viernes, 7 de junio de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] El invierno en Mendoza, Argentina. [Publicada el 04/07/2012]













Una de las mejores cosas que tienen las redes sociales que se tejen a través de internet es la posibilidad de encontrar "almas gemelas" en los sitios más insospechados. Yo he encontrado varias a lo largo de estos seis años de existencia de Desde el trópico de Cáncer. Una de las más satisfactorias ha sido la del escritor y periodista argentino, de Mendoza, la bella ciudad a los pies del Aconcagua, Alberto Atienza, con cuya amistad me honro desde hace varios años, y cuyas publicaciones asiduas en la revista mendozina La Quinta Pata sigo con interés y placer.
No comparto la ideología de esa publicación, pero eso no empequeñece en lo más mínimo mi afecto por el autor del reportaje titulado Frio, frio..., que, con su permiso, reproduzco más adelante, publicado en dicha revista el pasado 17 de junio.
Es un reportaje frio, duro, desolador; como el invierno mendozino, y al mismo tiempo lleno de humanidad y esperanza y solidaridad hacia los más desprotegidos, que desgraciadamente cada vez son más, mientras los políticos de todo pelaje y condición miran hacia otro lado. Y es que, como bien dice el tantas veces citado por mí en estos días, el filósofo alemán Jürgen Habermas, no se puede prever como las políticas de austeridad, que de todas formas resultan difíciles de imponer desde la política interior, pueden conciliarse con el mantenimiento a largo plazo de un nivel aceptable del Estado social.
Pero no escribo más. Hoy, todo el protagonismo se lo dejo a mi amigo y admirado escritor y periodista Alberto Atienza. Les dejo con él. 
Tres grados bajo cero, atacan a los “sin techo”, comienza diciendo. Vidas humanas en peligro demandan urgente salvataje. El perrito de Alberto Díaz Pérez, 35 años, lo acompañó hasta último momento. Una mujer adoptó a este fiel animal. Detrás de su imagen la “cama” donde dormía el hombre que podría haber sido salvado si se hubieran ocupado de él. El joven murió el 27 de junio de 2011 en el piso de la céntrica Plaza Independencia. Noches de tres grados bajo cero “El poncho de los pobres” según Yupanqui, el astro rey, sale tardío. Manda a la tierra rayos anémicos, sin calor. Parece un elemento de utilería, un sol amarillo, colgado de un ciclorama con un foco de viejas 60 bujías por alma.
Estufas, calefactores, mejoran los climas hogareños. Funcionan a toda vela. No interesa gastar más energía eléctrica o gas si la pasamos bien. Desayuno: unos mates bien calientes, facturas con dulce de leche y crema pastelera, Zopaipillitas en la tarde, con té o, lo mejor: chocolate con leche, bien espeso, como el que tomaba Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Que el frío quede afuera. Y así será. Dios sea loado que podemos disponer de un techo y del confort que nos permite dejar al invierno en la calle.
Tres grados bajo cero. Oscuridad total. De las tinieblas emerge el dolor que aprieta las mandíbulas, endurece la piel y la hace tiritar. Frío. Cuando cae sobre un cuerpo deja de llamarse así y se convierte en puro sufrimiento. Si no fuera porque muchos creen lo contrario, podría afirmarse que lo tenebroso y el frío son la esencia del infierno. Cartones abajo que una vez envolvieron a un televisor de 32 pulgadas. Una manta que conoció días sin agujeros por los que pasa gélido aire. Papeles de diarios, con grandes fotos de sonrientes políticos que nunca durmieron bajo la intemperie en noches de junio o julio. Plástico no biodegradable, plástico traidor, casi eterno, que se niega a posar como abrigo y acumula agujas de rocío. 
“Los sin techo” Casi un eufemismo. Mañana será el nombre de un grupo de rock punk. O saldrá una de esas melosas canciones que le cante “al sin techo que dejó tu amor” La única forma de conocer el verdadero significado de la frase, sus plenas connotaciones, la profundidad de su abismo, es dormir al aire libre en una noche de invierno. Nadie, que cuente con un hogar lo hará. Acecha la hipotermia. La muerte en un reposo. El cuerpo va apagándose de a poco. Invade la pulmonía, si se llega a la mañana. El alcohol, barato para abrigar la carne por dentro por un rato y convocar una bella imagen de infancia con una madre, sonriente (no existe algo más bello que la sonrisa de una madre dedicada a su hijo) una mamá abrigadora, que lo cubría de noche con suaves lanas y tibios besos. El sueño, calido, como el viaje en una nube de verano.
Hablando pronto y no mal ¿Qué clase de pueblo es el que permite que seres humanos duerman bajo el crudo cielo de invierno? Muere un desposeído joven en una plaza y es noticia porque antes un fotógrafo registró su doliente imagen. Fallecen por el frío hombres en otros puntos de la provincia y se van de esta tierra llamada Mendoza, que los condenó con la indiferencia, sin boato de prensa. Nadie se entera de que alguna vez existieron. Otros se enferman, por las bajísimas temperaturas que atacan su lecho desde abajo, desde la tierra y que le caen de la negrura de la noche. Agonizan en un hospital y el vago diagnóstico final consigna, sin una línea de historia de ese humano malogrado, que sucumbió por “paro cardiorrespiratorio” Nada más. Nadie envuelve el último suspiro de ese hombre, breve aire, alentado por simples sueños: un techo, una cama caliente, comida y, acaso, algunas carcajadas. Los otros sueños, los de vecinos cubiertos, no son los del viajero que se fue con el frío. Más allá, a pocos metros, en una casa, un joven convoca a cada segundo al amor de su vida. Ella, en otro lugar, lo llama a él. Un señor a mitad de camino entre vigilia y manso sopor, saca cuentas para subirse a un reluciente cero kilómetro. Hay quien vuela bien con poesía en lugar de almohada. Los sueños no tienen frontera para los “con techo” Los de los otros, los “sin nada” son simples. Hasta se pueden traducir en una sola palabra: sobrevivir.
Hablando mal ¿Quiénes somos para ignorar y por ende dejar de lado a alguien que está en peligro de muerte? Hacemos como que no sabemos nada. Miramos al desguarnecido, que permite que lo contemplen sin enojarse, sin reaccionar, como si fuera un manso animal o una planta. Lo miramos y, siempre, estamos tan ocupados Dios que no podemos ir a tu cena. La cena con Dios. Ofrecerle comida, ropa, palabras, algo, a ese ser que todos los días muere un poco más. Estamos tan ocupados Dios que no movilizamos a nuestros amigos y parientes para conseguirle un techo, una cama digna a ese humano que nos ve pasar, con nuestros abrigos, que nos sacan del frío de las calles, como si fuéramos dentro de una burbuja. Nos mira ese hombre quebrado, de pie, pero caído. No nos envidia. No siente rencor. Está en su clima: frío a toda hora. El país de la efímera hoguera que calienta manos, frente y llena los ojos de humo y lágrimas. Más que país es otro mundo en el que se halla. Sabe que el lujoso auto no se detendrá. El conductor lo fija por un segundo en sus retinas y le veda el ingreso a su pensamiento. Le niega existencia. Así hacen todos. Las noches pasan. Hasta que llega la última. Y todo sigue igual. Como si nada hubiera ocurrido. Una vida humana se extinguió en la oscuridad.
Hacemos como que no nos damos cuenta y, sucede, no nos damos cuenta. No interesa que nuestra conciencia se abra para que ingrese un indigente, de ropas sucias, ajadas. Estamos para otra cosa. Vinimos al mundo con otra misión que la de alternar con menesterosos. Nada justifica lo anterior pero es real. Con pocas excepciones. Y surge la pregunta: ¿Qué pasa con los encargados de velar por la integridad de la población? Esos que ganan sueldazos con un tope del 25 por ciento. Nada. Nadie hace nada ¿No se da cuenta esa gente a cargo de áreas bautizadas con importantes palabras, llenas de buenos propósitos: “acción social” “bienestar social” “salud” que no cumplen con el cometido de sus empleos, que están cobrando por lo que no hacen, al dejar librados a su suerte (que es la muerte) a los silenciosos y casi invisibles “sin techo”? ¿Ningún abogado les dijo que posiblemente están incurriendo en un delito calificado como “abandono de persona”? Es simple. Se les paga para prodigar beneficios a la población y les dan espaldas a los que duermen en calles, plazas, en escalones de negocios, hasta en acequias. Existen medios de ayuda, solventados por los contribuyentes ¿Por qué no los aplican en esos casos críticos? ¿Por qué miran los funcionarios (seguramente que los ven) a esos seres sufrientes, como si no fueran humanos? ¿Quiénes son ellos? ¿Por qué los elegimos?
No existen censos creíbles. A nadie le interesan los “sin techo” Algunos, para blanquear tanta frialdad de sentimientos (llevan un invierno perenne en sus almas) dicen: “son borrachos, por eso viven así” En algunos casos es al revés. Otros: el vulgar axioma: “No trabajan porque no quieren” directo antecesor del fallo que aun aparece en álgidos labios: “Algo habrán hecho” Hace cuatro años fueron censados más de 50 desposeídos, dos de ellos mujeres. Eso se debió a que una buena señora, Norma Galar, les preparaba los domingos una sabrosa y nutritiva comida “Es lo único consistente que ingieren una vez a la semana” decía. Las viandas se repartían en plaza Sarmiento, frente a la Catedral de Loreto con sus luces y bocanadas de incienso, dedicada a la misa, en que los comulgantes comían el cuerpo de Cristo. Ni eso les convidaban los curas de ese templo a los abatidos vecinos. No los veían. Los fieles, al término de la liturgia, imbuidos de arrepentimiento y gozo, tampoco reparaban en los “sin techo” con sus bandejas, en esa suerte de desayuno-almuerzo-cena, semanal.
Dicen que las personas, hombres en su gran mayoría, que no tienen donde dormir en toda la provincia son más de 200. Sabemos de algunos, como el que pernocta
en Corrientes entre José F. Moreno y Salta, ciudad. Otros, itinerantes, que se estacionan en plazas. Antes era común verlos pasar la noche en la Terminal de Ómnibus. Los guardias nocturnos no dejaban que se recostaran sobre los desocupados asientos. Debían dormir sentados. De tanto hacer eso uno de ellos, que nunca habló aunque se sabía que no era mudo, Salomón de nombre, dibujante de carteles, a ese muchacho se le edemizaron los pies de una forma gigantesca. Hace rato que no se lo ve por ningún lado. Y así sucede. En una mañana no se divisan y de ahí en más entran para siempre en el mundo del olvido absoluto.
¿Qué se puede hacer para salvarlos? Muy simple. Instalar una casa, como corresponde, con agua caliente, estufas, camas limpias, una cocina, un baño o más de uno. Formar un equipo de especialistas en el auxilio de humanos en crisis y médicos. Cuando estén bien comidos, vestidos, con sus dolencias en vías de curación y hasta contentos, iniciar la posible recuperación de esos seres. Muchos son jóvenes aun. Otros no. Hay que buscar y existen soluciones para todos. Cuando uno de ellos reingrese a la existencia, abandone ese hogar de salvataje e inicie su derrotero de hombre libre y digno, hay que hacer una fiesta. Algo así como el alegre recibimiento popular que se le tributó al primer pececillo que nadó en el Río Tamesis luego de que ese cauce fue descontaminado. La celebración de la vida, que se instala de nuevo en su lugar. Y sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt











jueves, 6 de junio de 2024

De la sugestión del silencio

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 6 de junio. En un artículo publicado en 1950 en la revista Science, comenta en Revista de Libros el escritor Diego Malquori, Albert Einstein  reflexionaba así sobre la pregunta fundamental que está en la base de muchos de los problemas éticos relacionados con la ciencia: «¿Cómo debe comportarse el hombre si el Estado le obliga a ciertas acciones, si la sociedad espera de él cierta actitud que su conciencia considera injusta?» Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









 



La sugestión del silencio
Diego Malquori
08 MAY 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro La desaparición de Majorana, de Leonardo Sciascia (Barcelona, Tusquets, 2023)
En un artículo publicado en 1950 en la revista Science, Albert Einstein reflexionaba así sobre la pregunta fundamental que está en la base de muchos de los problemas éticos relacionados con la ciencia: «¿Cómo debe comportarse el hombre si el Estado le obliga a ciertas acciones, si la sociedad espera de él cierta actitud que su conciencia considera injusta?»1. Esta pregunta nacía de la reflexión impuesta por la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial: una catástrofe que había tocado cada ámbito de la vida humana, y requería por lo tanto un replanteamiento global de los fundamentos éticos de nuestra cultura.
En ese contexto, la responsabilidad que en aquel momento pesaba sobre los que «construían» la ciencia era particularmente grave, y no haría más que aumentar a partir de entonces. Ya no podían permanecer aislados en sus torres de marfil, porque a partir de sus teorías se había materializado la posibilidad de destruir el mismo planeta en que vivimos. No en vano, la pregunta que Einstein pone en evidencia significó un dilema profundo para toda una generación de científicos. Un dilema «existencial» en el verdadero sentido de la palabra, porque implicaba una incertidumbre sobre la misma posibilidad de existencia, tanto a nivel individual como de la humanidad entera.
Expandiendo el alcance de la pregunta de Einstein, entonces, ese mismo dilema podría leerse así: ¿Cómo debe comportarse un científico frente a la posibilidad de que los resultados de sus investigaciones sean utilizados en una dirección diferente, que contradice o incluso traiciona los principios de su propia conciencia? Además, ¿puede un científico rechazar sus responsabilidades por el hecho de no saber lo que ocurre más arriba de su pequeña esfera? O incluso, sabiendo de ello, por el hecho de ofrecer solo unas ideas, pero no la cerilla para encender la mecha, ni la mano para encender la cerilla… Y, sobre todo, ¿puede un científico aplicar el argumento del «mal menor»? Es este argumento, conviene recordarlo, el que supuso una aceleración en la carrera por la bomba atómica, antes de que los científicos del Tercer Reich pudieran alcanzarla.
Leonardo Sciascia, en su reconstrucción de La desaparición de Majorana, nos ayuda a comprender algunas de estas cuestiones analizando el caso de Ettore Majorana, uno de los físicos que contribuyeron a desvelar la estructura de la materia, entre los años veinte y treinta del siglo pasado. Su enigmático destino nos hace reflexionar sobre los distintos caminos que tomaron los protagonistas de la carrera hacia la bomba atómica ―solo unos años después de aquellos descubrimientos―, como una ilustración de las diferentes posiciones de la ciencia frente a aquel dilema existencial. Basándose en los pocos escritos que dejó el científico italiano y en el testimonio de algunos de los científicos que vivieron aquel momento, la interpretación que Sciascia ofrece de este caso da forma a una historia fascinante, aunque ciertamente dramática. Un libro, como muchos de sus trabajos, que oscila constantemente entre investigación periodística y narrativa, y donde el dilema ético que representa la elección de Majorana está constantemente presente.
En esa carrera, en efecto, hubo quien participó con entusiasmo, al menos inicialmente. Robert Oppenheimer, que dirigía la parte científica del proyecto Manhattan, es sin duda uno de ellos. Como escribe Sciascia, la relación entre el físico estadunidense y el general Groves, que dirigía la parte militar del proyecto, recuerda la del prisionero colaboracionista con los comandantes de los campos de exterminios; no en vano Oppenheimer salió de Los Álamos emocionalmente destrozado. Un caso ligeramente diferente es el de Enrico Fermi, aun siendo él el padre científico de la «pila atómica» y habiendo participado activamente en el proyecto. Fermi era una persona muy pragmática, un científico de laboratorio que no se hacía muchas preguntas sobre el mundo externo. Las ideas y las opiniones eran demasiado ambiguas para su mentalidad, algo que difícilmente encajaba con la exactitud de sus experimentos. Así pues, su postura parece motivada por una pura curiosidad científica; lo que ciertamente no disminuye sus responsabilidades.
El caso de Einstein es más conocido. A pesar de su posición fundamentalmente pacifista ―expresada en muchos de sus escritos―, él también siguió la lógica del mal menor: frente a la posibilidad de que «del otro lado» también estuvieran trabajando en ello, utilizó el peso de su nombre para escribir al presidente Roosevelt, en agosto de 1939, pidiendo apoyar sin reservas el proyecto de la bomba atómica (aunque, como era de esperar, Roosevelt no le hizo mucho caso, y se decidió solo después del ataque de Pearl Harbour). No obstante, del otro lado, el que sin duda hubiera tenido la habilidad científica para llevar a cabo este proyecto, Werner Heisenberg, no solo se negó a colaborar, sino que pasó los años de la guerra con un sentimiento de angustia, imaginando que algunos de sus viejos compañeros hubieran podido utilizar aquellas ideas para producir algo tan espantoso: nada menos que arrancar la energía que compone la materia para volverla contra el mundo. Como dijo Otto Hahn: «¡Dios no puede querer esto!»2.
Y sin embargo, también hubo otras voces que expresaron esa angustia, aunque fuera a través del silencio. Un caso sugestivo es precisamente el de Majorana, uno de los jóvenes discípulos de Fermi en el instituto de física de Via Panisperna, en Roma. Según su propio mentor, Majorana estaba a la altura de los más grandes científicos de todos los tiempos, al nivel de Newton o Einstein. Pero su tiempo fue muy fugaz, y desapareció en la nada en marzo de 1938 ―apenas unos meses antes de que se anunciara el descubrimiento de la liberación de la energía atómica―, cuando solo tenía treinta años.
Evidentemente, no sabemos casi nada de su destino ni de las razones de su huida. Y la idea de que él pudiera haber intuido, antes que los demás, la posibilidad de construir una bomba basada en la energía del átomo siempre ha sido negada en el mundo de la ciencia. Aun así, teniendo en cuenta su asombrosa capacidad para comprender varios aspectos de la estructura de la materia antes que sus propios colegas, no es imposible vislumbrar esa idea. Y, en consecuencia, es posible imaginar que fue precisamente la «revelación» de la posibilidad de destruir el mundo lo que provocó su misteriosa desaparición. Como sugiere Sciascia, entonces, esta misma revelación tiene un gran valor simbólico: ante la destrucción de la estructura natural de las cosas, el silencio es la única respuesta existencial. El silencio del monasterio en el que, según algunos, huyó de la locura del mundo. O, más en general: el silencio como dimensión fundamental, como condición de posibilidad de la existencia y del mismo pensamiento.
Tal vez, pensando en la misteriosa trayectoria de Majorana, se podría concluir recordando un pasaje de una de las obras de Dürrenmatt. En Los físicos, Möbius se opone así a la lógica de una ciencia que se convierte en un peligro para la humanidad: «O permanecemos en el manicomio, o el mundo se convierte en un manicomio. O nos eliminamos de la memoria de la humanidad, o la humanidad se elimina a sí misma»3. En la obra, a la afirmación de Möbius le sigue un significativo «silencio». Para los personajes de Dürrenmatt, la negación de la ciencia significa al mismo tiempo la negación de la razón, pero es la única forma de defender su libertad interior.  Diego Malquori es un escritor e investigador italiano. 






























[ARCHIVO DEL BLOG] Racismo. [Publicada el 15/06/2020]











La forma más eficaz de discriminar es, precisamente, aquella en la que el poder se ejerce de forma tan aparentemente natural que se vuelve invisible, afirma en El País [Necesitamos ver. 6/6/2020] la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán.  Resurge con fuerza #BlackLives Matters, comienza diciendo Martínez-Bascuñán- el hashtag que atruena las redes tras el asesinato de George Floyd. Para muchos de nosotros, sería casi insultante que nos tuvieran que recordar algo así: por supuesto que importan, diríamos escandalizados. #Saymyname (“¡Di mi nombre!”) es otro de esos poderosos eslóganes que se oyen estos días en las redes y calles de las ciudades estadounidenses. Nuestro debate sobre la justicia suele estar tan centrado en los bienes que recibimos dentro de un esquema distributivo que, cuando escuchamos reclamos como “Mi vida importa” o “No puedo respirar” (el gráfico mensaje que nos interpela tras la dramática muerte de Floyd ahogado por la rodilla de un policía), nos provocan una sacudida violenta. Que algunas vidas sean reconocidas mientras otras se vuelven indoloras o invisibles, incluso cuando se extinguen trágicamente, es algo difícil de encajar, pero amargamente real.
Hay cierta tendencia a intelectualizar la tragedia, a esconderla tras el velo de abstracciones interesadas pero no todo se explica con conceptos como “guerras culturales” o “la trampa de la diversidad”. Señalar algo tan sencillo como que todas las vidas cuentan, que todas ellas importan, además de hablar de lo que tenemos o merecemos según nuestras normas y estándares éticos, implica volver la mirada a lo real y concreto, a cómo somos tratados, a la posición que ocupamos dentro de los esquemas sociales de poder. Es un buen momento para recordarlo: ejercer y tener poder político, reclamar que tu vida cuenta y vale la pena, aparecer y tener voz, no forma parte de ninguna guerra cultural o identitaria. Esa visión tan primaria e interesada que a veces se quiere imponer sobre lo que es justo, nos advierte el pensador alemán Rainer Forst, dificulta la distinción entre la situación de necesidad material que experimentan las personas después de un huracán, de aquella otra en la que, sencillamente, las personas sufren una situación de explotación o subordinación. Porque esto no va únicamente de lo que atesoramos o resguardamos, sino del poder de influencia que tenemos para transformar la realidad, sus obvios y calcificados parámetros de injusticia.
Poder, visibilidad, reconocimiento... son palabras que deberíamos incorporar a nuestro vocabulario cada vez que pensamos en injusticias sociales. Lo señaló Trudeau al hablar de lo que ha sucedido en EE UU, de lo que sucede a diario en Canadá: “Necesitamos ver”. Porque la forma más eficaz de discriminar es, precisamente, aquella en la que el poder se ejerce de forma tan aparentemente natural que se vuelve invisible, como esas vidas que ahora, avergonzados por nuestros privilegios, repetimos que importan, que cuentan, y que van a ser lloradas si desaparecen". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













miércoles, 5 de junio de 2024

De los miedos

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 5 de junio. Me siento sola en mi enfermedad, comenta en  El País la escritora Marina Perezagua, pero no soy la única que padece los síntomas de ataques que nunca nos harán daño mientras ignoramos las garrapatas que nos minan poco a poco. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
 











Venados de cola blanca
MARINA PEREZAGUA
28 MAY 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Padezco una enfermedad grave que hace años solo se daba en ciertos lugares de Estados Unidos, pero que hoy empieza a ser más frecuente en Europa. Que yo la sufra no tiene ningún interés para el lector, pero tal vez sí pueda ser de utilidad saber que existe, y que una serie de pruebas pueden diagnosticar por fin aquello que has padecido durante años. Pero antes de hablar de esta enfermedad, quisiera empezar con algo que durante estos días en cama he empezado a relacionar con ella.
Durante la infancia, se suelen tener miedos que no existen, monstruos inventados por un escritor o un director de cine y, a medida que crecemos, esos miedos a lo inexistente empiezan a ser suplantados por miedos más reales. Conocemos la soledad, la mentira. Aprendemos que quienes se van desaparecen para siempre. Podemos creer en un dios, pero la extinción de ese familiar o ese primer perro con quien jugamos durante nuestros primeros años se sufre desde el ateísmo aunque recemos oraciones. Entonces entendemos eso tan difícil de entender: la nada. Un sentimiento sin antónimos. Lo contrario no sería la vida, ni el todo, pues la nada es un concepto tan absoluto que no admite ni siquiera el rasguño de un matiz en su no-materia. Pienso en esa escena brutal de La historia interminable, cuando el joven Atreyu se adentra en los llamados Pantanos de la Tristeza con su fiel caballo Ártax. Estas aguas cenagosas infundían a quien las atravesaba tal amargura que aquel que se dejaba vencer por ese sentimiento se hundía en el fango para siempre. Atreyu tiene que desmontar de su caballo blanco, que comienza a hundirse, a oscurecerse progresivamente por el lodo, mientras el niño le suplica que no permita que la tristeza le ocupe el corazón. Pero el tristísimo caballo sigue enterrándose en el pantano, ante el llanto y las súplicas de su amo, que ve cómo el cieno penetra en sus orificios nasales mientras él sigue tirando de las bridas con todas sus fuerzas, hasta que frente a él ya solo queda esto: Nada. Nunca he olvidado esa escena. Es la explicación para un niño de lo que deja de existir para siempre. La muerte, una que se siente más cruda y realista que esa de tu abuelo se ha ido al cielo. Una explicación que se entiende mejor sin que nos la expliquen.
He perdido a bastantes personas amadas. Están ahí abajo, en el lodo. Sin embargo, mis miedos no han evolucionado. Sigo temiendo cosas que no existen o que son tremendamente improbables. Tiburones en los ríos, cocodrilos en los mares. No me asustan las orcas en el mar. No tengo miedo a los cocodrilos en Florida. Yo diría que solo hay dos cosas reales que me producen pánico: los aviones y los osos. Durante los últimos 20 años, con numerosos días de acampada libre en Estados Unidos, la mitad de mi mochila ha estado ocupada por un spray de pimienta del tamaño de un extintor ante el posible ataque de un oso. Sin embargo, todos los que he visto han huido de mí. Los ataques de oso son posibles en ciertos lugares de Estados Unidos en los que acampo, normalmente letales. Pero son improbables. Mucho más improbable que el que cualquier día me metan un tiro en una de estas ciudades, algo a lo que no temo; una prueba más de que muchos miedos son irracionales y marcan una gran parte de nuestra vida, que podríamos emplear en acciones alegres y despreocupadas.
Mi enfermedad no la provocó algo tan imponente como un oso, pero sí ocurrió en su mismo hábitat. Seguramente la contraje mientras dormía en la tienda de campaña, o mientras caminaba kilómetros atenta a los ruidos o a los excrementos de los osos sin disfrutar de la misma manera que si no estuviera alerta. Tenía miedo a lo más grande, pero casi me mata lo más pequeño: una garrapata. Concretamente, se trata de una garrapata que portan los venados de cola blanca, y que transmite la enfermedad de Lyme a través de una bacteria: la Borrelia burgdorferi. Síntomas: los más diversos, aunque predominan aquellos de orden neurológico, dolores articulares, problemas del habla y absoluta debilidad muscular. La llaman “la enfermedad traidora”, porque imita a otras enfermedades. En mi caso, me diagnosticaron leucemia, dado que la bacteria altera los valores en sangre. En cambio, se trataba de la enfermedad de Lyme, grave, de pronóstico siempre incierto. Sin tratamiento, la bacteria se disemina al cerebro, al corazón y a las articulaciones.
Llevo casi dos meses de antibióticos intravenosos, y muchos días en cama que me han dado para pensar en la paradoja: sigo temiendo más a los osos que a las garrapatas. Me siento sola en mi enfermedad, pero sé que no soy la única que padece los síntomas de ataques que nunca nos harán daño mientras ignoramos aquellas garrapatas que nos agreden, que nos minan por dentro, poco a poco: un mal gesto cotidiano, una traición, la envidia, innumerables manadas de falsos venados de cola blanca. Marina Perezagua es escritora. 

























[ARCHIVO DEL BLOG] García Márquez visto por Vargas Llosa. [Publicada el 11/07/2017]











Cien años de soledad, publicada hace medio siglo, fascinó a Mario Vargas Llosa, que consagró a la obra de Gabriel García Márquez un estudio pionero. En esta conversación con el ensayista colombiano Carlos Granés, Vargas Llosa recuerda aquella fascinación y repasa las luces y sombras de un escritor al que conoce como pocos. Pero también merece la pena leer la reseña que de esa conversación, y de la relación entre los dos grandes premios Nobel de Literatura hace el escritor y periodista Juan Cruz en El País. 
El pasado jueves, 6 de julio, Mario Vargas Llosa (1936) conversó con el ensayista colombiano Carlos Granés dentro de un curso dedicado a la obra de Gabriel García Márquez (1927-2014). Durante una hora, hablaron de la obra del autor de Cien años de soledad y de la amistad que unió a ambos escritores desde que se conocieron en 1967 hasta su ruptura en 1976. Los fragmentos que siguen son un extracto de esa conversación que reproduce la revista Babelia en su último número.
Gabriel García Márquez publicó Cien años de soledad el 5 de junio de 1967. Poco después conoció personalmente en Caracas a Mario Vargas Llosa. Ambos mantenían ya una intensa relación epistolar que se transformó en amistad. Cuatro años más tarde, el Nobel peruano publicó Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio, un monumental análisis de la obra del colombiano que sigue siendo una referencia para los estudiosos del Nobel de Aracataca. Esta semana la Cátedra Vargas Llosa ha dedicado uno de los cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid a homenajear al creador de Macondo. La conversación entre Carlos Granés y el autor de La ciudad y los perros reproducida parcialmente en estas páginas formó parte de ese curso.
I. Descubrimiento de un autor.  Yo trabajaba en París en la radio televisión francesa, tenía un programa de literatura en el que comentaba los libros que aparecían en Francia y que pudieran tener interés en América Latina. En 1966 llegó un libro de un autor colombiano: Pas de lettre pour le colonel. Era El coronel no tiene quien le escriba. Me gustó mucho por su realismo tan estricto, por la descripción tan precisa de este viejo coronel que sigue reclamando una jubilación que nunca le llegará. Me impresionó mucho conocer a este escritor que se llamaba García Márquez.
II. Novela a cuatro manos. Alguien nos puso en contacto, no sé si yo fui el primero en escribirle o él a mí pero tuvimos una correspondencia bastante intensa con la que nos fuimos haciendo amigos antes de vernos las caras. En un momento surgió el proyecto de escribir una novela a cuatro manos sobre una guerra que hubo entre Perú y Colombia en la región del Amazonas. García Márquez tenía mucha más información que yo sobre la guerra, en sus cartas me contaba muchos detalles, posiblemente muy exagerados para hacerlos más divertidos y pintorescos, pero ese proyecto sobre el que intercambiamos correspondencia un buen tiempo se eclipsó. Habría sido muy difícil romper la intimidad de lo que cada uno escribía y exhibirlo frente al otro.
III. Amistad a primera vista. Cuando nos vimos las caras en el aeropuerto de Caracas en 1967 ya nos conocíamos y ya nos habíamos leído, pero el contacto fue inmediato, la simpatía recíproca y creo que al salir de Caracas ya éramos amigos. Y casi, casi diría que íntimos amigos. Luego estuvimos juntos en Lima, donde yo le hice una entrevista pública en la Universidad de Ingeniería, uno de los pocos diálogos públicos de García Márquez, que era bastante huraño y reacio a enfrentarse a un público. Detestaba las entrevistas públicas porque en el fondo tenía una enorme timidez, una gran reticencia a hablar de manera improvisada. Todo lo contrario a lo que era en la intimidad, un hombre enormemente locuaz, divertido, que hablaba con una gran desenvoltura.
IV. Devotos de Faulkner. Creo que lo que más contribuyó a nuestra amistad fueron las lecturas: los dos éramos grandes admiradores de Faulkner. En esa correspondencia que intercambiamos hablábamos mucho de Faulkner, la manera como nos había puesto en contacto con la técnica moderna, con una manera de contar sin respetar la cronología, cambiando los puntos de vista... El común denominador entre nosotros fueron esas lecturas. Él había tenido una enorme influencia de Virginia Woolf. Hablaba mucho de ella. Yo, de Sartre, a quien García Márquez creo que ni siquiera había leído. No tenía mayor interés por los existencialistas franceses, muy importantes en mi formación. Por Camus creo que sí, pero él había leído más literatura anglosajona.
V. Ser latinoamericanos. Al mismo tiempo los dos estábamos descubriendo que éramos escritores latinoamericanos más que peruanos o colombianos, que pertenecíamos a una patria común que hasta entonces habíamos conocido poco, con la que apenas nos habíamos identificado. La conciencia que existe hoy de América Latina como una unidad cultural prácticamente no existía cuando éramos jóvenes. Eso empezó a cambiar a partir de la revolución cubana, el hecho central que despierta la curiosidad del mundo por América Latina. Al mismo tiempo esa curiosidad hace que se descubra que había una literatura novedosa.
VI. Cuba y el ‘caso Padilla’. García Márquez ya había pasado por un proceso parecido, sólo que con muchísima más discreción, de un cierto desencanto con la revolución cubana. Él fue a Cuba para trabajar en Prensa Latina, como Plinio Apuleyo Mendoza, su gran amigo. Trabajaron ahí mientras Prensa Latina mantuvo una cierta independencia del Partido Comunista. Pero el Partido Comunista, de una manera que no trascendía a la opinión pública, se puso como blanco la captura de Prensa Latina. Cuando la captura, tanto Plinio como él son purgados. Para García Márquez supone un choque personal y político. Él guardó una enorme discreción sobre este asunto, pero cuando lo conocí, yo era un gran entusiasta de la revolución cubana y él muy poco, incluso adoptaba una posición un poco burlona, como diciendo “¡muchachito, espérate, ya verás!”. Esta era la actitud que tenía en privado, no en público. Cuando ocurre el caso Padilla en 1971 él ya no estaba en Barcelona, no sé si fue una partida temporal o definitiva, no lo recuerdo, sí recuerdo que cuando detienen a Padilla y lo llevan preso bajo acusaciones de que es agente de la CIA nosotros tuvimos una reunión en mi casa de Barcelona, con Juan y Luis Goytisolo, Castellet y con Hans Magnus Enzensberger para armar una carta de protesta por la captura de Padilla. En esa carta que firmaron muchos intelectuales, Plinio dijo que había que poner el nombre de García Márquez y nosotros le comentamos que habría que consultarlo. Yo no podía hacerlo porque no sabía dónde estaba en aquel momento, pero Plinio decidió poner la firma igualmente. Por lo que yo supe, García Márquez protestó enérgicamente a Plinio. Yo ya no tuve contacto con él. Después de que Padilla saliera de los calabozos, tras acusarlo a él y a todos los que le habíamos defendido de ser agentes de la CIA —algo disparatado— hicimos una segunda carta de protesta que él ya no quiso firmar. A partir de entonces la postura de García Márquez contra Cuba cambió totalmente: se acercó mucho, empezó a ir de nuevo —no había vuelto desde que lo purgaron— y a aparecer en fotos junto a Fidel Castro, a mantener esa relación que mantuvo hasta el final de gran cercanía con la revolución cubana.
VII. Amigo de Fidel Castro. No sé exactamente qué es lo que ocurrió, después del caso Padilla ya no mantuve ninguna conversación con él. La tesis de Plinio es que aunque García Márquez sabía que muchas cosas andaban mal en Cuba, él tenía la idea de que América Latina debería tener un futuro socialista y que de todas maneras, aun cuando muchas cosas no funcionaran en Cuba como debía ser, Cuba era una especie de ariete que estaba rompiendo el inmovilismo histórico de América Latina, que estar con la revolución cubana era estar a favor del futuro socialista de América Latina. Yo soy menos optimista. Creo que García Márquez tenía un sentido muy práctico de la vida, que descubrió en ese momento fronterizo, y se dio cuenta de que era mejor para un escritor estar con Cuba que estar contra Cuba. Se libraba del baño de mugre que recibimos todos los que adoptamos una postura crítica. Si estabas con Cuba podías hacer lo que quisieras, jamás ibas a ser atacado por el enemigo verdaderamente peligroso para un escritor, que no es la derecha sino la izquierda. La izquierda es la que tiene el gran control de la vida cultural en todas partes, y de alguna manera enemistarse con Cuba, criticarla, era echarse encima un enemigo muy poderoso y además exponerse a tener que estar en cada situación tratando de explicarse, demostrando que no eras un agente de la CIA, que ni siquiera eras un reaccionario, un pro-imperialista. Mi impresión es que de alguna manera la amistad con Cuba, con Fidel Castro lo vacunó contra todas esas molestias.
VIII. Cien años de soledad. Me deslumbró Cien años de soledad, me habían gustado mucho sus obras anteriores, pero leer Cien años de soledad fue una experiencia deslumbrante, me pareció un magnífica novela, extraordinaria. Nada más leerla escribí un artículo que se llamó “Amadís en América”. En aquella época yo era un entusiasta de las novelas de caballería y me pareció que por fin América Latina había tenido su gran novela de caballería en la que prevalecía el elemento imaginario sin que desapareciera el sustrato real, histórico, social, que tenía esa mezcla insólita. Esta impresión mía fue compartida por un público muy grande. Entre otras características, Cien años de soledad tenía el abc de pocas obras maestras, la capacidad de ser un libro lleno de atractivos para un lector refinado, culto y exigente o para un lector absolutamente elemental que solo sigue la anécdota y no se interesa por la lengua ni por la estructura. No sólo empecé a escribir notas sobre la obra de García Márquez sino a enseñar a García Márquez. El primer curso que di fue de un semestre en Puerto Rico. Luego en Inglaterra y finalmente en Barcelona. De esta manera, sin habérmelo propuesto, con las notas que tomé en estos cursos fue surgiendo el material que terminó en el libro Historia de un deicidio.
IX. Gabito y el año perdido. García Márquez leyó Historia de un deicidio, sí. Me dijo que tenía el libro lleno de anotaciones y que me lo iba a dar. Nunca me lo dio. Tengo una anécdota curiosa con ese libro. Los datos biográficos me los dio él y yo le creí, pero en un viaje en barco a Europa paré en un puerto colombiano y ahí estaba toda la familia de García Márquez, entre ellos el padre, que me preguntó: “¿Y usted por qué le cambió la edad a Gabito?” “Yo no le he cambiado la edad. Es la que él me dijo”, contesté. “No, usted le ha quitado un año, nació un año antes”. Cuando llego a Barcelona le conté lo que me había dicho su padre y se incomodó mucho, tanto que cambié de tema. No podía ser coquetería de García Márquez.
X. Poeta, no intelectual. Era enormemente divertido, contaba anécdotas maravillosamente bien, pero no era un intelectual, funcionaba más como un artista, como un poeta, no estaba en condiciones de explicar intelectualmente el enorme talento que tenía para escribir. Funcionaba a base de intuición, instinto, pálpito. Esa disposición tan extraordinaria que tenía para acertar tanto con los adjetivos, con los adverbios y sobre todo con la trama y la materia narrativa no pasaba por lo conceptual. En aquellos años en los que fuimos tan amigos yo tenía la sensación de que muchas veces él no era consciente de las cosas mágicas, milagrosas que hacía al componer sus historias.
XI. El otoño del patriarca. No me gustó. Quizá sea un poco exagerado decirlo así pero me pareció una caricatura de García Márquez, como si se imitara sí mismo. El personaje no me . parece nada creíble. Los personajes de Cien años de soledad, al mismo tiempo que desenfrenados y más allá de lo posible, son siempre verosímiles, la novela tiene la capacidad de hacerlos verosímiles dentro de su exageración. En cambio, el personaje del dictador me pareció muy caricatural, un personaje que era como una caricatura de García Márquez. Además me parece que la prosa no le funcionó, que en esa novela él intentó un tipo de lenguaje muy distinto al que había utilizado en las novelas anteriores y no le salió. No era una prosa que diera verosimilitud y persuasión a la historia que contaba. De todas las novelas que él ha escrito me parece la más floja.
XII. El poder. García Márquez tenía una fascinación enorme por los hombres poderosos, su fascinación no solo era literaria sino también vital, un hombre capaz de cambiar las cosas por el poder que tenía le parecía una figura enormemente atractiva, fascinante. Se identificaba muchísimo con esos poderosos que habían cambiado su entorno gracias a su poder, en el buen sentido y en el mal sentido por igual. Un personaje como el Chapo Guzmán creo que le habría fascinado a García Márquez, inventar un personaje como el Chapo Guzmán o como Pablo Escobar estoy seguro de que para él sería tan absolutamente fascinante como Fidel Castro o como Torrijos.
XIII. El futuro. ¿Será recordado García Márquez solamente por Cien años de soledad o sobrevivirán también sus otros cuentos y novelas? Eso no podemos saberlo desgraciadamente, no sabemos qué va a ocurrir dentro de 50 años con las novelas de los escritores latinoamericanos, es imposible saberlo, hay muchos factores que intervienen en las modas literarias. Creo que lo que sí se puede decir de Cien años de soledad es que va a quedar, puede ser que haya largos periodos en los que se olviden de ella pero en algún momento esa obra resucitará y volverá a tener la vida que los lectores dan a un libro literario. En esa obra hay suficiente riqueza como para tener esa seguridad. Ese es el secreto de las obras maestras. Ahí están, pueden quedar enterradas pero sólo provisionalmente porque en un momento dado algo hace que esas obras vuelvan a hablarle a un público y vuelvan enriquecerlo con aquello que enriqueció en el pasado a sus lectores.
XIV. Ruptura. ¿Volviste a ver a García Márquez? No, nunca... Estamos entrando en terrenos peligrosos, creo que es el momento de poner fin a esta conversación [risas] ¿Cómo recibiste la noticia de la muerte de García Márquez? Con pena desde luego. Es una época que se termina, como con la muerte de Cortázar o Carlos Fuentes. Eran magníficos escritores pero fueron además grandes amigos, y lo fueron en un momento en el que América Latina llamó la atención del mundo entero. Como escritores vivimos un periodo en el que la literatura latinoamericana era una credencial positiva. Descubrir que de pronto soy el último sobreviviente de esa generación y el último que pueda hablar en primera persona de esa experiencia es algo triste.
Hasta ahí, la conversación entre Vargas Llosa y Carlos Granés, pero no se pierdan la reseña al respecto de Juan Cruz. Merece la pena.
Estos días han sido muy lluviosos en Madrid; llovía como en Macondo, comienza diciendo Cruz. Mientras Mario Vargas Llosa hablaba en El Escorial de Cien años de soledad y de quien fue su amigo, Gabriel García Márquez, Jaime Abello, director de la fundación de Gabo en Cartagena de Indias, desafiaba la lluvia para llegar a un curso que codirigía con el periodista Antonio Rubio en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Diluviaba antes y diluviaba después y siguió diluviando y diluviará aún más sobre lo que dijo Vargas Llosa, y siempre diluviará sobre aquella novela maravillosa de la que se hablaba esa tarde, bajo un diluvio de mil demonios, en El Escorial, en Madrid y seguramente sobre Macondo.
La constelación lluviosa era magnífica, en todo caso. En la Universidad Rey Juan Carlos se contaban cosas bellas de la escritura de Gabo. Jorge F. Hernández, mexicano ahora de Lavapiés, recordó, para regocijo de Abello, que Gabo lo llamaba de madrugada para verificar con él (y lo había hecho con otros, médicos o legos) cuánto tarda en morir un hombre mordido por un perro rabioso; Abello, Antonio Rubio, los periodistas presentes, los que habían hablado, se habían referido a la capacidad que tienen todas las obras de Gabo para transmitir el enorme poder de su prosa periodística, que se cuela como una obligación de verificación en sus textos más novelescos e incluso más noveleros.
En el otro lado del diluvio se producían algunas coincidencias que conviene tener en cuenta para decir luego algo sobre el diluvio políticamente correcto que ha caído sobre la cabeza del hombre que escribió el mejor texto sobre Cien años de soledad y sobre Gabriel García Márquez, con el que tuvo la diferencia personal más publicitada de la historia de la literatura española después de Góngora y Quevedo. El curso en el que Mario Vargas Llosa se sentaba a hablar, por fin, de su amigo perdido en 1976, después de una reyerta que duró un minuto, para toda la vida, estaba organizado por la cátedra que él preside y que lleva su nombre. Su interlocutor fue Carlos Granés, un intelectual de prestigio, ensayista, ganador del Premio Isabel de Polanco, antólogo de Vargas y perfecto conocedor de su paisano, Gabriel García Márquez. Fue una conversación poliédrica, que no huyó de ningún diluvio, como se comprueba en la transcripción que publicó el sábado Babelia.
Por tanto, ahí se habló (habló Vargas Llosa) de aquella novela maravillosa, de otras que le parecieron menos maravillosas, o que no le gustaron en absoluto, y se rozó el famoso rifirrafe, que Vargas despachó como por cierto lo despachaba su ilustrísimo colega: con el silencio. Los que especulan son los otros. Granés, que es también un excelente entrevistador, le preguntó por la política. Ahí se abrió entre un Nobel, el peruano, y el otro Nobel, el colombiano, un abismo acrecentado por la trayectoria que ambos siguieron ante la Revolución cubana. Las declaraciones de Vargas Llosa han irritado, como si constituyeran una novedad en su manera de referirse a aquella época; como si el caso Padilla (que sigue sucediendo) no hubiera sucedido antes.
Y lo que en El Escorial pasó, bajo el diluvio, es lo que siempre pasa cuando le piden a Vargas Llosa que hable de algo que tiene sustancia: va al fondo de la sustancia, y como dice cosas que no todo el mundo comparte, se le acusa de equivocarse de sustancia. Suele ser así. Octavio Paz pidió que lo echaran de México porque Mario se refirió al PRI como “la dictadura perfecta”. Cuando fue a Jerusalén (a defender a los palestinos) lo políticamente correcto procuró borrar ese viaje para que no pareciera que este maldito sionista projudío siguiera siendo el sionista projudío hijo y padre putativo del capitalismo mundial.
Sobre Vargas Llosa lleva años diluviando lo políticamente correcto; es mejor leerle al bies que leerle. Es mejor imaginar que dice exabruptos que leer sus argumentos (que lo son) para entender que las posiciones que defiende, o las historias que desarrolla, están marcadas por la intención de pensar y de expresar lo pensado. Y que esa es, en el periodismo, en la política y en la vida, la sustancia de la democracia y de la controversia a la que se debe someter la inteligencia de criticar a otros.
Amo a Gabo, amo ese libro; en algunas cosas que dijo Vargas Llosa estoy en desacuerdo; ese desacuerdo es intuitivo, es difícil saber tanto como él, que más quisiera; él sabe más de Cien años de soledad que la mayor parte de la gente que diluvia sobre él. De hecho, fue el primero que supo más, y sigue diciendo, por escrito y hablando como en El Escorial, cómo ama sin reserva alguna (diez sobre diez) ese libro maravilloso, o cómo ama el tan extraordinario El coronel no tiene quien le escriba, una suma artis de Gabo. Pero el desacuerdo ahora, no solo en este caso, basta para que a alguien se le lance todo el agua de lo políticamente correcto, para inundarlo, para ahogarlo.
Siento que esta oportunidad gozosa de escuchar a un escritor extraordinario hablando de la obra de arte de otro escritor extraordinario se tope con los artilugios ya famosos de la intransigencia sobre la opinión o la descripción o la palabra que no nos gusta. Ya no pueden expulsarlo de México, por ejemplo; pero de lo que estoy seguro es de que si él no dijera estas cosas sobre la escritura de otros la literatura de nuestro tiempo sería mas difícil de entender, menos gloriosa.
De estos cursos bajo el diluvio Gabo ha salido triunfante, también en El Escorial, en muy gran medida gracias a Mario Vargas Llosa, el autor de Historia de un deicidio. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt