jueves, 27 de julio de 2017

[A vuelapluma] Meditación en Atenas





Las democracias son mortales y la antigua Grecia nos lo demuestra. Paseando por sus ruinas no podemos olvidar que la demagogia subvirtió la democracia desde dentro. Cuando la segunda fue abolida, ningún discurso fue recordado, comenta en El País el escritor y director de la prestigiosa revista Letras Libres, Enrique Krauze.

El Pnyx, comienza diciendo Krauze, donde en un paréntesis de la historia (de 507 a 322 a. C.) se reunió la Asamblea Popular para dar vida a la democracia ateniense, es un lugar silencioso. De difícil acceso, vacío de atractivos artísticos —templos, columnas, estelas—, semeja un paisaje lunar. Se trata de una inmensa área semicircular de roca caliza contenida por un tosco contrafuerte, un pequeño estrado, denominado Bema, desde donde hablaban los oradores frente a 6.000 ciudadanos, y los vestigios de unas escalinatas. Nada más. Acompañados de mi sobrina Sofía y sus hijas Alpha y Zoe —mitad mexicanas, mitad griegas—, Andrea y yo lo visitamos una mañana de junio y permanecimos varias horas.

Por la tarde, en una librería de viejo, compramos Greece: Pictorial, Descriptive, and Historical, precioso libro ilustrado de Christopher Wordsworth —maestro de Trinity College, sobrino del gran poeta—. Basado sobre todo en las crónicas de Pausanias —geógrafo griego del siglo II—, y publicado por primera vez en 1839, recrea líricamente el trance del orador en aquel espacio abierto al este de la Acrópolis. “A poca distancia bajo el orador, el Ágora, llena de estatuas, altares y templos. Más allá el Areópago, el más antiguo y venerable tribunal de Grecia. Por encima, la Acrópolis, presentando a sus ojos las alas, el pórtico y el frontón de los nobles propileos. Y alzando aún más la vista, el coloso de bronce de Minerva y el Partenón”. A los costados del Pnyx, el sabio distingue las veredas que conducen a los oráculos de Eleusis y la colina donde Jerjes contempló la batalla. Y a espaldas del recinto, el Pireo y el mar, navíos y flotas que llegaban hasta los confines del mundo.

La imaginación romántica de Wordsworth atribuye la inspiración del orador ateniense a aquel escenario que lo circunda: “Estos son los objetos que lo rodean al subirse a su Bema. Ante esa presencia habla. Son las alas que lo empujan hacia la gloria. Son también, si se puede decir, las palancas con las que eleva a su audiencia, en tanto que avivan sus corazones de la misma manera que el suyo. No cabe duda, por eso, de que en una tierra como ésta la elocuencia floreciera con un vigor desconocido en otros lugares”.

Hermosa evocación, pero quizá lo inverso sea más cierto: buena parte de ese escenario (artístico, histórico, mitológico), y las obras que se produjeron en esa corta época (tragedias, comedias, historias, tratados filosóficos), era producto de la vida áspera, incierta, valerosa, igualitaria y, ante todo, deliberativa que eligieron los atenienses. Eran producto de la democracia.

En una reseña sobre The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes: Structure, Principles, and Ideology, del historiador danés Mogens Herman Hansen —obra suprema, no traducida que sepamos al español—, mi amigo el filósofo y poeta Julio Hubard escribió no hace mucho en Letras Libres: “La democracia es una estructura no de piedras sino de palabras. El secreto es la voz en el espacio público. Un polités ateniense tiene la obligación de hablar entre sus pares y hacerlo claramente: las ambigüedades eran consideradas defecto moral”. Según Hansen, los oradores razonaban desde la Bema, unos a favor, otros en contra, y la asamblea —reunida no menos de 40 veces al año— deliberaba y votaba a mano alzada. A diferencia de Roma, no los movía la obediencia a una autoridad superior, la excitativa del Estado o el afán de divertirse. Ni pan ni circo. Los movía la alta vocación de participar en la vida en común y decidir el destino de la polis. En el Pnyx se tomaron decisiones trascendentales, muchas benéficas, otras desastrosas: declaraciones de guerra, tratados de paz, decretos justos e injustos de ostracismo y muerte. A juzgar por sus obras, acertó más veces de las que erró. Según Herodoto, aun así el éxito militar de Atenas se debía a la democracia. Golpeada por las plagas, acosada por los enemigos, deturpada por los oligarcas, la democracia usó la persuasión, alentó la crítica —aun la más feroz, contra ella misma—, y resistió hasta sucumbir por dos causas principales: la fuerza externa —la conquista— y la mentira interna —la demagogia—.

En el Museo de la Stoa, en el Ágora, vimos una estela con la figura de una joven honrando a un anciano en su trono. La joven era la democracia —elevada al rango de diosa en 404 a. C.— coronando al venerable Demos, el pueblo. “Si alguien se levanta contra la democracia y contra el Demos buscando establecer la tiranía —rezaba la inscripción inferior— quien lo mate, no tendrá culpa”. La fecha de la estela (337/6) coincide con la súbita muerte de Filipo II —vencedor de los atenienses dos años antes, en Queronea— y el ascenso de su hijo Alejandro Magno, que culminó con la conquista de Grecia. Al morir súbitamente Alejandro, un torvo sucesor culminó la destrucción: “No hay —escribe Hansen— un solo discurso posterior a la abolición de la democracia, llevada a cabo por Antípatro en 322 a. C.”. Antes que vivir en servidumbre, Demóstenes, el orador supremo, el crítico de Filipo y Alejandro, se quitó la vida. Y el Pnyx guardó silencio desde entonces.

Casi un siglo antes, una enemiga más sutil —la demagogia— había comenzado a insinuarse en el cuerpo de la democracia para minarla y subvertirla desde dentro, mediante el uso torcido, falaz e interesado de la palabra. A fines del siglo V Aristófanes y Tucídides la denunciaron por su nombre. Lo mismo —copiosamente— Platón y Aristóteles, en el IV. Los filósofos no eran amigos de la democracia, pero comprendieron que la demagogia era a la democracia lo que la sofística a la filosofía: una adulteración letal de la verdad, un culto cínico al éxito a través de la mentira.

En la misma librería de viejo compré un grabado de Le Roi —segunda mitad del siglo XVIII— con una vista del Pnyx en tiempos de la dominación turca. Unos hombres con turbante conversan animadamente al pie del Areópago; otros ascienden por sus escaleras; y, en las ruinas del antiguo Odeón, otro más reza mirando hacia La Meca. Ninguno sospecha ni remotamente lo que significa ese escenario, el tesoro que resguarda, hecho de palabras antes que de piedras. Nosotros no podemos caer en esa amnesia. Advertidos de que las democracias son mortales, debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre, razonada, transparente y veraz, ante la tiranía y la demagogia.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "El jíbaro en la capital", de Manuel A. Alonso





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El jíbaro en la capital, de Manuel A. Alonso Pacheco (1822-1889), escritor y médico puertorriqueño, considerado como una de las primeras figuras literarias del Romanticismo antillano. La infancia de Alonso transcurrió en San Juan hasta el 1826, año en que la familia se trasladó a la ciudad del Turabo, Gurabo. Allí estudió en el Seminario Conciliar de San Juan. En octubre de 1842 ingresa en la Universidad Condal de Barcelona donde completó el bachillerato en Filosofía, doctorándose en medicina y cirugía en 1848. Un año después publica en Madrid su obra El Jíbaro, y regresa a su patria, instalándose en Caguas, donde ejerce su profesión de médico y continúa, en sus ratos de ocio, su afición literaria y periodística. Residió en España en dos ocasiones más, entre 1858 y 1861 y luego entre 1866 y 1871, donde ejerció la medicina. 

Les dejo con su relato El jíbaro en la capital. Espero que les resulte interesante. 



EL JÍBARO EN LA CAPITAL  
por 
Manuel A. Alonso

Don José de los Reyes Pisafirme es uno de mis buenos y antiguos amigos. En el pueblo de Caguas donde él nació y adonde fueron a vivir mis padres cuando yo contaba tres años de edad, asistimos juntos a la escuela, y tanto la población como el hermoso valle que la rodea fueron el teatro de nuestras correrías y travesuras infantiles.

Mi amigo, que es labrador acomodado, tiene ya bastantes años; aunque los lleva con la salud y robustez de un joven. En sus buenos tiempos fue muy trabajador, buen jinete y bailador incansable; hoy es un viejo sesudo y de buen juicio, que así maneja todavía el arado, como sirve una plaza de concejal, y hasta la presidencia, en el ayuntamiento de su pueblo.

Hace algún tiempo le escribí diciéndole: que estaba delicado de salud y pensaba ir a pasar una temporada al campo. A los dos días recibí la contestación siguiente:

«Querido Manuel: pasado mañana salgo para esa y no volveré hasta que te traiga conmigo. Haremos el viaje cuando y cómo quieras, porque para eso llevaré mi coche.

Tuyo

Reyes.»

Dicho y hecho: dos días después vino a buscarme y al día siguiente estaba yo en su casa donde, en el tiempo que permanecí, fui tratado a cuerpo de rey.

No es extraño, pues, que tuviera muchísimo gusto al recibir la siguiente carta, hace unos dos meses.

«Querido amigo: mi Francisca necesita tomar baños de mar. El médico lo dice y no quiero que pierda tiempo; además, sin que el médico lo diga ni yo lo necesite, iré con ella porque así lo quiere, y tú sabes que nunca dejo de complacerla, si puedo. Prepárate para sufrir este recargo que por la vía de apremio te impone y cobrara

tu amigo

 Reyes.»

Acepté el recargo y me dispuse a pagarlo con la mejor voluntad y de muy distinto modo que si me lo hubiera impuesto el Estado, la Provincia o el Municipio.

El día de la llegada de mis huéspedes fuimos a oír música a la plaza principal. La noche estaba muy serena, corría un fresco delicioso, la banda militar tocaba bien y el alumbrado era bastante mejor que otras veces.

-Todo esto es muy agradable -decía mi amigo- lo único que falta es gente. Parece que a los habitantes de la capital gusta muy poco el paseo.

-Así es -le contesté- aquí casi nadie pasea.

-Nunca las señoras fueron amigas de salir de su casa; pero yo recuerdo la época lejana ya, en que la retreta empezaba en la Fortaleza; allí concurrían muchas señoras y caballeros y de aquel punto iban paseando, por esta plaza y la calle de San Francisco hasta la plazuela de Santiago, donde aún tocaba un poco la música.

-Eso era cuando estudiábamos en el Seminario. ¿Quieres que las señoras y señoritas de hoy hagan ese camino delante o detrás de una música militar?

-Yo nada quiero; aunque me gustaría ver más concurrido un sitio que lo es tan poco y sin razón.

-¿Recuerdas cómo era esta plaza en el año 40?

-Perfectamente: su piso al nivel de las calles que la rodean, era el natural, arenoso; de suerte que pocas veces había lodo porque el agua se filtraba; pero en cuanto corría el aire,se levantaban nubes de polvo muy molesto. Pocos años después se cubrió con baldosas en líneas cruzadas, de un metro de ancho cada una y que dejaba entre si cuadrados empedrados con chinos pequeños. En tiempo del general don Juan de la Pezuela se levantó el piso a la altura que hoy tiene sobre las calles, y se construyeron las balaustradas, los asientos y demás obras. El alumbrado por el gas no se estableció hasta el gobierno del general Norzagaray, cuando se introdujo en la ciudad esta mejora.

“En el frente que hoy ocupa el palacio de la Intendencia había entonces una pared alta, sucia y en muchas partes desconchada, con dos órdenes de ventanas fuertemente enrejadas de hierro. Aquel tétrico edificio era el presidio, cuya entrada daba a la calle de San Francisco.

“En el lugar que hoy ocupan las oficinas de la Diputación y el Instituto provincial estaba el antiguo cementerio, cercado con una pared más negra, más sucia, y más deteriorada que la del predio su vecino de enfrente.

“La casa en que hoy están el Casino Español, la Sociedad de Crédito Mercantil y el café La Zaragozana era entonces una construcción paralizada hacía años y cuyas paredes llegaban a la altura del piso principal.

“La casa del Ayuntamiento está poco más o menos lo mismo: tiene ahora una torrecilla más y sobre la del reloj había una figura dorada, giratoria, representando la fama, que marcaba la dirección del viento.

“Tampoco ha mejorado mucho el aspecto de las fachadas de las casas; el que ha ganado bastante es el de las tiendas. En la que hoy tiene escrito en su muestra «Tu Casa» tenía la suya don Antonio Garriga, aquel honradísimo catalán que fue tan amigo de tu padre. El mostrador de pino, pintado de verde, que imitaba un cajón prolongado, estaba cubierto con una pieza de coleta, tendida en varios dobleces a todo su largo: el aparador era de igual madera y pintura que el mostrador; el piso de ladrillos comunes; y no tenía aquel establecimiento más almacén que la trastienda, sobrado capaz para guardar el pequeño surtido que el dueño traía de San Tomás una vez en el año, o acaso más de tarde en tarde. Añádase a esto el alumbrado que daba la llama de dos velas de composición, llamadas en aquel tiempo de esperma, y hasta ocho o diez asientos en forma de catrecitos de tijera con asientos de tela y se completará la imagen de lo que era una de las mejores tiendas de la plaza de Puerto Rico en 1840.

“En ella se reunían por la noche, y hacían la tertulia a la puerta varias personas de las más distinguidas de la ciudad; siendo una de ellas, hasta el año treinta y siete el general don Miguel Latorre, y allí concurría, según aseguraban nuestros padres, el inolvidable bienhechor de la Isla, el intendente don Alejandro Ramírez que, con menos empleados, sin tantos expedientes y dinero, hizo lo que ninguno ha hecho después ni antes de él.”

-Tienes razón, amigo Reyes: muchas veces decía mi padre, que vio y habló no pocas, en la tienda de Garriga, con el célebre Ramírez, que este iba allí casi todas las mañanas, vestido con pantalón de dril blanco, chaleco de pique del mismo color y casaquilla de calancán rayado.Con la mayor bondad y siempre de buen humor departía hasta con los jíbaros que venían a comprar. Era muy querido y más respetado cuanto más se le trataba; jamás se encastilló porque el que se encastilla es porque teme que, viéndolo de cerca, lo conozcan.

-Recuerdo -continuó mi amigo- el aspecto que presentaba esta plaza, único mercado público que existía en la ciudad. Menos la carne que se despachaba en un edificio que estaba en el sitio que hoy ocupa el colegio de niñas de San Ildefonso, todo lo demás se vendía en ella. Animación había mucha más; pero aseo tan poco como puede imaginarse de un sitio en que se detenían por más o menos tiempo las caballerías que traían diariamente los frutos del campo y donde quedaban los despojos de las ventas.

“A las dos o las tres de la tarde hacía la limpieza una brigada de confinados del presidio, y por la noche el capitán que mandaba la guardia principal, alojada en las habitaciones bajas donde hoy se está ahogando por falta de espacio la Biblioteca Municipal, el capitán, repito, hacía sacar unos bancos de pino con respaldar que ocupaban algunos de sus amigos y compañeros de armas, sin excluir los jefes, y alguna vez hasta el capitán general. A las diez de la noche se concluía esta tertulia al aire libre.”

Desde la plaza fuimos a la Mallorquina, bonito café que hoy está de moda y que con justicia merece el favor del público, compartiéndolo con La Zaragozana y La Palma, establecimiento de la misma clase.

-En esto sí que hemos ganado -decía mi huésped al ver el aseo, la claridad del alumbrado, y la bondad de los artículos que se servían-. De las antiguas confiterías, donde se despachaban confituras y vasos de refresco endulzados con panales y algunas horchatas, y aun del primitivo café de Turull, muy mejorado después y cerrado este mismo año, hay hasta este en que estamos gran diferencia.

“Por los años cuarenta y cinco o cuarenta y seis, en el café de las Columnas situado, si no me engaño, en los bajos de la casa que hoy lleva el numero de la calle de la Fortaleza, empezaron a servirse helados, artículo no conocido antes en la Isla. Desde aquella fecha comenzaron las señoras a concurrir a estos sitios, frecuentados antes solo por los hombres.”

Sería interminable la relación de las ocurrencias de mi amigo en todos nuestros paseos; solo citaré algunas.

De las calles de la capital pensaba que hace cuarenta años eran mejores porque estaban recién empedradas; y no comprendía cómo a los coches que rodaban por ellas se les hacía pagar contribución, cuando se debía indemnizar a los dueños por los desperfectos que sufrían sus carruajes.

Del alcantarillado mal construido, incompleto, repugnante al olfato y perjudicial a la salud PÚBLICA, me decía que debió ser inventado por un médico, un boticario o un alquilador de trenes de difuntos.

El puerto, un gran depósito de lodo sobre el cual resbalaban los barcos; y la aduana, lo comparaba a un edificio que hubiera pasado largo tiempo debajo del agua.

Pero cuando el jíbaro se puso serio fue el día que visitó el local que ocupa la Audiencia.

-¿Es posible -exclamó- que el primer Tribunal de Justicia de la Isla funcione en ese caserón ruinoso que parece más propio para almacén de trastos viejos?

Del ensanche de la población decía que hasta ahora había sido para los habitantes de la ciudad como el Mesías de los judíos. ¡Quiera Dios, añadía, que pronto se realice!

El autor repite lo mismo al terminar este artículo. ¡Quiera Dios que esta mejora, la limpia del puerto y otras varias que reclaman con urgencia la salud y el ornato públicos, se realicen pronto, para bien de una población digna por todos conceptos de la protección de todo gobierno que estime su buen nombre y desee la felicidad de sus gobernados!

FIN





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 26 de julio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 26 de julio de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey e Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[A vuelapluma] Sobre "idos" e "iros"





Es mera casualidad que dos de las tres entradas de hoy hagan referencia a la Real Academia de la Lengua (RAE), objeto de críticas no del todo bienintencionadas con motivo de la polémica suscitada por su aceptación del término "iros" como tiempo verbal. Como es este asunto en el que la opinión de los profanos no tienen mayor relevancia, dejemos a los doctores de la Academia que se expliquen. Es lo que hace en un recientísimo artículo en El País el académico de número de la RAE y catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid Pedro Álvarez de Miranda. Veamos lo que dice.

Las disyuntivas gramaticales no se pueden dirimir de forma asamblearia, comienza escribiendo Álvarez de Miranda. En la segunda persona del plural de imperativo de ‘ir’ bastaba con recomendar el 'idos' en el registro más formal y advertir del uso de formas en -r- en el habla coloquial. Una pequeña minucia gramatical, la de la disyuntiva entre idos e iros, ha acaparado titulares, incluso de portada, tras un pronunciamiento “liberalizador” de la Academia en favor de la segunda de esas formas.

Querría proceder, en virtud de mi condición de académico, a lo que en los usos parlamentarios se llama “explicación de voto”. Lo que deseo explicar no es un sufragio afirmativo o negativo a cierta propuesta que, en efecto, se sometió —desdichadamente— a votación en una sesión académica, sino que mi postura fue en ella la única que considero posible en un lingüista: la abstención. Por la que algunos optamos después de intentar convencer a nuestros colegas de que las disyuntivas gramaticales no se pueden dirimir por vías (presuntamente) “democráticas”. En la gramática, vaya por Dios, el asamblearismo está fuera de lugar.

En español los imperativos de plural pierden la -d final cuando se les agrega el pronombre enclítico os. Así, los de sentarse, volverse o salirse no son sentados, volvedos o salidos, sino sentaos, volveos, salíos. Sin embargo, esos hiatos (a-o, e-o, i-o) implican una cierta incomodidad articulatoria para los hispanohablantes, lo que favorece, al menos en ciertos niveles de lengua, la aparición de una consonante “antihiática”. Pues bien, en este caso, en el español hablado espontáneo, en la comunicación oral menos esmerada —y estas precisiones son de suma importancia—, tal consonante de interposición resulta ser una -r-: sentaros, volveros, saliros. Y no por casualidad, sino por el hecho de que esa sea precisamente la terminación del infinitivo.

De que ello es así no hay duda, pues en la lengua hablada se produce la misma tendencia a que el infinitivo suplante al imperativo plural en -d, aun sin enclítico: es frecuente “¡Callar!”, en lugar de “¡Callad!”. El infinitivo, además, sirve muchas veces para dar instrucciones, es decir, para algo muy parecido a lo que se pretende con el imperativo, que es dar órdenes; por eso en las puertas se lee “Empujar” o “Tirar”.

El caso del imperativo de ir(se) es excepcionalísimo, y no merecía tanto derramamiento de tinta. Si se prescinde de la -d- de idos el resultado es o sería -íos, forma en la que el verbo propiamente dicho quedaría reducido a la vocal tónica í. Pero la lengua española no tolera que una palabra léxica (sustantivo, adjetivo, verbo, adverbio) experimente tal reducción de su sustancia fónica que llegue a consistir en una simple vocal. Sí hay en cambio en español partículas (preposiciones y conjunciones) o interjecciones que consisten en una sola vocal.

Así pues, la aparición de la -r- no es en iros, esencialmente, hecho distinto de la de esa misma consonante en sentaros, volveros, etcétera. Desde luego es especialmente frecuente en el caso de aquel verbo, por la rareza, ya explicada, de la situación a que da lugar, es decir, como “solución” a la incómoda elección entre idos, forma anómalamente plena, e íos, forma inadmisiblemente exigua. Pero nada más.

Pues bien, cuando en un pleno académico se suscitó la posibilidad de dar por bueno, en atención a su frecuencia, el uso de iros como forma del imperativo de ir(se), algunos de los lingüistas presentes fuimos del parecer de que la cuestión no se abordara en tales términos, y de que lo que la Academia señalaba al respecto tanto en la Nueva gramática de la lengua española como en el Diccionario panhispánico de dudas era tan exacto y razonable que no requería modificación alguna. Bastaba y basta con que la Academia señale, como lo hace (NGLE, 42.3k), que en “el habla coloquial” es frecuente que aparezcan las formas con -r- usadas como imperativos; que recomiende como preferible que en “los registros más formales” tal cosa no ocurra; y que señale, en fin, tanto en la gramática (4.13i) como en el DPD, s. v. ir(se), el caso particular de idos, preferible a iros en la lengua cuidada.

No deja de ser paradójico que algunos de los menos rígidos en materias normativas pareciéramos quedar alineados involuntariamente esta vez entre los partidarios (escasos) de no “abrir la mano” en la cuestión de marras, la del dichoso iros. Aun reconociendo su frecuencia de empleo, dado que los hablantes tienden a no prestar atención a los matices con que estas cuestiones se exponen, y que afectan, en este caso, a la esencial distinción de niveles lingüísticos, temíamos que el mensaje podía ser captado así: “A partir de ahora, por especial liberalidad de la Academia, diga o escriba usted iros si le place, en lugar de idos, en cualquier circunstancia”. Esa posibilidad ha obligado a la Academia a advertir, en la nota que ha hecho pública sobre el asunto, que “la forma más recomendable en la lengua culta para la 2ª persona del plural del imperativo de irse sigue siendo hoy idos”; y a señalar inmediatamente a los usuarios —como temerosa de que estos se le desmanden ante manga tan ancha para aquel verbo— que “la aceptabilidad de iros no se debe extender a las formas de imperativo de los demás verbos, para las que lo más adecuado en la lengua culta sigue siendo prescindir de la r”.

Ante una votación en los términos en que se planteó no nos cabía a algunos más salida que la abstención, por entender que un asunto así, sencillamente, no es “votable”, y menos si no se formula en términos muy matizados y circunstanciados. Porque, además, ¿qué supone eso de “dar vía libre” a un uso, o pasar a considerarlo “correcto”, para quienes entendemos que la Academia no ha de ser un guardia de la porra que abra más o menos la mano, sino ante todo un notario de los usos, consagrado a describirlos y explicarlos y, eventualmente, a ofrecer recomendaciones u orientaciones sobre los que son preferibles en unas u otras situaciones comunicativas? La nota de la Academia dice que iros está extendida “incluso entre hablantes cultos”. Claro. Es que su aparición en un mensaje no depende del nivel de lengua (que viene dado por la posición sociocultural del hablante), sino del nivel de habla (el también llamado registro, que depende de la situación comunicativa). Un escritor que quiera reflejar el idioma real por boca de sus personajes o por la propia no necesita que nadie le dé “permiso” para hacerlo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



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[Desde la RAE] Hoy, con la académica Clara Janés







La Real Academia Española (RAE) se creó en Madrid en 1713, por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. 

La RAE ha tenido un total de cuatrocientos ochenta y tres académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y.

En esta nueva sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de algunos de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española.

Y la continúo hoy con la de la académica Clara Janés, que ocupa la silla "U". Elegida el 7 de mayo de 2015, tomó posesión el 12 de junio de 2016 con el discurso titulado Una estrella de puntas infinitas. En torno a Salomón y el "Cantar de los cantares", al que respondió, en nombre de la corporación, la escritora Soledad Puértolas.

Escritora y traductora, Clara Janés nació en Barcelona el 6 de noviembre de 1940. Hija del poeta y editor Josep Janés, estudió Filosofía y Letras en Barcelona y Pamplona, ciudad en la que se licenció, y obtuvo el grado de Maître és Lettres en Literatura Comparada por la Universidad de París IV Sorbona. Su obra, «enriquecida por sus contactos con las artes plásticas y la música», tal como señala José Antonio Llera en el Diccionario biográfico español (2011), se adentra en géneros muy diversos: novela, memorias, biografía, teatro, ensayo y, especialmente, poesía.

Su obra poética, que ha sido traducida a más de veinte idiomas, «se caracteriza por un sincretismo que funde la plenitud del eros femenino con diversas mitologías y tradiciones místicas, plasmándose en una palabra tensa y desnuda que sigue la senda de la revelación», en palabras de Llera.




Clara Janés lee su discurso de toma de posesión como académics



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martes, 25 de julio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy martes, 25 de julio de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.






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[A vuelapluma] Si vas a leer un solo libro...





El verano es una época propicia para la lectura. Eso dicen, al menos, los vendedores de libros. A mí cualquier época me parece propicia para leer, y mi mayor o menor promiscuidad lectora nada tiene que ver con la época del año sino más bien con otros factores y coyunturas de carácter bastante más personal.

El filósofo Fernando Savater acaba de publicar un artículo en Librotea, una de las revistas electrónicas de El País, sugiriéndonos una serie de lecturas, una por cada área de temática, que me ha parecido interesante. Se titula Si vas a leer un solo libro... Les animo a ojearla, y por supuesto, si pueden, a que escojan de entre las citadas, su libro del verano. Aunque solo sea uno. Seguro que lo disfrutarán.

Estimado desconocido, comienza diciendo Savater, comprendo que eres una persona muy ocupada y que es una impertinencia pedirte además que leas. Tienes tu trabajo (lástima que no seas un  rentista, que es la condición perfecta del lector), tu familia (desde el punto de vista de la lectura, lo mejor sería que estuvieras soltera/o y sola/o en la vida, pero hay que aceptar lo que nos toca), tus aficiones de interior y al aire libre, incluso tu religión  o tu militancia política que está muy bien pero que también quita su tiempo. A ello se añaden tus horitas diarias de internet, la búsqueda de vídeos graciosos  que mandar a los amigos para que vean que tienes chispa, los partidos de fútbol, los partidos de tenis, las 24 Horas de Le Mans (que duran eso, veinticuatro horas) y tantas otras necesidades de tu espíritu a las que no vas a renunciar. De modo que lo de leer, francamente, está difícil. ¡Qué más quisieras tú que tener tiempo para eso! Pero yo te propongo que leas un libro, sólo un libro, del género que prefieras. Una vez leído se acabó, nunca más, abandonas el vicio para siempre. A no ser que... Por si acaso, voy a decirte un libro, nada más que uno de cada género, por si te sirve de orientación.

- Si vas a leer sólo un libro de filosofía, que sea "Sobre la libertad" de John Stuart Mill, para saber qué tienen que dejarte hacer y qué debes permitir que hagan los otros.

- Si vas a leer sólo un libro de poesía, que sea "Las flores del mal" de Charles Baudelaire, para que tengas un pretexto de aprender francés.

- Si vas a leer sólo una novela de aventuras, que sea "El mundo perdido" de sir Arthur Conan Doyle, para que sepas de dónde viene Jurassic Park y el resto de la dinomoda.

- Si vas a leer sólo una novela de amor (y desdicha, claro), que sea "Ana Karenina" de León Tolstoi, para que sepas cómo se las gastan los rusos.

- Si vas a leer sólo una novela de ciencia ficción, que sea "La isla del doctor Moreau", de Herbert George Wells, después de la cual te verás raro al mirarte al espejo.

- Si vas a leer sólo una novela de terror, que sea "Cementerio de animales" de Stephen King, para que renuncies a todas tus mascotas.

- Si vas a leer sólo una novela policíaca, que sea "El sabueso de los Baskerville" de sir Arthur Conan Doyle, para que saludes, conozcas y despidas al gran Sherlock Holmes.

- Si vas a leer sólo un libro político, que sea "La condición humana" de Hannah Arendt, porque pone cada cosa en su sitio.

- Si vas a leer sólo un libro de cuentos, que sea "El Aleph" de Jorge Luis Borges.

- Si vas a leer sólo una novela histórica, que sea "Vida y destino" de Vasili Grossman, para que sepas lo que derivó de la Revolución de Octubre, cuyo centenario se cumple este año.

- Si vas a leer un sólo libro humorístico, que sea "Para leer mientras sube el ascensor", de Enrique Jardiel Poncela, porque cuando el humor no es breve y chocante deja de ser humor para convertirse en otra cosa (por ejemplo, el Quijote).

- Y si sólo quieres leer un libro pero que sea de filosofía y de poesía, de aventuras y de terror, histórico y hasta político, lee "Moby Dick" de Hermann Melville. Si puedes, léelo todos los años.

De entre los libros propuestos por Savater confieso que no he leído El mundo perdido de Conan Doyle, La isla del doctor Moreau de H.G. Wells, Cementerio de animales de Stephen King, ni Para leer mientras sube el ascensor de Jardiel Poncela, pero sí otros de esos mismos autores. Espero que me sirva de atenuante...






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 3669
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)