miércoles, 12 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Japonesada





He estado cuatro noches en Japón e impugno la idea prepotente de ser habitante del futuro. Si hubiese pasado un año no podría escribir esta columna: habría llegado a la conclusión de que solo sé que no sé nada. Pero cinco días me alientan a la temeridad. He visto muchas cosas y he creído ver muchas otras. Me han contado historias. Comparto lo que siento. Es un derecho, relata en El País la escritora Marta Sanz

Al llegar a Japón, comienza diciendo Sanz, me advierten: nunca debo dejar propina ni fumar en la calle ni hablar por el móvil en el metro. En los restaurantes la gente disfruta de sus cigarrillos mientras come sopitas, sashimi y sushi. En Japón no hay anisakis porque evisceran y limpian los pescados tan primorosamente que en la carne no quedan larvas ni excrecencias. En Japón hay casi pleno empleo y Tokio es una ciudad donde no me piden limosna ni veo perros abandonados. Los japoneses trabajan mucho; me cuentan que algunos mueren frente a sus ordenadores. Cortocircuito total. El suicidio se practica en los andenes del metro. Los suicidas dejan preparada la suma necesaria para limpiar su sangre de la estación; unas son más caras que otras: suicidios de centro y periferia, de primera y segunda. Me dicen que casi todas las mujeres aspiran a contraer matrimonio antes de los treinta. Ellas administran el dinero de sus infatigables esposos y les dan una cantidad semanal para sus gastos. Las mujeres tienen amantes, van al teatro y abarrotan las cafeterías donde degustan repostería europea. Los hombres que pierden el último tren pernoctan en karaokes y hoteles cápsula. Expresar sentimientos o mostrar afecto físico no es habitual. Pero hay sex shops de ocho pisos, graduados por la dureza de lo que se vende, que no llegan a culminar los más avezados pornógrafos occidentales. Nadie asiste a esas chicas borrachas que se acurrucan en pasadizos: prestarles ayuda sería humillante para ellas. Las japonesas se emborrachan con facilidad porque carecen de una enzima para metabolizar el alcohol. En el barrio de Shinjuku adivino a Godzilla entre dos rascacielos. Hay restaurantes de robots. Los neones son tan potentes que casi me producen ataques epilépticos. Si pierdes el ordenador, lo recuperarás. Nadie roba: hay quien da una razón animista —el alma impregna los objetos— y hay quien apela al budismo —lo que hagas en esta vida te será devuelto en la otra—. No entiendo de religiones. Por Takeshita pasean lolitas góticas y muchachas con peluches anudados a la cintura. Chicas que visten a sus novios a juego con su indumentaria. Los cazadores de tendencias paran a algunas y apuntan sus nombres en un papelito. Hay cafeterías de erizos y búhos. Muchas personas van enmascaradas para no contagiar o no contagiarse: en el avión una japonesa se quita la máscara, se maquilla, no se la vuelve a poner. Yo he visto cosas que vosotros no creeríais si es que aún los seres humanos conservamos la capacidad de asombro. He pasado por uno de los callejones donde se rodó Blade Runner y he atravesado diagonalmente el cruce de Shibuya. He estado cuatro noches en Japón e impugno la idea prepotente de ser habitante del futuro. Ahora me cuesta más distinguir el original de la copia, la tradición de la globalización, la realidad de los relatos, la libertad de las esclavitudes, lo honorable de lo cruel, la soledad del hikikomori del gregarismo, el ombliguismo occidental del exotismo papanatas. Y ya no sé qué puede ser el infierno y qué el paraíso.



Tokio, Japón


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[TEORÍA POLÍTICA] Las contradicciones de la Izquierda





«La izquierda ha abandonado las ideas de izquierdas»: para que una afirmación como ésta resulte interesante o, cuando menos, inteligible, hay que manejar dos usos distintos de «izquierda»: el primero designaría a la izquierda «realmente existente», por ejemplo, el PSOE o Podemos; el segundo se referiría al uso conceptual, estipulativo, propio del investigador o tasador: ciertos principios ideológicos. Las críticas y reproches de buena parte de los analistas operan sobre ese paisaje de contraste: la «izquierda realmente existente» no está a la altura de los principios que definen a la izquierda, aquellos que con más coherencia armonizan valores, historia y propuestas. Lo comenta en Revista de Libros el escritor Félix Ovejero Lucas,  profesor de Economía, Ética y Ciencias Sociales de la Universidad de Barcelona, reseñando el libro Contra la izquierda. Para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI (Barcelona, Anagrama, 2018).

La contraposición tiene plena justificación, aunque no puede, cuerdamente, sostenerse de manera indefinida o incondicional. Si la izquierda real se aleja de modo radical y duradero de la conceptual o ideal, hay razones para plantearnos de qué hablamos cuando hablamos de izquierda. A veces, pocas, los conceptos se salvan de sus malos usos. Así, el socialismo sobrevivió al nacionalsocialismo de Adolf Hitler. Pero no es lo normal. Lo más frecuente es que, con el paso del tiempo, cuando la historia erosiona y las propuestas cambian, debamos entregar las palabras. Sucedió con «comunismo». Para muchos, durante mucho tiempo, el comunismo defendía –en palabras del Manifiesto comunista– una sociedad máximamente democrática en la que «el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos», un ideal de vida aristotélico, según el cual los ciudadanos podrían dar curso al despliegue de sus mejores potencialidades. Pero la realidad se impuso y tocó, resignadamente, desprenderse de la palabra. Hoy, «comunismo» designa una sociedad totalitaria que nadie con dos dedos de frente puede reivindicar. En mis horas más bajas, temo que con «feminismo» pueda suceder algo parecido.

En su reflexión sobre la crisis de la izquierda, Jordi Gracia, en principio, no opera con esa estrategia. No precisa el paisaje de contraste de su reflexión, esto es, qué entiende por izquierda. Su crítica se desenvuelve por otros terrenos. No por eso resulta complaciente. Con realismo y crudeza, aborda algunos de los problemas de la izquierda real, especialmente la española. Su catálogo de errores y descuidos, aunque desarrollado a chorro abierto, resulta bastante ajustado y hasta exhaustivo. Se comprueba, para empezar, en sus apreciaciones sobre nuestro pasado. Frente al relato del llamado régimen del 78 como continuación del franquismo, el autor valora con ecuanimidad la Transición, evita entregarse a la extendida fascinación por una república «momificada» y tasa con precisión el peso real del antifranquismo, «una movilización política, laboral y social (que) nunca fue mayoritaria». Se nota ahí la mano del competente historiador de las ideas. Critica, con criterio, la vaciedad de la clásica socialdemocracia y, con más detalle y finura, al mundo de Podemos, enfático y sobreactuado, saturado de soflamas retóricas y nostalgia paleoizquierdista. Su realismo, ante el populismo de izquierda, resulta indiscutible: denuncia la cháchara y palabrería infladas, una grandilocuencia en la que la jerga con ilusión de precisión sustituye a los análisis y las propuestas, de una izquierda «que mantiene vivo un radicalismo retórico que demasiadas veces suena como ficción deshonesta y concebida como consuelo para un cambio estructural, metafísica, material y técnicamente imposible», a la vez que reconoce resignadamente, entre otras cosas, que el capitalismo es un horizonte insuperable.

Gracia no sólo habla de los errores políticos de la izquierda. También se ocupa, al paso, de otros errores de perspectiva, condición de posibilidad de los anteriores, y que con un poco de exageración podrían calificarse como epistémicos. Rescato dos. El primero es una disposición a mentirse: «El resumen drástico de todo confluye en la falta de veracidad de su discurso con respecto a sí mismo y el cultivo del autoengaño como consecuencia esterilizadora». La segunda disposición intelectual corresponde al «complejo de superioridad de la izquierda», una idea que el autor apenas desarrolla, pero que no creo traicionar si lo resumo como la presunción, no sólo de que sus ideas son mejores –cosa que todos hacemos: de lo contrario, tendríamos otras–, sino de que su trato con sus ideas es moralmente mejor. En corto y a lo bruto: la derecha no defiende sus tesis por convencimiento, sino por oscuros intereses. A mi parecer, los errores epistémicos no son ajenos a los desnortes políticos. Son su condición de posibilidad.

No cabe sino reconocer su perspicacia. Lástima que no siempre se aplique la enseñanza. Porque el libro, en muchas de sus páginas, participa de los errores (epistémicos) que denuncia, de la superioridad moral y de la disposición al autoengaño. La superioridad moral asoma en cada línea dedicada a la derecha («neofranquista», «en el pozo más hondo de su descrédito intelectual y moral»), a la que atribuye todos los males, incluso el de haber impuesto a la socialdemocracia «su lenguaje fósil». Una tesis arriesgada en los tiempos del lenguaje inclusivo y la corrección política. Basta con pasearse por el mundo académico de las humanidades, comenzando por el norteamericano, para saber quién manda al imponer la palabrería. Le imputa tantos males a la derecha que hasta le atribuye los ajenos, como sucede, por ejemplo, en una argumentación conspirativa que merodea la falacia funcional, cuando sostiene que «el ruido mediático es conservador»: «a la derecha le conviene el bullicio en los medios y la historia comunicativa». Por su parte, el cultivo del autoengaño se deja ver en los escasos pasajes programáticos del ensayo, cuando recurre a estrategias retóricas adversativas («esto, pero también aquello») para escamotear tensiones conceptuales bien reales que, para resolverse, necesitan algo más que mampostería, algo más que expresar buenos deseos: «prefiero la defensa irónica de una causa perdida en la que no todo está perdido, donde lo real no es una fatalidad, pero tampoco lo es la enmienda de lo real. Por eso echo de menos el esfuerzo por conciliar realidad y proyecto, necesidad y plausibilidad, denuncia concreta y reforma factible». Un «sí pero no» que atraviesa de parte a parte el libro y que acaba por desdibujar la rotundidad –o, si quieren, el afán de verdad– propio del género ensayístico. El modo más seguro de no perder peso es mentirme en las metas, proclamar mi voluntad de comer y de estar delgado.

Esa querencia por limar las aristas o, para decirlo con más precisión, por soslayar las tensiones intelectuales con pensamientos desiderativos, con la expresión de buenos deseos, asoma en la recurrente estrategia de unos procedimientos –si se me permite– whitmanianos: relaciones de nombres o de retos que no tienen otro nexo de unión que la voluntad del autor y en los que el acto mismo de inventariar parece presentarse como solución. En la cita recogida en el párrafo anterior, se ejemplificaba en el caso de algunos retos. Más llamativa resulta la lista de los «referentes», los autores que la izquierda, según el autor, debería esforzarse por integrar: Fernando Savater, Slavoj Žižek, Marina Garcés, César Rendueles, Juan Marsé, Marta Sanz, Joan Margarit, Almudena Grandes, Luis García Montero, Santiago Alba Rico o Daniel Innerarity. Confieso mi incapacidad para encontrar en esa heteróclita nómina, no ya coherencia –en más de uno de los citados, ni siquiera dentro de su propia obra–, sino hasta un mínimo denominador común distinto del catálogo de alguna editorial no sobrada de criterio. Ciertamente, Gracia no se entrega incondicionalmente a ninguno y, de hecho, a cada uno de ellos le encuentra alguna pega resuelta en dos palabras, en otra variante de su estrategia de sí pero no. En todo caso, ejemplifica impecablemente la estrategia de resolver con palabras problemas reales: juntar nombres poco tiene que ver con ordenar ideas.

Con todo, como decía, el autor encara –mejor dicho, menciona– a uña de caballo, y con digresiones no desprovistas de interés, algunos importantes retos de la izquierda española. Todos menos uno: el nacionalismo. Salvo alguna mención al paso, el ensayo apenas se ocupa de la mayor rareza –en rigor, inconsistencia– de la izquierda española: avecinarse a proyectos políticos superlativamente reaccionarios que defienden romper la unidad de la democracia y de la redistribución en nombre de la identidad (el programa nacionalista, despojado de todo aditamento decorativo, se reduce a sostener que «somos diferentes y por ello tenemos derecho a levantar una frontera, a convertir en extranjeros a nuestros conciudadanos»). Cuesta entender esa omisión, sobre todo si se tiene en cuenta que Gracia ha terciado con frecuencia en «el tema catalán», casi siempre en defensa de otro «sí pero no», de alguna variante de esa imprecisa política que se ha denominado «tercera vía», practicada por todos los gobiernos españoles, incluidos los de Aznar, y que consiste en ir aceptando el chantaje de la independencia aplazada: se dan por buenas unas demandas de los nacionalistas que serán el punto de partida innegociable de la siguiente ronda, todo ello en nombre del autogobierno, el enésimo principio maltratado (como democracia, diálogo, identidad, discriminación positiva y tantos otros) en el envenenado –y peor denominado– «debate territorial». «Federalismo» es el abracadabra de más uso a la hora de escamotear este reto: un conjuro más que un concepto que, cuando se piden aclaraciones, acostumbra a resolverse acudiendo a otro remiendo no menos impreciso, a otro trampantojo: «convertir el Senado en una auténtica cámara territorial».

Ya casi al final de su ensayo, recurriendo de nuevo a otro sí pero no, Jordi Gracia se descuelga con una digresión a trasmano del hilo fundamental de su reflexión: «En un ensayo sesgado y descalificador, y a la vez higiénico y estimulante, Ignacio Sánchez-Cuenca ha deplorado la profusión de voces de intelectuales metidos precisamente a intelectuales: en lugar de poblar la esfera pública con expertos técnicos cualificados, hemos de soportar indebidamente las intuiciones e impresiones, los atisbos de ideas y las ideas mismas de intelectuales, novelistas o poetas sin acreditación para intervenir en los temas serios de la política y la vida pública». El meandro resulta extraño, incluso dentro de un discurso, como el de Gracia, repleto de recodos. Ya no hablamos de los errores políticos ni de los epistémicos, sino del contexto (pragmático, si se quiere) de los errores epistémicos, de quienes están en condiciones de buscar la verdad.

Resulta inevitable pensar que Gracia se pone la venda antes que la herida en previsión de posibles reseñistas. Jordi Gracia es un catedrático de literatura que, sin una nota a pie de página, a pulso, nos ofrece un diagnóstico sobre la izquierda del siglo XXI, y el ensayo de Sánchez-Cuenca al que hace referencia, La desfachatez intelectual, era una crítica implacable a ciertos intelectuales que terciaban sobre cualquier asunto sin atender a los resultados de las disciplinas académicas, al conocimiento especializado. Debería estar tranquilo. Por lo pronto, su crítica a los errores epistémicos resulta compatible con el afán de verdad que –en una interpretación caritativa en el sentido de Donald Davidson, la obligada en el debate académico– inspiraba el libro de Sánchez-Cuenca. Por lo demás, no es temerario conjeturar que su nombre no aparecerá en una actualización del ajuste de cuentas de Sánchez-Cuenca. Entre las indiscutibles virtudes de La desfachatez intelectual no se incluía la ecuanimidad y, previsiblemente, Gracia cae del lado bueno del justiciero arqueo de Sánchez-Cuenca. Después de todo, si la memoria no me engaña, el poeta Luis García Montero se encargó de presentar La desfachatez intelectual. También Almudena Grandes andaba por allí: dos de los referentes intelectuales de la izquierda, según Gracia.

Otra cosa es sí debería preocuparse por no estar a la altura de su propio diagnóstico: más exactamente, de los errores de perspectiva (epistémicos) que menciona. Como decía, Gracia apenas desarrolla las líneas en que se ocupa de la disposición al autoengaño. Y es una pena. Como decía Ernst Toller, el autoengaño no es más que el producto del miedo a la verdad. Si queremos pensar en serio a la izquierda del siglo xxi, debemos comenzar por tomarnos en serio el amor a la verdad. Otro modo de entender la maltratada cita de Gramsci: «Arrivare insieme alla verità».






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy miércoles 12 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 




















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martes, 11 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Lenguaje político y esquizofrenia







Los fundadores de la república norteamericana, la democracia más antigua del mundo a pesar de su juventud, en tan temprana fecha como 1791 y en la Primera Enmienda que aprobaron a su recién estrenada Constitución cuatro años antes, determinaron que el Congreso federal no establecería ley alguna por la que se pudiera adoptar una religión como oficial del Estado o se prohibiera practicar libremente la de cada cuál. La razón era sencilla de comprender: siendo la población de la república de diversas creencias la única forma de que todas las religiones convivieran en paz era la de establecer la prohibición de que ninguna de ellas tuviera carácter oficial. Por la misma razón, los fundadores de la Unión se negaron a establecer lengua alguna como oficial del Estado. Y todos los intentos que ha habido de establecer el inglés como tal han resultado fallidos...

En el año 2005 la periodista y lingüista Irene Lozano ganó el premio Espasa de Ensayo por una polémica obra titulada "Lenguas en guerra".  El lenguaje, -decía en la introducción-, "es una facultad universal del ser humano sobre cuyos orígenes existe un gran desconocimiento, aunque se suelen situar hace 40.000 años. A pesar de sus aparentes diferencias, Chomsky ha demostrado que todas las lenguas comparten un mismo tipo de estructura y proceso gramatical, en el fondo. La razón de que hayan llegado a existir distintas lenguas hay que buscarla en el relativo aislamiento en el que vivían los distintos grupos sociales existentes hace miles de años", para concluir que "la instrumentalización política de las lenguas en España ha logrado que se olvide la función primordial de una lengua como instrumento para el conocimiento y la comunicación, poniendo restricciones geográficas y creando conceptos como el de la lengua propia”.

Indudable experta en asuntos lingüísticos, la profesora Lozano acaba de publicar en Claves de Razón Práctica un interesantísimo artículo titulado "La izquierda se vuelve conservadora". El artículo es un extracto de los capítulos II y III de su reciente libro "El saqueo de la imaginación" con el que pretende dejar constancia de la esquizofrénica utilización que del lenguaje y del idioma hace la clase política en general (y la española en particular, y no sólo la izquierda a pesar de que el título del artículo pueda inducir a creerlo) para no llamar a las cosas por su nombre, o para decir lo contrario de lo que las palabras significan. Pura esquizofrenia: (del griego "σχίζειν", escindir, y de "φρήν", inteligencia), que el Diccionario de la Real Academia define como "grupo de enfermedades mentales correspondientes a la antigua demencia precoz, que se declaran hacia la pubertad y se caracterizan por una disociación específica de las funciones psíquicas, que conduce, en los casos graves, a una demencia incurable". Probablemente sea por eso, por su lenguaje infantil e incomprensible, por lo que resulta tan difícil a veces entender a los políticos.



No se puede mostrar la imagen “http://www.elpais.com/recorte/20050927elpepucul_1/XLCO/Ies/20050927elpepucul_1.jpg” porque contiene errores.
Irene Lozano



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Publicada originariamente el 9/6/2008
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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy martes, 11 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 





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lunes, 10 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Las máquinas que nos vigilan





Uno de los indicios claros de que algo inquietante está ocurriendo se produce cuando las distopías comienzan a llegar al mundo real y las máquinas que nos vigilan comienzan a ser de uso general, escribe en El País el periodista Guillermo Altares.

Desde las novelas de Philip K. Dick, comienza diciendo Altares, hasta la serie Black Mirror, la ciencia ficción ha especulado sobre los límites de la tecnología y el momento en que deja de ser una ayuda para convertirse en un problema. Uno de los indicios claros de que algo inquietante está ocurriendo se produce cuando las distopías comienzan a llegar al mundo real. Y ese es el problema que plantean ahora mismo los sistemas de reconocimiento facial, una revolución tecnológica que amenaza la privacidad de todos los ciudadanos en los espacios públicos.

Un hombre fue multado recientemente en Londres por cubrirse ante una cámara para evitar el reconocimiento facial, un incidente que fue filmado por la BBC. El Parlamento Europeo ha aprobado la creación de una base de datos con los rostros de los 500 millones de habitantes de la UE, mientras que la Estación Sur de autobuses de Madrid, por la que pasan 20 millones de personas, cuenta con un sistema de este tipo. China es el país donde el reconocimiento facial está más desarrollado (hay una cámara por cada siete habitantes) y se utiliza para el control de la población en una situación que se parece cada vez más al Gran Hermano de George Orwell.

Primero se multiplicaron las cámaras en los espacios públicos y luego se introdujeron sistemas cada vez más sofisticados para poner un nombre a cada uno de esos rostros de la multitud. Esta tecnología no es solo capaz de reconocer a una persona de cerca —como ocurre para desbloquear algunos móviles, en tiendas o en cajeros automáticos—, sino que también puede localizar a alguien y conocer sus movimientos y los lugares que visita.

La reciente prohibición de estos sistemas por parte de la ciudad de San Francisco, donde están basadas muchas de las multinacionales tecnológicas, ha lanzado la voz de alarma sobre las derivadas indeseadas de estos sistemas que, si bien es cierto que pueden ser un instrumento muy útil contra el crimen, también tienen la capacidad de laminar la privacidad. Este paso de San Francisco se produjo mientras algunos inversores de Amazon trataban de que la multinacional frenase la distribución de su sistema Rekognition, uno de los más eficaces del mercado, pero fracasaron. El debate sigue, pero el ojo del Gran Hermano se hace más grande y más preciso.



Pruebas de reconocimiento facial en Shenzhen, China



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[GALDÓS EN SU SALSA] Hoy, con "Electra"






Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quién es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que ya se han cumplido 175 años, estoy subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa. 

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912. 

Traigo hoy al blog su obra teatral Electra : drama en cinco actos, en la edición digital de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, basada en la de Madrid, Tipografia de la Viuda e Hijos de M. Tello, de 1901. 

Estrenada el 30 de enero de 1901, Electra plantea la personal versión del escritor del mito llevado a tragedia sucesivamente por Esquilo, Sófocles y Eurípides, y recuperado en numerosas ocasiones a lo largo de la historia de la cultura. Su planteamiento, comenta Pedro Ortiz-Armengol –presidente de la Asociación Internacional de Galdosistas desde 1990 hasta su muerte–, fue un "duro alegato contra los poderes de la Iglesia y contra las órdenes religiosas que la servían" en un momento histórico en el que en España, tras los avances liberales del periodo 1868-1873, crecía de nuevo la influencia de los intereses políticos del Vaticano.

El propio autor, Galdós, se explicaba en una entrevista publicada en el Diario de las Palmas del 7 de febrero de 1901 con estas palabras: "En Electra puede decirse que he condensado la obra de toda mi vida, mi amor a la verdad, mi lucha constante contra la superstición y el fanatismo, y la necesidad de que olvidando nuestro desgraciado país las rutinas, convencionalismos y mentiras, que nos deshonran y envilecen ante el mundo civilizado, pueda realizarse la transformación de una España nueva que, apoyada en la ciencia y la justicia, pueda resistir las violencias de la fuerza bruta y las sugestiones insidiosas y malvadas sobre las conciencias."

La reacción de la España tradicionalista y conservadora, para asombro del propio Galdós, fue mucho más sonora de lo que él había esperado, provocando lo que se ha analizado y entendido como una conspiración ultramontana orquestada desde la Santa Sede para conseguir que el genio literario de Galdós no fuera reconocido con el Premio Nobel de Literatura.





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