jueves, 18 de julio de 2019

[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy jueves, 18 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 
























Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 12 de julio de 2019

[PERSONAL] Cerrado por descanso del personal





***

NOS VEMOS DE NUEVO
EL 
JUEVES
18 DE JULIO

DISCULPEN LAS MOLESTIAS


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Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[A VUELAPLUMA] Las letras y la vida





Temer a la muerte no es aconsejable, y cuando nos asalta, suele ser por la muerte de otros, no la nuestra, escribe Félix de Azúa. Solía Malraux definir la muerte como “lo irreparable”, comienza diciendo Azúa, y quizás sea ese su carácter más helador. Temer a la muerte no es aconsejable y cuando nos asalta suele ser por la muerte de otros, no la nuestra. Es el rastro que deja la muerte lo que agobia. En un poema muy cursi decía Tagore que lo inconcebible era que tras su muerte los pájaros siguieran cantando. Y sin embargo, esa es la parte buena de la muerte: que sin duda aquellos a quienes los muertos abandonan seguirán cantando. Tardarán meses, años, pero cantarán de nuevo.

Lo irreparable va por otra senda, más oscura, más augusta. Quienes seguimos en vida tras una muerte cercana sabemos que ya no volveremos a compartir nada con el desaparecido. Eso es lo irreparable. Rafael Sánchez Ferlosio nos dejó en abril. Este mes de julio nos hemos reunido unos amigos, espoleados por Fernando Savater, para compartir a Ferlosio en la revista Claves que él dirige. A todos cuantos hemos escrito sobre Ferlosio nos ha parecido que de ese modo aún estaba presente. Así que cambiábamos una proposición, un verbo, un adjetivo para que le gustara más. Si te paras a pensar, es absurdo, es imperdonable, es espiritismo. Sin embargo, los que hemos contribuido teníamos la certeza de que Rafael nos estaba vigilando por encima del hombro.

Es uno de los más insolubles enigmas de la literatura: que da vida. No es una metáfora, es verdad literal. La literatura da vida a los humanos como el agua se la da a las plantas. Y aquellos que no se alimentan con la literatura, se agostan. ¿Cómo es posible semejante disparate? Lo explica Ferlosio en uno de sus pecios, recogido en la revista: “En el silencio de mi noche ardiente, las letras, locas, gesticulan voces”. Es que siguen cantando, Rafael, siguen cantando.



Rafael Sánchez Ferlosio en Roma, en 2005



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[DE LIBROS Y LECTURAS] El sentido del estilo, de Steven Pinker





Francisco García Olmedo, miembro de la Real Academia de Ingeniería y del Colegio Libre de Eméritos, y catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid hasta 2008, publica una reseña en Revista de Libros de la más reciente obra de Steven Pinker, El sentido del estilo. La guía de escritura del pensador del siglo XXI (Madrid, Capitán Swing, 2019). 

De Steven Arthur Pinker, un psicólogo experimental, científico cognitivo, lingüista y escritor canadiense, profesor en el  Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, poco más hay que añadir salvo que es conocido por su defensa enérgica y de gran alcance de la psicología evolucionista y de la teoría computacional de la mente y por la polémica que todos sus libros suelen levantar.

Su cuidada melena, amplia y vigorosa, ya encanecida, resaltaba en la penumbra de las primeras filas en aquel salón del palacio ducal veneciano, comienza diciendo García Olmedo. El acto inaugural iba a empezar en breve. Por unos momentos pensé que estaba ante un Casanova reencarnado. Hacía poco que Steven Pinker, cuya cabellera «ha sido objeto de admiración, y envidia, e intenso estudio», había sido elegido por aclamación como primer miembro del «Club del pelo fluyente y lujuriante para científicos» . Lo he fabulado en esta misma revista. Durante los tres días de convivencia que compartimos en el convento-isla de San Giorgio Maggiore, el último gran monumento palladiano, adquirí el convencimiento de que Pinker era un hombre a la captura de un estilo. En la estela de su último libro hasta aquel momento, La tabla rasa, el título de su conferencia era El nicho cognitivo: «Las palabras de su texto van apareciendo en pantalla según se pronuncian, como si un artificio electrónico conectara por vía umbilical al orador con el proyector o como si este aparato capturara sincrónicamente las ondas sonoras para transformarlas en escritura proyectable». Había algo en el rígido dispositivo de comunicación y en la muy cuidada indumentaria de Pinker que dejaba traslucir su esfuerzo y, hasta cierto punto, su fracaso en la perpetua búsqueda de un gran estilo.

Una década después de las anteriores escenas recibo con interés su último libro, El sentido del estilo. La guía de escritura del pensador del siglo XXI, y desde la propia portada me asalta ya una duda sobre la que volveré más adelante: ¿puede el conocimiento objetivo guiarnos en la búsqueda del estilo? Antes de concluir sobre este asunto, glosemos brevemente el contenido del libro.

En los tres primeros capítulos, Pinker se refiere a cuestiones generales, tales como la necesidad de tener siempre presente al lector, de dirigir la mirada a algo del mundo real y de evitar a toda costa la escritura críptica, buscando ejemplos concretos y aportando viñetas elocuentes cuando se trata de ilustrar ideas abstractas. Entre sus bestias negras destacan «las ideologías académicas relativistas tales como el posmodernismo, el posestructuralismo y el marxismo literario». Un mal estilo puede ser fruto de la pereza o de la mala influencia de la comunicación electrónica. Pero puede ser también deliberado. Quizá porque quiere aparentarse una arcana sabiduría o, incluso, porque existe el propósito deliberado de confundir al lector. Sin embargo, para el autor, el principal factor contrario a un buen estilo es la incapacidad del escritor de ponerse en el lugar del lector, de imaginar lo que éste ignora, de aquello que da por sobreentendido.

En el capítulo cuarto se ocupa de la sintaxis, que no debe ser ni enrevesada ni ambigua. El escritor, según Pinker, debe tratar de «codificar una red de ideas en una cadena de palabras usando un árbol de frases» y necesita entender la función dual de la sintaxis: como código de información para ordenar ideas y como una secuencia de procesamiento de acontecimientos en la mente del lector. Es aquí donde se enmarca la recomendación de eliminar palabras superfluas, aquellas cuya supresión no resten significado a lo escrito, aquellas que en muchos manuales de escritura científica se llaman «palabras basura».

En el capítulo quinto se desarrolla la idea de que la escritura involucra desde los aspectos más superficiales del lenguaje a los más profundos del razonamiento. Es el «hambre de coherencia», según el autor, el motor del proceso de comprender el lenguaje. En otras palabras, el propósito de quien escribe es asegurarse de que los lectores entiendan lo que se les cuenta, capten el asunto, sigan la pista a los actores y perciban que a una idea le sigue otra. La coherencia debe impregnar no sólo cada frase, sino todas las ramas del árbol discursivo. Además, tanto quien escribe como quien lee deben tener claro desde el principio cuál es el propósito del texto. Hay autores que se resisten a cumplir con ese requisito, que según las instrucciones para autores de las revistas científicas es de obligado cumplimiento.

El meollo del libro está en su sexto y último capítulo, al que dedica casi un centenar de páginas, frente a los dos centenares que componen los cinco primeros. Se titula «Hablar bien diciéndolo mal» y trata de cómo dar sentido a las reglas de una gramática correcta, así como a la elección de palabras y a la puntuación. Pinker está a favor de una simplicidad clásica, así como de unas reglas cuyo conocimiento sea obligado, aunque no tengan que cumplirse necesariamente. Lo correcto no parece ser necesariamente lo mejor, se diría. Pinker se mueve entre el prescriptivismo de la autoridad y el populismo descriptivo de considerar que todo uso común a mucha gente tiene que ser necesariamente correcto. A propósito de esta postura flexible, David Marsh, autor de The Guardian Style Guide, ha publicado en su periódico 10 grammar rules you can forget: how to stop worrying and write proper. La lista viene acompañada de otra titulada The sounds of syntax: what pop music can tell us about how to build a sentence, lista que pone en evidencia cómo las letras de la música popular, desde los Beatles a Simon & Garfunkel, contravienen (¿justificadamente?) las mencionadas reglas.

La gramática, la sintaxis, el uso de las palabras y la puntuación son componentes del estilo que pueden estar y están sujetos a ciertas reglas, pero el estilo en sí mismo se despliega en un territorio libre de ellas, al menos por el momento, ya que las investigaciones neurológicas o las lingüísticas todavía no las han revelado, en caso de que existan. Un discurso por completo correcto puede ser plúmbeo o, por el contrario, uno no por completo correcto puede llevarnos a las más sublimes alturas. Hay programas de ordenador para valorar el estilo que se basan en las normas gramaticales y poco más, pero que nada nos dicen de la elegancia o de la gracia estética de un texto. Si se somete a uno de estos correctores un buen texto final de una revista científica de elite, éste saldrá pésimamente valorado, acusado de abusar de la voz reflexiva, pero resulta que esta voz está considerada obligatoria en dicho tipo de revistas: «se pesaron» en lugar de «pesamos», por ejemplo.

Steven Pinker, en realidad, habla casi en exclusiva de las piedras del basamento de ese gran monumento que puede llegar a ser el estilo, pero apenas roza verdaderamente el corazón del tema que se enuncia en el título del libro. La especialidad de Pinker es la Psicolingüística, por lo que, al escribir sobre el estilo, el autor navega por mares ajenos, algo a lo que ya nos tiene acostumbrados y que yo encuentro útil y deseable. No milito entre sus detractores, aquellos que, en palabras de Manuel Arias Maldonado, han creado un curioso subgénero que podría denominarse «desprecio de Pinker» . Este libro, tal vez por lo enrevesado del tema, no es ciertamente de los más fáciles de leer entre los que ha publicado su autor y ha debido de ser particularmente ardua la labor de traducción, ya que tanto los ejemplos como las viñetas que ilustran los conceptos y reglas que se discuten se refieren necesariamente al idioma inglés y no al español.

Pinker aspira a sustituir con su libro al venerado The Elements of Style, de William Strunk y E. B. White, por considerarlo superado por la evolución de la gramática. Esta aspiración suena más ambiciosa de lo que en realidad es, ya que, de William Shakespeare a William Faulkner, no parece que los grandes escritores hayan respetado las reglas de la buena escritura, enseñándonos más bien hasta dónde podemos llegar sin ellas. A juzgar por el éxito de sus libros, Steven Pinker debe de estar en posesión de un estilo eficaz, aunque no me parece que responda al ideal de «simplicidad clásica» que predica.







Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy viernes, 12 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 






















Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 11 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Tocarnos sin miedo





Cuando fui a ver Jauría, comenta la escritora Lara Moreno,  salí con la reforzada convicción de que nuestra educación sexual es condenable y peligrosa. Empecé viendo a Rocky Balboa, comienza diciendo, con sus ojos de vaca casi tiernos y su ingenua crítica social asociada a un chándal gris y a una triste novia de barrio. Intenté acostumbrarme sin éxito a los esteroides de Schwarzenegger o de Jean-Claude Van Damme, los cabeza de buey, los rompe cráneos. Masa humana inflada golpeando. Bebedores de leucocitos. Pasé miedo con Freddy Krueger, un miedo completamente exento de empatía. Aquello estaba hecho para ser mirado, pero a mí me costaba mirar. Todo esto acabó; aunque tarde, llegaron los años en los que podía decidir por mí misma. La violencia audiovisual ¿empezó a ser otra cosa? Recuerdo los debates que tuve con amigos sobre Irreversible, la película de Gaspar Noé, donde se filma una violación desde el suelo, con un plano fijo, durante más minutos de lo establecido (fuera del porno, claro). Esa violación estaba exenta de erotismo y había que sostenerle el pulso a la pantalla. Yo tuve que quitar el sonido, y aun así no conseguí mantener los ojos abiertos. Aquello tenía un mensaje, decíamos. Igual que Funny Games, de Haneke: ¿no era esa mirada a cámara del depravado protagonista, esa sonrisa, el guiño que confirmaba la condición de crítica a través del arte? La violencia siempre debería incomodar. Estremecer. La violencia siempre debería resultar repulsiva. Pero el entretenimiento, parque de atracciones del capitalismo, está por encima del bien y del mal. Y quién no ha disfrutado con el capítulo de Juego de tronos donde se apuñala a una embarazada en el vientre. Sangre sofisticada.

Cuando fui a ver Jauría, la obra de teatro de Miguel del Arco sobre el juicio de La Manada, salí con la reforzada convicción de que nuestra educación sexual (y por lo tanto emocional), la de todos, que viene directamente de la industria pornográfica y de siglos de machismo y patriarcado aderezados con restos de una losa católica, es condenable. Es peligrosa. Los gestos, la bravuconería, la violencia, el uso y la anulación y la destrucción del otro, de la otra, de todas las otras: urge empezar de nuevo. Y cuidado: no mezclemos el amor en la educación sexual y emocional, el amor no es algo que nos vaya a caer del cielo para salvarnos. El amor es un sentimiento, no una posición. Solo nos queda mirar al otro con respeto y desde la igualdad. Entonces podremos empezar a tocarnos sin miedo. 



Una escena de la obra de teatro 'Jauría'



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