Mi amigo Voltaire decía que la verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura. Esa parece ser también la opinión del columnista de El País, Guillermo Altares, que en un reciente artículo señalaba que no hace ningún daño, más bien todo lo contrario, consultar, calibrar, dudar en fin, antes de tomar una decisión.
La historia de la filosofía, comienza diciendo Altares, se puede resumir como el relato de una gran duda. La mayoría de las certezas absolutas ante problemas complejos suelen llevar a grandes errores, por eso con el pensamiento racional nace a la vez la incertidumbre. Platón atribuyó a Sócrates el famoso “solo sé que no sé nada”, mientras que Descartes inaugura la racionalidad moderna con su duda metódica. Se podría argumentar que es muy fácil para los filósofos dudar, un lujo que no pueden permitirse los políticos, que tienen la obligación de actuar y decidir.
Sin embargo, la filosofía y la política siempre han ido de la mano. Los injustamente denostados sofistas discutían con Sócrates de los asuntos públicos de Atenas. Inmanuel Kant, al principio de La paz perpetua, se refiere a los ronchones que las opiniones de los filósofos suelen provocar en los políticos que “acostumbran a desdeñar, orgullosos, al teórico”. En ese mismo ensayo escribe el filósofo de Könisberg: “Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y el gobierno de otro Estado”. Aunque el propio pensador sostiene un poco más adelante: “No es esto aplicable al caso de que un Estado, a consecuencia de interiores disensiones, se divida en partes, cada una de las cuales represente un Estado particular, con la pretensión de ser todo”. No hay ninguna contradicción, solo matices y prudencia a la hora de valorar una situación.
El gran problema de la política, o de la prensa, es que se deben tomar muchas decisiones sin tener el cuadro completo a mano. Es imposible conocer todas las consecuencias de un acto, pero tampoco hace ningún daño, más bien todo lo contrario, consultar, calibrar, dudar en fin, antes de tomar una decisión. Quizás por eso dan tanto miedo los políticos que se nutren de certezas absolutas, aquellos que creen que pueden solucionarlo todo con mensajes faltones en Twitter. Que los buenos y los malos estén claros, que haya pocas dudas —en algunos casos es cierto que no las hay— sobre las víctimas y los verdugos no significa que no se deban medir las consecuencias de una decisión. El mundo está lleno de políticos, periodistas, reyes de las redes sociales, que nadan en certezas absolutas, una versión del “quítate, que ya lo arreglo yo” que suele preceder a los desastres domésticos. Deberían darse una vuelta por el ágora en busca de preguntas y dudas.