viernes, 6 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Simpleza generalizada



Carrera de caballos. San Lúcar de Barrameda. Foto de Juan Carlos Toro


Vamos a una cultura de militante simpleza en las artes, en las letras, en la política, en la economía, en las actividades que antes traían una cierta complejidad, dice el escritor Félix de Azúa. Si un elemento impone alguna dificultad o exige concentración, reflexión y juicio, es eliminado sin piedad. Son los coros y danzas de la simpleza generalizada.

Me fui a las carreras de Sanlúcar, comienza diciendo Azúa. Pocas escenas son tan cautivadoras como una potrada a galope loco aplastando la arena ribereña del Atlántico. Pasan en tromba ante la tribuna y se dirigen hacia el sol rojo que se va poniendo despacio, no vaya a perderse el final de la lucha. Unas olas mansas se suceden como caricias en severo contraste con los caballos desbocados. Es el coro que va diciendo cuán locos estamos los humanos.

Hace unas décadas esta era una fiesta casi doméstica frecuentada por las familias de la bahía y algunos curiosos entre los que figuraba, claro, Fernando Savater. Es ahora un espectáculo de masas. El taxista me dijo que se calculan unos 10.000 los que se apiñan en la gran playa. La belleza equina y el paisaje siguen siendo soberbios, pero la fiesta es ya tan prosaica como un partido de fútbol.

Esta ha sido la mejor escena de un verano en el que he podido constatar cómo se disuelven en el aire los escenarios complejos. Todo va alcanzando su nivel masivo de simplicidad. Si un elemento impone alguna dificultad o exige concentración, reflexión y juicio, es eliminado sin piedad. Vamos a una cultura de militante simpleza en las artes, en las letras, en la política, en la economía, en las actividades que antes traían una cierta complejidad como el sexo o la disputa de ideas. La meta es el aprobado general.

A ese mundo simple se va amoldando la máquina política en las democracias que hace unos años aún proponían programas esforzados o de alguna hondura. Hoy solo apuestan por el más mezquino nacionalismo, justo cuando todas las naciones se igualan. Al llegar a Madrid me entero de que desaparece la gran Revista de libros. A los de mi quinta se les ofrece un mundo dirigido por gente en traje folclórico.





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[DE LIBROS Y LECTURAS] Alta Filosofía Natural





El filósofo y arquitecto (o arquitecto y filósofo), Eduardo Prieto, reseña en Revista de Libros El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo (Madrid, Turner, 2019) de Ramón de Castillo, profesor de Historia de las Ideas y de la Cultura en mi alma mater, la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Tendré que irlo pidiendo a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, porque el libro promete... Les animo a seguir leyendo el artículo hasta el final. Estoy seguro que les resultará gratificante e ilustrativo.

Si seguimos soportando algunas taras ideológicas, comienza diciendo Prieto, es porque funcionan como prejuicios queridos que merman nuestra agudeza, pero tal vez nos ayudan a vivir. Entre estas taras, una de las más llevaderas es el «naturalismo», es decir, la creencia en que «eso-verde-que-está-ahí-fuera» resulta ser radicalmente distinto de nosotros y mejor que nosotros: un mundo armónico y sometido a sus propias leyes, pero que hace las veces de pantalla donde proyectamos nuestros deseos insatisfechos y nuestros delirios.

Las maneras en que el naturalismo ha ido infiltrándose en la cultura de Occidente son muy variadas, y hunden sus raíces muy profundamente en el pasado, hasta el punto de adoptar la forma de relatos míticos. El Jardín del Edén del que se escapó el homo faber tecnológico y depredador es el mayor de ellos. Pero no resultan menos influyentes los tópicos del locus amoenus y la Arcadia, de los que procede, en último término, la asfixiante tradición encabezada por los beaux sauvages de Rousseau y que ha engendrado toda una horda de seres que nos son familiares: los pastores efebos y las ninfas ingenuas de Jacopo Sannazaro, los Robinsones capitalistas de Daniel Defoe, los contempladores románticos de Caspar David Friedrich, los paseantes solitarios de Henry David Thoreau, los mohicanos temibles de James Fenimore Cooper, los paupérrimos comedores de patatas de Vincent van Gogh, las temibles máscaras africanas de Pablo Picasso, los heroicos cowboys de John Huston, los primigenios grizzlies de Yellowstone y, por supuesto, los cervatillos, conejos y ratones parlantes de Walt Disney, el Rousseau de la cultura de masas.

Inoculados desde hace siglos en nuestro ADN cultural –inoculados con habilidad, sin hacer fuerza–, los personajes, temas, espacios y tramas del naturalismo no han perdido un ápice de su influencia en el mundo contemporáneo. Al contrario: la omnipresente «ecología», primero, y la «sostenibilidad» devenida en fetiche, después, han asumido tal protagonismo en los debates filosóficos, políticos y económicos que, más que una ideología, conforman ya una suerte de teología. La teología de una época que, tras derribar a Dios, ha colocado sobre el pedestal vacío otro ídolo: la naturaleza. En el culto a lo natural –que, desde que fuera instaurado por Rousseau, no ha dejado de ir tomando nuevas formas–, el numen verde Gaia se aparece siempre a los ojos de los mortales como una totalidad contradictoria: todopoderosa y, al mismo tiempo, frágil; distinta de lo humano, pero no por ello menos antropomorfa; propiciatoria sin dejar de ser terrible cuando no se la venera con el suficiente celo. La naturaleza ha pasado a ser el inevitable lugar común de cuya existencia les resulta difícil dudar a las personas de buena fe, desde los ecohipsters hasta los banqueros.

Que dudemos de la diosa Naturaleza –sin que nos convirtamos por ello en personas de mala fe– es el propósito último de El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo, de Ramón del Castillo, profesor de Filosofía Contemporánea y Estudios Culturales en la UNED, amén de agnóstico en materia de naturalismo. Su contribución al socavamiento de los ídolos de Gaia no se sostiene en una pesquisa cronológica en torno a lo natural, ni en un abordaje estético a la secular influencia de categorías naturales como lo pintoresco y lo sublime. Tampoco se trata de un estudio sistemático y abstracto de la idea de naturaleza. La manera con que Del Castillo aborda el tema tiene mucho de trabajo de campo, y se nutre de geografía, sociología y psicología, así como de arquitectura y urbanismo. En rigor, el interés del autor está menos en los conceptos que en las realidades construidas, y menos en la Naturaleza con mayúscula –esa entidad sublime y salvaje que John Muir consideraba una «buena madre»– que con la naturaleza en segunda derivada de los espacios verdes fabricados y cotidianos, como los jardines y los parques.

¿Por qué deberían interesarnos filosóficamente esas construcciones banales que colonizan nuestras urbes? Según el autor, porque los jardines y los parques son espacios donde «lo natural» funciona como una escenografía de la evasión. La evasión en cuanto huida del mundo a otro mundo presuntamente menos artificial. La evasión en cuanto la ilusión, destinada a frustrarse, de quien aspira a recibir de la naturaleza lo que ésta probablemente no puede darle. Y, finalmente, la evasión en cuanto simple fantasía, el afán de construir una realidad que es a veces descabellada y delirante. A la hora de dar cuenta de los sentidos de la evasión, Del Castillo propone una relato a medias filosófico y a medias psicogeográfico, que está inspirado por las tesis del geógrafo chino Yi-Fu Tuan sobre el escapismo contemporáneo, pero que se ensancha para dar cabida a un sinfín de personajes que entran en diálogo con el autor, unas veces a través de sus libros y otras de manera personal. En este sentido, una de las características más atractivas de El jardín de los delirios es su género indeterminado: entre la colección de artículos científicos, el ensayo y la crónica de andanzas vitales, el libro va introduciendo en escena y sacándolos de ella a los personajes y a sus ideas, para someterlos al escalpelo –muchas veces mojado con ácido– del autor, que de esta manera puede dar rienda suelta a sus afanes antidogmáticos sin incurrir en otra suerte de dogmatismo.

El jardín de los delirios tiene dos partes. La segunda, titulada «Biblioteca delirante», consiste en una hipertrófica bibliografía comentada en la que Del Castillo –que reconoce estar cansado de los relatos «que colocan las ideas en su tiempo, pero no en el espacio»– da cuenta prolijamente de su periplo por multitud de parques y jardines de todo el mundo, y, de una manera no menos prolija, da cuenta asimismo de su trabajo erudito con una abundantísima colección de libros y artículos, clasificados por temas. Es probable que esta parte –que, junto con las notas, suma trescientas veinte páginas– sea imprescindible en una publicación académica, pero su presencia intimidante no deja de sorprender en un libro que, por su tono, funciona como un ensayo, y que acaso aspira a llegar a un público más amplio que el de los especialistas. Comoquiera que sea, lo sustancial de El jardín de los delirios está en su primera parte, «Delirios al aire libre», una colección de dieciséis capítulos breves que pueden leerse de corrido, pese a la mucha densidad de ideas que contienen, para conformar una narración que comienza presentando los muchos y extenuantes debates del ecologismo contemporáneo y termina describiendo proyectos tan descabellados como los jardines extraterrestres.

La manera en que Ramón del Castillo expone los debates del ecologismo contemporáneo se hace sobre su conocimiento exhaustivo de las publicaciones de referencia que se han dedicado al tema en los últimos cuarenta años. Pero se hace también sobre la interlocución directa del autor con algunos de los protagonistas de dichos debates. Por las páginas del libro desfilan, así, desde los ecologistas ingenuos que, cual románticos trasnochados, siguen creyendo que la naturaleza es un todo organizado y puro que posee una especie de alma, hasta los herederos más radicales del jipismo –los defensores de la llamada «ecología profunda»–, para quienes la civilización humana merece desaparecer por depredadora y parasitaria. Entre ambos extremos aparecen figuras más interesantes: los filósofos que han cuestionado el dogma del naturalismo, insistiendo en que el paisaje es una producción cultural; los geógrafos que han explicado la decadencia de las civilizaciones desde un punto de vista del medioambiente; los neurocientíficos que han medido el efecto de la vegetación en la psique; los especialistas que han desarrollado la hortoterapia y cuyas tesis hoy parecen tener cabida en la preparación de los futuros viajes espaciales; los reformadores sociales que han intentado sustituir la ecología natural por la ecología social; o los anarquistas ecotecnológicos que han ensayado con cierto éxito la utopía de la desurbanización y la autosuficiencia. En esta extensa nómina de personajes, Del Castillo concede también cierto protagonismo a dos figuras un tanto equívocas, pero reveladoras: Guy Debord y Slavoj Žižek. A Debord, porque juzga la ecología como una gigantesca operación de despolitización que hace de la naturaleza un problema técnico al mismo tiempo que un mercado susceptible de explotarse con nuevos medios (el «capitalismo verde»). Y a Žižek, porque su idea de estetizar los residuos que produce el ser humano –su idea antiecológica de volver bella la destrucción de la naturaleza y la ciudad– resulta representativa de la hipócrita pero, al cabo, inútil actitud moderna de renuncia a cualquier utopía.

En el apasionante tráfago de réplicas y contrarréplicas que componen el libro, el autor no se posiciona de una manera tajante con ninguna de las ideas y corrientes que glosa con celo, aunque tampoco disimule sus preferencias. Oponiéndose tanto al radicalismo de los naturalistas como al cinismo de los culturalistas, el autor opta por el escepticismo –«creer en la naturaleza es peor que creer en Dios»– y, en todo caso, defiende una suerte de sentido común sostenido en la parte más aprovechable de la «ecología», la ecología social, una disciplina cuyo valor estriba en «conectar unos problemas con otros mejor que ningún otro discurso». Con ello, Del Castillo quiere enfatizar que las políticas ambientales no tienen por qué traducirse, forzosamente, ni en las ideologías de la sostenibilidad ni en las pseudorreligiones del naturalismo al uso, y tampoco en simples tecnocracias, pues, cuando dichas políticas están bien planteadas –desde un enfoque social– logran lo importante: implicar a la población. De modo que se puede ser ecologista sin mitificar la naturaleza, siempre y cuando se piense más en términos sociales y políticos que filosóficos. La conclusión es que las engañosas ideologías del naturalismo se sostienen en un exceso de verborrea narcisista y de teología soterrada que, a la postre, incapacita tanto para la praxis sobre la realidad como para el goce de ella.

Necesaria para la desmitificación de la naturaleza, esta purga inicial de doctrinas deja paso a los capítulos que dan título al libro, que son, además, los que más parece haber disfrutado el autor: los dedicados a los jardines y parques contemporáneos, amén de otras construcciones sostenidas en la evasión y el delirio a través de «lo verde». El examen de estas formas de naturaleza artificial contiene de todo, como, por ejemplo, la contraposición entre los paisajes convencionales que se difunden a través del cine y la televisión, y los paisajes más inclasificables del desarrollismo moderno, en particular los de las ruinas que dejó la burbuja inmobiliaria en España. Y contiene también –entre otras aproximaciones bien interesantes– el análisis de las distintas definiciones de los jardines y parques, presentadas al modo de alternativas: espacios de la intimidad y la humildad o escenografías por antonomasia del civismo; reductos de naturaleza en las urbes o productos completamente humanos; lugares para el ensueño, la libertad y el sexo o parcelas gentrificadas y sometidas a una creciente vigilancia. A la hora de decantarse por una u otra alternativa, el autor lo tiene claro: el interés de los jardines y los parques radica en su condición híbrida de artificio construido con materiales naturales, así como en el hecho de ser espacios para el movimiento y el paseo, es decir, para la excepción dentro de lo cotidiano. Se trata de una tesis que no se presenta de una sola tacada, sino a través de un atractivo recorrido por ideas defendidas por grupos disímiles: los situacionistas y sus derivas, los surrealistas y sus delirios, y también los enajenados que han soñado y construido jardines.

En su relato, Ramón del Castillo muestra esa desconfianza ante las ideas que suelen tener los mejores filósofos. Defensor de una suerte de «materialismo lírico», prefiere las realidades tangibles que se levantan sobre lugares concretos, y, por ello, no resulta extraño que El jardín de los delirios termine hablando de arquitectura, una disciplina que se presenta en el libro como el medio más simple «de articular el espacio y el tiempo, de modular la realidad, de engendrar sueños». Partiendo de esta definición, el autor analiza, primero, los jardines fríos de la deconstrucción posmoderna, desde las topografías de Peter Eisenman, ahogadas en estética y filosofía, hasta los parques hiperartificializados, como el de la Villette, de Bernard Tschumi, que Del Castillo juzga con benevolencia por su geometría ajena al paisajismo ecológico y moralista, tan previsible. Después, el autor cede la voz al admirado autor de Delirious New York, Rem Koolhaas: no sólo porque haya sido capaz de ver con desapasionamiento el poder del caos capitalista a la hora de dar forma a los paisajes genéricos de la globalización, sino también por percatarse de que el futuro de la arquitectura está menos en la decoración de exteriores o la simple construcción que en el diseño total de ambientes completamente artificiales y sostenidos en el uso indiscriminado del aire acondicionado.

En este punto, Del Castillo enlaza las tesis de Koolhaas con una de las corrientes de la arquitectura contemporánea que aparece también como protagonista en el libro, la tecnocrática, cuyas muchas versiones siguen muy vivas: los sueños mecánico-pop de Archigram, el más comedido y también mucho más rentable high-tech medioambiental de Renzo Piano y Norman Foster, y, por supuesto, el nunca demasiado mitificado Richard Buckminster Fuller, el padre de la metáfora de la Tierra como una «nave espacial» que compete dirigir a los ingenieros, cual filósofos-reyes. No es casualidad que, en su deriva por la tecnocracia medioambientalista, el libro concluya, literalmente, con naves espaciales: las que un día partirán desde nuestro planeta para que, una vez concluida la epopeya cósmica de colonización –una vez ampliado el delirio del jardín terrestre–, la Luna quede convertida en una estación de servicio galáctico, y Marte en un resort para ricos vegetarianos.

Utopía de ciencia ficción, la colonia Marte, con sus huertos extendidos bajo inmensas cúpulas, es una imagen delirante y poderosa que, sin embargo, palidece ante otras reales pero no menos delirantes, que se derivan de la transformación que ha experimentado la Tierra por mor del incesante y parasitario trabajo humano. Hoy, en el planeta hay más árboles plantados que silvestres, y más biomasa de humanos y ganado que de todos los demás grandes animales juntos. La actividad agrícola, ganadera e industrial ha reubicado todas las especies en la superficie terrestre, desviado los cursos de los ríos y tallado la morfología de las costas. La necesidad de combustible exigida por la miríada de máquinas que forman el parque móvil e industrial ha hecho aflorar yacimientos orgánicos que habían quedado sepultados en la corteza de la Tierra hacía millones de años, para alterar de manera radical la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera y, con ello, alterar también el clima. Los fertilizantes artificiales, imprescindibles para alimentar a los más de siete mil millones de individuos que suma nuestra especie, han modificado el ciclo del nitrógeno, y la carne necesaria para nuestro sustento supone, por cada vaca criada a lo largo de tres años, la emisión, por flatulencias, de una cantidad de gases de efecto invernadero semejante a la producida por un viaje de noventa mil kilómetros con un vehículo a motor. La población humana, en fin, ha abandonado el que venía siendo su hábitat natural desde hacía miles de años –el campo moldeado por el esfuerzo de cientos de generaciones– para agruparse en megalópolis cuya demanda de recursos materiales y energéticos crece al mismo ritmo en que se vacía dicho campo. Así las cosas, ¿quién se atrevería a afirmar que nuestro planeta no se ha convertido ya en un verdadero escenario de ciencia ficción, en un inmenso, desaforado y delirante jardín?





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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy viernes, 6 de septiembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo escaso sentido del humor, así que aprecio la sonrisa ajena, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada, iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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jueves, 5 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] La muerte de la curiosidad es la de la educación



Foto de Santi Cogolludo para El Mundo


Algo pasa extraño está ocurriendo en las universidades cuando el alumno da por supuesto que su catálogo de convicciones es el ojo de la aguja por el que debe pasar la realidad. Y sí, la curiosidad extrema puede terminar con una biblioteca en llamas, pero con su muerte desaparece la mirada sobre el mundo que permite a libros, ideas o personajes históricos hablar con voz propia y no prefabricada. Claro que el precio a pagar por la curiosidad es la posibilidad de que alguien que no es de tu cuerda te sorprenda. Y hasta ahí podíamos llegar, escribe Jorge del Palacio, filósofo y  profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. 

Cuando termina el verano y toca volver a las aulas merece la pena releer el best seller del filósofo Allan Bloom The Closing of the American Mind. Para Bloom, inmortalizado por Saul Bellow en la novela Ravelstein, uno de los principales problemas de la educación universitaria en EEUU era que la mayoría de los estudiantes ya no buscaba ser educada en sentido clásico, sino salir con sus convicciones morales reforzadas. A Bloom le preocupaba la irrupción en los campus universitarios de la moda progresista que deslegitimaba el canon filosófico tradicional por considerarlo xenófobo, racista o imperialista. Hoy se puede decir otro tanto de algunas actitudes conservadoras.

No hay ningún problema en que los alumnos tengan convicciones morales e ideológicas. Ni en el hecho de que estas sean firmes y sólidas. Incluso los prejuicios ayudan a caminar. Pero algo pasa, sin embargo, cuando el alumno que llega a la universidad da por supuesto que su catálogo de convicciones es el ojo de la aguja por el que debe pasar la realidad. Y si la realidad no pasa, peor para ella.

Las carreras científicas suelen aguantar mejor el embate de la moralización del saber. Pero las Humanidades y las Ciencias sociales se encuentran a merced de la moda que discrimina el conocimiento con criterios ideológicos. El alumno conservador siente amenazado su credo anticomunista cuando descubre la amistad histórica de la derecha española con Fidel Castro, de Franco a Fraga. Le ocurre igual al socialista que se enfrenta a la colaboración del PSOE con la dictadura de Primo de Rivera. Lo saludable sería que ambos alumnos recogiesen el guante e intentasen entender la razón de esas paradojas. Descubrirían que el manual de ideologías no agota la política.

Sin embargo se está creando un ecosistema universitario donde la ideología es la única antorcha que ilumina lo que debe ser conocido. El problema de fondo ya no es solo su efecto sobre la polarización del debate público, sino que este moralismo está ahogando el verdadero motor del conocimiento: la curiosidad. La curiosidad extrema puede terminar con una biblioteca en llamas. Pero con su muerte desaparece la mirada sobre el mundo que permite a libros, ideas o personajes históricos hablar con voz propia y no prefabricada. Claro que el precio a pagar por la curiosidad es la posibilidad de que alguien que no es de tu cuerda te sorprenda. Y hasta ahí podíamos llegar.






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[ARCHIVO DEL BLOG] Latinoamérica, malinterpretada (Publicada el 4/12/2008)



Mapa de América Latina


Cuando la segunda época de este blog salió al mundo, en agosto de 2006, la filosofía que lo inspiraba no era otra que la que figura aún hoy en su cabecera: un intento de observar lo que ocurre en el mundo a partir de las miradas y las palabras de los otros. De ahí que durante un tiempo me limitara a poner en el mismo aquellos artículos, noticias y referencias de libros o prensa que me parecían de mayor interés sin sentir la necesidad de comentarlas, y por tanto, de dejar traslucir mi ignorancia sobre el asunto en cuestión. Con el paso de las semanas me fui envalentonando y me atreví a formular mis propias opiniones y comentarios sobre lo dicho por otros con mucha mayor autoridad, recurriendo para ello a la fórmula literaria de la digresión. Ello me permitía opinar sin necesidad de justificarme dado que mi comentario aprovechaba el hilo del discurso ajeno para, rompiendo con él, hablar de cosas que no tenían expresa conexión o íntimo enlace con aquello de que se estaba tratando. Y ahí sigo, digresionando... Pero la verdad es que no me gusta sacar a colación asuntos sobre los que no tengo un, relativo, conocimiento previo. Y en ese sentido, si África, el continente en el que vivo, es para mi un absoluto desconocido, tengo que reconocer que con Latinoamérica me pasa tres cuartos de lo mismo salvo por el añadido, peligroso, de los prejuicios.

Dicen que un buen arranque de un libro (un artículo, una noticia, una carta...) es la mitad de su éxito. Y supongo que es verdad. Al menos conmigo, funciona. Me ha pasado esta mañana, que nada más recoger del buzón el ejemplar mensual de Revista de Libros, me pongo a ojear el primer artículo del número, titulado "¡Viva la evolución!", y leo este impresionante párrafo inicial:

"La América Latina es cosa mental. La gente ve en la región lo que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil, Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París, Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la dulzura de vivir, si es que puede pagársela."

Perdóneseme lo extenso de la cita, pero reconozcan conmigo que es como para seguir leyéndolo hasta el final. Les aseguro que merece la pena, y por ello, aparte del párrafo más arriba, reproduzco el artículo íntegramente al final de este comentario.

El artículo está escrito por Hugo Estenssoro, periodista y crítico literario boliviano, colaborador habitual de la prestigiosa "The New York Review of Books", y es un comentario crítico del libro del periodista británico Michael Reid, editor para América Latina de la revista "The Economist", titulado "The Forgotten Continent: The Battle for Latin Americ's Soul", (Yale University Press, New Haven, 2007) que espero no tarde mucho en aparecer en español.

Después de leerlo me he puesto a buscar referencias en Internet sobre el libro y su autor y he encontrado dos de ellas que me han parecido interesantísimas y dignas de lectura. En primer lugar la de Norman Gall , director del Instituto "Fernand Braudel" de Economía Mundial de Sao Paulo, publicada en El País el 19 de enero de este año con el título de "El olvidado progreso de América Latina", y por otro lado, la de Jean-Francois Fogel, periodista francés editor de la edición electrónica de "Le Monde", titulada "Michael Reid y América Latina", y publicada en el blog "El Boomeran(g)" el 21 de enero de 2008 comentando, a su vez, el artículo citado de Norman Gall. Les recomiendo encarecidamente la lectura de los textos citados y de forma especial el de Hugo Estenssoro, en Revista de Libros. Al menos a mi, creo que me va llevar a mirar el acontecer de Latinoamérica con otros ojos. HArendt



http://www.euroamerica.org/sec-conferencias/fotos/f_chile00_24_g.jpg
El periodista británico Michael Reid


"¡Viva la evolución!", por Hugo Estenssoro

La América Latina es cosa mental. La gente ve en la región lo que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil, Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París, Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la dulzura de vivir, si es que puede pagársela.

La versión oficial es diferente. Los anaqueles de todo el mundo crujen bajo el peso industrializado de la bibliografía miserabilista, según la cual la América Latina es el peor de los mundos posibles y la culpa es de España, Inglaterra y Estados Unidos con sus consecutivas modalidades de imperialismo. De alguna manera, los pueblos de la región son víctimas pasivas, ignorantes, de su propio destino (excepto en el caso de los que escriben), a los que la historia simplemente les ocurre. Esta versión constituye todo un género. Es cierto que, en el caso de la historia latinoamericana, podemos agradecer que a esta versión noire no corresponda otra color de rosa. Pero es alarmante que la abrumadora mayoría de los libros disponibles sobre la región sean más ejercicios retóricos antiamericanos o antiliberales que historias o interpretaciones de la zona. Las alternativas son pocas, difíciles de localizar y en ediciones casi siempre agotadas. Amigos y conocidos me preguntan con frecuencia qué pueden leer para formarse una idea aproximada pero cabal de la América Latina. Suelo responder, con algo de malicia marxista (línea Groucho) que, si prefieren no creer a sus ojos, traten de leer la decena de volúmenes de la historia latinoamericana de la Universidad de Cambridge.

El defecto es que la benemérita historia de Cambridge, además de enciclopédica y cara, no llega a cubrir el último cuarto de siglo, que es sin duda el período más importante desde la época de la independencia. Tres factores han cambiado todo desde entonces. El primero es irreversible: la patria del buen salvaje tiene ahora una población mayoritariamente urbana. Los otros dos podrían ser transitorios: todos los países de la región tienen regímenes democráticos (con la excepción de Cuba), y todos tienen que adaptarse a la globalización (que puede desaparecer, como la del período 1870-1930). En otras palabras, la América Latina, por primera vez en su historia, comienza a participar de manera plena y concreta de la modernidad. Como el resto del mundo –excepto los Estados Unidos, que son la modernidad–, lo hace a rastras y pataleando, deseándola ardientemente al mismo tiempo que se rehúsa a pagar el precio. De hecho, la versión miserabilista de la historia latinoamericana forma parte de un género más antiguo y cosmopolita: el rechazo de la modernidad como la invención diabólica de un pequeño círculo de malvados, con el objeto de dominar, explotar y oprimir al resto de la humanidad.

Es posible ver la historia latinoamericana de otra manera. Las «jóvenes repúblicas» no son doncellas ingenuas y un poco bobitas, víctimas de extranjeros codiciosos y brutales. La región está compuesta de algunas de las repúblicas más antiguas de la Edad Moderna, con un denso trasfondo cultural de siglos. Los doscientos años de independencia que comienzan ahora a conmemorarse han sido genuinamente –trágicamente– independientes, al margen de algunos episodios de opereta más anecdóticos que decisivos para la región. (¿Son Vichy y la República de Saló más o menos «representativos» de la moderna historia europea que la ocupación de Haití o Nicaragua por infantes de marina estadounidenses? ¿Es la historia de Polonia y sus poderosos vecinos más o menos trágica que la de México y Estados Unidos?). El colombiano Germán Arciniegas tuvo la agudeza de señalar que el concepto mismo de independencia, en la acepción moderna, cristaliza en la América Latina. Es decir, los latinoamericanos han sido irrefutablemente dueños de su destino y, comparativamente, lo han hecho tan mal como cualquier otro. Eso que podríamos llamar una historia adulta de la América Latina existe y, hoy en día vastamente minoritaria, ocupa los anaqueles menos visibles y frecuentados de todas la bibliotecas (aunque no de las librerías). Pero, como es el caso de tantas otras disciplinas en los tiempos que corren, encontrar y estudiar esos textos es complicado, caro y laborioso, por lo que queda restringido a los especialistas. Una síntesis completa y breve de la historia latinoamericana moderna (desde la independencia), y de su estado actual, es algo que muchos hemos esperado durante largo tiempo. Forgotten Continent, de Michael Reid –que es, además, rigurosa y amena, honesta y lúcida–, satisface esa necesidad.

Los periodistas anglosajones, especialmente los ingleses, son una grey industriosa que cree, como Mallarmé, que todo termina en un libro. Los corresponsales estadounidenses tienen la ventaja de contar con un mercado enorme e insaciable, aunque los limita el mito adolescente del reportero duro pero sensible, y de prosa acartonadamente espartana. También les perjudica que, en términos profesionales, no les conviene quedarse mucho tiempo en un país o región. Sus libros tienden a ser instantáneas de un corto período, o laboriosos reportajes sobre un tema en particular, con dosis casi siempre excesivas de «color local». Los británicos, tal vez gracias a su reciente pasado colonial, suelen instalarse a largo plazo, aprenden mejor los idiomas, tienen lecturas más detenidas y amplias, y frecuentemente «go native», es decir, toman carta de naturalización cultural y sentimental. Se benefician, además, del estilo más fluido y natural que adquieren desde el colegio escribiendo essays –redacciones– todo el año (aunque entiendo que el sistema está desapareciendo). No sorprende que sus libros nos presenten un nítido espejo en el que frecuentemente nos reconocemos con mayor fidelidad que en los que nos ofrecen nuestros propios autores. Ese es el caso, por ejemplo, de John Hooper y los españoles, o John Ardagh (recientemente fallecido) y Francia.

El libro de Michael Reid es mejor aún. Corresponsal en la América Latina desde 1982, Reid es redactor de la sección latinoamericana del semanario inglés The Economist desde 1999, con sede en Londres. Al contrario de muchos de los latinoamericanistas clásicos de la prensa británica y mundial, Reid se interesa en la región por lo que ella es y no por lo que se imagina que debiera ser o le gustaría que fuera. Forgotten Continent, sin embargo, no es lo que, con justificado desdén, suele llamarse «un libro periodístico». No es una colección de artículos ni de refritos hilvanados para parecer un libro, aunque ésa pudiera ser su materia prima. Siguiendo el excelente consejo de Josep Pla, Reid ha escrito un libro para entender mejor su tema. Algunos reseñistas, que no sólo no han leído la obra, sino que tampoco leen The Economist, han afirmado que era de esperar que un redactor de esa revista viera con buenos ojos las reformas económicas con que la región ha tratado de integrarse en la globalización. Reid aclara en la introducción que sus opiniones no son las del semanario y que, incluso, «muchos de sus colegas» no deben de compartirlas. Podemos creerle, pues la revista ha dado un fuerte viraje a la izquierda (junto con el Financial Times, del mismo grupo) en los últimos años, tan pronunciado que la actitud de centroizquierda de Reid debe de parecer casi reaccionaria. No lo es, y todas sus objeciones a los fetiches progresistas son fruto de una obstinada probidad profesional. Acepta y comparte los nobles sentimientos y las buenas intenciones, pero los hechos son los hechos y las categorías no son intercambiables.

Al mismo tiempo, el libro no es una polémica, sino una investigación, y en eso reside su principal mérito. Reid observa que la izquierda de los países ricos, «mientras disfruta de la libertad y prosperidad de la democracia capitalista», mantiene que los autoritarios caudillos socialistas, supuestamente benevolentes, ofrecen una solución válida a la miseria y corrupción de lo que consideran capitalismo. Capítulo tras capítulo, Reid demuestra que la práctica democrática del capitalismo ha sido tan rara como episódica en la totalidad de la región. Sin embargo, Reid sostiene que la América Latina puede aspirar a «la prosperidad en libertad» de los países ricos. Más aún, que «nunca ha estado tan cerca [de ella] en ningún otro período de su historia». Después de décadas de tropezones y reveses, «la región se ha convertido en el más importante y arduo laboratorio de la viabilidad del capitalismo democrático como proyecto global».

Esta no es una «tesis», sino una observación minuciosamente documentada. Después de plantearla, Reid dedica tres densos capítulos en los que indaga en las raíces históricas del fenómeno que estudia. Sus incursiones en el terreno «académico», además de resumir con concisión y transparencia la bibliografía que normalmente sólo es leída por los especialistas, enriquecen la materia con el análisis de temas que suelen esconderse en la impenetrable jerga profesional de politólogos y economistas. Por ejemplo, el «lector común» de Virginia Woolf –razonablemente bien informado– comprenderá mejor con Reid conceptos básicos como populismo, neoliberalismo, teoría de la dependencia o modelo exportador. Reid investiga sus orígenes históricos, carga ideológica y evolución en la práctica, en oportunos ensayos en miniatura que convierten el libro en sustanciosa obra de referencia. Las nueve páginas de apretada tipografía que enumeran la bibliografía absorbida por el autor equivalen a un curso de verano.

El meollo del libro, sin embargo, son las dos secciones sobre las reformas económicas en el marco democrático de las últimas décadas. La historia latinoamericana independiente se divide en grandes períodos de crecimiento con políticas «liberales» –modelo exportador– y los períodos de estancamiento o regresión bajo el signo populista-progresista, con el modelo «desarrollo para adentro». La terminología al uso es equívoca y desorienta. Por ejemplo, las dictaduras militares son consideradas inevitablemente de derecha y conservadoras, brazo armado del «neoliberalismo». Pero casi todas ellas –y no sólo las dictaduras militares de izquierda, que también las hubo– eran favorables a un Estado todopoderoso que dominaba, cuando no acaparaba, las principales actividades económicas de manera poco distinguible del socialismo. Pocos se acuerdan de que, antes del regreso del liberalismo, reinaron durante más de medio siglo el populismo «social» y un keynesianismo socializado, entre las recetas menos tóxicas. Y todos olvidan que el plúmbeo y parasitario PRI mexicano era, como su nombre lo indica, la institucionalización de un movimiento revolucionario, teóricamente lo opuesto del reaccionarismo conservador.

Parece haber acuerdo en que el retorno «neoliberal» cuajó en el llamado Consenso de Washington, formulado en 1989, que, según la mitología radical, habría impuesto por la fuerza un modelo que ha empobrecido a la región. Sin levantar la voz, Reid se limita a establecer la intrincada cronología comprobable, acompañada de las estadísticas de uso común. Queda así claro que las reformas atribuidas al Consenso de Washington pueden precederlo no sólo en la práctica (como el «tratamiento de choque» de 1985 en Bolivia), sino también en la teoría (la CEPAL comienza a desdecirse en los ochenta). Más aún, lejos de ser dictado, el Consenso se origina básicamente en la región, dado el fracaso épico de todas las opciones «heterodoxas», y tan solo es descrito y bautizado, a posteriori, en Washington. La globalización y sus efectos tuvieron importancia. En 1966 Brasil era más rico que Corea del Sur; en los años ochenta, la situación comienza a invertirse; en 2002 el modelo exportador ortodoxo coreano había superado al rival brasileño. Tanto el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso como el socialista Lula da Silva tomaron nota.

Reid es igualmente contundente sobre la relación entre las reformas, por un lado, y la pobreza y desigualdad, por otro. La simple victoria sobre la inflación, al mismo tiempo instrumento y cadalso de los populistas, y endémica en la región, significó la abolicion del más injusto e implacable impuesto que pueda recaer sobre los pobres. En Brasil, el control de la inflación significó reducir la pobreza en un 20%. Además, cuando las reformas son realizadas de manera sistemática y continua, sus resultados son notables. Por ejemplo, la pobreza ha disminuido en la región desde los noventa en apenas un 5%, lo que es claramente insuficiente. Pero en Chile, donde las reformas económicas han echado raíces y florecido, se ha reducido la pobreza desde un 45% en la década de los ochenta a 13,7% en 2006. Incluso gobiernos menos competentes han conseguido –al liberar los recursos antes acaparados por el Estado– aumentar significativamente los gastos sociales, que la mitología miserabilista considera virtualmente abolidos: entre 1989-1991 y 2002-2003 aumentaron en un 39%, creciendo incluso en la recesión de 1998-1999. Todo esto al tiempo que había que lidiar con gigantescos problemas intratables, como la mencionada marejada migratoria, que muchos países ricos no consiguen manejar con éxito. Lima ha aumentado su población por ocho desde los años sesenta; habría que imaginarse el equivalente en Nueva York o París.

El modelo alternativo, preconizado por Hugo Chávez y Evo Morales, ha conseguido convertir a Cuba, uno de los tres países más prósperos de la región en los años cincuenta, en el segundo más pobre, después de Haití y por encima de Bolivia. En el resto de la región los ingresos per cápita han aumentado en un 11%. Las reformas del último cuarto de siglo han sido casi siempre pocas y tardías, y algunas veces desmañadas y deshonestas. Reid enumera y cataloga sus triunfos y miserias ecuánimemente. Pero el catalejo invertido de Montesquieu impone la debida perspectiva. Es verdad que una quinta parte de los latinoamericanos se debaten en la pobreza, pero también es cierto que uno de los problemas de la región al tratar de aplicar el modelo exportador es que sus salarios son demasiado altos para competir con China e India (la legendariamente pobre Bolivia goza, según la ONU, de un nivel de vida superior al de India, aunque su modestia le impida exigir un lugar en el Consejo de Seguridad).

Pero hay algo más, de capital importancia: todo eso ha sido obtenido en democracia. Brasil es la cuarta democracia más populosa del planeta, y la región ocupa el tercer lugar como grupo de regímenes democráticos. En 1977 sólo cuatro países latinoamericanos no eran dictaduras. Hoy la única excepción al consenso democrático es Cuba, pero ahora aun los epígonos de La Habana cumplen con el requisito previo de elegirse con el voto popular. Además, señala Reid, la democracia no ha sido impuesta por las armas de un invasor. Y todo eso a pesar de que «uno de los problemas a que se enfrentan las democracias latinoamericanas es la persistente negación de todo y cualquier progreso por parte de muchos universitarios, periodistas y políticos». El virtual monopolio en la esfera pública de la versión miserabilista hace que resulte aún más admirable el desarrollo democrático. Eso significa que el ciudadano común –sin suficiente tiempo, recursos o educación para informarse– sabe de ella de alguna manera y está dispuesto, por lo menos, a hacer la prueba.

Con toda su prudencia, Reid es un optimista en la cuestión. Por una parte cree que el actual período democrático impulsará el desarrollo económico, al mismo tiempo que advierte de que «la democracia sólo puede prosperar en la América Latina si va pareja a un crecimiento económico acelerado, pues el crecimiento es en parte una tarea política». Es verdad, como nos recuerda, que la democracia consiguió superar las crisis de la «media década perdida» de 1998 a 2002. Pero hay motivos para dudar. Una de las glorias de Colombia ha sido su secular tradición democrática –que, como Reid apunta, compite con ventaja con buena parte de los países europeos–, sin que eso haya resuelto el relativo atraso económico, o siquiera el problema de la violencia política. Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia y Correa en Ecuador fueron elegidos democráticamente, así como la pareja Kirchner en Argentina, y se han dedicado alegremente a demoler la economía de sus respectivos países; la democracia podría ser la próxima en su punto de mira.


Todos los síntomas de la actual crisis económica mundial indican que el segundo gran período de globalización podría estar llegando a su fin. Reid narra con precisión las secuelas del derrumbe posterior a 1929 en la historia y la economía latinoamericanas, una de las cuales fue el surgimiento del populismo clásico. Sería tentador decir que la versión actual repite esa historia trágica como farsa. Pero la «batalla por el alma latinoamericana» que Michael Reid sitúa en el remate arquitectónico de su excelente libro podría ser cruenta. Reid justifica su título algo dramático, El continente olvidado, afirmando que la región no es lo suficientemente pobre para inspirar piedad, ni lo suficientemente peligrosa para incitar a cálculos estratégicos. Pero no puede desecharse la posibilidad de que, entre mandones, aturdidos e indiferentes, se incite a cálculos que terminen inspirando piedad. (Revista de Libros, núm.144, diciembre 2008)



El periodista boliviano Hugo Estenssoro



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