son fuerzas por definición ciegas, insaciables, cuya esencia consiste en la pura repetición de sí mismas, en la búsqueda de su pura perduración: el poder quiere por definición más poder; el dinero, más dinero. Y sabemos que, para perpetuarse, el dinero y el poder no necesitan hombres y mujeres libres —que los humanicen y pongan límites racionales a su expansión voraz e incontrolada—, sino que necesitan ciudadanos sumisos, con lo que poder y dinero intentan controlar los medios para controlar la realidad que configuran. ¿Cómo? Difundiendo mentiras, puesto que también sabemos todos, al menos desde el Evangelio, que la verdad fabrica hombres y mujeres libres, mientras que la mentira solo fabrica esclavos.

Es así: la mentira constituye el instrumento principal de dominación de los hombres, y por eso el primer deber de un mal periodista consiste en difundirla, mientras que el de un buen periodista consiste en combatirla, aunque el poder y el dinero la prefieran, o precisamente porque la prefieren. Es cierto que, a menos que se resigne a convertirse en un esclavo, cualquier ciudadano está obligado a pelear contra la mentira; pero los periodistas auténticos son quienes pelean en primera línea del frente, y quienes más riesgos corren. Se trata, a veces, de un combate heroico, que no suele terminar en los salones de un hotel tan bonito como este, en una ceremonia tan maravillosa como esta, junto a un Rey y una Reina, como si estuviéramos en un cuento de hadas. No. Algunos periodistas se juegan la vida en esa batalla. Algunos la pierden. Ellos son los periodistas auténticos. Y lo son porque demuestran que la verdad sigue importando, sigue siendo relevante: por eso el poder y el dinero la temen. Esos periodistas demuestran que la verdad es hoy, de hecho, más revolucionaria que nunca, precisamente porque por momentos nos abruma la impresión deprimente de que la mentira ha vencido. Ellos demuestran que, como la mentira tiene hoy mayor capacidad de difusión que nunca y los periodistas más responsabilidad que nunca, el periodismo honesto —el que pelea con la verdad en la mano contra la tiranía de las mentiras que el poder y el dinero tratan de imponer— es más que nunca necesario. También, claro está, más difícil. Porque hoy ya no basta con contar la verdad; además, hay que destruir las mentiras, empezando por esas grandes mentiras que se fabrican con pequeñas verdades y que son las peores mentiras, porque tienen el sabor de la verdad. Esos periodistas valientes demuestran, en definitiva, lo que demuestra todo periodista auténtico: que el combate por la verdad es un combate contra la esclavitud".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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