lunes, 15 de julio de 2024

Del no hacer como opción válida

 






Hola. Buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. En nuestro mundo prima la inmediatez, afirma en la primera de las entradas del blog de hoy el escritor Antonio Muñoz Molina, pero en bastantes ocasiones sería mejor hacer muy poco o nada y dejar que las cosas se arreglaran por sí solas. En la segunda de ellas, un archivo del blog de julio de 2011, rememoraba mi primer día de colegio aprovechando un relato similar de la escritora Soledad Puertolas. La tercera de hoy es un poema del poeta neerlandés Herman Dirk van Dodeweed, (1929-2018), conocido como Armando, que lleva por título Una sombra. Y para terminar, las viñetas de todos los días. Espero que les resulten interesantes.  Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Hacer no haciendo
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
13 JUL 2024 - El País - harendt.blogspot.com

En nuestra mentalidad occidental y moderna decidimos que para arreglar un problema o mejorar una situación hay que hacer algo de inmediato. No se nos ocurre que en bastantes ocasiones sería mejor hacer muy poco, o incluso no hacer nada. Para nosotros ese “no hacer” encubre una pasividad culpable, tal vez una simple impotencia, teñida de resignación. Pero la simple observación de la vida enseña que en situaciones cruciales lo mejor no es hacer algo, sino abstenerse de hacerlo, y que la urgencia por actuar sin el grado necesario de conocimiento o reflexión puede conducir al desastre, agravando el infortunio que se intentaba remediar. Hay ciertas cosas que está bien hacer para mantener la salud, pero algunas de las medidas más importantes consisten en no hacer algo: no fumar, no comer ni beber en exceso. El no hacer no es pasividad, sino acción indirecta, incluso sigilosa. Los cinco preceptos del budismo no exigen hacer ciertas buenas acciones, sino no hacer otras: no tomar lo que no ha sido dado, no hablar de manera falsa o injuriosa, no perder el control de uno mismo mediante alguna forma de intoxicación, no entregarse a una sexualidad dañina para uno mismo o para otros, no destruir la vida. El resumen es más simple todavía: no hacer daño.
No hacer daño se nos aparece como una ambición muy limitada, dada la urgencia de todas las cosas que sí hay que hacer, pero su cumplimiento en la práctica tendría consecuencias revolucionarias, igual que la tiene en la vida de cualquiera. En nuestra juventud creíamos que para ser auténticos había que decirlo todo, y que la sinceridad completa era saludable aunque causara heridas. Con el tiempo nos hemos ido dando cuenta de que no decir ciertas cosas puede ser cortesía y prudencia, no hipocresía, y que cuando las diatribas se encienden, en privado o en público, las palabras cobran una inercia violenta que no controla nadie. En tales casos, es preferible acogerse a lo que llamaba Buda “el noble silencio”.
Yo estoy contento de unas cuantas cosas que he dicho en voz alta o por escrito, y me alegro de otras que elegí no decir, o que he borrado después de escribirlas. En el taoísmo existe el concepto del “no hacer”, que se complementa con el de “hacer no haciendo”. De él puede que aprendiera Gandhi la idea de la “no violencia”, que es la prueba más radical del grado de heroísmo que exige el no hacer. Rosa Parks eligió no levantarse de su asiento en aquel autobús de Montgomery, Alabama. Los manifestantes contra la segregación elegían no responder a los golpes de la policía ni a los insultos de los racistas, y no resistir a la detención. Los activistas israelíes, escasos y admirables, y sus iguales palestinos que se unen para protestar con la misma vehemencia contra los crímenes de Hamás y contra las matanzas innumerables del ejército israelí, han elegido no secundar la atmósfera inhumana de odio y venganza que ha invadido esa tierra.
Hay que saber qué hacer, y qué no hacer. He leído con gran curiosidad una información de este periódico sobre las tareas emprendidas para recuperar un paisaje arrasado hace doce años por uno de los incendios más devastadores de esta edad nueva del fuego en la que ahora vivimos, en los montes valencianos de Cortes de Pallás, donde ardieron treinta mil hectáreas de bosque. La respuesta a una calamidad así nos parece evidente, y ha sido la habitual durante mucho tiempo: limpiar el terreno quemado y reforestarlo cuanto antes, con tantos árboles como sea posible. En estos montes de Valencia, cuenta Pau Alemany, se ha elegido la opción cautelosa de hacer mucho menos, y de hacer no haciendo, porque la experiencia dice que hacer demasiado puede contentar a los planificadores y a los políticos, pero agrava los mismos problemas que se intentaban resolver. Una plantación masiva impone la primacía de una sola especie y favorece a medio plazo que se produzcan más incendios, porque no basta solo con plantar árboles: hay que cuidar el bosque, desbrozarlo, retirar la materia vegetal seca que hace de yesca en el origen de un incendio. La ideología del hacer incondicional exige cadenas lineales de causas y efectos; pero puede haber efectos inesperados y desastrosos, y en el mundo natural, como en las vidas humanas, hay conexiones radiales en las que puede intervenir beneficiosamente el azar. En Cortes de Pallás, con el asesoramiento del WWF, no se intenta replantar un bosque que volverá a arder, sino restaurar un ecosistema completo, con una variedad de especies vegetales y animales que lo hagan más resiliente, y en el que han de participar no solo ingenieros y brigadas forestales, sino habitantes del territorio con sus trabajos diversos, incluidos pastores con sus rebaños de cabras: las cabras mantienen a raya la proliferación de la maleza, y además abonan el terreno con su estiércol, y a través de él propagan semillas, haciendo así su papel en la repoblación.
Hay que dar tiempo al tiempo. La gente del campo conocía por experiencia los beneficios del hacer no haciendo. Cada dos o tres años una parte de la tierra debía no cultivarse y dejarse en barbecho, para que así pudiera recuperar los nutrientes. En el barbecho de una finca de cereal que pertenecía a otro dueño, mi padre, con su consentimiento, me hacía llevar a nuestros animales de carga, trabándoles las patas delanteras para que no escaparan. La yegua y la burra parecían igual de bien avenidos que Rocinante y el rucio de Sancho. La ganancia era mutua, y se lograba sin esfuerzo. Nuestros animales pacían los tallos de las espigas segadas y la hierba que había ido creciendo desde el verano anterior, y a la vez estercolaban la tierra, y contribuían a su recuperación. Sin duda los abonos químicos y los pesticidas aumentarían durante un tiempo la fertilidad de la tierra y su rendimiento económico. Pero en un plazo no muy largo la tierra se agota, y desaparecen las especies silvestres de plantas e insectos que la enriquecían sin que se fijara nadie. En la pandemia aprendimos que la mejor política de protección de la naturaleza era dejarle el respiro del no hacer humano. En el silencio de las calles sin tráfico no había copa de árbol que no se agitara con los trinos agudos de los pájaros, y en las grietas de las aceras y hasta del asfalto surgían briznas vigorosas de plantas.
En los oficios de las artes y de la imaginación el no hacer tiene un valor que no se reconoce. A veces hay que escribir, y hay veces en las que es mejor no escribir. También es bueno el barbecho en la literatura. Lo que la disciplina y la premeditación no consiguen, a pesar del más arduo empeño, nos lo provee gratuitamente el azar. El artista primerizo cree en la sobreabundancia: cuantas más palabras, más adjetivos, más notas, más pinceladas, más gesticulaciones, más rico y original será el resultado; cuanto más completo sea el plan de una novela —aquí viene la horrenda palabra estructura— más sólida será la forma final.
Cuesta aprender a no hacer ni decir demasiado, incluso a no saber demasiado del proyecto que se tiene entre manos. Un libro ya escrito no suele mejorarse añadiendo, sino quitando. El dominio de una técnica, como el de un idioma, solo es verdadero cuando se ha vuelto inconsciente. Entonces sucede lo que parece el puro abandono de la invención, el fluir sin error y sin apariencia de esfuerzo que reconozco en ese dibujante que trabaja en su cuaderno a mi lado, la inmediatez entre la idea y el acto de un calígrafo japonés o un maestro del jazz. Lo lineal se disuelve en una constelación de conexiones inesperadas. Hacer es no hacer: parece que la música corre como el agua de una fuente, que la novela o el poema se están escribiendo solos. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la RAE.













[ARCHIVO DEL BLOG] Mi primer día de colegio. [Publicada el 30/07/2011]











No recuerdo como fue mi primer día de colegio. Ni siquiera la fecha: supongo que entre 1951 y 1952. Sí, en cambio, y muy bien, el lugar: un viejo caserón, inmenso para mi tamaño de niño, en el número 32 de la calle Batalla del Salado, en Madrid, donde estaba ubicado el Primer Tercio Móvil de la Guardia Civil, en el que mi padre estaba destinado al mando de una de sus compañías. 
El pabellón donde vivían mis padres estaba en la tercera planta, y daba a una inmensa galería descubierta sobre un gran patio de armas de planta cuadrangular. El parvulario, pues no era otra cosa "mi primer colegio", estaba en la primera planta del edificio en cuestión, y en él aprendían sus primeras letras los hijos de los guardias civiles allí destinados..  
No recuerdo el nombre ni el aspecto de mi maestra, aunque sí que era una muchacha joven y cariñosa con nosotros. También recuerdo el penetrante olor de la tiza, que no he podido olvidar y que se reproduce en mi cerebro cada vez que entro en un aula escolar, aún hoy...
Recuerdo también muy bien el gravísimo problema que durante mucho tiempo tuve con el nombre de la penúltima letra del abecedario y como bajaba desde mi casa hasta el parvulario repitiendo en voz alta una y otra vez "i griega, i griega, i griega...",
La escritora Soledad Puértolas, académica de la Lengua, recordaba hace unos días en El País como había sido para ella y como recordaba, esa "primera vez": Quizá para que yo no estuviera en casa mucho tiempo sola, ya que mi hermana, que me llevaba dos años, iba ya al colegio, mi madre decidió enviarme al jardín de infancia cuando yo apenas tenía cuatro años, comienza diciendo. Hoy día es más normal, pero en aquella época resultaba un poco prematuro y tengo la impresión de haber escuchado a mi alrededor, a lo largo del curso, algunos comentarios sobre el asunto.
El jardín de infancia se encontraba en el sótano del enorme edificio del colegio, pero no era un sótano lúgubre, sino luminoso. Cuando caía la tarde, se encendían las luces y el aula cobraba una vida distinta, casi agresiva. La luz eléctrica era mucho más invasora que la del sol. Y siempre era igual. La tarde se detenía. En lugar de avanzar, la hora de la salida parecía más y más lejana.
Me impresionó tanto ese día al que había llegado un poco engañada porque nadie me había explicado qué se hacía en el colegio ni cuánto tiempo debía permanecer en él, que cuando, ya en casa, oí decir que había que prepararlo todo para el día siguiente, me quedé paralizada. ¿Tenía que volver mañana?, pregunté, incrédula. Todos los días, me dijeron. Todos los días. ¡Qué tres palabras más terribles bajo su aparente inocencia! Resultaba incomprensible y abrumador. Me parece que fue en ese mismo momento cuando la conciencia del tiempo se instaló dentro de mí de una forma terrible y angustiosa, como si esas palabras -todos los días- hubieran sido una maldición. Y, a partir de ese momento, también, arraigó en mi interior una obsesión: huir de ese tiempo monótono y obstinado que se empeñaba a repetirse día a día, exacto, imperturbable, eliminando toda posibilidad de avanzar, de cambiar.
Ese es el recuerdo que todavía hoy puedo reproducir: echada en la cama, con los ojos abiertos, me estoy diciendo a mí misma que mañana volveré a pasar el día en el colegio, codo con codo con niñas de mi edad, y rodeada de monjas.
Mañana y al día siguiente y al otro. ¿No volvería a tener tiempo para mí?, ¿tendría que estar siempre ahí, observada, empujada, incluida en un grupo? No sé ahora para qué quería yo ese tiempo que me parecía me estaban hurtando. Quizá buena parte de la culpa la tenía la potente luz eléctrica que, después de comer, invadía el sótano. Puede que me asustara demasiado y creyese de verdad que la tarde nunca se iba a terminar.
Pero esa sensación se guardó tan celosamente en mi interior que aún concibo el futuro, ante todo, como una liberación. Las dificultades, penas e inconvenientes que, como es lógico, aguardan dentro de ese tiempo desconocido, aún empalidecen cuando considero su latido. En este mismo momento, el tiempo transcurre. Se oye llover, si llueve, y cada gota cae del cielo adonde vaya a caer, la tierra, un tejado, un paraguas. O hace calor, y son las gotas de sudor las que se deslizan por la piel. Ese caer, ese deslizar, ese avanzar, aún me parece extraordinario. Y sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de cada día. Hoy, Una sombra, de Herman Dirk van Dodeweed (1929-2018)

 





UNA SOMBRA.

Primero el reloj rompió las agujas,
echa las puertas al viento,
cerrojo a las filas,
en casa nunca más habitará.
Entraron en las cuevas,
cargados de sonidos,
el reloj marcaba el compás.
Suelta las amarras y deja
que el  barco sorprenda a la costa,
el reloj aproxima su sombra.

Herman Dirk van Dodeweed, (1929-2018)
Poeta neerlandés













Las viñetas de hoy

 













domingo, 14 de julio de 2024

Del mito de la extrema izquierda

 






Hola. Buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Se intenta desplazar el espectro ideológico para que degradar la educación pública o cerrar centros de salud suene moderado, dice en la primera de las entradas de hoy del blog la escritora Azahara Palomeque, y ya va siendo hora, añade, de impulsar un giro discursivo que esclarezca quién está firmemente a favor de la vida, y a quién no le importaría ver agonizar a sus hijos en una larga lista de espera quirúrgica, o bajo las arenas de un país convertido en desierto. La segunda de las entradas de hoy es un archivo del blog de julio de 2017, en el que el historiador Javier Moreno Luzón nos hablaba de como los años convulsos que van desde 1931 hasta 1936 se habían convertido en una lucha partidista de interpretaciones. La tercera, el poema de hoy, es del poeta luxemburgués Jean Portante (1950) y lleva el hermoso título Cae una hoja. Y para terminar, como todos los días, las viñetas de humor. Espero que todas ellas les resulten interesantes. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












La extrema izquierda no existe
AZAHARA PALOMEQUE
11 JUL 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Había perdido ya toda esperanza cuando, por fin, observé en la pantalla el número que correspondía al que yo portaba en la muñeca, y accedí a la consulta. El médico, un joven cuyas ojeras le resbalaban hacia las mejillas en plena madrugada, me tomó la tensión pacientemente y, ante mi mueca interrogante, respondió: “no te preocupes, la tienes mucho mejor que yo, que llevo aquí miles de horas”. Las señales de agotamiento se acumulaban también en las enfermeras, los celadores contaban anécdotas de personal sanitario achacado de ansiedad crónica, pero lo que más me sorprendió fue la sinceridad de aquel doctor, quien, a pesar de la carga abrumadora de trabajo, visible asimismo en la cantidad de informes apilados sobre la mesa, intentaba a duras penas no desfallecer y hasta se permitía bromear con la situación. Ambos sabíamos que, de haber conseguido cita con el médico de cabecera a la mañana siguiente, yo no habría acudido a urgencias, pero mi infección no podía esperar los 10 días de media que tarda la atención primaria en ver a los enfermos, así que, desplegando cuanta amabilidad fui capaz, les agradecí su dedicación y luego me marché a casa, transformando por el camino esa cortesía y dulzura en rabia: se lo están cargando todo, es un robo a mano armada —cavilaba. Dos meses más tarde leí que los sanitarios andaluces habían protagonizado una huelga masiva.
El estado decrépito de la sanidad pública en mi comunidad autónoma y en otros puntos de España nos habla de una agenda sistemática con la que se persigue desmantelar el estado del bienestar en su conjunto y devolver a las ya precarizadas clases medias a su punto de partida: la miseria. Como vengo del futuro, Estados Unidos, no me resulta difícil proyectar un escenario tan factible como aterrador en mi tierra: facturas médicas impagables, mayor número de gente arruinada y/o tirada en las calles y, en pura lógica, una creciente inseguridad ciudadana que, a su vez, provoca la consabida segregación por clases que torna no solo hostil, sino imposible, la convivencia. En la cima, la escueta élite rapiñadora engordando sus bolsillos. En mitad de ese escenario, consecuencia directa de la implementación de políticas neoliberales a lo largo de décadas, se está produciendo un fenómeno de cariz discursivo que consiste en demonizar sistemáticamente a la izquierda a través de adjetivos como “extremista” o “radical”, a partir de los cuales se busca desplazar el espectro ideológico hacia la ultraderecha, de manera que degradar la educación pública a base de recortes o cerrar centros de salud suene, sonrisa mediante, a moderado. La trampa semántica bebe de una estrategia de comunicación trumpista fundamentada en mensajes hiperbólicos, cuando no totalmente falsos, heredados, además, del vilipendio que, durante la Guerra Fría, sufrieron los movimientos sociales: cualquiera mínimamente concernido con la vida del otro es “comunista”. No es preciso clarificar la absurdidad de tales clasificaciones, pues aquí nadie está reclamando nacionalizar la banca ni expropiar a las grandes fortunas, pero da lo mismo: el daño prevalece y se perpetúa igualmente en los medios y en las redes, sin ningún filtro de sentido común.
El problema es que se trata de una gran mentira. Las izquierdas contemporáneas, calificadas de peligrosos extremos que bordearían, en las versiones más desvariadas, perfiles terroristas, no pasan de articularse como meros instrumentos socialdemócratas para la preservación de lo que hace poco no se encontraba a la venta: la sanidad o la educación, por ejemplo. El Nuevo Frente Popular francés, liderado por el insumiso Jean-Luc Mélenchon, incluye en su programa medidas tan tibias como la subida del salario mínimo que compense la inflación, la puesta en marcha de vivienda social en tiempos de especulación inmobiliaria, o retornar a la edad de jubilación previa a la reforma de Macron, 62 años. En cierto modo, sus propuestas, como las de buena parte de los sectores progresistas occidentales, se orientan hacia “desfacer agravios y enderezar entuertos” —que diría Cervantes— relativamente recientes, asociados con la merma de derechos fundamentales y ese robo sañoso a las mayorías: la pérdida de poder adquisitivo o del suelo firme estatal cuyos servicios sufren una demolición. En ese sentido, se podría asegurar, contemplamos a unas izquierdas conservadoras tratando infructuosamente de salvar la casa, minimizar los estragos de sucesivas oleadas privatizadoras y necropolíticas, en una actitud bastante más defensiva que atacante. Por eso, en Estados Unidos son frecuentes las voces que anhelan restablecer el derecho al aborto a nivel federal, derogado por el Tribunal Supremo en 2022, o subir los impuestos a los ricos —quienes en su día llegaron a pagar un 90% por ciertos tramos del impuesto sobre la renta—; o en España se exige a las instituciones priorizar la seguridad habitacional frente al turismo que arrasa el tejido vecinal. Entre las pocas reivindicaciones faltas de un componente regresivo quizá destaque la reducción de la jornada laboral, aunque ecos de esa posibilidad ya se hallaban en el pensamiento del economista británico John Maynard Keynes hace casi un siglo.
Del lado del ecologismo, se constata esa tendencia de dique de contención de manera incluso más nítida: con la finalidad de frenar la máquina y proteger mínimamente lo que aún es salvable, los colectivos se organizan en torno a la conservación de espacios naturales y la biodiversidad, el derecho universal al agua, o a la mera respiración, teniendo como correlato internacional el Acuerdo de París y su objetivo de no sobrepasar el 1,5 ºC de calentamiento global, ya vulnerado, por cierto, durante los últimos 12 meses. El extremismo, se deduce, cae entonces del lado de quienes ansían expandir la destrucción de la biosfera hasta límites nunca antes vistos, tanto como la destitución de comunidades enteras, saqueadas en su potencialidad para vivir vidas dignas, bajo techo, provistas de agua corriente no contaminada por nitratos procedentes de la agricultura intensiva o las macrogranjas, con atención sanitaria, alimentación sana y asequible, empleo estable… “lo de antes”, dirán algunos, pues estos privilegios actuales se parecen sospechosamente a garantías mínimas arrebatadas.
Así como el Ángel de la Historia del filósofo Walter Benjamin, nosotros también miramos hacia atrás, pero esta vez movidos por las ganas de escudriñar el crimen y cerciorarnos de que el pasado podría contener muchas respuestas a las crisis contemporáneas. Si, según el escritor Miguel Ángel Hernández, existe una “nostalgia productiva”, aquella que logre contextualizar el tiempo pretérito en aras de, previa prospección arqueológica, localizar herramientas que permitan vislumbrar un futuro más halagüeño que el que pintan las derechas, no debería acomplejarnos la siguiente confesión: las izquierdas, a grandes rasgos, hoy en día son conservadoras. Su única radicalidad, si acaso, brota de la raíz; es decir, es etimológica. Cualquier acusación desbarrada que las sitúe en una hipotética marginalidad civilizatoria peca de una ignorancia imperdonable respecto a los últimos cien años de historia, o bien de una intencionalidad abiertamente ponzoñosa contra el bienestar comunal. Va siendo hora de impulsar un giro discursivo que esclarezca quién está firmemente a favor de la vida, y a quién no le importaría ver agonizar a sus hijos en una larga lista de espera quirúrgica, o bajo las arenas de un país convertido en desierto. Solo así conseguiremos desembarazarnos de un estigma que enturbia la opinión pública mientras los ladrones continúan perpetrando el delito definitivo. Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. 














[ARCHIVO DEL BLOG] Interpretaciones sobre la República. [Publicada el 21/7/2017]










Los años convulsos que van desde 1931 hasta 1936 se han convertido en una lucha partidista de interpretaciones, escribe en El País Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
La convulsa Segunda República española, entre abril de 1931 y julio de 1936, se ha convertido en uno de esos asuntos históricos enfangados en continuas batallas políticas y culturales, comienza diciendo. Parte de un pasado que no termina de pasar, refleja las preocupaciones de los sucesivos bandos en conflicto y sella sus identidades partisanas. Lo cual afecta, de manera inevitable y no siempre positiva, a los historiadores. Como se ha señalado a propósito de la revolución soviética de 1917, cuéntame qué opinas de la República y te diré quién eres.
En ese breve periodo democrático se dan cita algunos elementos clave en cualquier interpretación acerca de la España contemporánea. Antecedente inmediato de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco, a él se acercan quienes intentan dilucidar por qué aquí no cuajó la democracia y a qué fuerzas hay que atribuir la responsabilidad en la tragedia. Naturalmente, las izquierdas y las derechas acusan a los predecesores de sus contrarias y absuelven a los propios. Una pugna histórico-política que se ha enconado en las últimas décadas y ha enrarecido el clima historiográfico hasta extremos antes inimaginables.
Para empezar, bajo la bota franquista se permitían pocas dudas: la República no era más que la culminación de una historia desgraciada, la del liberalismo español, que había traicionado las esencias nacionales y se había entregado a revolucionarios y separatistas, lo cual justificaba el levantamiento militar de 1936. En aquellos tiempos grises, los escasos historiadores que se ocupaban de la época y no se dedicaban a la propaganda vivían fuera del país. Entre ellos figuraban defensores de los republicanos y socialistas que habían diseñado el programa —educativo, social y agrario, civilista, secularizador— de 1931, pero también observadores moderados que guardaban las distancias.
Conforme se abrió paso la democracia en los setenta, el panorama cambió de forma substancial, pues desde entonces proliferaron las publicaciones y los coloquios, los cursos y los programas de radio y televisión, mientras el ambiente político animaba a no repetir los errores pretéritos y pasar página. Aquel florecimiento historiográfico, que con altibajos duró más de dos decenios, no sólo multiplicó las contribuciones, sino que puso asimismo a los académicos autóctonos al mismo nivel que los hispanistas. Se asentaron enfoques que aconsejaban contemplar la etapa en toda su complejidad y no tener a la República por un mero plano inclinado hacia la contienda. Y, cosa notable, fue posible el diálogo entre gentes de ideologías distintas, que no confundían su proximidad a una u otra tendencia con la fe ciega en sus bondades.
Sin embargo, a finales de los noventa, cuando la historia se transformó de nuevo en arena de combate político, ese entendimiento se vino abajo. Abrieron fuego pseudohistoriadores que recuperaron viejas tesis de regusto franquista: las izquierdas tuvieron la culpa de todo y la guerra comenzó no en 1936, sino en 1934, cuando se sublevaron contra un Gobierno en el que entraban los católicos. La democracia no era tal y Franco salvó a España del comunismo. Lo burdo de sus argumentos, acorde con sus métodos de investigación, no impidió que vendieran muchos libros y llenasen grandes espacios mediáticos. El público de derechas seguía ahí, dispuesto a comprar, con ropajes diferentes, las diatribas ya conocidas.
Por otro lado, los movimientos para la recuperación de la memoria histórica reivindicaron la herencia republicana, la de los perdedores de la guerra, demandaron reparaciones y proyectaron hacia atrás una visión idealizada de la República. Más que comprender qué había ocurrido, se trataba de enarbolar emblemas progresistas, lo mismo que en las manifestaciones contra los Gobiernos del Partido Popular ondeaban por miles las banderas tricolores. Según estas versiones, los partidos y sindicatos de izquierda se habían comportado como demócratas irreprochables y merecían más y mejores homenajes. Como si republicanos, socialistas, nacionalistas, anarquistas y comunistas hubieran remado siempre juntos y en la misma dirección.
Las posturas se radicalizaron cuando, ya entrado nuestro siglo, el Gabinete socialista, decidido a integrar el legado republicano en la España constitucional, impulsó una ley de reparaciones que, aunque prudente, desató una intensa pugna. Nada la ejemplificó mejor que la batalla simbólica de esquelas en la prensa, en la que cada cual recordaba a sus muertos. Y así estamos. Los conservadores repiten, día sí y día también, que hay que mantener cerradas las heridas, al tiempo que incumplen la ley y contraponen la Transición modélica al caos republicano. Por su parte, las nuevas izquierdas elogian al pueblo de 1931 y al que frenó al fascismo en 1936. La súbita crisis de la Monarquía les hizo soñar con una Tercera República, espejo de la Segunda, pero su despertar no ha borrado las trincheras cavadas en torno a las respectivas legitimidades.
Entre tanto, la historiografía se ha enriquecido con un sinfín de artículos, libros y congresos, impulsada a menudo por profesionales españoles que se mueven con soltura en las universidades europeas. Se han refrescado temas clásicos, como las biografías, las elecciones o las reformas; y también se atiende a otros actores, desde las mujeres hasta los guardias civiles, al tiempo que la historia cultural ilumina los discursos, las movilizaciones o la violencia política. Los estudios locales ya no son localistas, sino que emplean el microscopio para desentrañar fenómenos de largo alcance.
No obstante, concluye diciendo, los especialistas en la República tienden hoy a alinearse en facciones enfrentadas a cara de perro. Poco queda de los foros donde un general vencedor podía conversar con un antiguo exiliado. Ahora lo habitual es descalificar a quienes sostienen otras posiciones, porque se supone que su militancia progresista les impide ver la realidad o porque cualquier melladura en los mitos republicanos se juzga como un retorno a las ideas del franquismo. No basta con discutir las opiniones de los otros, sino que además hay que tacharles de deshonestos. Abundan los albaceas de personajes y causas del pasado, mientras algunos medios instrumentalizan las investigaciones universitarias para alimentar la controversia. Hasta ha entrado en escena, con un toque surrealista, la Fundación Francisco Franco. La política maniquea pervierte el conocimiento de la historia, y este, como la calidad de nuestros debates, sale perdiendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














El poema de cada día. Hoy, Cae una hoja, de Jean Portante (1950)

 





CAE UNA HOJA


Cae una hoja y se diría que sube

antes de tocar la tierra.

Se diría que el rastro queda en el aire

o que la tierra no tiene tiempo

de empaparse de su sombra

el jardín donde comienza la caída dónde está

sino en la boca del letrista

o en las manos del fabricante de manchas.

Se diría que se abre la boca.

Se diría que se abre el sur

y lo que cae cuenta los rastros

y cuando llega al tuyo aferrado

a la sombra del cometa que pasa

un ojo guiña en el corazón de noche verdadera.

Cae una hoja y se diría que el invierno

está más desollado que de costumbre y más negro

y que se niega a morir

y que nieve le falta como le falta

sur que este año nada funde.

Se diría que está llorando este sur.

Se diría que polvo le cae de los ojos.

Se diría que el fabricante de manchas

trabaja sin tregua.

Cayó una hoja

y se diría tintero volcado.

Se diría hoja de papel

si no hubiera sangre coagulada

ni viejo ocho vestido de sombra

o cola de cometa que pasa.

Cayó una hoja como cae

el ala del sol cuando ya nada vuela.

Se diría sol sin nombre

con rayos anónimos.

Por qué partir es

una versión edulcorada

de lo que da

a la soledad su consistencia.

Cuando vuelves

de la sal inevitable que

habita en ti tus pies

no vuelven a crecer.

Bastan los pequeños pasos

para recorrer

la breve soledad.

Se bifurca el camino

en la lengua edulcorada

de la soledad.

Por qué has preferido dar

este beso apátrida en la mejilla

del tiempo y no

en sus labios.

Y esta caricia

por qué ha de recorrer

las callejas extrañas

de la sombra.

Se diría un rostro

extinto surgido

de un estanque.

Húmeda es la huida

y fría

y tiembla.

Por qué el olvido

se burla del silencio

del que se alimenta

a escondidas.

Y el silencio que

come en la mesa

de la tristeza por qué

alimenta al olvido.

Sería acaso él el tirano

supremo y el silencio

su esclavo glotón.

Y qué papel juega

en este almuerzo vicioso

la tristeza.


Jean Portante (1950)

Poeta luxemburgués













Las viñetas de hoy