jueves, 30 de octubre de 2008

Los peces de colores

Por supuesto que ignoro si la reina Sofía cree en los peces de colores. Supongo que no, pero desde luego si alguien del entorno de la Casa Real pensó que sus declaraciones a la periodista Pilar Urbano, que ésta última ha hecho públicas con vistas a la edición de su libro sobre la reina, iban a pasar sin pena ni gloria se equivocó de medio a medio. Aborto, educación religiosa, matrimonio homosexual, los insultos y ofensas a la Corona, sus relaciones y opiniones sobre los presidentes del gobierno y sobre gobernantes extranjeros... A mi me han parecido bastante sensatas, la verdad, aunque no comparto algunas de ella (al menos de las que se han comentado), y desde luego, respetables. El problema es si la situación de excepcional privilegio de que gozan los miembros de la Familia Real no implica también una obligación de estricta neutralidad, incluso de opinión, sobre aquellos asuntos de confrontación política y social, por parte de los mismos. También es cierto que la figura de la reina consorte no tiene relevancia constitucional alguna, salvo en el caso de que se viera abocada al ejercicio de la regencia durante la minoría de edad del heredero o la incapacitación del rey, así que, al menos constitucionalmente, no cabe exigirle ese estricto papel de neutralidad política que corresponde cumplir al titular de la jefatura del Estado.

En este país nuestro tenemos un regusto bastante primario por poner a caldo, venga o no a cuento, al rey: si hace, por que hace, y si no hace, porque no hace.. Me parece de un infantilismo rayano en la estulticia. Por ejemplo, el del señor alcalde de Puerto Real, llamando crápulas al rey y a su consorte... Flaco favor le hacen a la república y al republicanismo, absolutamente respetables ambos, declaraciones como las de este descerebrado...

Y para descerebrados locales, los delegados asistentes al reciente Congreso Nacional de la Coalición Canaria-ATI (Asociación Tinerfeña Inmobiliaria) celebrado en Las Palmas este pasado fin de semana, ahora lanzados sin freno, de culo y marcha atrás por el camino del soberanismo, el pacto confederal con el Estado y la independencia nacional canaria... Lo más gracioso no es lo citado anteriormente, que es respetable, si fuera serio, es que para fundamentarlo, afirman categóricamente que no existe nación alguna llamada España y que tampoco existe pueblo español alguno... Vale, majos, si vosotros lo decís, será verdad... ¡Llevan éstos un carrerón hacia la hostia que no quieras ver!... No seré yo quien se lamente cuando se la peguen...

Otra que cree en los peces de colores, por lo que parece, es la prestigiosa editora catalana Esther Tusquets, que junto con la historiadora Mercedes Vilanova, escribieron una biografía "autorizada" sobre el ex-alcalde de Barcelona y ex-presidente catalán, Pasqual Maragall. La dolorida respuesta de la escritora a las críticas surgidas del entorno familiar del señor Maragall creo que es un monumento literario a la ingenuidad...

Y otra ingenuidad, y con esto termino mi crónica de hoy, es la de un entrañable compañero de militancia sindical que, como yo en su momento, creía en eso que se denomina democracia interna (de los sindicatos, los partidos políticos, las organizaciones empresariales, los colegios profesionales, y todos los etcéteras que ustedes quieran), democracia interna que, como ya demostró el sociológo alemán Robert Michels al formular a principios del pasado siglo su "Ley de Hierro de las Oligarquías", no es nada más que una entelequia digan lo que digan las normas legales y estatutarias respectivas.

Se queja este compañero en un correo electrónico de hace unos días, que no puedo hacer público porque es privado (justamente lo mismo que la Casa Real acaba de decir sobre las revelaciones de la periodista Pilar Urbano, que seguramente ésta desmentirá...)
de la falta de democracia interna dentro de la UGT de Canarias. No digo que no tenga razón, pero tampoco es como él lo pinta. Es, simplemente, que la "cosa" es así... Y eso no hay quien lo cambie.

Nosotros lo intentamos hace unos años... En un curso que hacíamos en la Escuela Sindical "Julián Besteiro", que la UGT mantiene en Madrid, el grupo de alumnos que asistíamos a ese curso sobre "Análisis y resolución de problemas" (Octubre, 1999), elaboramos como trabajo dentro del curso, un texto que denominamos "Manifiesto para un sindicato del siglo XXI", con el que pretendíamos dinamizar la vida organizativa interna del sindicato, modificando su estructura orgánica y territorial y abriéndolo a la participación activa de sus afiliados. Lo discutimos, lo aprobamos y nos ilusionamos con él, pero la vida posterior del "Manifiesto" fue tortuosa. La cúpula sindical de nuestra Federación de industria, a la que se lo remitimos, ni siquiera acusó recibo de la misma. Por supuesto no fue objeto de debate en instancia alguna del sindicato, aunque el grupo de "creyentes en los peces de colores" de los que yo formaba parte, lo intentamos de todas las maneras imaginables. La respuesta era siempre la misma: no era "el momento procesal oportuno"... Ese momento sigue sin llegar, pero yo, desde luego, hace bastante tiempo que dejé de creer para siempre en los peces de colores... Y así sigo... Sean felices, Tamaragua. (HArendt)



















El milagro de la vida: Esta tarde en el jardín de casa
(Maspalomas, Gran Canaria)




sábado, 25 de octubre de 2008

Los "Príncipe de Asturias"

Para mi es ya una tradición gustosa de cumplir. Un acto que no me pierdo nunca por televisión si no es por causa de fuerza mayor. Me refiero a la ceremonia de entrega de los Premios Príncipe de Asturias, los Nobel hispanos, como han sido definidos, considerados por la UNESCO como los más relevantes del mundo después de los otorgados por la Academia Sueca.

Preciosos los discursos pronunciados ayer en el Teatro Campoamor de Oviedo por el profesor Tzvetan Todorov, premio de Ciencias Sociales, y por la novelista Margaret Atwood, premio de las Letras. Emocionado y emocionante el de la ex-candidata presidencial colombiana Ingrid Betancourt, premio a la Concordia. Muy preciso el del príncipe don Felipe, poniendo fin a la ceremonia. Y merecido el homenaje a los restantes premiados: el de las Artes, al Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela; el de Comunicación y Humanidades, a Google; el de Cooperación Internacional, a los doctores del Ifakara Health Institute, el The Malaria Research and Training Centre, el Kintampo Health Research Centre y el Centro de Investigação em Saúde de Manhiça; el de los Deportes, a Rafael Nadal; y el de Investigación Científica y Técnica, a los profesores Sumio Iijima, Shuji Nakamura, Robert Langer, George M. Whitesides, y Tobin Marks.

En la página electrónica de la Fundación Príncipe de Asturias, así como en la edición electrónica de El País de hoy pueden leerse diversas crónicas sobre cada uno de los galardonados, fotos y vídeos relacionados con la ceremonia. Les dejo con el artículo escrito por el periodista Jesús Ruiz Mantilla, también en la edición de El País de hoy, así como extractos de los discursos pronunciados por el profesor Todorov e Ingrid Betancourt, respectivamente. Sean felices, tamaragua. (HArendt)





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Paisaje dunar en Maspalomas (Gran Canaria)




"Premios Príncipe de Asturias. Una reivindicación del humanismo", por Jesús Ruiz Mantilla

El Príncipe y los premiados piden valentía y conciencia moral frente a los males del mundo. Don Felipe habló de la crisis, del terrorismo y del medio ambiente. Cuando el mundo está cubierto por una enorme e inquietante nube negra con la palabra crisis tatuada en el centro, ceremonias como la entrega ayer de los Premios Príncipe de Asturias adquieren un sentido diferente. Un extraño acuerdo, un pacto de aliento salió de los discursos de los premiados y del príncipe Felipe. Fue un acto en clave de manifiesto que reivindicó el precioso humanismo del pasado, tan necesario en el presente, tan urgente para el futuro.

Todos ellos eran exponentes de esa lucha ambiciosa de superación para construir un mundo mejor. Desde los luminosos trabajos científicos de Sumio Lijita, Shuji Nakamura, Robert Langer, George M. Whitesides y Tobin Mark, a la lucha a pie de campo en África contra la malaria, personificada como pocos por Julio Alonso y Clara Méndez. Junto a ellos, la clarividencia de Tzvetan Todorov y Margaret Atwood; esa audacia visionaria que impulsó a los creadores de Google - con Larry Page, fundador de ese sueño y Nikesh Arora, vicepresidente de la compañía al frente- a ordenar de forma distinta el universo actual. Como ejemplo de ruptura de límites, la encarnación de la fuerza titánica imparable que representa Rafa Nadal y para la conciencia y la utopía, la dignidad moral que personifican tanto Ingrid Betancourt como el maestro José Antonio Abreu, creador del sistema de orquestas de Venezuela.

El acto fue largo. Casi dos horas duró. Había muchas conciencias pendientes de reforzar. En todo el mundo. A las 18.39 entró la Reina seguida de los príncipes y los premiados. El paseo hacia el teatro Campoamor fue luminoso por el día y por la gente que se congregó en la calle a esperarles hasta dos horas antes de la cita para vitorearles.

Nadal recibió el primer gran aplauso dentro del teatro. Le siguieron los demás con otra gran ovación sentida y emocionada para Abreu, que recogió el premio acompañado de dos niños y dos jóvenes de un sistema educativo musical milagroso donde se enseña hoy a 265.000 niños y jóvenes en Venezuela.

Hubo discursos hermosos aunque sobrios de Atwood y Todorov. La canadiense, premio de las Letras, empezó ya a caldear la cosa con palabras como estas: "Conviene recordar la humanidad que compartimos, una humanidad que muestra su mejor rostro a través de la inventiva y el valor, de la flexibilidad de pensamiento, de la generosidad". Siguió Todorov, premiado con el de Ciencias Sociales, animándonos a analizar cómo tratamos hoy en el mundo la diferencia, al otro, al extranjero permanente.

Pero fue Ingrid Betancourt la que encogió las gargantas y los ánimos de los presentes. Salida de un infierno, acogida ahora por una especie de sueño, la activa política colombiana, secuestrada seis años por las FARC y liberada hace apenas cuatro meses, parecía ayer estar rodando la secuencia final de una película. Una película en la que ha vivido desesperación, angustia, enfermedad, miedo, rebeldía, ansia de aferrarse a la vida y a la libertad, pero que todavía no ha terminado. Que todavía no tiene final feliz porque no hay día que Betancourt no piense en sus compañeros cautivos.

Esta mujer colombiana se presentó estos días en Oviedo con una radiante tristeza en el rostro y una robusta fragilidad que le da fuerza para agitar conciencias: "Hace algunas semanas estábamos mis compañeros y yo en el mundo húmedo y asfixiante de la selva, donde nada era nuestro, ni siquiera nuestros propios sueños...", empezó diciendo.

No olvida, tampoco parece perdonar ni deja de insistir contra los peligros y los recursos que le sirven al terrorismo para perpetrar sus crímenes. Pero cree que para dar soluciones es necesario hablar: "Podemos ofrecer más diálogo y menos imposiciones por la fuerza".

El príncipe Felipe, después de justificar y elogiar la necesidad de cada premio entregado ayer y poner a cada uno como ejemplo del coraje que necesitamos hoy, se dedicó a insuflar moral: "Trabajemos unidos para estabilizar y sanear, cuanto antes, el sistema financiero internacional. Busquemos entre todos encauzar correctamente la presión del desarrollo humano sobre el medio ambiente en nuestro planeta. Hagamos frente solidariamente a los desastres naturales y a las grandes emergencias. Unamos nuestros esfuerzos para luchar con eficacia y mediante los instrumentos del Estados de Derecho contra el terrorismo y todas las formas de crimen organizado", dijo, y añadió: "Estas realidades globales afectan a aspectos esenciales de nuestra existencia y condicionan nuestra libertad, progreso o bienestar". Ante ellas, necesitamos respuestas colectivas. Respuestas que, según él, "no se han abordado con la necesaria convicción, celeridad y contundencia".





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Felipe de Borbón, príncipe de Asturias




"Todos somos extranjeros", por Tzvetan Todorov

[...] Los extranjeros tienen el deber de someterse a las leyes del país en el que viven, aunque no participen en la gestión del mismo. Las leyes, por otra parte, no lo dicen todo: en el marco que definen, caben los miles de actos y gestos cotidianos que determinan el sabor que va a tener la existencia. Los habitantes de un país siempre tratarán a sus allegados con más atención y amor que a los desconocidos. Sin embargo, estos no dejan de ser hombres y mujeres como los demás. Les alientan las mismas ambiciones y padecen las mismas carencias; sólo que, en mayor medida que los primeros, son presa del desamparo y nos lanzan llamadas de auxilio. Esto nos atañe a todos, porque el extranjero no sólo es el otro, nosotros mismos lo fuimos o lo seremos, ayer o mañana, al albur de un destino incierto: cada uno de nosotros es un extranjero en potencia.
Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilización. Los bárbaros son los que consideran que los otros, porque no se parecen a ellos, pertenecen a una humanidad inferior y merecen ser tratados con desprecio o condescendencia. Ser civilizado no significa haber cursado estudios superiores o haber leído muchos libros, o poseer una gran sabiduría: todos sabemos que ciertos individuos de esas características fueron capaces de cometer actos de absoluta perfecta barbarie. Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y mirarnos a nosotros mismos como desde fuera.





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El profesor Tzvetan Todorov




"Cuando hablamos cambiamos el mundo", por Ingrid Betancourt

[...] El año pasado, en esta misma ceremonia, se oyeron las voces de las víctimas del Holocausto. Quienes estaban aquí, asistieron al doloroso cuestionamiento que ellos les hacían a sus propios vecinos, aquéllos que los miraron en silencio partir hacia el infierno y que no hicieron nada.

¿Qué hubiéramos hecho nosotros? ¿Hubiésemos hecho como la mayoría, tratando de encontrar justificaciones a la infamia, para poder dormir en la tranquilidad de nuestra indiferencia? Todos queremos pensar que no. Todos quisiéramos vernos retratados del lado de los héroes anónimos que se jugaron la vida por salvar la de ese hombre, la de ese niño que sufrió.

La vida nos ha traído a la consciencia la realidad amarga de los que están presos de esa misma infamia en las selvas de Colombia, de esa misma locura revestida de otro uniforme, pero habitada de la misma crueldad. Hoy no podemos ignorar su situación y la de cientos de seres humanos que padecen la arbitrariedad de la intolerancia política, religiosa o cultural en cualquier lugar del mundo. En esta aldea global que es el mundo de hoy, todos somos vecinos. A diario podemos extender la mano y no lo hacemos.

Quiero contarles de esos vecinos míos, que nunca nos conocieron, pero que se movilizaron en el mundo entero para exigir nuestra liberación. Personas que podían quedarse en sus casas encerradas en sus propias preocupaciones, personas que no tenían, salvo su voz, ningún medio para ayudarnos. Ellos no tenían fortunas, ni tampoco poder, y mucho menos influencia. Sólo tenían el insoportable peso de dolor nuestro.

Estos vecinos nuestros rompieron el círculo vicioso de la indiferencia, y se pararon en la misma acera de los pocos, que hace años, no aceptaron el Holocausto. Lo que vino después, ya el mundo lo conoce: una red de seres humanos encontrándose en su barrio, su ciudad, su país, uniéndose con marchas, camisetas y banderines para salvarnos del olvido. [...]

Es claro que nuestro mundo debe cambiar y que cada uno de nosotros debe romper la maldición de su propia indiferencia. Esa transformación que nos urge, en momentos en que los rascacielos de las finanzas del mundo parecen desplomarse sobre nosotros, cuando las fragilidades de nuestra civilización se manifiestan con mayor claridad, esa transformación, que sentimos imprescindible, comienza en lo profundo de cada corazón.

Porque lo que se está cayendo es un mundo construido sobre la irresponsabilidad y el egoísmo. ¿Cómo pensamos salvar el planeta del calentamiento climático si no aceptamos consumir de manera diferente, y por lo tanto, si no aceptamos cambiar nuestros hábitos y nuestros placeres?

¿Cómo creemos que podremos sobrevivir a las mareas humanas de los que migran hacia Europa o Estados Unidos, si no aceptamos reconocerles el derecho a desear lo que nosotros deseamos? [...]

Tengo la profunda convicción que cuando hablamos, estamos cambiando el mundo. Las grandes transformaciones de nuestra historia siempre fueron anunciadas antes. Así llegó el hombre a la Luna, así se cayó el muro de Berlín, así se acabó el apartheid. Así tiene que desaparecer el terrorismo. [...]

Las guerrillas de Colombia deben oír desde aquí las voces de quienes reclamamos la Libertad de todos los colombianos. En este llamado se resumen las grandes reivindicaciones de la humanidad. Nadie puede sacrificar a un ser humano en el altar de su ideología, de su religión o de su cultura. Si las FARC no quieren ser consideradas como terroristas por el resto del mundo, tienen que rectificar su acción, repudiando el secuestro para siempre. La deshumanización de sus tropas, necesaria para poder mantener seres humanos encadenados durante largos años, es una responsabilidad que recae sobre sus comandantes. Los miembros del secretariado saben que el mundo los señala con severidad.

Desde Asturias, hacemos un desgarrador llamado a nuestros pueblos hermanos, en toda América Latina, para que impidan que el secuestro se generalice en nuestro continente. (El País, 25/10/08)





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La política Ingrid Betancourt





jueves, 23 de octubre de 2008

*Antipatriotismo antropológico

Desconfio, por decirlo suavemente, de todos aquellos que hablan de Dios o la Patria en primera persona y poniéndolos siempre por delante como justificación de sus acciones. Me dan miedo. Y me repelen.

Desde luego mi antipatriotismo no llega a los límites de exacerbación que refleja el escritor y académico Javier Marías en su artículo del pasado domingo en El País Semanal, titulado "Cómo se llamará esta afección". Me ha parecido excesivo; desgarrador en todo caso. Aunque comparto con él ese sentimiento de "patriotismo negativo" al que alude en su texto: aquel que nos hace avergonzarnos de muchos de nuestros compatriotas y de muchas de las cosas que se han hecho y dejado de hacer en nombre de la patria.

Leyéndolo he recordado un libro del también escritor e ilustre filósofo, Fernando Savater, que me impresionó sobremanera cuando lo leí, por su atrevimiento y la dureza de sus planteamientos contra el propio concepto de nación. Se titulaba "Contra las patrias" (Tusquets, Barcelona, 1987), y no se si don Fernando seguirá sosteniendo lo que en el decía contra "todas" las patrias".

También ignoro si Javier Marías ha leído la reciente biografía de la teórica de la política norteamericana de origen judeo-alemán, Hannah Arendt , escrita por la periodista y escritora francesa Laure Adler ("Hannah Arendt". Destino, Barcelona, 2006). Pero tengo la sospecha de que sí. Al menos si nos llevamos de la sorprendente coincidencia, casi literal, entre lo que escribe Marías sobre el "amor patrio" y lo que pone Laure Adler en boca de su biografiada, sobre ese mismo concepto de amor a la patria, o al pueblo...

Dice Marías: "Siempre me ha costado mucho entender el patriotismo. Las proclamas del tipo "Amo España" (o Inglaterra, Escocia, Italia, Cataluña o Galicia, lo mismo da) me han sonado falsas y huecas, además de inverosímiles, porque nadie está capacitado para "amar" así, en bloque, un país entero, menos aún una metáfora o un concepto. Uno ama, como mucho, a unas cuantas personas a lo largo de su vida, sin que nos importen su lugar de nacimiento ni la lengua que hablen."

Y esto es lo que dice Hannah Arendt (pág. 426, Laure Adler) cuando la reprochan que no muestre su apoyo a Israel cueste lo que cueste: "Tiene usted toda la razón: no me anima ningún amor de esa clase, y eso por dos motivos: jamás en toda mi vida he amado a ningún pueblo, a ninguna colectividad; ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera, ni nada de todo eso. Yo amo únicamente a mis amigos y la sola clase de amor que conozco y en la que creo es en el amor por las personas."

¿Plagio inocente e inadvertido? Es lo más posible. No me preocupa. Como Marías, yo también me pregunto como se llamará "esa afección que nos hace incapaces de enorgullecernos junto a la capacidad de avergonzarnos por lo ajeno vecino". En todo caso, como él, estoy seguro de que no somos los únicos españoles que la padecemos.

Mi paisano Nicolás Estébanez, (1838-1914), militar y político de prestigio, y sobre todo poeta, escribió un hermosísimo poema sobre el mito de la patria, que el gran don Miguel de Unámuno, censuró con sorna. Se titula "La sombra del almendro". Les dejo con él. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)




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Almendros en Gran Canaria




LA SOMBRA DEL ALMENDRO
(Nicolás Estébanez)


La patria es una roca,
la patria es una fuente,
la patria es una senda y una choza.

Mi patria no es el mundo;
mi patria no es Europa;
mi patria es de un almendro
la dulce, fresca, inolvidable sombra.

A veces por el mundo
con mi dolor a solas
recuerdo de mi patria
las rosadas, espléndidas auroras.

A veces con delicia
mi corazón evoca,
mi almendro de la infancia,
de mi patria las peñas y las rocas.

Y olvido muchas veces
del mundo las zozobras,
pensando de las islas
en los montes, las playas y las olas.

A mi no me entusiasman
ridículas uotpías,
ni hazañas infecundas
de la razón afrenta, y de la Historia.

Ni en los Estados pienso
que duran breves horas,
cual duran en la vida
de los mortales las mezquinas obras.

A mi no me conmueven
inútiles memorias,
de pueblos que pasaron
en épocas sangrientas y remotas.

La sangre de mis venas,
a mi no se me importa
que venga del Egipto
o de las razas céltica y godas.

Mi espíritu es isleño
como las patrias rocas,
y vivirá cual ella
hasta que el mar inunde aquellas costas.

La patria es una fuente,
la patria es una roca,
la patria es una cumbre,
la patria es una senda y una choza.

La patria es el espíritu,
la patria es la memoria,
la patria es una cuna,
la patria es una ermita y una fosa.

Mi espíritu es isleño
como las patrias costas,
donde la mar se estrella
en espumas rompiéndose y en notas.

Mi patria es una isla,
mi patria es una roca,
mi espíritu es isleño
como los riscos donde vi la aurora...





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El Roque Nublo (Gran Canaria). El Teide (Tenerife) al fondo




"Cómo se llamará esta afección", por Javier Marías

Siempre me ha costado mucho entender el patriotismo. Las proclamas del tipo "Amo España" (o Inglaterra, Escocia, Italia, Cataluña o Galicia, lo mismo da) me han sonado falsas y huecas, además de inverosímiles, porque nadie está capacitado para "amar" así, en bloque, un país entero, menos aún una metáfora o un concepto. Uno ama, como mucho, a unas cuantas personas a lo largo de su vida, sin que nos importen su lugar de nacimiento ni la lengua que hablen. Casi siempre se pertenece a un sitio por accidente. A ese sitio nos acostumbramos, sí, y durante un tiempo es nuestro único mundo. En él desarrollamos nuestros primeros afectos: creamos vínculos fuertes con algunas personas y paisajes, adquirimos hábitos que nos son gratos y que hasta pueden llegar a sernos indispensables. Por lo general nos sentimos cómodos, y bastaría con que nos viéramos condenados al exilio -como ha sucedido a tantos españoles a lo largo de la historia- para que echáramos desmedidamente en falta esos paisajes y esos hábitos. La mayoría de la gente vive donde vive porque se encontró allí al nacer y se incorporó a lo que ya estaba en marcha. Se instaló naturalmente y ya no se plantea moverse, a no ser que sienta un profundo descontento o aburrimiento, o sea inquieta y quiera hacer lo que antes se llamaba "conocer mundo", o vea que su lugar no es el adecuado para abrirse camino en su profesión. Pero todo es principalmente una cuestión de costumbre, y el amor tiene poco que ver en ello.

Esto es normal y comprensible, y lo es también la probable simpatía hacia un lugar que uno conoce bien y que, a diferencia de la mayoría, no equivale a un mero nombre o a una visita de pocos días. Conoce a sus habitantes o a una parte de ellos, y si el equipo de fútbol de la ciudad gana un partido, se alegra porque piensa que esos habitantes estarán contentos. Uno tiende a compartir las alegrías y penas de quienes le son cercanos. Pero también en la cercanía suele estar lo que uno más detesta, lo que le hace sufrir y la vida imposible. No hay odio mayor que el que tiene destinatario concreto, visible. Como sabemos allí donde se han padecido guerras civiles, es infinitamente más fiero y genuino el odio que se profesa a un individuo al que se ve a diario que el que se nos inculca hacia "los franceses" o "los americanos". Éstos son postizos, abstractos, impostados. Lo mismo sucede con esa clase de amores, y por eso quienes declaran "amar España" no dirían nunca que "aman a los españoles", que sería más propio. Es más, jamás he oído a un español decir semejante cosa, ni a un catalán otro tanto de los catalanes, ni a un vasco de los vascos, porque a la vuelta de la esquina se encontrarían con un ejemplo de lo contrario: "Qué mal me cae ese tipo", "A esa tía es que no la puedo ni ver".

También me resulta difícil enorgullecerme de mi tierra porque alguno de mis paisanos descuelle en algo. Si Nadal, Alonso o cualquier deportista español gana un trofeo, no logro sentir que eso me haga mejor en ningún aspecto: no he tenido en ello arte ni parte, y me parecería ridículo -además de demente- exclamar "Somos los mejores en tenis o en automovilismo" cuando jamás he sostenido una raqueta ni un volante. Y aunque sí lo hubiera hecho, no vería qué relación tenía eso con la habilidad o la pericia de unos jóvenes que no me han sido presentados. Si un cineasta español gana un Oscar, o un escritor el Nobel, no me puedo sentir en modo alguno partícipe de su reconocimiento particular, ni siquiera con el de mi gremio, y nada me resulta más patético que los periodistas que dicen "Éste es un triunfo para España", o los galardonados que sueltan "En mí se ha querido distinguir a toda la literatura española". ¿Cómo se me iba a distinguir a mí, por ejemplo, cuando se premió a Cela en Estocolmo, si considero su literatura rancia y de fogueo y estábamos en las antípodas?

Sólo comprendo el patriotismo, extrañamente, por la vía negativa, es decir, hay personas y cosas con las que nada tengo que ver y que sin embargo, por ser de mi país, me avergüenzan y logran contaminarme. Los méritos de otros no me contagian ni me ennoblecen, y en cambio las ignominias sí me alcanzan. Hay individuos y hechos con los que por nada del mundo querría que se me asociara. Me avergüenza que mi región la gobierne alguien tan bruto como Esperanza Aguirre, que se gasta millón y medio de euros nuestros en una fiesta cutre suya y destruye el sistema sanitario. Me avergüenza que tengan poder decisorio Ibarretxe y Carod-Rovira, en el País Vasco y Cataluña, respectivamente. Que haya en Valencia un sujeto y Presidente llamado Camps que obliga -imbecilidad suprema- a que en sus escuelas se imparta una clase en supuesto inglés, con traductor a esa lengua incluido, para que ningún chaval entienda nada. Que a Zapatero le entre el pánico cada vez que ve a un obispo y para calmarse lo forre a billetes a cargo del contribuyente. Que nuestro poder judicial conozca sólo el chalaneo. O que las calles de mi país estén llenas de vociferantes unga-ungas que sirven de pretexto para la "protección de los grandes simios" decretada por nuestros congresistas. Me pregunto cómo se llamará esta afección: la incapacidad de enorgullecerse junto a la capacidad de avergonzarse por lo ajeno vecino. No es que me consuele, pero estoy segurísimo de no ser el único español que lo padece. (El País Semanal, 19/10/08)





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El escritor Javier Marías




lunes, 20 de octubre de 2008

Un cierto cansancio...

Los amables lectores de este blog tienen que haber percibido un cierto cansancio, agotamiento de ideas, reiteración de temas, repeticiones involuntarias... De treinta y una entradas en mayo he pasado a sólo cinco en este mes... Es cierto, estoy bastante cansado... Son veintiseis meses seguidos rellenando líneas en el procesador de textos, apostillando con mejor o peor arte y fortuna comentarios y visiones del mundo y de su acontecer desde la atalaya de esta pequeña islita en medio del Atlántico, a tres grados del Trópico de Cáncer....

Pero de vez en cuando se produce una convergencia de noticias y sucesos que me animan a ponerme ante la pantalla de mi portátil dejando de lado ese cierto cansancio del que hablaba al comienzo. Vamos con ellas.

Hoy publica en El País el escritor y diplomático José María Ridao un brillante artículo, "El silencio de Azaña", glosando las emotivas palabras que el presidente de la República española, Manuel Azaña, pronunciara en Barcelona en plena guerra civil pidiendo a los españoles "paz, piedad, perdón". Pero no pudo ser: fue su último mensaje a un pueblo en plena vorágine fratricida. Y se pregunta Ridao, con cierta angustia, que fue lo que el presidente de la República quiso decir a los españoles con su invocación, y si la invocación al "perdón" no pretendía hacer justicia a las víctimas inocentes de los desmanes de los tribunales populares republicanos. Ahora que unos hablan de "revancha" y otros de "procesos inquisitoriales" a cuenta de la Memoria Histórica, pienso que conviene mirar lo que está ocurriendo como simple afán de hacer justicia y no venganza. Y el emotivo artículo de Ridao creo que pone perspectiva y mesura en su tratamiento.

Unos días antes el filósofo y profesor de la Universidad de Zaragoza, Daniel Innerarity, trataba también en El País, con el título de "El retorno de la incertidumbre", y desde un punto de vista más filosófico que político o económico, la crisis financiera internacional que nos asola. Dice Innerarity que mientras estuvo vigente el modelo de la certeza, el mundo estaba configurado por decisiones soberanas que se adoptaban sobre la base de un saber asegurado. Que ahora nos toca acostumbrarnos a la inestabilidad y la incertidumbre, tanto en lo que hace referencia a las predicciones de los economistas, el comportamiento del mercado o el ejercicio de los liderazgos políticos. Nuestro principal desafío, dice, es la gobernanza del riesgo, que no es la renuncia a regularlo ni la ilusión de que pudiéramos eliminarlo completamente, y se pregunta si los gobiernos del mundo podrán decidir bajo condiciones de incertidumbre, incertidumbre que ha venido para quedarse y para convertirse en regla y no excepción... ¿Sabrán hacerlo? Esperemos que sí.

Sobre la curia episcopal española también habría que hablar largo y tendido. Desde luego, la palabra perdón no la pronuncian con excesiva frecuencia. Más bien todo lo contrario: se pasan el día largando andanadas y condenando al fuego eterno a quienes no comulgan con sus doctrinas. Afortunadamente, ese fuego ya no quema, pero no deja de ser molesta tanta desfachatez. No es extraño que de vez en cuando salga alguien con autoridad moral suficiente que les responde con claridad y pone las cosas en su sitio. Es el caso del editor romano y profesor de filosofía Paolo Flores D'Arcais, que en un artículo titulado "A Su Eminencia el cardenal Rouco Varela", el pasado día 18 le rebatía a monseñor Rouco en El País unas declaraciones suyas ante el Sínodo de los Obispos reunido en Roma, en las que ha vuelto a acusar al laicismo de querer hacer realidad la dictadura del relativismo ético, a cuenta de propuestas como la regulación de la eutanasia. Lo irónico de todo este asunto, dice Flores D'Arcais, es que se hable de un Dios que es amor para obligar a los condenados a muerte por una enfermedad terminal a sufrir horas, días, semanas e incluso meses una tortura a la que su libertad desearía poner fin. Es un amor verdaderamente extraño éste que se atribuye a Dios, concluye en su artículo, si no fuera porque, al atribuir a Dios una crueldad semejante, demuestran ser los herederos -claramente no arrepentidos-, no de Francisco de Asís, sino del inquisidor Torquemada. ¿Pedirá alguna vez la Iglesia paz, piedad y perdón, como Manuel Azaña, por los sufrimientos que ha infligido a tantos inocentes durante dos mil años de existencia? Tengo mis dudas... Sean felices a pesar de todo. Tamaragua... (HArendt)



















HArendt y su mujer (P.N. de Las Cañadas, Tenerife, Islas Canarias)




"El silencio de Azaña", por José María Ridao

Después de pronunciar el famoso discurso de 1938 en el Ayuntamiento de Barcelona que concluía con "paz, piedad, perdón", Manuel Azaña, uno de los más extraordinarios oradores del siglo XX, no volvió a tomar en público la palabra. Este obstinado silencio de quien seguía siendo el presidente de la República española, de quien, pese al conflicto, seguía encarnando la legalidad en un país desgarrado por la guerra fratricida en la que había desembocado una asonada militar, primero fracasada y, luego, instrumentalizada por las potencias totalitarias del momento, ha sido objeto de no pocas interpretaciones, casi siempre desfavorables al político y al intelectual que inspiró gran parte de las instituciones de uno de los pocos regímenes democráticos con los que ha contado España. Se le acusó de cobardía, de no haber estado a la altura de lo que exigía su cargo, de no haber comprendido las corrientes de fondo que sacudieron una época y que, según se decía entonces, exigían un apoyo sin reservas al pueblo que había decidido hacer frente a los militares sublevados con las armas en la mano.

Que el presidente de una República agredida por su Ejército y por las tropas enviadas por Hitler y Mussolini -Azaña solía referirse a la guerra como invasión extranjera- hablara de paz y de piedad tenía sentido. ¿Pero cómo entender que, además, hablara de perdón? ¿De quién hacia quién? ¿Era la República la que se lo concedía a los rebeldes y a los españoles que simpatizaban con ellos o, por el contrario, era a algunos de éstos, a los españoles condenados a muerte por tribunales populares sin ninguna legitimidad o directamente asesinados en los paseos, a quienes Azaña y, a través de Azaña, la República les pedía perdón? ¿O se refería Azaña a ambas cosas, en la confianza de que, en el fondo, esta iniciativa acabaría por poner las cosas en su sitio, haciendo que cada asesino tuviera que enfrentarse a la responsabilidad del concreto asesinato que hubiera cometido y decidir si aceptaba o no la desesperada salida política y moral que le ofrecía el presidente de la República?

Los militares rebeldes y sus panegiristas difundieron desde el primer momento la consigna de que la República y la revolución eran lo mismo, tratando de encontrar así, por la vía de la mentira y la fabulación interesada, una justificación a una decisión como la suya, que no tenía ninguna. De ahí la insistencia de Azaña y de tantos otros dirigentes republicanos en separar la República de la revolución, de ahí sus desesperados intentos de que la República evitase con la ley en la mano los desmanes que la revolución cometía con las armas en la suya. Y de ahí, también, la desolada constatación de Azaña: las fuerzas que la República necesitaba para sofocar la revolución, escribió, se han levantado contra la República, dejándola por dos veces indefensa.

Pero es probable que su desesperación hubiera sido más profunda de haber tenido tiempo de saber que, no sólo los militares rebeldes y sus panegiristas, sino también los dirigentes que apoyaron los tribunales populares y los paseos, acabaron defendiendo que República y revolución eran lo mismo. La justificación que buscaban era simétrica a la de los golpistas, pero, en cualquier caso, otra justificación para lo injustificable: esos dirigentes de la revolución se escondieron detrás de la República para poder decir que habían luchado por una causa incontestable, la de un régimen democrático agredido; en realidad, lucharon por otras causas, con las que el paso del tiempo ha sido despiadado.

El resultado fue un país sembrado de cadáveres, en el que, además, acabaron compartiendo sepultura españoles que, en vida, tuvieron un comportamiento ejemplar y españoles que, antes de ser asesinados, persiguieron, denunciaron o, incluso, dieron muerte a otros compatriotas. Los vencedores decidieron al término de la Guerra Civil honrar a sus muertos declarándolos "caídos por Dios y por España", aun sabiendo, como sabían, que lo único que de verdad les unía era haber muerto a manos de la revolución, no necesariamente su fe en Dios ni su idea de España. Y, cuando su triunfo era absoluto, cometieron la vileza de seguir matando y enterrando en la misma sepultura a españoles que tuvieron una vida ejemplar y a españoles que, antes de enfrentarse a un pelotón de fusilamiento, ellos mismos habían formado parte de otros. La idea de tratarlos como "caídos por la libertad y la democracia" fue posterior, y no se ajusta a la realidad más que el eslogan del franquismo, sin que eso impida repudiar la forma execrable en la que todos fueron asesinados.

El silencio de Azaña trató de interpelar sin resultado a sus compatriotas de entonces, seguramente recordando con melancolía su deseo de que alguna vez sonara la hora de que los españoles dejaran de fusilarse unos a otros. Tal vez ese silencio interpela ahora a los ciudadanos de un régimen democrático, de un régimen sometido a la ley, y es a ellos a quienes corresponde desentrañar su sentido. (El País, 20/10/08)




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Peridis (El País, 20/10/08)




"El retorno de la incertidumbre", por Daniel Innerarity

Anda ahora casi todo el mundo, con motivo de la crisis financiera, celebrando que tenía razón, pero muy pocos advierten que lo que se ha acabado es precisamente eso: el arte de tener siempre razón. Si estuviéramos ante el final del neoliberalismo y el retorno de las certezas socialdemócratas, tal vez nos sintiéramos más aliviados pero no habríamos entendido que lo que se acaba es otra cosa: una determinada concepción de nuestro saber acerca de la realidad social y de nuestra capacidad de decidir sobre ella. La vieja alianza del saber y el poder debe replantearse de nuevo en la era de la incertidumbre reconocida y gestionada. Seguiremos sabiendo muchas cosas y nos gobernaremos mejor, pero ambas cosas sólo serán posibles si hacemos una buena política, democráticamente legitimada, a partir de nuestro desconocimiento.

Mientras estuvo vigente el modelo de la certeza, el mundo estaba configurado por decisiones soberanas que se adoptaban sobre la base de un saber asegurado. Ahora nos toca acostumbrarnos a la inestabilidad y la incertidumbre, tanto en lo que hace referencia a las predicciones de los economistas, el comportamiento del mercado o el ejercicio de los liderazgos políticos. Nuestro principal desafío es la gobernanza del riesgo, que no es la renuncia a regularlo ni la ilusión de que pudiéramos eliminarlo completamente.

La sociedad del conocimiento ha efectuado una radical transformación de la idea de saber, hasta el punto de que cabría denominarla con propiedad la sociedad del desconocimiento, es decir, una sociedad que es cada vez más consciente de su no-saber y que progresa, más que aumentando sus conocimientos, aprendiendo a gestionar el desconocimiento en sus diversas manifestaciones: inseguridad, verosimilitud, riesgo e incertidumbre. Hay incertidumbre en cuanto a los riesgos y las consecuencias de nuestras decisiones, pero también una incertidumbre normativa y de legitimidad. Aparecen nuevas y diversas formas de ignorancia que no tienen que ver con lo todavía no conocido sino también con lo que no puede conocerse. No es verdad que para cada problema que surja estemos en condiciones de generar el saber correspondiente. Muchas veces el saber de qué se dispone tiene una mínima parte apoyada en hechos seguros y otra en hipótesis, presentimientos o indicios.

Este retorno de la inseguridad no significa que las sociedades contemporáneas dependan menos de la ciencia, sino todo lo contrario. Lo que ocurre es que han cambiado los problemas y, por tanto, el tipo de saber que se requiere. En muchos ámbitos -como, por ejemplo, la regulación de los mercados o el cambio climático- ha de recurrirse a teorías que manejan modelos de verosimilitud pero ninguna previsión exacta en el largo plazo. En las más graves cuestiones nos enfrentamos a riesgos en relación con los cuales la ciencia no proporciona ninguna fórmula de solución segura. La ciencia no está en condiciones de liberar a la política de la responsabilidad de tener que decidir bajo condiciones de inseguridad. Probablemente lo que está detrás de la erosión de la autoridad de los Estados y la crisis de la política sea este proceso de fragilización y pluralización del saber, y no conseguiremos recuperar su capacidad configuradora mientras no acertemos a articular nuevamente el poder con las nuevas formas de saber.

El modelo de saber que hasta ahora hemos manejado era ingenuamente acumulativo; se suponía que el nuevo saber se añade al anterior sin problematizarlo, haciendo así que retroceda progresivamente el espacio de lo desconocido y aumentando la calculabilidad del mundo. Pero esto ya no es así. De manera que este no-saber no es un problema de falta provisional de información, sino que, con el avance del conocimiento y precisamente en virtud de ese crecimiento aumenta de manera más que proporcional el no-saber (acerca de las consecuencias, alcances, límites y fiabilidad del saber). Si en otras épocas los métodos dominantes para combatir la ignorancia consistían en eliminarla, los planteamientos actuales asumen que hay una dimensión irreductible en la ignorancia, por lo que debemos entenderla, tolerarla e incluso servirnos de ella y considerarla un recurso. La sociedad del conocimiento se puede caracterizar precisamente como una sociedad que ha de aprender a gestionar ese desconocimiento

Éste es el verdadero terreno de batalla social: quién sabe y quién no, cómo se reconoce o impugna el saber y el no saber. Si nos fijamos bien, de hecho, las confrontaciones políticas más importantes son valoraciones distintas del no-saber o de la inseguridad del saber: en la sociedad compiten diferentes valoraciones del miedo, la esperanza, la ilusión, las expectativas, la confianza, las crisis (¿es esto realmente una crisis?, nos preguntábamos hace muy poco), que no tienen un correlato objetivo indiscutible. Como efecto de esta polémica, se focalizan aquellas dimensiones de no-saber que acompaña al desarrollo de la ciencia: sobre sus consecuencias desconocidas, las cuestiones que deja sin resolver, sobre las limitaciones de su ámbito de validez...

Esa "politización del no-saber" se hizo patente, por ejemplo, en el marco de las controversias acerca de la política tecnológica a partir de los años 70. No es sólo que cada vez hubiera más conciencia de esa relevancia de lo desconocido, sino que esa percepción y su valoración correspondiente cada vez eran más dispares. Lo que para unos era fundamentalmente motivo de temor, despertaba en otros unas expectativas prometedoras. Los miedos y las inquietudes presentes en buena parte de la opinión pública no son plenamente infundados, como acostumbran a suponer los defensores de una tecnología de riesgo cero. Tras el rechazo social de algunas opciones técnicas hay con frecuencia una percepción de determinadas ignorancias o incertidumbres que la ciencia y la técnica deberían reconocer. En éste y en otros conflictos similares lo que chocan son percepciones divergentes e incluso enfrentadas del no-saber.

A partir de ahora nuestros grandes dilemas van a girar en torno a cómo decidir bajo condiciones de incertidumbre. ¿Qué ignorancia hemos de considerar como relevante y cuánta podemos no atender como inofensiva? ¿Qué equilibrio entre control y azar es tolerable desde el punto de vista de la responsabilidad? Lo que no se sabe, ¿es una carta libre para actuar o, por el contrario, una advertencia de que deben tomarse las máximas precauciones?

La decepción de los políticos de que no les proporcionan consejos claros y seguros se corresponde con la decepción de los científicos de que frecuentemente su consejo no es escuchado. El gran dilema de las actuales democracias estriba en que han de adoptar las decisiones teniendo en cuenta el saber científico disponible y, al mismo tiempo, esas decisiones tienen que estar legitimadas democráticamente. Y para enfrentarse correctamente a ese dilema lo primero que han de saber es que se trata de dos cuestiones distintas. Pese a todas las esperanzas de que el asesoramiento científico alivie el peso de la responsabilidad política, la ciencia sigue siendo ciencia y la política, política.

En todo caso, cuando se trata de pensar las relaciones entre saber y poder, conviene tener en cuenta que ni uno sabe tanto ni otro puede tanto. Ambos pueden consolarse mutuamente de haber perdido sus antiguos privilegios y compartir la misma incertidumbre, bajo la forma de perplejidad teórica en un caso y como vértigo ante la contingencia de la decisión en otro. ¿Qué privilegio ha perdido el poder? La prerrogativa de no tener que aprender y dedicarse simplemente a mandar. ¿Y cuál es el que ha perdido el saber? Pues ha perdido aquella seguridad y evidencia que le permitía prescindir de toda exigencia de legitimación; ahora es más visible su inexactitud social. De ahí que el problema ya no sea cómo compaginar un saber seguro con un poder soberano, sino cómo articularlos para compensar las debilidades de uno y de otro en orden a combatir juntos la creciente complejidad del mundo. (El País, 07/10/08)





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Erlich (El País, 20/10/08)




"A Su Eminencia el cardenal Rouco Varela", por Paolo Flores D'Arcais

El cardenal Antonio María Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal Española, en sus palabras ante el Sínodo Mundial de los Obispos, ha vuelto a acusar al laicismo de querer hacer realidad "la dictadura del relativismo ético". El aspecto más grave de esta verdadera dictadura laicista sería, en palabras suyas, el "tratamiento legal dado al derecho a la vida, como si el Estado pudiera disponer ilimitadamente de él".

Evidentemente, a Su Eminencia se le escapa que sólo se puede hablar de dictadura cuando a los ciudadanos se les obliga a aceptar, contra su voluntad, las decisiones de un poder autoritario. Por ejemplo, si un Estado obligase a todas las mujeres, independientemente de su voluntad, a abortar siempre que ya tengan un hijo, sería (incluso si estuviera justificado por motivos gravísimos de explosión demográfica) un caso de dictadura, aunque el Estado en cuestión fuera democrático. Ahora bien, el famoso relativismo laicista no pretende jamás obligar a nadie. Al contrario, en los lugares en los que, hasta ahora, ha logrado prevalecer, ese relativismo -que es lo mismo que el carácter pluralista de una sociedad abierta- ha permitido que cada mujer escoja con libertad si quiere llevar a término su embarazo o no. Lo cual es todo lo contrario de una obligación impuesta y sancionada por el Estado.

El derecho del Estado "a disponer ilimitadamente de la vida" se hace realidad, en todo caso, en otras ocasiones: en la guerra, cuando hay un servicio militar obligatorio, en la pena de muerte o, peor aún, en la legalización de la tortura a los detenidos. Pero Su Eminencia Rouco Varela sabe a la perfección que la Iglesia católica no ha condenado hasta hace muy pocos años, y con una formulación ambigua, la pena de muerte (que estuvo en vigor en la Ciudad del Vaticano hasta 1969), y también sabe que la introducción del derecho a la objeción de conciencia para no hacer el servicio militar es, precisamente, una de las grandes batallas laicas en las que la Iglesia católica NO ha participado.

La amenaza totalitaria se hace realidad tan sólo cuando una institución pretende decidir en lugar del ciudadano cómo debe ser su vida. Porque, ¿quién puede disponer sobre la vida salvo quien la vive? Entre dos seres humanos, tú y yo, ¿qué aberración justifica que yo pueda decidir sobre tu vida? Y lo de menos es que ese yo que pretende decidir de forma totalitaria tu vida sea un individuo, sea el Estado o sea la Iglesia.

Confío en que Su Eminencia el cardenal Antonio María Rouco Varela no responda que el que dispone sobre mi vida, como de la vida de cualquiera, no es quien la vive sino Dios. Porque Dios no habla, sino que son siempre seres humanos los que hablan en su nombre (cosa que, aparte de todo, es una forma de delirio de omnipotencia).

En segundo lugar, porque Dios existe para unos pero no para otros, y todos son ciudadanos, por lo que Dios, en una democracia, no puede convertirse en argumento, ya que ello discriminaría manifiestamente a los no creyentes.

En tercer lugar, porque cada uno tiene su propio Dios, que impone distintos derechos y obligaciones (el dios judío otorga el derecho al divorcio, el dios cristiano ordena el matrimonio indisoluble, el dios islámico da derecho a tener cuatro esposas... Y, sobre asuntos como el aborto y la eutanasia, cada una de las iglesias tiene un punto de vista diferente).

Y, por último, porque la vida es un regalo, y un regalo se puede rechazar; si no, se llama condena.

En resumen, el derecho de cada uno a decidir sobre su propia vida (hasta la eutanasia) es un derecho primordial e inalienable que constituye la base de todos los demás.

Su Eminencia está a favor de "un diálogo sincero entre fe y razón" que "haga presente en la vida pública la verdad de Dios Creador y Redentor del hombre: del Dios que es amor". Pero esta verdad de fe no puede ser una verdad de razón, porque, de ser así, cada ateo sería un minus habens desde el punto de vista psíquico.

El diálogo sincero, por consiguiente, implica que la Iglesia del cardenal Antonio María Rouco Varela renuncie a forzar a quien no es creyente a aceptar decisiones sobre su vida, su nacimiento y su muerte, a través de la violencia que representa una imposición de Estado, que es lo que trata de hacer la Iglesia católica en España y en Italia, en Polonia y en Irlanda, y en cualquier lugar en el que se siente suficientemente fuerte.

Lo irónico es que se hable de "un Dios que es amor" para obligar a los condenados a muerte por una enfermedad terminal a sufrir horas, días, semanas e incluso meses una tortura a la que su libertad desearía poner fin. Es un amor verdaderamente extraño éste que se atribuye a Dios.

Si no fuera porque, al atribuir a Dios una crueldad semejante, demuestran ser los herederos -claramente no arrepentidos-, no de Francisco de Asís, sino del inquisidor Torquemada. (El País, 18/10/08)




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Romeu (El País, 03/10/08)





sábado, 11 de octubre de 2008

*Libros, lecturas, memoria...





Hace unos minutos que acabo de ver por televisión el último capítulo de la última temporada de la serie de televisión más premiada de la historia; sin duda, con todo merecimiento. Me estoy refiriendo, como es lógico y sabido, a "El Ala Oeste", la serie creada por Aaron Sorkin en 1999, que durante siete años consecutivos (hasta 2006) mantuvo en suspense a los telespectadores de medio mundo narrando los avatares del personal de la Casa Blanca al servicio del presidente Josiah Bartlet, (interpretado por Martin Sheen). Decir que me ha emocionado es poco decir; sencillamente, magnífica; lo mejor de lo mejor... No soy el primero, ni seguramente el último que lo dice, pero debería ser de "obligado visionado" en las Facultades de Ciencias Políticas. En fín, no se que voy a hacer ahora los sábados por la noche, momento en que la veía en soledad, cuando el resto de la familia dormía ya... Pura adicción... Casi mejor que el café...

En estos días he leído tres interesantes artículos sobre libros y lecturas... El más reciente, hoy mismo, en la revista Babelia, del premio nobel turco Orhan Pamuk ("La memoria de Pamuk"). Un recorrido sentimental, en primera persona, sobre su pasión por los libros desde su más temprana juventud, que, salvando las distancias, me ha resultado muy "familiar". Lo recomiendo sinceramente.

El segundo, es un reportaje firmado por el periodista Abel Grau ("Internet cambia la forma de leer... ¿y de pensar?"), publicado en El País de ayer, sobre la forma en que Internet está cambiando, a juicio de numerosos especialistas en comunicación, psicología y neurobiólogos, no sólo nuestra forma de leer, sino incluso nuestra forma de pensar, modificando los esquemas de funcionamiento del cerebro a la hora de procesar la información que recibe... ¿Ciencia ficción?, no lo se..., pero tengo que reconocer que no es lo mismo procesar la información obtenida a través de un libro determinado, la consulta de una bibliografía específica sobre un tema cualquiera en una biblioteca, la lectura detenida de un documento en un archivo, o lidiar con el caudal de información suministrada por la pantalla de un ordenador con solo teclear una determinada palabra en un buscador tipo como Google... ¿Verdad que no?... Muy interesante...

El último artículo que deseaba comentar apareció en El País Semanal del pasado dómingo, 5 de octubre ("Sepa de libros sin leer ni una línea"), escrito por Íker Seisdedos. Un jocoso comentario sobre un jocoso libro a punto de publicarse en España por Anagrama ("Cómo hablar de los libros que no se han leído") escrito por el psicoanalista y profesor de literatura de la Universidad de París, Pierre Bayard. ¿Cuántos de los libros que tienen en su casa han leído ustedes?, pocos, ¿verdad?... Lo mismo me pasa a mi... En el margen derecho de mi blog ("A tres grados del Trópico de Cáncer hay unas islas...") en el apartado "Algunos de mis autores y libros favoritos", hay una serie de autores y de libros (sólo uno de cada autor), citados por orden alfabético; no están todos los leídos, pero si están leídos todos los citados... A pesar de ello, reconozco que ya no puedo mantener el ritmo de épocas pasadas. Y confieso, con pudor, mi enorme deuda con la gran y buena literatura que no he leído... Ohran Pamuk, en su artículo citado, recordaba el orgullo con que su padre veía como se llevaba "sus" libros a "su" biblioteca en ciernes... Yo lo hice con la de mi padre, un gran lector también hasta su ancianidad. Y veo con orgullo (sólo hasta cierto punto) que mis hijas arramblen con los libros de "mi" modesta biblioteca familiar para incrementar las suyas, pero sobre todo espero, deseo y pido a Atenea, diosa pagana de la Sabiduría, que mis nietos aprendan pronto a leer para que descubran por sí mismos el mundo maravilloso que se esconde en los libros... Que así sea y así se cumpla... (HArendt)



"La memoria de Pamuk", por Ohran Pamuk

El núcleo de mi biblioteca lo forma la de mi padre. A los diecisiete o dieciocho años, cuando empecé a pasar la mayor parte de mi tiempo leyendo a solas, atacaba los libros del salón de mi padre tanto como las librerías de Estambul. Fue entonces cuando comencé a, si leía algo que me gustaba, llevármelo de la biblioteca de mi padre a la de mi cuarto y a colocarlo entre mis propios libros. Mi padre, feliz de que su hijo leyera, se alegraba de que añadiese a mi biblioteca algunos de sus libros y cuando veía en mis estantes alguno de sus antiguos volúmenes bromeaba conmigo diciendo: "Vaya, también este libro ha sido elevado a una alta categoría".

En 1970, a los dieciocho años y como todo turco aficionado a los libros, empecé a escribir poesía. Por un lado estudiaba arquitectura y notaba que iba perdiendo el placer que me proporcionaba la pintura, y por otro, a escondidas y fumando hasta altas horas de la noche, escribía poemas. Fue en esa época cuando me leí todos los libros de poesía turca de la biblioteca de mi padre, que en su juventud también quiso ser poeta.

Me gustaban los libros delgaditos y de tapas pálidas de los poetas que pasarían a la historia de la poesía turca con el nombre de Primeros Nuevos (de los años cuarenta y cincuenta) y Segundos Nuevos (de los sesenta y setenta) y al leerlos me gustaba estar escribiendo poesía como ellos. Parte de los Primeros Nuevos, que trajeron a la poesía turca la lengua del ciudadano de a pie y su sentido del humor e ignoraron el discurso formal de la lengua oficial de un mundo represivo y autoritario, por ejemplo, Orhan Veli, Melih Cevdet u Oktay Rifat, eran también conocidos, así como los primeros libros que publicaron, como el grupo de los "Raros". Mi padre a veces sacaba de su biblioteca las primeras ediciones de aquellos poetas y nos leía en voz alta y con un estilo que nos hacía sentir que la literatura era uno de los aspectos más maravillosos de la vida un par de poemas divertidos y bromistas que nos gustaban y nos divertían.

En cuanto a la poesía de los Segundos Nuevos, una continuación de aquella corriente renovadora, me emocionaba el hecho de que de ella surgiera una voz descriptiva y narrativa que alcanzaba una confusión a veces dadaísta o surrealista y a veces ornamental. Al leer a esos poetas, extrañamente en ocasiones tan incomprensibles y difíciles como emocionantes y ahora todos fallecidos (Cemal Süreya, Turgut Uyar, Ilhan Berk), me sentía como esos inocentes que al mirar un cuadro "abstracto" creen que también ellos podrían hacerlo. Como el pintor que al contemplar un buen cuadro, o un cuadro que cree haber entendido cómo se ha hecho, corre a su estudio con el deseo de pintar, me entraban ganas de escribir poesía y me sentaba a la mesa a hacerlo.

Como, exceptuando a estos autores, la poesía turca está muy alejada de la lengua cotidiana y es muy artificial, me interesaba más que como poesía, aparte de algunos poemas y versos excepcionales y sumamente hermosos, como cuestión intelectual. ¿Qué protegería el poeta local de esa tradición que iba desapareciendo bajo el aplastante peso de la occidentalización, la modernidad y Europa, y cómo lo haría? ¿Cómo se podían adaptar a los juegos literarios y a una poesía moderna las bellezas de la poesía del Diván, que las elites otomanas habían creado bajo la influencia persa y que las nuevas generaciones sólo podían entender gracias a diccionarios y guías? Estas preguntas, expresadas de una forma muy general con la locución "aprovecharse de la tradición", durante mucho tiempo ocuparon la mente tanto de los autores de mi generación como la de los de la previa. Los problemas literarios y filosóficos podían discutirse con más facilidad a través de la poesía gracias a la fuerza de la poesía otomana, fuera de la influencia occidental, y a su tradición centenaria. El hecho de que no existiera una tradición prosística y novelística daba lugar a que nosotros, los narradores, preocupados por el localismo literario y formal, volviéramos los ojos a la poesía. A principios de los setenta, cuando decidí ser novelista después de que mi entusiasmo por la poesía se inflamara y se extinguiera sin que pasara mucho, en Turquía se consideraba a la poesía como la verdadera literatura y a la novela como algo más bajo y popular. No sería incorrecto afirmar que en los últimos treinta y cinco años la novela se ha convertido en algo más importante mientras que la poesía ha perdido su importancia. Durante este tiempo tanto los lectores de literatura como la industria del libro han crecido y se han enriquecido a una velocidad sorprendente.

Cuando yo decidí ser escritor el punto de vista dominante, tanto en la poesía como en la novela, no era sólo el que un individuo solitario expresara con palabras su propio ser, su alma y sus singularidades, sino que también se valoraba que el escritor, actuando en equipo con un grupo, una colectividad o con sus compañeros, contribuyera en algo a una utopía, a un sueño (modernismo, socialismo, islamismo, nacionalismo o republicanismo laico). Por esa razón, para los autores nunca fue una cuestión literaria el impulso de aprovecharse de la Historia y la tradición para encontrar la forma literaria que más les sirviera para expresar su voz, sino que, en su lugar, se transformó en parte del sueño de construir la sociedad, la nación, feliz y armoniosa del futuro codo a codo con el Estado. A veces pienso que en el último siglo la literatura modernista y optimista, sea tanto republicanista, ilustrada y laica como socialista igualitaria, ha perdido de vista el espíritu de lo que ocurría en las calles de Estambul y en sus propias casas por tener la mirada demasiado puesta en el futuro. Me da la impresión de que los autores que lamentan la pérdida de la cultura del pasado, como Tanpinar o Abdülhak Sinasi Hisar, y los que aman sin prejuicios la poesía y la vitalidad de las calles de Estambul, como Ahmet Rasim, Sait Faik o Aziz Nesin, explican mejor la vida que vivimos que aquellos que se preocupan apasionadamente por cómo Turquía puede alcanzar un futuro brillante.

Después de que comenzaran los movimientos de occidentalización y modernización, el problema fundamental de todas las literaturas no occidentales, no sólo la turca, ha sido la dificultad de abarcar al mismo tiempo los sueños de futuro con los colores del presente, el sueño de un país y un ser humano modernos con el placer de vivir en el mundo tradicional existente. El que los escritores que imaginan un futuro radical muchas veces hayan intervenido en disputas políticas y luchas por el poder y hayan dado con sus huesos en la cárcel ha endurecido y hecho más amargas sus voces y sus observaciones.

En la biblioteca de mi padre también estaban los primeros libros de Nazim Hikmet, publicados en los años treinta, antes de que ingresara en la cárcel. Me impresionaban tanto como el tono airado y positivo de quien cree en un futuro esperanzador y feliz y las innovaciones formales tomadas de los futuristas rusos, los padecimientos sufridos por el poeta, sus días en la cárcel, la vida en presidio tal y como la describían en sus cartas y memorias narradores realistas como Orhan Kemal y Kemal Tahir, que compartieron cárcel con él. De memorias de intelectuales y periodistas turcos que sufrieron prisión y de novelas y cuentos que transcurren en la cárcel podría formarse una biblioteca entera. En cierta época leí tanta literatura carcelaria que aprendí tanto como un preso cualquiera de la vida cotidiana en los pabellones, de esa jerga presidiaria que tanto me gustaba y de las leyes de matones y chulos. Por aquellos años la literatura me parecía una vida en la que la policía te esperaba continuamente a la puerta, la secreta te seguía por las calles, te pinchaban los teléfonos, no podías conseguir un pasaporte y desde prisión escribías emotivas cartas y poemas a tu amada. Nunca aspiré a esa vida de la que supe por los libros, pero la encontraba romántica. Treinta años más tarde, cuando viví hasta cierto punto preocupaciones parecidas, me consolaba pensando que mi situación era mucho más llevadera que la descrita en los libros de aquellos autores que había leído en mi juventud con un horror comprensible y un extraño romanticismo.

Por desgracia he perdido muy poco del punto de vista ilustrado y utilitario según el cual los libros son algo que nos prepara para la vida. Puede que sea porque la vida del escritor en Turquía siempre lo confirma. Sobre todo porque en Turquía nunca, pero especialmente en aquellos tiempos, han existido grandes bibliotecas donde uno pudiera encontrar con facilidad el libro que quería. Tras la fantasía de la biblioteca borgiana en la que cada libro gana una misteriosa cualidad y, como consecuencia, la propia biblioteca se reviste de una poesía ajustada a la confusión del mundo y de una aureola metafísica de infinitud, están esas grandes bibliotecas que contienen innumerables libros, tantos como para que sea imposible leerlos todos. Borges era director de una biblioteca así en Buenos Aires. Pero en mi juventud no había ni en Estambul ni en toda Turquía ni una sola de esas bibliotecas abierta para el aficionado a los libros. En cuanto a libros en lenguas extranjeras, no los había en ninguna. Si quería aprender de todo, convertirme en alguien ilustrado y profundo y librarme de los límites asfixiantes que guardaban las prohibiciones, el título de literato y las amistades y grupos de la literatura nacional, debía formarme mi propia gran biblioteca.

Entre 1970 y 1990, después de escribir, mi principal ocupación consistió en comprar libros para formarme una biblioteca que contuviera todos los libros importantes y útiles dignos de interés. Mi padre me daba una buena cantidad de dinero para gastos. A partir de los dieciocho años convertí en costumbre el ir una vez por semana al mercado de libros de Beyazit. Me pasaba horas, días, en aquellas tiendas calentadas a duras penas por pequeñas estufas eléctricas, rebosantes de pilas de libros sin clasificar y en las que todo el mundo, desde el dependiente y el dueño hasta el visitante ocasional o el aficionado buscador de libros, tenía aspecto de ser muy pobre. Entraba en una tienda que vendía libros de segunda mano; inspeccionaba uno por uno todos los estantes y todos los libros; escogía uno de historia sobre las relaciones otomano-suecas en el siglo XVIII, o las memorias del director médico del Hospital Psiquiátrico de Bakirköy, o las notas de un periodista testigo de un golpe de Estado frustrado, o una monografía sobre los edificios otomanos en Macedonia, o una antología en turco de las memorias del viaje de un alemán que había venido a Estambul en el siglo XVII, o las reflexiones de un catedrático de la facultad de medicina de Çapa sobre la neurosis maniaco-depresiva y la predisposición a la esquizofrenia, o el diván de un olvidado poeta otomano comentado y traducido al turco de nuestros días, o un libro de propaganda ilustrado con fotografías en blanco y negro sobre las carreteras, edificios y parques construidos por la diputación de Estambul en los años cuarenta; regateaba con el dependiente y me lo compraba. Al principio reunía todos los clásicos de las literaturas universal y turca -aunque para la literatura turca sería más apropiado decir "libros importantes"-. Los otros, pensaba que ya los leería algún día, como los clásicos. Pero incluso mi madre, preocupada por lo mucho que leía, se daba cuenta de que compraba más libros de los que podía leer. "Por lo menos no compres más sin haberte acabado los que has comprado ahora", decía bastante harta.

No compraba los libros como un coleccionista, sino como alguien inquieto que quisiera comprender lo antes posible, leyéndolo todo, el sentido del mundo y por qué Turquía era tan pobre y problemática. Con poco más de veinte años era incapaz de dar una respuesta satisfactoria a los amigos que venían a la casa en que vivía con mis padres y me preguntaban para qué compraba aquellos libros que iban llenando a toda velocidad cada uno de los cuartos. El motivo de la casa en los cuentos populares de Gümüshane; la trastienda de la rebelión de Ethem el circasiano contra Atatürk; un listado de asesinatos políticos en la época constitucional; la historia de la cacatúa de Abdülhamit, comprada por el embajador en Londres por encargo del sultán y enviada desde Inglaterra a Turquía; ejemplos de cartas de amor para tímidos; la historia de la introducción de las tejas de Marsella en Turquía; las memorias políticas del médico que fundó el primer hospital para tuberculosos; una Historia del Arte Occidental de ciento cincuenta páginas escrita en los años treinta; los apuntes de clase del comisario que enseñaba a los estudiantes de la escuela de policía las maneras de combatir a los pequeños delincuentes callejeros como carteristas, timadores y descuideros; los seis tomos de memorias de un antiguo presidente de la república, llenos de documentos; la influencia en la pequeña empresa moderna de la ética de los gremios otomanos; la historia, los secretos y la genealogía de los jeques de la cofradía de los cerrahi; las memorias del París de los años treinta de un pintor olvidado por todos; las intrigas de los comerciantes para elevar el precio de las avellanas; las quinientas páginas de duras críticas de un movimiento marxista turco prosoviético a otro movimiento prochino y proalbanés; el cambio de la ciudad de Eregli tras la apertura de las fábricas de hierro y acero; el libro para niños titulado Cien turcos famosos, la historia del incendio de Aksaray; una selección de columnas de entreguerras de un periodista totalmente olvidado hacía treinta años; la historia bimilenaria comprimida en doscientas páginas de una pequeña ciudad de la Anatolia Central que no era capaz de localizar en el mapa de un primer vistazo; la afirmación de un maestro jubilado que pretendía, a pesar de no saber inglés, haber resuelto el misterio de quién era el asesino de Kennedy sólo leyendo la prensa turca; ¿de verdad me interesaba tanto todo aquello como para leérmelo de principio a fin? En años posteriores volvería a encontrarme con esa pregunta: siempre me tomaba en serio interpelaciones del tipo: "Orhan Bey, ¿se ha leído todos los libros de su biblioteca?". "Sí", contestaba. "Y, si no me los he leído todos, puede que algún día me sirvan de algo".

Como puede comprenderse por esa respuesta que daba con tanta seriedad, en mi juventud mi relación con los libros se limitaba al optimista punto de vista del positivista irredento que cree que podrá dominar el mundo gracias a sus conocimientos. Puede que algún día usara aquella información en una novela. En mí había algo de la resolución del personaje autodidacta de La náusea de Jean-Paul Sartre, que se lee todos los libros de la biblioteca de una ciudad de la A a la Z, y de Peter Klein, el personaje de Auto de fe de Elias Canetti que se enorgullece de sus libros como un militar de sus ejércitos y que recibe su fuerza de ellos. La idea de la biblioteca de Borges para mí no era una fantasía metafísica que aludía a la infinitud del mundo, sino la mismísima biblioteca que me estaba formando en mi casa de Estambul libro a libro.

Encargué al instante un libro sobre fundamentos legales de la economía agraria del Imperio Otomano en los siglos XV y XVI. Gracias a él supe, leyendo los impuestos que se aplicaban a las pieles de tigre, que por aquel entonces había tigres en Anatolia. Gracias a los pesados volúmenes de su correspondencia desde el exilio supe que el poeta decimonónico Namik Kemal, combativo, patriota, romántico y educador (¡el Victor Hugo turco!), protagonista imprescindible de los manuales escolares y de los chistes verdes de estudiantes, era un malhablado con la boca podrida. Compraba en cuanto lo veía las divertidas memorias políticas de un ex diputado que había sufrido prisión, el recuento de los casos más curiosos de incendios y accidentes de tráfico que se había encontrado a lo largo de su vida laboral un asegurador, los recuerdos de una diplomática bastante pija que había sido compañera mía de clase. Me daba cuenta de que al ocuparme sólo de los libros me perdía la otra parte de la vida y en venganza de la vida que se me escapaba compraba más libros. Ahora, muchos años después, comprendo que pasé horas muy felices en las frías librerías haciendo amistad con el dependiente que me ofrecía un té y hurgando en el fondo de pilas de libros viejos.

Después de pasarme unos diez años escarbando en las librerías de viejo y en el mercado de libros, a finales de los setenta concluí que por mis manos debían de haber pasado todos los libros escritos en alfabeto latino desde principios de la República. A veces calculaba que desde 1928, año en que toda la nación pasó del alifato árabe al alfabeto latino por deseo de Atatürk, debían de haberse publicado, como mucho, cincuenta mil libros. En 2008 aquella cifra apenas había superado los cien mil. El plan secreto que se escondía tras mi ansia por comprar libros quizá fuera el de reunirlos todos en mi casa... Pero la mayoría los compraba por el impulso del momento. En mi manera de comprar los libros uno a uno había algo que se parecía a construir una casa piedra a piedra.

A principios de los ochenta podía ver a otros como yo no sólo en los libreros de viejo sino también en las principales librerías de la ciudad. Hablo de los que se pasaban cada tarde por la librería a las cinco o las seis de la tarde, le preguntaban al dependiente: "¿Qué hay de nuevo hoy?" y examinaban una a una las novedades que habían llegado ese día. Hoy, en el año 2008, la cifra se ha multiplicado por tres, pero en los ochenta se publicaban en Turquía unos tres mil libros anuales de media. Cerca de la mitad de estos libros, de los que vi una gran mayoría, eran traducciones. Como no se importaban demasiados libros de fuera intentaba enterarme de lo que ocurría en la literatura mundial a través de esas traducciones, en general descuidadas y hechas a toda prisa.

En los setenta las estrellas de las librerías eran los grandes volúmenes históricos que investigaban las raíces del "atraso" de Turquía, de su pobreza y de sus crisis políticas y sociales. Aquellas pretenciosas historias modernas, escritas con un lenguaje airado, al contrario que las antiguas historias otomanas, de las cuales cada día se editaba alguna nueva en alfabeto moderno -me las compraba todas-, no nos acusaban demasiado por los desastres que se nos habían caído encima, sino que atribuían nuestra pobreza, nuestra falta de formación y nuestro "atraso" o a fuerzas extranjeras o, ya entre nosotros, a un puñado de retorcidos villanos y, quizá por eso, se leían y gustaban mucho. También compraba sin dejar que se me escaparan los libros de historia, las memorias o las novelas que demostraban que "detrás" de tantos golpes militares de la historia reciente, de los movimientos políticos, de las derrotas militares de los años del desplome del Imperio Otomano y de los interminables crímenes políticos, había un "misterio", una conspiración maligna, un juego de las potencias internacionales. Historias de la ciudad escritas por maestros jubilados y publicadas por los propios autores o por los ayuntamientos; memorias de idealistas médicos, ingenieros, funcionarios de Hacienda, diplomáticos o políticos; biografías de estrellas cinematográficas; libros sobre las cofradías religiosas y sus jeques; volúmenes que revelaban la cara oculta de los masones y sus nombres; compraba todos aquellos libros que contenían algo de humor, algo de la vida, algo de la realidad o, al menos, algo de Turquía.

De niño leí con mucho agrado libros sobre Atatürk escritos por sus compañeros o por miembros de su círculo más íntimo. Al contrario que aquellos libros escritos por gente que conoció a Atatürk y lo apreciaban de veras, la imagen de Atatürk fue convertida por las generaciones posteriores en la de un superhombre autoritario a causa de las prohibiciones que nos impedían ver sus facetas más humanas y escribir sobre ellas, y la mayor parte de las veces su respetable nombre ha sido mal usado para legitimar la opresión política y las prohibiciones. A causa de las prohibiciones existentes hoy en día en Turquía, es imposible hablar de Atatürk en una novela como de una persona normal o escribir una biografía convincente sin acabar en los tribunales. No obstante, cada año se escriben cientos de libros sobre él. Quizá porque, como ocurre con los libros sobre el islam, las prohibiciones han simplificado una materia difícil y compleja que ahora les resulta muy cómoda a los autores.

A mediados de los setenta, cuando dejé de lado mi sueño de ser pintor y arquitecto, en Turquía se publicaban unas cuarenta o cincuenta novelas al año. Las examinaba todas, me compraba la mayoría por si me servían de algo algún día y las hojeaba, más que por sus valores literarios, por los detalles de la vida en el campo, los paisajes de la vida en provincias y los fragmentos de vida en Estambul y en Turquía entera que contenían. El famoso crítico de los cincuenta Nurullah Ataç, que por un lado defendía en voz alta que debíamos imitar la civilización occidental en todo -especialmente la cultura francesa- y que por otro no podía evitar burlarse de las tonterías que hacían los escritores no demasiado ilustrados que imitaban a los franceses, escribió que en un país como el nuestro a veces era necesario comprar los libros que se publicaban aunque sólo fuera como apoyo al autor y al editor. Y yo seguía su consejo.

Hojeando y leyendo aquellos libros, por un lado sentía el placer de pertenecer a una cultura, a una historia, y por otro me ponía tan contento pensando en los que yo escribiría en el futuro. Pero a veces me dejaba arrastrar lentamente por una cierta tristeza, por un pesimismo peligroso. En un libro me distraían los frecuentes errores de imprenta y el descuido del autor y el editor; en otro lamentaba que un tema que podría haber sido tratado de una forma mucho más inteligente y rica, el autor lo había matado con su prisa, su ira y su ansiedad. En realidad también el tema lo encontraba un tanto tonto y patético... Asimismo me daba pena que tal libro estúpido y sin valor fuera tan apreciado y que nadie apreciara ese otro tan interesante y fascinante...

Todos aquellos sentimientos disparaban una preocupación mucho mayor y más profunda y en mi mente comenzaba a crecer y espesarse lentamente la nube de la destructora duda con la que han luchado a lo largo de sus vidas los intelectuales de los países no occidentales: ¿Qué importancia podía tener que supiera que en los siglos XV y XVI los tigres habían campado por sus respetos en Anatolia? ¿Qué sentido tenía saber la influencia de la literatura india en la poesía de Asaf Halet Çelebi, un poeta que ni siquiera el lector turco conocía bien? Tampoco me parecía tan importante saber que detrás de los saqueos de las casas y las tiendas de las minorías ortodoxa y judía y los asesinatos de sacerdotes de los días 6 y 7 de septiembre de 1955 en Estambul estaban tanto los servicios secretos turcos como los ingleses, que no querían que Chipre fuera completamente griego, ni leer lo que hablaron Atatürk y el Sha de Persia durante un paseo por el Bósforo. Notaba la inutilidad del esfuerzo de todos los que habían escrito monografías, novelas y libros de historia sobre aquellos temas. Como el historiador Faruk, uno de los protagonistas de mi segunda novela, La casa del silencio, que leía documentos centenarios en los archivos otomanos y que recordaba todos los hechos sin olvidar ni uno, pero que era incapaz de relacionarlos, yo también, en mis momentos más pesimistas, empezaba a preocuparme por la "importancia" de los detalles de toda una historia, una cultura y una lengua que había conseguido proteger en mi biblioteca. ¿Qué importancia tenía quién había provocado el gran incendio de Esmirna? Me daba la impresión de que las razones que se ocultaban tras el golpe del 27 de mayo o la fundación del Partido Democrático después de la Segunda Guerra Mundial sólo le interesaban a tres o cuatro tipos como yo. ¿Quizá porque la cultura turca estaba demasiado politizada? ¿O porque generalmente se expresaba a través de la política la vida del país? ¿O bien porque el estar lejos del centro y el sentimiento de provincianismo provocaban que para ti perdiera su valor tu propia biblioteca nacional?

La idea de que los hechos de los libros con los que tan a gusto llenaba los cuartos de mi casa no fueran tan importantes para otras naciones, para el resto del mundo, como me habría gustado, me ponía de mal humor con una cierta sensación de inutilidad. Pero a los veinte años, aunque de vez en cuando me molestara que mi universo se encontrara tan lejos del centro del mundo, esa sensación no me impedía amar mi biblioteca. A los treinta, cuando fui a los EE UU y me encontré con la riqueza de otras bibliotecas y otras culturas, me dio pena ver lo poco que se sabía en el mundo de la cultura turca y de su biblioteca. Al mismo tiempo, ese dolor era para mí una advertencia como novelista que me aconsejaba que diferenciara mejor entre los aspectos transitorios y los fundamentales de mi cultura y mi biblioteca y que observara más "profundamente" la vida y mis libros.

En La lentitud de Milan Kundera hay un personaje checo que en una reunión internacional empieza a hablar cada vez que puede diciendo "en mi país..." y que precisamente por eso resulta gracioso. Con toda la razón, los demás desprecian a dicho personaje porque es incapaz de pensar en nada que no sea su propio país y porque no sabe ver la relación que existe entre su propia humanidad y la Humanidad entera. Pero leyendo la novela yo no me identificaba con los que despreciaban al que decía "en mi país..." sino con ese personaje ridículo. No para ser como él, sino para no serlo. En los años ochenta comprendí que sólo podría -por decirlo en palabras de los personajes de El libro negro- "ser yo mismo" no despreciando la miseria de aquel a quien Naipaul llamaba "el hombre imitación" a causa de todo lo que hace por librarse del provincianismo y la opresión, sino identificándome con él y comprendiéndolo.

Como los turcos nunca hemos sido a lo largo de nuestra historia una colonia occidental, imitar a Occidente, como quería Atatürk, nunca ha sido algo humillante y agobiante, como sugieren Kundera, Naipaul o Edward Said, sino una parte importante de la identidad turca moderna. Lo que le demuestra al lector turco la simpática ridiculez de Efruz Bey, el más querido -o más odiado- de los personajes literarios turcos creados para criticar la pijería y el esnobismo del ansia por occidentalizarse, no es la riqueza imprescindible de la biblioteca turca, sino sólo que el cuentista nacionalista y polemista Ömer Seyfettin (1884-1920), que a veces llegaba a creer en el racismo de la sangre, veía el occidentalismo como un movimiento de una clase alta despegada del pueblo.

En estos asuntos me siento próximo a Dostoievski, que se enfurecía con los intelectuales rusos porque conocían mejor Europa que Rusia. Pero tampoco puedo darle toda la razón en esa furia que le llevó a odiar a Turguenev. Porque sé por mí mismo que detrás de que Dostoievski se dedicara con tanto entusiasmo a la defensa de la cultura rusa y del misticismo ortodoxo -¿lo llamamos la biblioteca rusa?- subyace una reacción sentimental a que los intelectuales rusos desconocieran toda aquella cultura, y no sólo los occidentales.

A lo largo de los treinta y cinco años que llevo escribiendo novelas he aprendido a no tirar en un rincón por ridículos ninguno de los libros de mi biblioteca turca, ni siquiera los más tontos, provincianos, fuera de lugar y de época, pasados de moda, absurdos, erróneos o raros. Pero el secreto de que me gusten no consiste en que los lea como a sus autores les habría gustado, sino en leer esos libros extraños, inconexos y en ocasiones extraordinariamente bellos, poniéndome en el lugar de sus autores. La vía para huir del provincianismo no está en huir del campo, sino en identificarse hasta el final con ese sentimiento. Así fue como aprendí a sumergirme en profundidad en mi biblioteca, cada vez más grande, y, al mismo tiempo, a mantener las distancias con ella. Fue así como comprendí a partir de los cuarenta años que la razón más poderosa para que me gustara mi biblioteca radicaba en que ni los occidentales ni los turcos la conocían.

Ahora me dicen: "Ha ganado usted el Nobel, este año es el año de Turquía en la Feria del Libro de Francfort, ¿podría presentarnos su biblioteca de libros turcos?". Estoy dispuesto a hacerlo, a conseguir que guste la biblioteca turca, pero me da miedo perderle el cariño que le tengo al hacerlo. (Babelia, 11/10/08)





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Ohran Pamuk, Premio Nobel de Literatura




"Internet cambia la forma de leer... ¿y de pensar?", por Abel Grau

La lectura en horizontal, a saltos rápidos y muy variados se ha extendido - ¿Puede la Red estar reeducando nuestro cerebro?

Internet ya es para muchos el mayor canal de información. Cada vez es superior el tiempo empleado en navegar, ya sea para leer las noticias, revisar el correo, ver vídeos y escuchar música, consultar enciclopedias, mapas, conversar por teléfono y escribir blogs. En definitiva, la Red filtra gran parte de nuestro acceso a la realidad. El cerebro humano se adapta a cada nuevo cambio e Internet supone uno sin precedentes. ¿Cuál va a ser su influencia? Los expertos están divididos. Para unos, podría disminuir la capacidad de leer y pensar en profundidad. Para otros, la tecnología se combinará en un futuro próximo con el cerebro para aumentar exponencialmente la capacidad intelectual.

Uno de los más recientes en plantear el debate ha sido el ensayista estadounidense Nicholas G. Carr, experto en Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), y asesor de la Enciclopedia británica. Asegura que ya no piensa como antes. Le sucede sobre todo cuando lee. Antes se sumergía en un libro y era capaz de zamparse páginas y páginas hora tras hora. Pero ahora sólo aguanta unos párrafos. Se desconcentra, se inquieta y busca otra cosa que hacer. "La lectura profunda que solía suceder de forma natural se ha convertido en un esfuerzo", señala Carr en el provocador artículo Is Google making us stupid? (¿Está Google volviéndonos tontos?), publicado en la revista The Atlantic. Carr achaca su desorientación a una razón principal: el uso prolongado de Internet. Está convencido de que la Red, como el resto de medios de comunicación, no es inocua. "[Los medios] Suministran el material del pensamiento, pero también modelan el proceso de pensar", insiste.

"Creo que la mayor amenaza es su potencial para disminuir nuestra capacidad de concentración, reflexión y contemplación", advierte Carr, a través del correo electrónico. "Mientras Internet se convierte en nuestro medio universal, podría estar readiestrando nuestros cerebros para recibir información de manera muy rápida y en pequeñas porciones", añade. "Lo que perdemos es nuestra capacidad para mantener una línea de pensamiento sostenida durante un periodo largo".

El planteamiento de Carr ha suscitado cierto debate en foros especializados, como en la revista científica online Edge.org, y de hecho no es descabellado. Los neurólogos sostienen que todas las actividades mentales influyen a un nivel biológico en el cerebro; es decir, en el establecimiento de las conexiones neuronales, la compleja red eléctrica en la que se forman los pensamientos. "El cerebro evolucionó para encontrar pautas. Si la información se presenta en una forma determinada, el cerebro aprenderá esa estructura", detalla desde Londres Beau Lotto, profesor de neurociencia en el University College de Londres. Y añade una precisión: "Luego habría que ver si el cerebro aplica esa estructura en el modo de comportarse frente a otras circunstancias; no tiene por qué ser así necesariamente, pero es perfectamente posible".

Lo que queda por ver es si esta influencia va a ser negativa, como vaticina Carr, o si va a ser el primer paso para integrar la tecnología en el cuerpo humano y ampliar las capacidades del cerebro, como predice el inventor y experto en inteligencia artificial Raymond Kurzweil. "Nuestras primeras herramientas ampliaron nuestro alcance físico, y ahora extienden nuestro alcance mental. Nuestros cerebros advierten de que no necesitan dedicar un esfuerzo mental (y neuronal) a aquellas tareas que podemos dejar a las máquinas", razona Kurzweil desde Nueva Jersey. Y cita un ejemplo: "Nos hemos vuelto menos capaces de realizar operaciones aritméticas desde que las calculadoras lo hacen por nosotros hace ya muchas décadas. Ahora confiamos en Google como un amplificador de nuestra memoria, así que de hecho recordamos peor las cosas que sin él. Pero eso no es un problema porque no tenemos por qué prescindir de Google. De hecho, estas herramientas se están volviendo más ubicuas, y están disponibles todo el tiempo".

Oponer cerebro y tecnología es un enfoque erróneo, según coincide con Kurzweil el profesor John McEneaney, del Departamento de Lectura y Artes lingüísticas de la Universidad de Oakland (EE UU). "Creo que la tecnología es una expresión directa de nuestra cognición", discurre McEneaney. "Las herramientas que empleamos son tan importantes como las neuronas de nuestros cráneos. Las herramientas definen la naturaleza de la tarea para que las neuronas puedan hacer el trabajo".

Carr insiste en que esta influencia será mucho mayor a medida que aumente el uso de Internet. Se trata de un fenómeno incipiente que la neurología y la psicología tendrán que abordar a fondo, pero de momento un informe pionero sobre hábitos de búsqueda de información en Internet, dirigido por expertos del University College de Londres (UCL), indica que podríamos hallarnos en medio de un gran cambio de la capacidad humana para leer y pensar.

El estudio observó el comportamiento de los usuarios de dos páginas web de investigación, uno de la British Library y otro del Joint Information Systems Comittee (JISC), un consorcio educativo estatal que proporciona acceso a periódicos y libros electrónicos, entre otros recursos. Al recopilar los registros, los investigadores advirtieron que los usuarios "echaban vistazos" a la información, en vez de detenerse en ella. Saltaban de un artículo a otro, y no solían volver atrás. Leían una o dos páginas en cada fuente y clicaban a otra. Solían dedicar una media de cuatro minutos por libro electrónico y ocho minutos por periódico electrónico. "Está claro que los usuarios no leen online en el sentido tradicional; de hecho, hay indicios de que surgen nuevas formas de lectura a medida que los usuarios echan vistazos horizontalmente a través de títulos, páginas y resúmenes en busca de satisfacciones inmediatas", constata el documento. "Casi parece que se conectan a la Red para evitar leer al modo tradicional".

Los expertos inciden en que se trata de un cambio vertiginoso. "La Red ha provocado que la gente se comporte de una manera bastante diferente con respecto a la información. Esto podría parecer contradictorio con las ideas aceptadas de la biología y la psicología evolutivas de que el comportamiento humano básico no cambia de manera súbita", señala desde Londres el profesor David Nicholas, de la Facultad de Información, Archivos y Bibliotecas del UCL. "Hay un consenso general en que nunca habíamos visto un cambio a esta escala y rapidez, así que éste podría muy bien ser el caso [de un cambio repentino]", añade, citando su ensayo Digital consumers.

Se trata de una transformación sin precedentes porque es un nuevo medio con el potencial de incluir a todos los demás. "Nunca un sistema de comunicaciones ha jugado tantos papeles en nuestras vidas -o ejercido semejante influencia sobre nuestros pensamientos- como Internet hace hoy", incide Carr. "Aun así, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre la Red, se ha prestado poca atención a cómo nos está reprogramando exactamente".

Esta alteración de las maneras de buscar información y de leer no sólo afectaría a los más jóvenes, a los que se les supone mayor número de horas conectado, sino a individuos de todas las edades. "Lo mismo les ha sucedido a maestros, profesores y médicos de cabecera. Todo el mundo muestra un cpomportamiento de saltos y lecturas por encima", precisa el informe.

Carr insiste en que una de las cuestiones clave es el modo de lectura "superficial" que va ganando terreno. "En los tranquilos espacios abiertos por la lectura de un libro, sostenida y sin distracciones, o por cualquier otro acto de contemplación, establecemos nuestras propias asociaciones, extraemos nuestras propias inferencias y analogías, y damos luz a nuestras propias ideas". El problema es que al impedir la lectura profunda se impide el pensamiento profundo, ya que uno es indistinguible del otro, según escribe Maryanne Wolf, investigadora de la lectura y el lenguaje de la Tufts University (EE UU) y autora de Cómo aprendemos a leer (Ediciones B). Su preocupación es que "la información sin guía pueda crear un espejismo de conocimiento y, por ello, restrinja los largos, difíciles y cruciales procesos de pensamiento que llevan al conocimiento auténtico", señala Wolf desde Boston.

Más allá de las advertencias sobre los hipotéticos efectos de Internet sobre la cognición, científicos como Kurzweil dan la bienvenida a esta influencia: "Cuanto más confiamos en la parte no biológica (es decir, las máquinas) de nuestra inteligencia, la parte biológica trabaja menos, pero la combinación total aumenta su inteligencia". Otros discrepan de esta predicción. La mayor dependencia de la Red conllevaría que el usuario se vuelva vago y, entre otras costumbres adquiridas, confíe completamente en los motores de búsqueda como si fueran el grial. "Lo utilizan como una muleta", señala el profesor Nicholas, que recela de que esa herramienta sirva para liberar al cerebro de las tareas de búsqueda para poder emplearse en otras.

Carr va más allá y asegura que el tipo de lectura "vistazo" beneficia a las empresas. "Sus ingresos aumentan a medida que pasamos más tiempo conectados y que aumentamos el número de páginas y de los elementos de información que vemos", razona. "Las empresas tienen un gran interés económico en que aumentemos la velocidad de nuestra ingesta de información", añade. "Eso no significa que deliberadamente quieran que perdamos la capacidad de concentración y contemplación: es sólo un efecto colateral de su modelo de negocio".

Otros expertos matizan bastante el pronóstico de Carr. El experto en tecnología Edward Tenner, autor de Our own devices: how technology remake humanity (Nuestros propios dispositivos: cómo la tecnología rehace a la humanidad), se suma a la crítica de Carr pero añade que no tiene por qué ser irreversible. "Coincido con la preocupación por el uso superficial de Internet, pero lo considero como un problema cultural reversible a través de una mejor enseñanza y un mejor software de búsqueda, y no como una deformación neurológica", explica desde Nueva Jersey (EE UU). "Sucede como con la gente que está acostumbrada a los coches y a las tumbonas pero entiende la importancia de hacer ejercicio".

En definitiva, científicos como Kurzweil destacan el potencial de Internet como herramienta de conocimiento. "La Red ofrece la oportunidad de albergar toda la computación, el conocimiento y la comunicación que hay. Al final, excederá ampliamente la capacidad de la inteligencia humana biológica". Y concluye: "Una vez que las máquinas puedan hacer todo lo que hacen los humanos, será una conjunción poderosa porque se combinará con los modos en los que las máquinas ya son superiores. Pero nos mezclaremos con esta tecnología para hacernos más inteligentes".

Un informe pionero del University College de Londres sobre hábitos de búsqueda de información en Internet distingue mitos y realidades sobre el uso que hacen los jóvenes. Una de las ideas que subyace en todas las conclusiones es que la destreza digital no equivale a destreza informativa, es decir, a saber cómo buscar información y transformarla en conocimiento.

1. Los usuarios jóvenes no suelen comprender bien sus necesidades informativas y por tanto les resulta difícil desarrollar estrategias de búsqueda efectivas.

2. Tienen un mapa mental poco sofisticado de lo que es Internet. No logran entender que se trata de una colección de recursos en red procedentes de diferentes fuentes. Así, los motores de búsqueda, ya sean Yahoo! o Google, se convierten en la primera marca que asocian con Internet.

3. Son en general más competentes con la tecnología que la generación anterior, aunque los adultos se ponen rápidamente al día. Emplean, sin embargo, menos aplicaciones digitales de lo que se cree.

4. Prefieren sistemas interactivos y le dan la espalda al consumo pasivo de información. Prefieren la visual sobre la textual.

5. Son la generación del corta y pega. Abundan los casos de plagios de diversas fuentes en los trabajos encargados.

6. Prefieren, como los adultos, la información despiezada, en vez de textos completos.

7. No son expertos buscadores. (El País, 10/10/08)





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Internautas de andar por casa




"Sepa de libros sin leer ni una línea", por Íker Seisdedos

Para ser sinceros, aquel ejemplar de El ser y la nada, de Jean-Paul Sastre, encuadernado en piel y de letra enana, fue mucho más paseado por las campas de la universidad que leído. Y aunque se hizo lo que se pudo con el primero de los ocho volúmenes de En busca del tiempo perdido, a veces, cuando sale el tema, a uno le resulta invencible la tentación de mentir al recordar "aquel verano que se fue en engullir la gran obra de Proust enterita". Y si es cierto que en las brumas de la memoria se ocultan tardes de infancia, reales o inducidas por los recuerdos, con un Moby Dick ilustrado entre las manos, también lo es que, aparte del dichoso arranque ("Llámame Ismael") y de Zelig -filme de Woody Allen cuyo argumento echa a andar precisamente con un tipo que miente al asegurar que ha leído la novela-, el conocimiento que hoy me queda de la inmortal obra tiende a cero.

Hay cosas peores y más útiles, sin duda, que engañar al prójimo sobre si se ha leído esta novela universal o aquel poemario revelador. Bien, pues ahora podrá hacerlo. Con todas las de la ley. Gracias a un libro de próxima publicación en España que no sólo demuestra que es posible hablar, pontificar incluso, de lo que no se ha leído, sino que anima y enseña a hacerlo. Algo bien útil, si se atiende a los datos: un ser humano falta a la verdad unas 60 veces por día y se publican más de 70.000 títulos al año sólo en España.

Convivir con la impostura, relajarse y afinar el tan extendido oficio de la mentira literaria es la utilidad de Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama), uno de los lanzamientos más irreverentes del otoño literario. Una gamberrada -de cierto tono intelectual, eso sí- que ha sido un éxito en Francia (50.000 ejemplares vendidos) y en Alemania, así como un best-seller allá donde se ha traducido al inglés y vendido bajo el eslogan "¡Si no piensa leer ningún libro este año, que sea éste!".

El librito bien podría haber sido escrito por un británico. Nick Hornby, por ejemplo, autor de un añorado diario de lecturas en la revista The Believer, en el que la lista de los libros leídos decía tanto como la de los comprados para ser aparcados sine die. Y, sin embargo, el ensayo que nos ocupa es la original propuesta de un francés: Pierre Bayard, avispado profesor de literatura de la Universidad de París y psicoanalista, además autor de varias novelas, leídas o no.

Su misión al escribir este ensayo era, según recuerda en vísperas de su llegada a las mesas españolas de novedades, "reflexionar sobre la esencia de la lectura", despojar a los libros "de su condición de objetos sagrados", "de aterradoras llaves para ingresar en el mundo de la cultura". Y, ya puestos, "introducir la libertad y desterrar la culpa de la ecuación".

Para tamaños propósitos, Bayard emplea la forma de un libro de autoayuda (ya desde el título), un toque de humor y cierta arrogancia que, si se piensa, no dista mucho de la de aquel otro éxito de ventas llamado El canon occidental, por el que el muy erudito Harold Bloom fue criticado al sacarse de encima siglos de literatura en unos pocos centenares de páginas (que tampoco hubo manera de leer de principio a fin, si quieren saberlo).

"Lo que desde luego no es", se apresura a aclarar Bayard al teléfono desde Tokio, "es un libro contra la lectura, ni una apología de la incultura. Yo soy un amante de la literatura y vivo rodeado de libros. Pero no me parece razonable el modo en el que funcionan las cosas. No puede haber sólo dos maneras de afrontar un libro: leerlo o no leerlo. Hay un vasto espacio intermedio. Incluso los libros que se hojearon o se dejaron a medias pueden determinar la vida de uno. Pocos creyentes han leído la Biblia de cabo a rabo y fíjese cuánto ha influido".

En un extremo de la gama de grises literarios de Bayard, el "primer sorprendido por el éxito internacional" de su ensayo, se colocan los libros que ni se conocen. Lo cual, claro, no es impedimento para opinar sobre ellos. Un personaje de la monumental El hombre sin atributos, de Robert Musil, K2 de la literatura centroeuropea y acaso una de las obras más citadas con menor conocimiento, sirve para concluir: "Leer un libro en particular es una pérdida de tiempo comparado con poseer una perspectiva de la literatura en general". Luego llegará el turno de los volúmenes únicamente hojeados, aquellos de los que tan sólo se ha oído hablar y los que se leyeron hace tanto tiempo como para haber sido olvidados.

Como la sinceridad comienza en uno mismo, Bayard la adopta con los libros que van saliendo a colación (la mayoría, de esos que hay que buscar en la biblioteca de nuestras cabezas en la zona de "imprescindibles", y justo en la balda de "pendientes").

No, Bayard no pasó de hojear Hamlet, de Shakespeare (aunque la defina "como la mejor obra del canon inglés"), ni tan siquiera los Ensayos de Montaigne. Y sí, ha oído unas cuantas cosas de El paraíso perdido, de Milton; las suficientes para parlotear acerca de él llegado el caso. "La voz que conduce al lector por el ensayo no soy exactamente yo", se excusa el autor. "Tiene una parte mía, sin duda... Pero es, en cierto modo, como cuando escribes una novela negra. No significa necesariamente que tú seas el asesino".

Suyos sí son los consejos para salir airoso de los trances de un lector medianamente embustero; esas cenas de sábado noche, las conversaciones casuales en la librería, los corrillos al final de una conferencia o las entrevistas de trabajo con pregunta-trampa. No conviene avergonzarse, y si eso sucede, que no se note. Es bueno confiar en nuestros propios criterios aunque carezcan de base; después de todo, la libertad de las opiniones puede amparar cualquier cosa. Y lo mejor será basar los juicios propios en los ajenos. O, llegado el caso (extremo), acudir a la pura invención.

Y no crea que estos trucos están destinados sólo a los lectores aficionados o a los estudiantes que motivaron a Bayard a emprender el proyecto. Se trata de un protocolo de actuación también (y sobre todo) para profesores ("el oficio más expuesto a hablar de lo que no se sabe", explica el escritor), así como para críticos y periodistas culturales. Por si no había reparado en ello, unos enormes mentirosos.

Aunque no hay malicia en su comportamiento, según Bayard, sino pura higiene mental e instinto de supervivencia. Los suplementos de libros de los sábados tratan más novedades de las que una redacción puede humanamente digerir en una sola semana. Eso sin contar relecturas, rescates y citas tangenciales. Desde la comprensión y la piedad, Bayard sale en defensa de un gremio que, dicho sea de paso, tampoco trató especialmente bien su libro cuando se publicó en Francia ("hubo quienes entendieron la humorada y quienes no", explica).

La excusa para los críticos literarios ya estaba, en realidad, en el socorrido Oscar Wilde y la cita que abre el ensayo ("Nunca leo un libro que deba reseñar; despierta tanto mis prejuicios..."), y que permite a Bayard acabar concluyendo esto: que al hablar de un libro no leído (antes de seguir debería de saber que está a punto de conocer el final de la historia), "el lector, libre del peso de las palabras ajenas, podría encontrar la fuerza de inventar su propio texto y, entonces, convertirse en un escritor".

Puede sonar tramposo. Pero ya se sabe que siempre hay una cita de Oscar Wilde para cualquier circunstancia. Para apoyar la teoría en cuestión y justo la contraria. Un ejemplo: "El valor de una idea no tiene nada que ver con la sinceridad del hombre que la expone", escribió el irlandés.

Porque, para ser sinceros, en la confección de este reportaje, Cómo hablar de libros que no se han leído fue tan sólo hojeado. "Ya lo suponía", dijo el autor al saberlo. "Yo habría hecho lo mismo". (El País Semanal,05/10/08)





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El símbolo de Atenea, diosa de la Sabiduría