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miércoles, 26 de agosto de 2015

[A vuela pluma] El PP, como Esparta. Reinterpretando a Platón



Ruinas de la acrópolis espartana



El título de "Padre" de la "Historia" se lo disputan dos ilustres griegos, Heródoto y Tucídides, que vivieron entre el 484 y el 400 a.C. Personalmente, como historiador, no sabría a cuál dar mi voto para resolver la controversia. La "Historia" de Heródoto me encanta por su amenidad; de Tucídides, su "Historia de la guerra del Peloponeso" me resulta fascinante. Por mí, les concedería el premio, "ex aequo", a los dos. No sé lo que pensará al respecto el sociólogo Amando de Miguel, pero en el diario El País de ayer, en su artículo "Memoria histórica: Miseria de la Historia", arremetía con bastante dureza, a cuenta de la aplicación y desarrollo de la Ley de Memoria Histórica, contra políticos e historiadores que parecen ver la Historia con anteojeras. Es decir, que solo ven de la Historia la parte que les interesa, obviando la complejidad de la misma. Y es que, como decía Voltaire, "la verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura". Creo que tiene buena parte de razón en su crítica, pero no paso de ahí.

También Platón plantea en su "República", cuestiones de Historia. Pero de historia futura, basada en el pasado. Para Platón, que vivió la crisis total de la democracia ateniense tras su derrota a manos de Esparta en la guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), el modelo ideal de Estado no es su Atenas natal, sino Esparta. Una Esparta ideal regida por filósofos, quizá por él mismo, pero eso sí, inmóvil, anclada en un estado social absolutamente rígido e impermeable a cualquier cambio. Un ideal basado en un pasado mítico, perfecto e inalterable donde cada hombre y cada clase tiene su lugar y su función y cualquier novedad resulta un peligro para el Estado.

Cualquier comparación entre Platón y Mariano Rajoy es una mofa inaceptable, una ofensa al primero de ellos que yo no voy a cometer. Sin Platón y sin sus enseñanzas, y las de su maestro, Sócrates, el mundo sería mucho peor de lo que es; si Mariano Rajoy hubiera seguido de registrador de la propiedad el mundo no creo que lo echara en falta, y seguro, España estaría mucho mejor de lo que está. Da la impresión de que el señor presidente del gobierno estuviera intentando trasladar a la sociedad española el ideal de Estado inmovilista que Esparta representó y que Platón defendió implícitamente, con argumentos brillantes, en la "República"¿De qué otra manera cabría entender el anuncio del vicesecretario de Comunicación del PP, Pablo Casado, de que su partido renuncia a toda idea de reformar la Constitución en su programa electoral? Y ello, alegando que "cualquier intento de reforma podría servir para que los secesionistas tengan un resquicio para reescribir la historia de España". 

Es evidente que el señor Rajoy es un artista reconocido en lo de mezclar churras con merinas, pero que su cinismo y desvergüenza llegue a estos extremos resulta difícil de asimilar. Pero bueno, ahí esta. Cierto es que tal y como se presenta el panorama de las nuevas Cortes que surjan en diciembre, cualquier reforma constitucional que no cuente con el apoyo de PP y PSOE, sea cuales sean las otras fuerzas presentes en el Parlamento, está condenada al fracaso por loable que resulte la pretensión. De ahí que cupiera esperar, al menos hasta el anuncio reciente citado, alguna esperanza de consenso. No hay tal. De momento, y aunque en política casi todo es posible en cuestión de alianzas, ese es el "estado de la cuestión". Es decir, que una hipotética reforma de la Constitución no es para el gobierno y el partido que lo sustenta una "Cuestión de Estado", sino mero oportunismo electoral y que donde dijeron "digo" ahora dicen "Diego"... Y aquí, seguimos, inmóviles, camino del desastre.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt




Ruinas de la acrópolis ateniense





Entrada núm. 2424
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 26 de septiembre de 2014

Historias de la República y la Guerra Civil




El historiador Ángel Viñas





La Historia como notaria del pasado sigue gozando de respetable salud. Y eso que hace ya 2500 años que dos griegos ilustres, mediado el siglo IV a.C., la iniciaron como disciplina científica: Heródoto, con su "Historia" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1996), y Tucídides, con su "Historia de la Guerra del Peloponeso" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1997), hermosas lecturas que les recomiendo con especial énfasis.

De esa misma respetable salud sigue gozando la historia de la Guerra Civil Española (1936-1939), y por extensión, la de la II República española (1931-1939). Uno de los historiadores que más y mejor ha escrito sobre la guerra civil española ha sido el profesor e hispanista estadounidense Gabriel Jackson, y entre los españoles, el economista, diplomático e historiador Ángel Viñas, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.

Al profesor Viñas le conocí, aunque no tuve el place de tratarle personalmente, durante mi paso por la UNED cuando cursaba la licenciatura de Geografía e Historia. Fue a mediados de los 80, creo recordar, durante la celebración del Congreso Internacional de Historia sobre "La oposición al régimen de Franco", organizado en Madrid por la UNED bajo la dirección de los profesores Tuñón de Lara y Javier Tusell, al que asistí como alumno becario. Le recuerdo con su sempiterna corbata de pajarita, prenda típica y casi de uniformidad oficial del profesorado de la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, Estados Unidos; la universidad también de Albert Einstein, y perdónenme la petulante digresión, los cinematográficos y televisivos doctores Indiana Jones y House.

De él reseñé en mi entrada del pasado dia 2, con motivo del 75º aniverario del inicio de la II Guerra Mundial, un artículo suyo titulado "Un tiempo de sangre y fuego", que dilucidaba algunas de las falsedades creadas por la historia en torno al pacto Stalin-Hitler, que en gran manera favoreció el paso a dicha conflagración. 

En el mes de octubre de 2009 Revista de Libros publicó una extensa y documentada reseña crítica del profesor Jackson, bajo el título de "Una trilogía histórica magistral", de tres de los últimos libros del profesor Viñas: "La soledad de la República", "El escudo de la República" y "El honor de la República", todos ellos editados por Crítica, Barcelona.

Decía en su reseña el profesor Jackson que los tres libros comentados constituían sin duda alguna los estudios archivísticos más detallados y más exhaustivamente documentados de las reacciones diplomáticas y militares al estallido de la Guerra Civil española; y también de los esfuerzos de los sucesivos gobiernos republicanos para vencer la hostilidad político-económica de las grandes potencias democráticas –Inglaterra, Francia y Estados Unidos– y contrarrestar la masiva ayuda militar ofrecida desde el principio por Italia, Alemania y Portugal a las fuerzas comandadas por el general Franco.

En pos de su investigación documental, añadía, el autor había viajado a París, Londres, Moscú y a muchos otros lugares específicos en que se encuentran archivos relevantes. Ha proporcionado detalladas notas al pie para todas sus interpretaciones controvertidas. Ha preparado una lista de los acrónimos de docenas de archivos, preparado una bibliografía ingente, ofrecido al lector una extensa lista de "dramatis personae" y aportado copias de documentos importantes. Para conseguir su objetivo crítico e historiográfico ha citado y refutado, seguía diciendo, cientos de contundentes afirmaciones de personas e instituciones que aparecen citadas con sus nombres.

En los párrafos finales de su comentario decía el profesor Jackson que había intentado señalar en su artículo lo que le parecían énfasis ocasionales que distraían de la tarea principal, y que había detinado mucho espacio a ello porque quería que el lector conociera los juicios del autor más que simplemente las valoraciones que el reseñista hacía de esos juicios, pero que ello -añadía- no había de entenderse en absoluto como una evaluación negativa. Nadie, decía, ha rastreado los archivos más exhaustivamente que Viñas; nadie ha estado más dispuesto que él a compartir información; nadie se ha mostrado más deseoso de comparar interpretaciones con colegas.

Como conclusión de la reseña, Gabriel Jackon manifiestaba su convencimiento de que la trilogía publicada por el profesor Viñas se manifestaría como una combinación excepcionalmente rica de historias basadas en archivos y de debates que cuestionan deliberadamente ideas establecidas en la lucha por alcanzar un entendimiento objetivo de la Guerra Civil española.

A mí me gustaría terminar la entrada de hoy, aparte de animarles a leer el artículo del profesor Jackson, con una reflexión del también historiador y profesor Josep Fontana en su libro "La historia después del fin de la historia" (Crítica, Barcelona, 1992) en la que apela a la necesidad de recuperar las señas de identidad de una historiografía crítica que proponga aprender a pensar el pasado en términos de encrucijada (y no solo de una vía única), que incite a los historiadores a situar el presente en el centro de sus preocupaciones y que ayude a las nuevas generaciones a mantener viva la capacidad de razonar, preguntar y criticar para cambiar el presente y construir un futuro mejor. 

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt






El historiador Gabriel Jackson



Entrada núm. 2170
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

domingo, 7 de febrero de 2010

Y la desesperanza se hizo verbo, y...





Rosa Díez, diputada de UPD




Y la desesperanza se hizo verbo, y habitó entre nosotros... Casi dos semanas sin atreverme a comentar nada, cualquier noticia o acontecimiento interesante, en el blog. De nuevo esa sequía que atenaza la voluntad escribidora cuando todo parece derrumbarse alrededor de uno. ¿Merece la pena y el esfuerzo el comentar lo que ya está en boca de todos?: la crisis está consumiendo no sólo al gobierno, sino lo que es peor, al país. La desesperanza se ha hecho verbo (palabra) y ha encarnado entre nosotros. La Bolsa se hunde, algo que a mi particularmente me la trae floja. Las encuestas dan por ganador a un PP, que no ha presentado ni una sola propuesta económica, política o social para salir de la crisis, en unas hipotéticas elecciones anticipadas que no se van a convocar. Los españoles suspenden a Zapatero, pero más a Rajoy. Aznar echando gasolina para apagar el incendio. Los nacionalistas, a lo suyo, mirándose el ombligo. Y el líder político más valorado es Rosa Díez (UPD), una populista de radicalismo más aparente que real. Mejor ponerse a leer a los clásicos. Es lo que estoy haciendo. Sigo con Michel de Montaigne como libro de cabecera (aunque yo le llamaría de guagua, pues no leo en la cama, pero sí en casi cualquier otra ocasión) y releo con fruición a Heródoto y su "Historia" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1996) y "Las ciudades" (Alianza, Madrid, 1982), de Pío Baroja. Tres épocas, tres estilos, tres autores. Los tres juntos, pero no revueltos. Según las horas del día y el estado de ánimo. Es muy reconfortante.

A pesar de todo, sigo convencido que vamos a salir de ésta, todos juntos. A pesar del PP, la Bolsa, los nacionalistas, y los disparates del gobierno. A pesar del ruido mediático. Una democracia tiene recursos suficientes para afrontar cualquier crisis cuando esa crisis se plantea a los ciudadanos con veracidad, realismo, honestidad y sin demagogias.

Algunas voces se escuchan ya serenando ánimos. Sí, de acuerdo, con palabras solo no paliamos ni resolvemos la angustiosa situación de los parados, las familias sin medios económicos, las pequeñas empresas abocadas al cierre. Yo, desde luego, no tengo receta alguna que ofrecer. Pero me niego a perder la esperanza en la capacidad de los españoles para encauzar la crisis y, finalmente, resolverla.

José Luis Leal, que fue ministro de Economía con UCD en el gobierno de Adolfo Suárez y luego presidente de la AEB (Asociación Española de Banca) escribe ayer en El País un artículo ("Un toque de histeria") serenando los ánimos. Con cifras, que es como se miden las cosas, considera excesivo y carente de base real el castigo que los valores españoles están sufriendo en la Bolsa, no comparte la similitud de la situación española con la griega, portuguesa o italiana (propiciada por un sector de la prensa anglosajona) y compara el déficit comercial y el endeudamiento del sector público en relación con el PIB de España y de Gran Bretaña y resulta que España está mucho mejor, o bastante menos mal, que los británicos. Sí, de nuevo, está la cuestión del paro. Pero al menos paremos la histeria colectiva, nos dice, y pongámonos a trabajar. Todos. Sin ponernos zancadillas.

La cuestión política es harina de otro costal. Aquí parece que ya no hay cura, cuidados paliativos ni árnica posible. Si los españoles desconfían de la capacidad del gobierno para sacarnos de la crisis (con bastante razón), tampoco parece que la oposición merezca confianza alguna. La desconexión entre ciudadanía y clase política es ya casi absoluta. Nadie, salvo ella misma, cree que está a la altura de las circunstancias. Ni por asomo. Y la verdad es que esa desconfianza está justificada.

Víctor Pérez Díaz, sociólogo, profesor de universidad, y presidente de "Analistas Socio-Políticos", escribía en El País del pasado día 4 ("La desconexión") lo siguiente: "No es fácil aprender de la experiencia. En estos años pasados, era evidente que el país tenía una política económica de dejarse llevar, vivía en la irrelevancia de su papel internacional, se dividía cada día un poco más, no acometía reforma alguna y, en definitiva, estaba yendo a ninguna parte. Pero como cada uno iba a lo suyo, y lo suyo iba en la dirección del viento, pocos creían que fuera cosa de aguzar la mirada y dejar de darse buenas noticias. El poder disfrutaba del poder, la oposición tampoco sufría tanto en la oposición, las clases dirigentes representaban su papel en la feria de los discretos, todos se quejaban un poco pero marchaban en línea recta, y el país de a pie funcionaba. En ese ambiente, que la casa común se quedara pequeña pasó de ser evidente a ser invisible. Era como si, a fuerza de cortedad de miras (sobre los asuntos comunes, no los propios) de unos y otros, se hubieran quedado todos ciegos, y, en consecuencia, como si la habitación de lo común se hubiera quedado a oscuras". Pero ante ello, añade, "deberíamos adoptar una actitud de prudente optimismo, porque aunque es dudoso que aprendamos de la experiencia, en cambio es seguro que podemos aprender de ella". Y salir de ella también.

Más pesimista sobre la crisis política que se está gestando a causa de la económica se muestra Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla ("Crisis política") también en El País de ayer sábado. "Tengo la impresión -dice- de que nos estamos aproximando a un punto crítico, en el que la acumulación de problemas desborde la capacidad del sistema político para hacerles frente, sobre todo porque no se vislumbra en el horizonte la posibilidad de que los distintos partidos, por un lado, y los distintos niveles de gobierno previstos en nuestra Constitución, por otro, estén dispuestos a ponerse de acuerdo en un programa mínimo para hacer frente a una situación de emergencia como la que estamos atravesando, que, insisto, no es más grave que otras por las que hemos pasado, pero que nunca nos ha encontrado tan desunidos como estamos ahora". De nuevo la misma crítica, justificada, a la cortedad de miras de la clase política española.

Espero que les resulte interesante la lectura de los artículos citados. Los reproduzco íntegramente más adelante. Sean felices. Tamaragua, amigos. HArendt




José Luis Leal, ex ministro de Economía con UCD




"UN TOQUE DE HISTERIA", por José Luis Leal
EL PAÍS - Opinión - 06-02-2010

El castigo que están sufriendo en la Bolsa los valores de nuestro país es, a mi juicio, excesivo, y carece de base real. Es cierto que los mercados sufren de tiempo en tiempo accesos de histeria, pero esta vez parece que ésta ha ido más lejos de lo que suele ser habitual, incluso en los tiempos agitados que corren.

Desde hace algún tiempo, la prensa anglosajona nos ha incluido en el despectivamente llamado grupo de los pigs (Portugal, Italia, Grecia y España) y ha tratado de asimilar estrechamente nuestra situación económica a la griega. Sería absurdo negar algunas similitudes, pero lo que no es aceptable es que los problemas económicos actuales se circunscriban de manera prioritaria a los países europeos que bordean el Mediterráneo.

Algunos observadores, con más tino, hablan de los países periféricos (se supone que al centro de la Europa continental), entre los que se encuentran Irlanda y, sobre todo, Inglaterra. Nuestra situación económica de parecerse a alguna otra, se acerca más a la inglesa que a la griega.

Tanto Inglaterra como España han sufrido el choque simultáneo de dos crisis: la financiera y la de la construcción residencial. Inglaterra sufrió más el impacto de la crisis financiera y nosotros nos vimos más afectados por la crisis de la construcción, pero el resultado final ha sido parecido en los dos casos, ya que hemos sufrido un fuerte deterioro de las finanzas públicas que ha venido a añadirse al persistente desequilibrio exterior que ya venía produciéndo-se desde hace años; en el caso inglés desde el inicio del descenso en la producción petrolífera de los yacimientos del Mar del Norte.

El que Inglaterra no pertenezca a la zona del euro no cambia sustancialmente la situación. Su independencia le ha dado más capacidad de maniobra en esta crisis, pero no la ha eximido del ajuste. En realidad, basta con observar las previsiones de los organismos internacionales para comprobar que, a pesar de la devaluación de la libra, la corrección del déficit comercial con el resto del mundo en los próximos años será menor que la de España.

La Comisión Económica de la Unión Europea prevé para nuestro país una caída del déficit comercial en relación con el PIB, entre 2008 y 2011, del 7,9% al 3,2%, mientras que las cifras correspondientes para Inglaterra son, respectivamente, del 6,5% y el 5,2%. Es cierto que Inglaterra exporta muchos servicios y que su déficit por cuenta corriente será menor que el nuestro en los próximos años, pero el abandono de la base industrial inglesa tal vez no sea el mejor camino a largo plazo para superar la crisis, tanto más cuanto que no sabemos de qué estará hecho el mañana de los servicios financieros, de los que vive Londres y una buena parte de Inglaterra.

A lo largo de esta crisis, tras el descalabro de algunos grandes bancos ingleses, el Banco de Inglaterra se ha lanzado con desmesurado entusiasmo al ahora llamado Quantitative Easing, que consiste pura y simplemente en lo que antaño se llamaba "mone-tización de la deuda pública", término con el que se descalificaba a los bancos emisoresque la practicaban. Aún con el indiscutible saber hacer en materia financiera de los ingleses, está aún por ver cómo regresará a la normalidad su sistema financiero.

En dos aspectos clave para la sostenibilidad de las finanzas públicas, Inglaterra se sitúa a medio camino entre España y Grecia. Me refiero al endeudamiento del Sector Público en 2008 (99,2% del PIB en Grecia, 52% en Inglaterra y 39,7% en España) y a la tasa de ahorro nacional de la economía (7,2% del PIB en Grecia, 15,2% en Inglaterra y 19,8% en España). Es bastante obvio que las perspectivas de un país con un sector público fuertemente endeudado y con una baja tasa de ahorro no son las mismas, desde el punto de vista financiero, que las de otro con un Sector Público relativamente poco endeudado y con una elevada tasa de ahorro interno.

Afortunadamente estamos en el segundo caso, si bien el margen del Gobierno es bastante estrecho, especialmente porque pesa sobre nosotros el drama del desempleo, terreno en el que desgraciadamente superamos a todos los países de nuestro entorno. Los cuatro millones de parados que nos ha dejado hasta ahora la crisis requieren un esfuerzo importante para aliviar su situación y poderles ofrecer alguna perspectiva de futuro.

La crisis por la que atravesamos es la más dura desde la que tuvo lugar en 1929 y por ahora podemos decir, al menos, que las consecuencias serán bastante más limitadas que las que ocurrieron en aquellos lejanos años. Es una consideración que conviene tener en cuenta, lo cual no nos exime, ni a nosotros, ni a los ingleses, ni a nadie, de poner orden en la economía.

Si nuestras autoridades fueran capaces de enfrentarse de verdad con los problemas que tenemos planteados, si fueran capaces de explicar las cosas con claridad y aprovechar el momento difícil por el que atravesamos para llevar a cabo las reformas que nuestro país necesita, la confianza podría iniciar el camino de retorno y podríamos ver con algo más de esperanza el porvenir de España. El documento que el Gobierno ha enviado a Bruselas sobre el ajuste de la economía contiene elementos interesantes que requerirían algún comentario oficial como, por ejemplo, el cierre presupuestario del pasado año y las perspectivas para éste que acaba de comenzar.

Con un poco de suerte y un mucho de explicaciones razonables, los mercados podrían abandonar la histeria actual y considerar con más calma los condicionantes de fondo de nuestra economía que, a pesar de todo, son más sólidos de lo que los vaivenes de las bolsas parecen indicar.




Víctor Pérez Díaz, sociólogo




"LA DESCONEXIÓN", por Víctor Pérez Díaz
EL PAÍS - Opinión - 04-02-2010


La sociedad española está confusa porque, aunque comprende algunos problemas, no entiende la dirección de la marcha ante la crisis. Es necesario pensar en el grave divorcio actual entre los políticos y la ciudadanía.

La crisis actual va a afectar a la sociedad española de un modo tan profundo y duradero que no puede por menos que suscitar esperanza. La crisis puede traernos una repetición de aquella experiencia de 13 años de los ochenta a mediados de los noventa, con su media de 18% de tasa de paro y su agitada retórica del cambio. También puede situar a España en una larga senda de crecimiento insuficiente, proporcionado al modesto nivel (logrado tras 30 años de turnos de izquierdas y derechas) de su competitividad, su innovación tecnológica, su educación superior, su unidad interna y su influencia geoestratégica. Ante ello, deberíamos adoptar una actitud de prudente optimismo. Porque aunque es dudoso que aprendamos de la experiencia, en cambio es seguro que podemos aprender de ella.

No es fácil aprender de la experiencia. En estos años pasados, era evidente que el país tenía una política económica de dejarse llevar, vivía en la irrelevancia de su papel internacional, se dividía cada día un poco más, no acometía reforma alguna y, en definitiva, estaba yendo a ninguna parte. Pero como cada uno iba a lo suyo, y lo suyo iba en la dirección del viento, pocos creían que fuera cosa de aguzar la mirada y dejar de darse buenas noticias. El poder disfrutaba del poder, la oposición tampoco sufría tanto en la oposición, las clases dirigentes representaban su papel en la feria de los discretos, todos se quejaban un poco pero marchaban en línea recta, y el país de a pie funcionaba. En ese ambiente, que la casa común se quedara pequeña pasó de ser evidente a ser invisible. Era como si, a fuerza de cortedad de miras (sobre los asuntos comunes, no los propios) de unos y otros, se hubieran quedado todos ciegos, y, en consecuencia, como si la habitación de lo común se hubiera quedado a oscuras.

Cuando un país es como una habitación a oscuras, nadie ve nada, nadie escucha nada, y los consejos se los lleva el viento. Si son los que las gentes quieren oír, no hacen falta; y si no los quieren oír, es obvio que no los oyen y tampoco son necesarios. Pero lo que los consejos no consiguen, lo hace a veces la realidad misma. Puede suceder que una ventana se abra, o que la realidad rompa la pared, por el hueco entre un raudal de luz, y la habitación se ilumine sin remedio. A veces, la ocasión de que esto ocurra es un asunto menor, casi una anécdota. Por ejemplo, llega el momento en el que a España le toca la presidencia europea, todos imaginan que será un periodo de vino y rosas, y, sorpresa, sorpresa, un extranjero se atreve a decir que "el rey está desnudo" como en el cuento de Andersen. La crítica parece insólita porque no encaja con las maneras de la corte. Pero ahí queda.

A veces la realidad irrumpe en la habitación bajo la forma de una encuesta; por ejemplo, una reciente que acabo de analizar junto con Juan Carlos Rodríguez (La travesía del desierto, Cuadernos de Información Económica Española, diciembre 2009). En ella se observa una sociedad atenta, que quizá considera todavía la crisis cosa de parados e inmigrantes, es decir, de otros; pero la ve crecer con preocupación creciente. En parte, porque apenas confía en la clase política. Sólo un 20% cree que el Gobierno la afronta bien; un 30% espera que el PP la afronte mejor; el 43% no confía en ninguno de los dos. Lo del Gobierno parece más grave, porque se le juzga por el poder que tiene hoy, y no por los gestos y las palabras de quienes quizá lleguen al poder (o no) en dos años. Además, el 68% piensa que el Gobierno ha informado de la crisis tarde y mal, y sólo un 44% cree que siquiera entiende sus causas. Confía tan poco el público en lo que le dicen los políticos que parece no reparar en lo que le cuentan del pacto social para luchar contra la crisis. Un 56% declara no haber oído hablar de él, y, entre quienes sí han oído hablar, sólo el 41% cree que se firmará, aunque le conceden poca importancia. El público trata la información sobre el pacto social como si fuera un ruido, al que no atiende. Tampoco al público le entusiasma lo que los políticos hacen con el sistema financiero; bastantes no ven razón para salvarlo, ni creen que el hacerlo resuelva muchas cosas. Cierto que el asunto es intrincado, y actitudes similares se encuentran en otros países; pero aquí la desconfianza forma parte de un síndrome general de desconexión entre ciudadanía y clase política del que hay más ejemplos; como las críticas que se hacen a la insuficiencia del fomento de la innovación tecnológica, o al exceso de dinero fácil, de crédito a la construcción y la compra de viviendas, y de dependencia energética. Políticas (o ausencia de ellas) de muchos años, que parecen comunes a políticos de distintos colores. Ello debería hacerles más humildes y comprensivos los unos con los otros. Pero he aquí que no: que se echan la culpa como si unos fueran muy buenos y otros muy malos. Fatiga verles jugar eternamente este juego infantil, con el que evidentemente ellos disfrutan muchísimo. Pero el público no disfruta tanto; y lo dice: el 68% piensa que los dos grandes partidos se tratan como auténticos enemigos y no como meros adversarios. Obviamente, entre enemigos no puede haber sino odios disimulados, compromisos inestables y deslealtades a la primera ocasión. Ello sugiere no una comunidad política sino una contienda civil latente, y a la larga contribuye a desmoralizar una sociedad de la que poco menos de un tercio suele interesarse en la política, y poco más de un tercio suele confiar en los demás.

La sociedad está confusa porque, aunque comprende algunos problemas, no entiende la dirección de la marcha. Ni le ayudan a entenderla unos medios de comunicación que el 69% de la sociedad ve poco objetivos, y que, atentos a sus agendas, a la larga la dejan ni más sabia ni más ecuánime, y sí más expuesta al espíritu partidista y al eslogan de turno. Así las cosas, la sociedad se obceca con problemas como, por ejemplo, el de la reforma laboral, porque se ofusca con la palabra "abaratamiento" y no centra su atención en la dualidad escandalosa del mercado de trabajo, ni ve que la creación de trabajo es un proceso temporal en el que hay que fijarse en los incentivos de hoy para conseguir los resultados mañana, y a veces se deja impresionar por apelaciones a manifestaciones de lucha contra el paro que recuerdan las rogativas de antaño clamando por la lluvia.

Por su parte, la opinión experta, bien intencionada y capaz, avanza algunos pasos pero aún le falta aliento y acierto para la tarea pedagógica que tiene por delante, y sus consejos se pierden en el ruido ambiente antes de llegar al personal. Es curioso que al cabo de 33 años de democracia nos encontremos en esta situación. Recuerda otros tiempos. Si lo pensamos bien, España ha tenido dos periodos de orden más o menos liberal democrático y capitalista, que duraron entre 30 y 40 años. Uno, el periodo liberal que arranca con la primera guerra carlista y acaba en el caos del cantonalismo y la tercera guerra carlista, allá por los años setenta del siglo XIX. Otro va desde la Restauración hasta la crisis de los años siguientes a la Primera Guerra Mundial y la dictadura. En ambos tuvo lugar un proceso de desconexión entre la clase política y la ciudadanía, de desafección general, a veces de radicalización de minorías de sentimientos intensos, de debilidad del sentido cívico de las élites económicas, de pérdida de calidad del liderazgo político, de aumento de las divisiones internas y de marginación o irrelevancia del país en la escena mundial.

Por supuesto que la historia no se repite siempre; a veces ni siquiera se repite, sino que continúa. Pero en todo caso, ahora que estamos a 33 años del comienzo de una nueva aventura democrática no sería ocioso pensar en estas cosas, aprovechando la crisis. Podríamos pensar en la desconexión entre clase política y ciudadanía; que es, tampoco lo olvidemos, responsabilidad de ambas. Pensar en ello podría darnos una inyección de optimismo, y poner a prueba si tenemos cabeza y corazón para enfrentarnos con la realidad.




Javier Pérez Royo, profesor de Derecho Constitucional




"CRISIS POLÍTICA", por Javier Pérez Royo
EL PAÍS - España - 06-02-2010

Sin remontarnos más allá de los comienzos de la transición, es una evidencia que, desde entonces hasta hoy, hemos pasado por varias crisis económicas de no pequeña intensidad y de variada duración. La transición a la democracia se hizo en medio de la crisis desatada por el encarecimiento brutal del precio del petróleo, que llevó a unas tasas de inflación de dos dígitos en todos los países industrializados y en España de hasta el 30%, crisis que puso en cuestión el propio desarrollo del proceso constituyente y a la que hubo que hacer frente con un pacto político de enorme amplitud, como fueron los Pactos de la Moncloa. A pesar de las medidas adoptadas en dichos Pactos, la crisis se mantuvo algo más allá de la primera mitad de los años ochenta. Eran crisis, además, como recordaba recientemente Jordi Pujol en una entrevista en Informe Semanal, de un país pobre, que disponía de muy pocos instrumentos para luchar contra ellas, entre otros, de una muy baja cobertura frente al desempleo.

De esas crisis se salió, de la misma manera que se volvería a salir de la crisis de la primera mitad de los noventa, en la que la tasa de paro llegó a alcanzar casi el 24% de una población activa mucho menor que la actual. Y se salió bien, con una economía más abierta y un aumento de renta que nos aproximó a los países de la Unión Europea, no a la de los Veintisiete, sino a los de antes de la ampliación.

A lo largo de estos algo más de 30 años, el sistema político español ha pasado la prueba de hacer frente a situaciones de crisis, siendo capaz de adoptar las medidas que fueran necesarias para salir de ellas. Y para salir de ellas no de cualquier manera, sino para salir mejor de lo que se entró. Ha habido momentos de tensión política muy alta, pero, a pesar de ello, se hizo lo que se tenía que hacer. No ha habido una crisis política que se superpusiera a la crisis económica cuando ésta hacía acto de presencia. Los ciudadanos han confiado razonablemente en que sus instituciones representativas iban a actuar de manera adecuada y no se han visto defraudados en esa confianza.

Lo que diferencia a la crisis actual es que sí se está produciendo la coincidencia de una crisis económica con otra de naturaleza política. Hace unas semanas, un estudio de opinión en Cataluña ponía de manifiesto una desconfianza bastante generalizada de los ciudadanos hacia sus dirigentes políticos. Pocos días después llegaba a la misma conclusión el barómetro de IESA para Andalucía. Y el pasado jueves se dio a conocer el estudio del CIS, en el que se pone de manifiesto que esa desconfianza es general en toda España. Un porcentaje altísimo de ciudadanos cree que quien está en el Gobierno no ha hecho bien los deberes en el inmediato pasado y tampoco confía en que los vaya a hacer bien en el presente e inmediato futuro. Pero el mismo porcentaje muestra la misma desconfianza en quien ocupa la oposición con posibilidades de convertirse en Gobierno.

La imagen que dibujan estos estudios es desconsoladora, sobre todo porque un día sí y otro también van apareciendo noticias sobre prácticas corruptas, de naturaleza económica, como las asociadas al caso Gürtel o al caso Palma Arena, o de naturaleza política, como las del espionaje a Cobo o las intrigas de Esperanza Aguirre para controlar Caja Madrid, o la maniobra de Núñez Feijóo para controlar el proceso de fusión de cajas de ahorro gallegas mediante la aprobación de una ley a toda velocidad, que parece que tiene problemas muy serios de constitucionalidad en opinión del Consejo de Estado, que no pueden hacer otra cosa que dinamitar la confianza de los ciudadanos en sus representantes.

Y eso dejando de lado lo que está ocurriendo con el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña, que lleva ya más de tres años en vigor, sin que todavía el Tribunal Constitucional haya sido capaz de resolverlo y que, dependiendo de cómo lo resuelva, puede introducir un elemento adicional de desconfianza no ya en los políticos, sino en la propia estructura del Estado.

Tengo la impresión de que nos estamos aproximando a un punto crítico, en el que la acumulación de problemas desborde la capacidad del sistema político para hacerles frente, sobre todo porque no se vislumbra en el horizonte la posibilidad de que los distintos partidos, por un lado, y los distintos niveles de gobierno previstos en nuestra Constitución, por otro, estén dispuestos a ponerse de acuerdo en un programa mínimo para hacer frente a una situación de emergencia como la que estamos atravesando, que, insisto, no es más grave que otras por las que hemos pasado, pero que nunca nos ha encontrado tan desunidos como estamos ahora.




José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del gobierno




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Entrada núm. 1276 -
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"Pues, tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

lunes, 23 de noviembre de 2009

Hay pocas cosas nuevas bajo el Sol...




Antígona en una representación pictórica neoclasicista



Que hay pocas cosas nuevas bajo el Sol es una frase ciertamente manida, pero certera. Sobre todo en política. Y en teatro. En mi comentario de ayer en el Blog llegue a decir que a partir de determinado momento la vida de cada ser humano no es más que una paráfrasis de sí misma. Quizá pequé de exagerado, aunque no estoy muy seguro de ello. Desde luego en teatro y política todo lo que se ha dicho o escrito después del siglo V a.C. no es más una mera paráfrasis de lo que ya dijeron por esas fechas Esquilo, Sófocles, Eurípides, Platón, Aristóteles, Tucídides, Heródoto y unos cuantos atenienses más.

El teatro y la democracia nacen casi al mismo tiempo y en el mismo lugar, en la Atenas del siglo V a.C., y no por casualidad. Hay un libro precioso titulado "La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega" (Antonio Machado Libros, Madrid, 2004), de la profesora norteamericana de Derecho y Ética de la Universidad de Chicago, Martha C. Nussbaum, que explica muy bien esa inextricable relación entre Tragedia y Política que encontramos en la Atenas de esa época.

El mismo tema, pero con un enfoque distinto, lo trata el profesor Ferrán Requejo, catedrático de Ciencia Polítiica de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona en su artículo "Tragedia y democracia (Porque no somos dioses)", publicado el pasado día 18 de noviembre en el Boletín electrónico de la Safe Democracy Foundation-Foro para una Democracia Segura.

Las tragedias clásicas, dice el profesor Ferrán Requejo, remiten al complejo mundo de las acciones humanas en cuanto éstas tienen de "representación" de valores muchas veces irreconciliables. Y lo mismo ocurre con nuestros actos políticos, nunca del todo decidibles de manera racional. En el núcleo de la democracia antigua, añade, se hallaba el intento de superar el despotismo y la anarquía a través de un sistema que permitiera la expresión de la pluralidad, pluralidad a la que el pensamiento liberal añadió la idea de los derechos individuales como fuente de legitimación y limitación del poder, convirtiendo a la democracia representativa y pluralista en algo "trágico" por necesidad.

No deberíamos tener tanto miedo al enfrentamiento político, pues ese enfrentamiento es la esencia de la democracia pluralista. Lo otro, la paz de los cementerios, es lo propio de las dictaduras y los estados totalitarios. Salgamos al ágora sin temor pues sólo a la luz pública de la controversia y la libre discusión la democracia tiene sentido. Pongámonos nuestra máscara de actores trágicos, nuestro "πρόσωπον" (prósopon), la que nos convierte de individuos en "personas" y ciudadanos y representemos nuestro papel en la escena pública. Como nos enseñaron los atenienses hace 2500 años. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)





La profesora Martha C. Nussbaum




"TRAGEDIA Y DEMOCRACIA (PORQUE NO SOMOS DIOSES)", por Ferrán Requejo
Boletín Safe Democracy Foundation - Foro para una Democracia Segura
18 de noviembre de 2009

Las tragedias clásicas siguen y seguirán fascinándonos. Y las democracias nunca dejarán de parecernos algo necesario e incompleto a la vez. Tragedia y democracia aparecieron como productos inéditos en la ciudad de la Grecia clásica. Aún hoy, de los cuatro grandes trágicos de la historia –Esquilo, Sófocles, Eurípides y Shakespeare-, tres son autores griegos del siglo V a C.

Las tragedias remiten al mundo contingente y complejo de las acciones humanas. Sin acción no hay tragedia, decía Aristóteles. Pero la mimesis que introducen debe entenderse más como representación que como imitación de nuestras acciones. Se trata de la representación del tablero en el que discurre el juego de nuestras decisiones políticas y morales. Y lo humano resulta contradictorio ya que los valores desde los que intentamos ordenar moralmente el mundo resultan a menudo irreconciliables. Tomados aisladamente, el amor, la justicia, la libertad, el deber o la amistad, resultan efímeros en lo práctico y abocan al dogmatismo en lo teórico. Se trata de valores convenientes pero que no pueden ser sintetizados de una manera armónica. El conflicto moral es entre el bien y el bien. Una característica de nuestras acciones prácticas que resulta informativa para las democracias. En contraste con el mundo que muestran las tragedias, las ideologías monistas –aquellas que aún pretenden la armonía moral reduciendo la pluralidad a un único principio superior- se revelan empobrecedoras y coactivas (como buena parte de las versiones religiosas monoteístas o de las ideologías políticas totalizadoras). En otras palabras, en el ámbito de la racionalidad práctica, Platón y Kant se equivocan; la democracia remite a un inevitable pluralismo trágico.

Somos también lo que hacemos. Pero las acciones humanas nunca configuran una imagen única, sino los múltiples destellos de un “espejo roto” moral (Vidal-Naquet). No seremos más justos tratando de enmascarar la pluralidad contradictoria en la que debemos actuar. Y probablemente tampoco seremos más felices. Las tragedias muestran aquello que las teorías morales y políticas suelen callar. Nuestra razón instrumental es fuerte, nuestra moralidad es frágil. Las acciones prácticas no son nunca del todo decidibles de manera racional. Pero Creonte, Antígona, Orestes, Brutus, Enrique IV o Lear no pueden sino actuar, a pesar de que sus preguntas tienen varias respuestas racionales y morales posibles. El carácter “agonístico” de la moralidad y de la política deviene “trágico” no solo porque cualquier acción que emprendamos comporta alguna pérdida, sino porque no podremos evitar que la acción emprendida arrastre efectos negativos, sea lo que sea lo que decidamos hacer

Por ello, la representación de las tragedias, como también vio Aristóteles, siempre viene acompañada por el placer de oírlas, por la comprensión hacia los personajes, y por el temor que despierta la acción en los espectadores (el enfrentamiento de personajes es el que lleva a Arthur Miller a preferir el teatro a la novela “porque veo la vida humana como un enfrentamiento; una confrontación entre las ideas y las personas. El teatro permite esta explosión, esta relación”). Shakespeare insistirá en situar en el interior de los mismos personajes esa pluralidad de motivos. Lo expresa H. Bloom comentando Macbeth: “Machbeth, es el Mr Hide para nuestro Dr Jekyll … las ironías de Macbeth no nacen de las perspectivas en conflicto, sino de las divisiones en el yo de Macbeth y del público”. Estamos moralmente atrapados en nosotros mismos, y fuera, no hay nada más.

Las tragedias suponen, así, un buen fundamento para las nociones de representación y de pluralismo en las democracias liberales. En el núcleo de la democracia antigua se hallaba el intento de superar el despotismo y la anarquía a través de un sistema que permitiera la expresión de la pluralidad. El liberalismo político añadirá la idea de los derechos individuales como fuente de legitimación del poder y una serie de técnicas exitosas para su limitación. Debemos invertir a Rousseau: precisamente porque no somos dioses (o ángeles), la democracia, representativa y pluralista, es decir, trágica, resulta imprescindible.





El profesor Ferrán Requejo




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Entrada núm. 1251 -
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