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sábado, 20 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] El tono de la época





¡Qué lejos están aquellos europeos! Y, sin embargo, qué cercanos cuando se observa en el tono de nuestra época el mismo miedo irracional de entonces, escribía hace unos días en El País el historiador José Andrés Rojo. ¡Qué lejos queda ya la vieja Europa!, comienza diciendo. En el siglo XV, el clérigo, teólogo y místico Dionisio Cartujano escribía para referirse al infierno: “Figurémonos un horno ardiente, al rojo vivo, y dentro de él a un hombre desnudo que jamás se verá libre de semejante tormento”. Y añadía: “Representémonos como se revolvería dentro del horno, cómo gritaría, rugiría, viviría,qué angustia le oprimiría, qué dolor le dominaría, sobre todo al recordar que aquel castigo insoportable ¡no cesará jamás!”.

Eran otros tiempos, tenían miedos muy distintos. En El otoño de la Edad Media, el historiador Johan Huizinga se ocupó de reconstruir de manera minuciosa el tono vital de aquella época, qué pensaban las gentes, cómo se relacionaban con Dios y con sus príncipes, de qué manera embellecían sus días a través del ideal caballeresco, qué pompa tenían las cortes, cómo la muerte lo terminaba empapando todo. Nada más empezar el libro hace una observación que explica el abismo que hay entre aquel mundo y el que habitamos hoy: “La ciudad moderna apenas conoce la oscuridad profunda y el silencio absoluto, el efecto que hace una sola antorcha o una aislada voz lejana”.

¡Qué poco sabemos de sus sentimientos de inseguridad, de su vida turbulenta, de aquellas siniestras obsesiones por los tormentos del infierno! ¡Qué lejos estamos de aquellos europeos! Aunque a veces pueda tenerse la impresión de que no tanto. Fíjense, en ese sentido, en los retratos que pintaron Jan van Eyck, Robert Campin, Hans Memling y Rogier van der Weyden. Al margen de las prendas de vestir que lucen aquellos hombres y mujeres, de sus cofias y sombreros y turbantes, ¿no parecen nuestros prójimos? En el museo Thyssen está, por ejemplo, el retrato que Robert Campin hizo de Robert de Masmines, que sirvió en la corte de Felipe el Bueno y murió en 1430, y que tiene un rostro muy parecido al del administrador actual de una pequeña empresa o al del pescador del supermercado o al de un juez del Tribunal Supremo. Su mirada a ninguna parte y su cansancio son nuestros. “Tiene una cara tosca, gruesa, ruda”, escribió Tzvetan Todorov sobre aquel tipo, “que no parece animada por la menor aspiración a la espiritualidad”. Igual que nosotros.

“El hombre moderno”, observa Huizinga, “puede buscar individualmente, en todo momento de tranquilidad, y en un abandono escogido por él mismo, la corroboración de su concepción de la vida y el más puro goce de su alegría de vivir”. Lo apunta porque considera que el hombre medieval necesitaba de un acto colectivo, el de la fiesta, para encontrar “brillo a una vida en lo demás tan desolada”.

¿Y bien? ¿Puede todavía hoy decirse que podemos en algún lado corroborar nuestra concepción de la vida y esa alegría de vivir? Huizinga cuenta que al final de la Edad Media la vida estaba saturada de religión y que Dios daba sentido a cada gesto y que los discursos se habían agotado porque volvían sobre los mismos motivos y las mismas soluciones y entonaban la misma cantinela para salir del atolladero. ¡Qué lejos están aquellos europeos! Y, sin embargo, qué cercanos cuando se observa en el tono de nuestra época el mismo miedo irracional de entonces. En el siglo de Dionisio Cartujano lo tenían al infierno, y buscaban el consuelo de la salvación. Hoy, ante la impotencia de los discursos de las viejas formaciones políticas que han configurado este mundo, y ante su falta de ideas nuevas, la gente ha salido corriendo a comprarles el mensaje redentor a un puñado de nuevos líderes que venden soluciones mágicas.



Retrato de un hombre robusto, de Robert Campin


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

sábado, 18 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] La esperanza no es una virtud (en política)





La esperanza, por muy virtud teologal que la consideren los creyentes, no parece muy válida como vara para medir las cuestiones políticas, ya que las promesas utópicas terminan por postergar la resolución de los problemas concretos, que son los que de verdad importan.

Las bases de la plataforma ciudadana de Ada Colau, comenta el profesor e historiador José Andrés Rojo en El País, fueron llamadas a pronunciarse sobre el pacto con los socialistas en el Ayuntamiento de Barcelona. De los 10.000 inscritos participaron 3.800 y fueron 2.059 los que se inclinaron por fulminar la alianza, frente a 1.736, el 45,68%, que prefería que ambas fuerzas siguieran trabajando juntas. Parece ser que entre los seguidores de Barcelona en Comú había cundido el descontento porque gobernara con un partido que apoyaba la aplicación del artículo 155. Por lo que se ve, urgía pronunciarse y la alcaldesa decidió sortear tesitura trasladando la decisión a su gente.

Hay quienes interpretan que ese acto de “radicalidad democrática”, esos fueron los términos que Colau utilizó para definir su iniciativa, no significa otra cosa que ganas de bailarle el mambo a los independentistas. El procés ha tenido siempre un punto festivo y nunca viene mal subirse a la corriente del entusiasmo. La radicalidad democrática de Colau le hace así un guiño a la radicalidad democrática de la que siempre han presumido los soberanistas, y que les sirvió para masacrar de un zarpazo las reglas de juego de la Constitución y el Estatut.

Vienen elecciones, luego harán falta alianzas e igual podrían juntarse Esquerra y los comunes para gobernar Cataluña. Comparten esa manera de hacer política que se sostiene en cultivar la esperanza de sus seguidores. Esquerra y el resto de los secesionistas levantaron con tesón la Arcadia feliz de la independencia. Lo de los comunes tiene más que ver con un tuit que lanzó uno de los fundadores de Podemos a propósito del golpe de los bolcheviques de 1917: “Llegó la revolución y hubo esperanza”. No cuentan gran cosa ni las checas, que empezaron enseguida, ni el horror del Gulag.

Hay otro punto de contacto, su visión crítica del consenso que forjaron distintas fuerzas políticas españolas tras la muerte de Franco para conquistar la democracia (no la radical, la otra). Santos Juliá reconstruye en su libro sobre la Transición la época del desencanto. Cuenta que en amplios sectores fue calando la idea que sostenía José Vidal-Beneyto, uno de los referentes intelectuales de aquellos años, que “no había pasado nada de lo que nuestra esperanza esperaba”. “Argumento ciertamente singular”, dice Juliá, “puesto que medía el valor de lo ocurrido”, el complicadísimo andamiaje para salir de una larga y cruel dictadura, “con el metro de nuestra esperanza”.

Tuvo que ser un historiador británico, Raymond Carr, quien finalmente advirtió que todo ese desencanto, que alimenta ahora a los críticos del “régimen del 78”, estaba basado en “una falsa concepción de la democracia y de lo que ésta es capaz de conseguir”. Santos Juliá lo dice de otra manera. Durante aquellos años, “entre ejercicio de poder o cultivo de la utopía, había que optar: o una cosa o la otra. ¿Quién ha visto alguna vez a un utópico, de los de verdad, administrando el presupuesto de un ministerio?”. Pues eso: medir las políticas concretas con el metro de la esperanza no es nunca una buena idea.



La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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