lunes, 18 de abril de 2016

[Reedición] ¿Cómo se mide la calidad de una democracia?



El Partenón (Atenas, Grecia)


"Reedición" es una nueva sección del blog dedicada a reproducir antiguas entradas que tuvieron cierto predicamento en su momento entre los lectores de Desde el trópico de Cáncer. Estas entradas se publican diariamente, conservan su título, fecha y numeración original, y no cuentan en el cómputo general de entradas del blog. Disfrútenla de nuevo si lo desean. 

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"Y nuestra Constitución se llama Democracia 
porque el poder no está en manos 
de unos pocos sino de la mayoría" 
Tucídides: Historia de la Guerra del Peloponeso


A pesar de la horrísona algarabía política de los tiempo que vivimos reconozco que mi desapego por la mayor parte de los políticos de este país, sin distinción de colores partidistas, no supone desafección hacía la democracia que les da a ellos y a sus críticos amparo y cobijo. Es cierto que el sistema político español necesita retoques urgentes en cuanto a su funcionamiento, transparencia y accesibilidad ciudadana, pero son los políticos con su comportamiento los que hacen que el sistema chirríe, y ellos también los que denigran a la democracia y avergüenzan a los ciudadanos que aún creen en eso que se ha venido en llamar virtudes cívicas o republicanas de la política. 

En un famoso libro titulado La democracia y sus críticos (Paidós, Barcelona, 1993), escrito en 1989 por el politólogo estadounidense Robert A. Dahl, profesor de Ciencias Polìticas en la Universidad de Yale (EE.UU.) y presidente de la American Political Science Association, que leí por vez primera hace ya quince años, se exponía una visión claramente pesimista acerca de la "calidad" de las democracias que se autoproclamaban como tales, afirmando que ningún país podría alcanzar nunca el nivel ideal de democracia, y que esta seguiría siendo una utopía inalcanzable. No obstante, añadía, la concepción de que los pueblos pueden autogobernarse en un pie de igualdad política, dueños de todos los recursos e instituciones necesarios para ese fin, seguiría siendo a su modo de ver una pauta imperativa, aunque exigente, en el afán de establecer una sociedad donde las personas convivan en paz, respetando cada una la igualdad intrínseca de las demás y procurando entre todas alcanzar la mejor vida posible.

Alcanzar ese ideal, añadía, requiriría cinco criterios: Primero, participación efectiva: Los ciudadanos deben tener oportunidades iguales y efectivas de formar su preferencia y lanzar cuestiones a la agenda pública y expresar razones a favor de un resultado u otro. Segundo, igualdad de voto en la fase decisoria: Cada ciudadano debe tener la seguridad de que sus puntos de vista serán tan tenidos en cuenta como los de los otros. Tercero, comprensión informada: Los ciudadanos deben disfrutar de oportunidades amplias y equitativas de conocer y afirmar qué elección sería la más adecuada para sus intereses. Cuarto, control de la agenda: El "demos" (el pueblo) debe tener la oportunidad de decidir qué temas políticos se someten y cuáles deberían someterse a deliberación. Y quinto, inclusividad: La equidad debe ser extensiva a todos los ciudadanos del Estado. Todos tienen intereses legítimos en el proceso político. ¿Reúne la democracia española la totalidad o la mayoría de esas condiciones que definen, según Dhal, a una democracia auténtica? Dejo la respuesta al criterio de los lectores.

Al concluir la licenciatura en Geografía e Historia en la UNED me planteé seguir con los estudios de doctorado y la elaboración de varios proyectos de investigación con vistas a una posible tesis doctoral: El primero, un estudio demográfico sobre el origen y situación social de la población de Las Palmas de Gran Canaria; el segundo, sobre las repercusiones en Canarias de la independencia de las repúblicas hispanoamericanas en el primer tercio del siglo XIX; y el tercero y cuarto, que eran las opciones que más me atraían, sobre el papel del Senado en las democracias modernas, y el de las ciudades como sujeto y objeto de renovación democrática; en cierto sentido, una vuelta al ámbito originario de la democracia participativa, siguiendo la estela de mi admirada Hannah Arendt, una pensadora que, por cierto, nunca escribió ningún tratado sobre la democracia. 

Contacté para ello con varios profesores como Joaquín Leguina, demógrafo; Antonio Bethencourt y Santos Juliá, historiadores; y Faustino Fernández-Miranda, politólogo, con los que mantuve varias entrevistas al respecto, pero diversos avatares profesionales y personales hicieron que la cuestión no pasara nunca a fase de ejecución. Cuando me jubilé profesionalmente decidí hacerlo también de mis proyectos académicos y dedicarme en exclusiva a mi familia y mis aficiones más sencillas: la lectura y este blog. No me arrepiento de nada, aunque me quedó un pequeñísimo rescoldo de resquemor por no haberlo intentado.

Curiosamente, sobre una vuelta al protagonismo político de las ciudades escribió años más tarde el profesor Josep Ramoneda en su artículo "Hacia una Europa de las ciudades", en el que venía a decir que frente al carácter cerrado de la nación, el ámbito urbano es el lugar idóneo para forjar una identidad abierta, la que necesita la nueva conciencia europea, que sea políticamente solidaria y capaz de compartir la soberanía. La cultura nacional es una cultura cerrada y unitaria, dice en él, que se basa en la presunta homogeneidad de los ciudadanos que pueblan el Estado, pero que esta idea de comunidad está hoy completamente obsoleta, en sociedades que por su composición ya no pueden esconder su heterogeneidad. ¿No sería la hora de volver a este "lugar de una humanidad particular" que es la ciudad europea? Las ciudades son identidades abiertas frente a las naciones que son identidades cerradas. ¿No podrían ser éstas los nodos adecuados sobre los que tejer una red de identificación básica europea? Pero la ciudad -concluye- es sobre todo el lugar de una identidad abierta, es el lugar en que es posible encontrar un denominador común entre los extraños que la componen; una identidad mínima muy parecida a la que requiere la reconstrucción de la conciencia europea, una identidad basada en el reconocimiento al otro y en la defensa de un modelo europeo que tiene todos los elementos de la cultura urbana: la soberanía compartida entre extraños; la solidaridad política; la diversidad y el conflicto como portadores de oportunidades y de cambio, y la negociación y el diálogo, como manera de relacionarse. Sin necesidad de inclinarse ante ningún dios menor, sea la patria o la religión de turno.

Termino citando de nuevo al Robert A. Dahl y su La democracia y sus críticos. Dice en él que sea cual sea la forma que adopte en el futuro la democracia de nuestros sucesores no será ni puede ser igual a la de nuestros antecesores, y que tampoco debería serlo, ya que los límites y posibilidades de la democracia serán radicalmente distintos de los que existieron en otras épocas y lugares del pasado. La brecha existente entre el conocimiento de las élites de la política pública y el de los ciudadanos corrientes, añade, puede reducirse, pues ya es técnicamente posible que todos los ciudadanos puedan disponer de información sobre todas las cuestiones públicas accesible de inmediato. ¿Estaba pensando Dahl quizá en las posibilidades que abre hoy Internet?... Lo que parece claro es que el ámbito de la ciudad es quizá, o sin quizá, el idóneo para un ensayo de democracia participativa universal. Y las ciudades europeas, por su historia de libertad, el marco adecuado. ¿Por qué no intentarlo?

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt



El Panteón (Roma, Italia)



Entrada núm. 2169
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)
Publicada originariamente con fecha 25 de septiembre de 2014