Después de un año de negociaciones se rompe con un estruendoso y sonoro portazo el llamado "diálogo social" entre sindicatos, patronal y gobierno. Sin el menor atisbo de encuentro, ha sido el propio presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, quien lo ha oficializado esta tarde con un durísimo, por lo insólito, ataque a la postura de la CEOE, y más en concreto a la persona de su presidente. Si lo que se pretendía era unos reactualización de los "Pactos de La Moncloa" de hace tres décadas para hacer frente a la gravísima situación económica, y sobre todo, a los alarmantes índices de paro, parece claro que les ha faltado cintura política a los interlocutores. No seré yo quien achaque responsabilidades a unos u otros. Todos la tienen, pero lamentablemente, y como siempre, lo pagarán los más débiles: los trabajadores. Y es responsabilidad del Gobierno evitar que sean los únicos paganos de la situación, sin caer en el socorrido recurso de "mal de muchos, consuelo de tontos". .
Un nuevo artículo del escritor y periodista Xavier Vidal-Foch, titulado "Yes, we can", en El País de ayer, hablaba de la indudable capacidad española para remontar la adversidad y del importantísimo papel que empresas españolas están llevado a cabo en sectores estratégicos como los de ingeniería civil, energía y medio ambiente, tratamiento de aguas y residuos, construcción ferroviaria y de plantas industriales, tecnología aérea y biotecnología. ¿Un margen de esperanza? El autor del artículo piensa que sí... Me gustaría saber si hoy sigue creyendo lo mismo...
Un día antes, también en El País, el editor, periodista y director de la Fundación Santillana, Basilio Baltasar, escribía otro artículo, "El malestar español", mucho más crítico y desalentador, que el de Vidal-Foch sobre la situación española. Achacaba ésta no a razones coyunturales sino a profundas razones históricas y seculares de atraso intelectual, cultural y material de la sociedad española, de las que responzabiliza al desastre nacional que supuso la expulsión de los judíos en las postrimerías del siglo XV.
Dice Baltasar que, históricamente, España ha sido el único país de Europa donde no ha habido judíos en más de quinientos años. Toda una singularidad que ha pesado como un lastre sobre la "inteligencia" española. Estoy de acuerdo con él, y ya he hablado en ocasiones anteriores en el Blog sobre el papel de los judios (y de los conversos) en el denominado Siglo de Oro de las letras hispanas como para insistir de nuevo en ello. Tampoco voy a añadir nada nuevo a lo ya sabido sobre el trágico papel de la iglesia católica en la desculturalización de España, debido entre otras cosas a la inexistencia de un rival interior con el que combatir y discutir sobre cuestiones de fe, dado que los escasos focos protestantes, o erasmistas, surgidos a la luz de la Reforma, fueron extirpados a sangre y fuego. Otra singularidad más... Espero que ambos artículos les resulten interesantes. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)
Un nuevo artículo del escritor y periodista Xavier Vidal-Foch, titulado "Yes, we can", en El País de ayer, hablaba de la indudable capacidad española para remontar la adversidad y del importantísimo papel que empresas españolas están llevado a cabo en sectores estratégicos como los de ingeniería civil, energía y medio ambiente, tratamiento de aguas y residuos, construcción ferroviaria y de plantas industriales, tecnología aérea y biotecnología. ¿Un margen de esperanza? El autor del artículo piensa que sí... Me gustaría saber si hoy sigue creyendo lo mismo...
Un día antes, también en El País, el editor, periodista y director de la Fundación Santillana, Basilio Baltasar, escribía otro artículo, "El malestar español", mucho más crítico y desalentador, que el de Vidal-Foch sobre la situación española. Achacaba ésta no a razones coyunturales sino a profundas razones históricas y seculares de atraso intelectual, cultural y material de la sociedad española, de las que responzabiliza al desastre nacional que supuso la expulsión de los judíos en las postrimerías del siglo XV.
Dice Baltasar que, históricamente, España ha sido el único país de Europa donde no ha habido judíos en más de quinientos años. Toda una singularidad que ha pesado como un lastre sobre la "inteligencia" española. Estoy de acuerdo con él, y ya he hablado en ocasiones anteriores en el Blog sobre el papel de los judios (y de los conversos) en el denominado Siglo de Oro de las letras hispanas como para insistir de nuevo en ello. Tampoco voy a añadir nada nuevo a lo ya sabido sobre el trágico papel de la iglesia católica en la desculturalización de España, debido entre otras cosas a la inexistencia de un rival interior con el que combatir y discutir sobre cuestiones de fe, dado que los escasos focos protestantes, o erasmistas, surgidos a la luz de la Reforma, fueron extirpados a sangre y fuego. Otra singularidad más... Espero que ambos artículos les resulten interesantes. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)
"YES, WE CAN", por Xavier Vidal-Foch
EL PAÍS - Economía - 23-07-2009
El debate sobre los brotes verdes dentro de la recesión versa sobre si podemos salir de la crisis, y cuándo. Pertenece a la prospectiva, a la profecía, al calendario, más bien macroeconómicos. Por supuesto, we can.
España demostró en la historia su capacidad de remontar la adversidad. Casi siempre usando parecidas recetas: liberalizando la economía, abriéndola al exterior, a condición de un liderazgo claro y de un consenso general que reparta los costes de apretarse el cinturón. Así ocurrió con el Plan de Estabilización de 1959 (entonces, con poco reparto del coste, imperaba el caudillismo), con los Acuerdos de la Moncloa, con el acceso a la Europa comunitaria y con el ingreso en el euro.
De modo que ampliemos el foco de discusión, de los embriones de brotes verdes a las actuales ramas verdes, existentes aunque oscurecidas por el ambiente funerario general. No sobre cuándo salimos, sino sobre con qué y cómo salimos. De las tendencias macro a las realidades micro.
Disponemos de algunos trampolines (seguramente, ay, demasiado pocos) de primer rango mundial. De unas docenas de empresas internacionalizadas, capaces de competir, y bien, con las líderes de las grandes potencias mundiales en sectores punta, emergentes, tecnológicos. Son, claro, la otra cara del desastre.
Así ocurre con las divisiones de ingeniería civil de las constructoras (nada del ladrillo residencial), especializadas en crear y gestionar infraestructuras y transportes. Seis de los 10 principales proyectos mundiales en este ámbito son españoles. De Abertis, ACS, Ferrovial, Sacyr, FCC y OHL. O con la construcción ferroviaria o de plantas industriales (de CAF y Talgo a Técnicas Reunidas).
En energía y medio ambiente destaca el empeño por las renovables. En energía solar, España es la tercera productora mundial, tras EE UU y Alemania; la primera contando per cápita. Y la primera también en energía eólica. Acciona, Gamesa e Iberdrola Renovables compiten en la primera división global.
Igual sucede en el tratamiento de aguas y residuos. Las dos principales plantas desalinizadoras europeas por ósmosis inversa son españolas. Y compañías como Inima, Aqualia, Befesa, Cadagua, Cobra, Pridesa, Sadyt o Seta compiten con éxito en la India, Oriente Próximo y las Américas. En tecnología pura, al menos un 25% de los vuelos mundiales usan los sistemas de navegación de Indra. Y varias suministradoras locales están involucradas en los proyectos de EADS-Airbus.
El sector biotecnológico crece en este país un 17% más rápido que el promedio de la UE a 15. Abengoa es el primer productor de bioetanol en Europa, el quinto en EE UU. Y destacan otras compañías entre la biotecnología y la farmacéutica, de Grífols a Celerix, del consorcio investigador Nanofarma (Zeltia, Rovi, FaesFarma, Lipotec y Dendrico) al Instituto de Investigación Biomédica (IRB/Barcelona).
Estas compañías y sectores no son de invención o selección propia, sino espigados entre lo mejor con el apoyo del vicepresidente del Instituto Español de Comercio Exterior (ICEX), Miguel Ángel Martín Acebes, y su director de Productos Industriales, Enrique Verdeguer. Corresponden al gran año depresivo de 2008. Y el ICEX los tiene contrastados con el mítico MIT, Massachusets Institute of Technology. Véase en la Red: technologyreview.com/spain.
Todo ello sin contar con sectores tradicionales / maduros pero adaptados al entorno global. Estas ramas verdes deberían convertirse en más frondosas con la ayuda de la Ley de Economía Sostenible anunciada hace dos meses por el presidente Zapatero. Con perdón: yes, we can.
España demostró en la historia su capacidad de remontar la adversidad. Casi siempre usando parecidas recetas: liberalizando la economía, abriéndola al exterior, a condición de un liderazgo claro y de un consenso general que reparta los costes de apretarse el cinturón. Así ocurrió con el Plan de Estabilización de 1959 (entonces, con poco reparto del coste, imperaba el caudillismo), con los Acuerdos de la Moncloa, con el acceso a la Europa comunitaria y con el ingreso en el euro.
De modo que ampliemos el foco de discusión, de los embriones de brotes verdes a las actuales ramas verdes, existentes aunque oscurecidas por el ambiente funerario general. No sobre cuándo salimos, sino sobre con qué y cómo salimos. De las tendencias macro a las realidades micro.
Disponemos de algunos trampolines (seguramente, ay, demasiado pocos) de primer rango mundial. De unas docenas de empresas internacionalizadas, capaces de competir, y bien, con las líderes de las grandes potencias mundiales en sectores punta, emergentes, tecnológicos. Son, claro, la otra cara del desastre.
Así ocurre con las divisiones de ingeniería civil de las constructoras (nada del ladrillo residencial), especializadas en crear y gestionar infraestructuras y transportes. Seis de los 10 principales proyectos mundiales en este ámbito son españoles. De Abertis, ACS, Ferrovial, Sacyr, FCC y OHL. O con la construcción ferroviaria o de plantas industriales (de CAF y Talgo a Técnicas Reunidas).
En energía y medio ambiente destaca el empeño por las renovables. En energía solar, España es la tercera productora mundial, tras EE UU y Alemania; la primera contando per cápita. Y la primera también en energía eólica. Acciona, Gamesa e Iberdrola Renovables compiten en la primera división global.
Igual sucede en el tratamiento de aguas y residuos. Las dos principales plantas desalinizadoras europeas por ósmosis inversa son españolas. Y compañías como Inima, Aqualia, Befesa, Cadagua, Cobra, Pridesa, Sadyt o Seta compiten con éxito en la India, Oriente Próximo y las Américas. En tecnología pura, al menos un 25% de los vuelos mundiales usan los sistemas de navegación de Indra. Y varias suministradoras locales están involucradas en los proyectos de EADS-Airbus.
El sector biotecnológico crece en este país un 17% más rápido que el promedio de la UE a 15. Abengoa es el primer productor de bioetanol en Europa, el quinto en EE UU. Y destacan otras compañías entre la biotecnología y la farmacéutica, de Grífols a Celerix, del consorcio investigador Nanofarma (Zeltia, Rovi, FaesFarma, Lipotec y Dendrico) al Instituto de Investigación Biomédica (IRB/Barcelona).
Estas compañías y sectores no son de invención o selección propia, sino espigados entre lo mejor con el apoyo del vicepresidente del Instituto Español de Comercio Exterior (ICEX), Miguel Ángel Martín Acebes, y su director de Productos Industriales, Enrique Verdeguer. Corresponden al gran año depresivo de 2008. Y el ICEX los tiene contrastados con el mítico MIT, Massachusets Institute of Technology. Véase en la Red: technologyreview.com/spain.
Todo ello sin contar con sectores tradicionales / maduros pero adaptados al entorno global. Estas ramas verdes deberían convertirse en más frondosas con la ayuda de la Ley de Economía Sostenible anunciada hace dos meses por el presidente Zapatero. Con perdón: yes, we can.
"EL MALESTAR ESPAÑOL", por Basilio Baltasar
EL PAÍS - Opinión - 22-07-2009
Se han desplomado sin estruendo las banales ilusiones españolas: nunca hubo nada parecido a la prosperidad anunciada por los publicistas gubernamentales y nunca estuvimos asentados con firmeza en algún sólido cimiento. Ni antes con Aznar, ni ahora con Zapatero.
La estafa financiera global ha dejado al descubierto la tramoya de una economía sostenida por una ficción contable: el país se enriquecía vendiéndose a sí mismo casas que no podía pagar. El hallazgo ha provocado un aterrorizado pasmo y, como si hubiera llegado la hora de enmendar el descarriado rumbo de nuestra generación, algunos se atreven a preguntar en qué nos equivocamos.
La inminencia del desastre espolea una desorientada reflexión sobre cómo podrá España salir del atolladero en el que se ha metido y, tímidamente, se llega a una desesperante conclusión. La competitividad y la formación de nuestros ciudadanos son el más lamentable saldo que cabe imputar a los 30 años de democracia consumidos, sin alcanzar en rendimiento y excelencia ni al más rezagado de nuestros vecinos europeos.
Aunque resulta incómodo asegurar que nos enfrentamos por ello a la posibilidad de un sonoro fracaso histórico, lo cierto es que ésta puede ser la última oportunidad que tengamos para entender de dónde procede nuestra incapacidad.
A los que reclaman para sí el rango de dirigentes y se ofrecen a resolver nuestra penuria, les corresponde corregir las carencias estructurales más flagrantes, discernir alguna alternativa factible a nuestro pobre tejido industrial y movilizar las innumerables voluntades que harán falta para rehabilitar a una España nuevamente desolada.
Pero mientras se gesta la resolución que inspire alguna respuesta eficaz a la magnitud de un desafío inaplazable, no estará de más remontarse hasta el origen de nuestra decepcionante singularidad. ¿Por qué somos la sociedad menos competitiva de la Europa moderna? ¿Qué rasgo de nuestro carácter nos ancla en la complacencia arcaica de un mundo autárquico? ¿Por qué nos fastidia el juego de la emulación y la competencia? ¿Qué nos molesta tanto de la modernidad? Y, sobre todo, ¿por qué nos negamos a aceptar la responsabilidad de la emancipación ciudadana?
Si evitamos las especulaciones metafísicas que en otro tiempo nos hicieron sonreír, y dejamos de lado la mascarada de nuestra errática identidad, adquiere una destacada importancia el acontecimiento histórico que nos distingue de nuestro entorno europeo: España ha sido el único país sin judíos.
La participación de la comunidad judía en el impulso ilustradopermite evaluar los efectos perversos que su ausencia tuvo entre nosotros.
La desgraciada ocurrencia de la expulsión nos privó, en el crucial instante del renacimiento europeo, de una fuerza que se revelaría decisiva en el proceso de reinvención cultural propio de la modernidad. La elaboración de las ideas que cambiaron el aspecto del mundo, la insurgencia que renovó la naturaleza del pacto social y la construcción del individuo inteligente como sujeto central de la Historia deben mucho a los miembros de una comunidad inclinada por necesidad y vocación a impugnar los dictados de la tiranía.
Para hacernos una idea del legado que los judíos no dejaron en España debemos imaginar la influencia que habría tenido entre nosotros la erudita disputa de los rabinos (con su radical veneración por el libro, la letra y la palabra) y las consecuencias culturales de su pasión polémica. Las vehemencias patriarcales de los judíos en la sinagoga habrían dado a nuestro paisaje intelectual una productiva intensidad. Y no sólo por la caudalosa genealogía de sus saberes. Allí donde pudo subsistir, la pluralidad de creencias ayudó a reconocer la soberanía moral del conocimiento y la familiaridad con otras lenguas, otros ritos, otras concepciones del mundo, sembraba una duda de alto valor pedagógico al que no podía ser ajeno un curioso y tolerante observador.
Pero la comunidad judía contribuía al dinamismo de la Historia con aportaciones paradójicas que resultarían esenciales al espíritu del hombre moderno. La tenacidad de sus infatigables discusiones extendía entre la sociedad de su tiempo una deslumbrante oleada de herejías y disidencias. ¡Ojalá hubiéramos tenido entre nosotros al Spinoza que los rabinos de Ámsterdam expulsaron con furiosos anatemas de la sinagoga! ¡Quién hubiera oído entonces sus ácidas sentencias filológicas contra la Biblia! ¡Y las lecciones escépticas de Francisco Sánchez en Toulouse! Y así hasta llegar, siguiendo las huellas de la fertilizante estirpe sefardita, a las recientes reflexiones multidisciplinares del pensador Edgar Morin.
Sin embargo, a pesar de ser tan notable la contribución de los judíos al desarrollo cultural de las naciones -sobre todo desde la Revolución Francesa, cuando tantos de ellos abandonaron sus creencias seculares para incorporarse al prometedor cosmopolitismo laico de los gentiles-, no ha sido sólo su ausencia la que ha conformado nuestra áspera relación con los valores del mundo moderno.
La obsesión por extirpar de España cualquier atisbo de influencia judía dio a la Inquisición siglos de potestad para modelar a su antojo el alma macilenta de un país atemorizado por la epidemia emocional de las delaciones. Pero la amenaza del deshonor y la hoguera no cercó tan sólo a los conversos, metódicamente humillados para ejemplo de todo cuanto súbdito se atreviera a desobedecer la sumisión dominante.
En algún pliegue de nuestra hélice genética debe estar inscrita la lección aprendida a lo largo de estos siglos de vilipendio. Un escarmiento dolorido que, ciertamente, sólo aparece en forma de resentimiento: esa fuerza rencorosa que impide al individuo consumar su razón de ser. Pues lo singular entre nosotros es que la costumbre de la desconfianza sólo pudo forjarse mediante una convicción tan fervorosa como asustada. El hábito de cercar al prójimo con la sospecha que lo incrimina, el recelo que le reprocha ser lo que es, brota instintivamente contra las cualidades de cooperación y competencia del individuo libre. La sospecha y la desconfianza implantadas por la demoledora maquinaria inquisitorial se transformaron en esa presuntuosa filosofía popular que configura el más acentuado rasgo de nuestro carácter, precisamente el que arruina las potencias liberadas por la Modernidad.
¿Será posible liquidar algún día la estéril herencia nacional? ¿Cuándo podrá la sociedad española dar a sus fuerzas creativas la plenitud productiva que vemos florecer en tantos lugares? El sarcasmo que dedicamos al mérito ajeno enmudecería y nos acostumbraríamos a emular la competencia individual que hace prosperar a las naciones. En lugar de confiar en la suerte, la prebenda o el favor, el español abandonaría la atribulada dote de sus antepasados para asumir la responsabilidad personal de la emancipación moderna.
La estafa financiera global ha dejado al descubierto la tramoya de una economía sostenida por una ficción contable: el país se enriquecía vendiéndose a sí mismo casas que no podía pagar. El hallazgo ha provocado un aterrorizado pasmo y, como si hubiera llegado la hora de enmendar el descarriado rumbo de nuestra generación, algunos se atreven a preguntar en qué nos equivocamos.
La inminencia del desastre espolea una desorientada reflexión sobre cómo podrá España salir del atolladero en el que se ha metido y, tímidamente, se llega a una desesperante conclusión. La competitividad y la formación de nuestros ciudadanos son el más lamentable saldo que cabe imputar a los 30 años de democracia consumidos, sin alcanzar en rendimiento y excelencia ni al más rezagado de nuestros vecinos europeos.
Aunque resulta incómodo asegurar que nos enfrentamos por ello a la posibilidad de un sonoro fracaso histórico, lo cierto es que ésta puede ser la última oportunidad que tengamos para entender de dónde procede nuestra incapacidad.
A los que reclaman para sí el rango de dirigentes y se ofrecen a resolver nuestra penuria, les corresponde corregir las carencias estructurales más flagrantes, discernir alguna alternativa factible a nuestro pobre tejido industrial y movilizar las innumerables voluntades que harán falta para rehabilitar a una España nuevamente desolada.
Pero mientras se gesta la resolución que inspire alguna respuesta eficaz a la magnitud de un desafío inaplazable, no estará de más remontarse hasta el origen de nuestra decepcionante singularidad. ¿Por qué somos la sociedad menos competitiva de la Europa moderna? ¿Qué rasgo de nuestro carácter nos ancla en la complacencia arcaica de un mundo autárquico? ¿Por qué nos fastidia el juego de la emulación y la competencia? ¿Qué nos molesta tanto de la modernidad? Y, sobre todo, ¿por qué nos negamos a aceptar la responsabilidad de la emancipación ciudadana?
Si evitamos las especulaciones metafísicas que en otro tiempo nos hicieron sonreír, y dejamos de lado la mascarada de nuestra errática identidad, adquiere una destacada importancia el acontecimiento histórico que nos distingue de nuestro entorno europeo: España ha sido el único país sin judíos.
La participación de la comunidad judía en el impulso ilustradopermite evaluar los efectos perversos que su ausencia tuvo entre nosotros.
La desgraciada ocurrencia de la expulsión nos privó, en el crucial instante del renacimiento europeo, de una fuerza que se revelaría decisiva en el proceso de reinvención cultural propio de la modernidad. La elaboración de las ideas que cambiaron el aspecto del mundo, la insurgencia que renovó la naturaleza del pacto social y la construcción del individuo inteligente como sujeto central de la Historia deben mucho a los miembros de una comunidad inclinada por necesidad y vocación a impugnar los dictados de la tiranía.
Para hacernos una idea del legado que los judíos no dejaron en España debemos imaginar la influencia que habría tenido entre nosotros la erudita disputa de los rabinos (con su radical veneración por el libro, la letra y la palabra) y las consecuencias culturales de su pasión polémica. Las vehemencias patriarcales de los judíos en la sinagoga habrían dado a nuestro paisaje intelectual una productiva intensidad. Y no sólo por la caudalosa genealogía de sus saberes. Allí donde pudo subsistir, la pluralidad de creencias ayudó a reconocer la soberanía moral del conocimiento y la familiaridad con otras lenguas, otros ritos, otras concepciones del mundo, sembraba una duda de alto valor pedagógico al que no podía ser ajeno un curioso y tolerante observador.
Pero la comunidad judía contribuía al dinamismo de la Historia con aportaciones paradójicas que resultarían esenciales al espíritu del hombre moderno. La tenacidad de sus infatigables discusiones extendía entre la sociedad de su tiempo una deslumbrante oleada de herejías y disidencias. ¡Ojalá hubiéramos tenido entre nosotros al Spinoza que los rabinos de Ámsterdam expulsaron con furiosos anatemas de la sinagoga! ¡Quién hubiera oído entonces sus ácidas sentencias filológicas contra la Biblia! ¡Y las lecciones escépticas de Francisco Sánchez en Toulouse! Y así hasta llegar, siguiendo las huellas de la fertilizante estirpe sefardita, a las recientes reflexiones multidisciplinares del pensador Edgar Morin.
Sin embargo, a pesar de ser tan notable la contribución de los judíos al desarrollo cultural de las naciones -sobre todo desde la Revolución Francesa, cuando tantos de ellos abandonaron sus creencias seculares para incorporarse al prometedor cosmopolitismo laico de los gentiles-, no ha sido sólo su ausencia la que ha conformado nuestra áspera relación con los valores del mundo moderno.
La obsesión por extirpar de España cualquier atisbo de influencia judía dio a la Inquisición siglos de potestad para modelar a su antojo el alma macilenta de un país atemorizado por la epidemia emocional de las delaciones. Pero la amenaza del deshonor y la hoguera no cercó tan sólo a los conversos, metódicamente humillados para ejemplo de todo cuanto súbdito se atreviera a desobedecer la sumisión dominante.
En algún pliegue de nuestra hélice genética debe estar inscrita la lección aprendida a lo largo de estos siglos de vilipendio. Un escarmiento dolorido que, ciertamente, sólo aparece en forma de resentimiento: esa fuerza rencorosa que impide al individuo consumar su razón de ser. Pues lo singular entre nosotros es que la costumbre de la desconfianza sólo pudo forjarse mediante una convicción tan fervorosa como asustada. El hábito de cercar al prójimo con la sospecha que lo incrimina, el recelo que le reprocha ser lo que es, brota instintivamente contra las cualidades de cooperación y competencia del individuo libre. La sospecha y la desconfianza implantadas por la demoledora maquinaria inquisitorial se transformaron en esa presuntuosa filosofía popular que configura el más acentuado rasgo de nuestro carácter, precisamente el que arruina las potencias liberadas por la Modernidad.
¿Será posible liquidar algún día la estéril herencia nacional? ¿Cuándo podrá la sociedad española dar a sus fuerzas creativas la plenitud productiva que vemos florecer en tantos lugares? El sarcasmo que dedicamos al mérito ajeno enmudecería y nos acostumbraríamos a emular la competencia individual que hace prosperar a las naciones. En lugar de confiar en la suerte, la prebenda o el favor, el español abandonaría la atribulada dote de sus antepasados para asumir la responsabilidad personal de la emancipación moderna.
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Nota:
Este comentario se publica simultáneamente en las páginas electrónicas del diario El País: http://lacomunidad.elpais.com/ccampos1946
y de la Cadena Ser:
http://lacomunidad.cadenaser.com/desde-el-tropico-de-cancer.
La versión definitiva del mismo puede leerse en:
http://harendt.blogspot.com
http://lacomunidad.cadenaser.com/desde-el-tropico-de-cancer.
La versión definitiva del mismo puede leerse en:
http://harendt.blogspot.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura", (Voltaire).
Entrada núm. 1195 (.../...)
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