domingo, 3 de diciembre de 2023

De Enzensberger en Moratalaz

 





Enzensberger en Moratalaz
ELVIRA LINDO
03 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Un sábado de tantos, a la hora de comer, llegó mi padre a casa con el cuento de que había visto paseando por Moratalaz al notable poeta, riguroso editor, preciado novelista y agudo pensador alemán Hans Magnus Enzensberger y que no era la primera vez que se lo encontraba en lo que iba de semana. Lo tomamos como uno más de sus insólitos delirios y procuramos no darle bola a la historia. Él captaba perfectamente mi escepticismo y, desafiante, insistió en el asunto. Enzensberger, contaba, paseaba por Moratalaz seguido de un hombre joven al que mi padre bautizó como el mayordomo. Pero ¿es que va vestido de mayordomo?, preguntó mi marido. “No, no”, respondió mi padre, advirtiendo de que no admitía bromas, “pero se nota que el hombre está a su servicio”. Se convirtió en habitual que durante un tiempo se le preguntara por Enzensberger y el mayordomo, del que ya sabíamos, por cierto, que caminaba dos pasos por detrás del pensador alemán. A mi padre le parecía que el que Enzensberger hubiera elegido Moratalaz como lugar de estancia era un síntoma más de su asombrosa inteligencia. Bautizado por la vecindad como “el barrio del bastón”, dada la cantidad de jubilados que lo habitan, Enzensberger había ido a recalar en un distrito donde, cuando un conductor se detiene ante un semáforo en rojo, no puede calibrar el tiempo que habrá de estar detenido porque una nube de bastones, sillas de ruedas y ancianas empoderadas con andadores se harán las dueñas de la calzada. Sin duda Enzensberger, pensador de edad provecta, se sentiría en la gloria en la Florida madrileña.
La broma se alargó como todas las boberías familiares, y pasábamos el rato imaginándonos a Hans, porque para nosotros ya era Hans, tomándose una caña en el Azul y Oro o esquivando balones en los pasadizos de la Lonja. El caso es que un día mi hijo me llamó para contarme algo alucinante que le había ocurrido: iba leyendo en el autobús, camino de Moratalaz, ojo, El filántropo, una novelita que Enzensberger dedicó a Diderot, cuando desde los asientos de delante le llegó el rumor de una conversación en alemán. El cogote del viajero era, desde luego, el de un anciano. Quiso el destino que bajaran en la misma parada y, entonces, mi hijo miró la foto de la solapa y comprobó maravillado que se trataba del mismo, unos años más viejo. En este caso iba acompañado de una anciana. La pareja se perdió entre la gente que a esa hora de la tarde frecuenta las tiendas y bares de la calle Marroquina. Hans andaba por allí, como uno más.
No pasó mucho tiempo cuando el periodista Juan Cruz, el hombre que más historias atesora sobre la intelectualidad, nos contó haber servido de cicerone al sabio sin barreras, ni ideológicas ni físicas, que había venido a Madrid a saber cómo era eso del 15-M y anduvo entre los acampados de la indignación no sin luego dar cuenta de un cocido en Lhardy, porque con los años hay que premiar al estómago, que siente como el corazón y piensa como el cerebro.
Mi padre no mentía, aunque fuera un fabulador nato; lo raro es que no hubieran compartido un vino, porque nuestro héroe hablaba con mucha soltura el español. Me acuerdo de todo esto ahora, leyendo un libro curioso, Artistas de la supervivencia, en el que Enzensberger resume la biografía de un puñado de artistas e intelectuales que vieron su vida sacudida por los envites de un siglo de guerras, purgas y enconadas ideologías a las que Brecht, Sartre, Grossman, Ajmátova, Cela, García Márquez, Pasternak y tantos otros respondieron con mayor o menor dignidad. Son viñetas sencillas en las que de pronto el sabio se despacha con una frase que define la bondad o mezquindad del retratado. El tiempo nos dice que la naturaleza de esas mentes elevadas no les libró de estar a la altura del montón. Y de eso lo sabía todo nuestro amigo Hans. Elvira Lindo es escritora.










De las altas temperaturas y las bajas pasiones

 







Altas temperaturas, bajas pasiones
FERNANDO VALLESPÍN
03 DIC 2023 - 05:00 CET - El País - harendt.blogspot.com

El año 2023 se anuncia como el más cálido desde que hay mediciones. No ha sido mala fecha para celebrar la cumbre del clima, cuando se siente la pistola en la sien. Y cuando aguijonea el miedo se propende al acuerdo. En este caso, para salir del estado de naturaleza climático en el que cada cual va a su aire. Poco a poco se va imponiendo la idea de que todos estamos sujetos a la misma amenaza, el peligro es planetario y la solución solo puede venir de sumarse a medidas que nos vinculen a todos. Una cosa es, sin embargo, llegar a un consenso sobre cuestiones generales, y otra conseguir aplicarlo. En los países desarrollados la conciencia medioambiental está lo suficientemente arraigada como para influir sobre las pautas de consumo cotidiano, —tampoco cuesta tanto cambiar algunos hábitos—. Menos fácil resulta ya emprender la reforma energética hasta alcanzar una drástica reducción de las emisiones de efecto invernadero. Sobre el papel es relativamente sencillo, pero en la práctica conduce a enormes tensiones políticas. Aquellos sectores sociales que se van a ver más afectados se resisten a ser los chivos expiatorios y reclaman las lógicas compensaciones.
La mayoría de los Estados, cargados de deudas y con el estrés presupuestario derivado de la pandemia o el rearme exigido después de la guerra en Ucrania, se enfrentan así a nuevas fuentes de conflicto interno. Lo estamos viendo ahora en Alemania, por ejemplo, uno de los países donde las medidas contra el cambio climático gozan de mayor apoyo. Sin embargo, sus gobernantes ven restringida su capacidad de acción al tener que someterse al límite de deuda establecido por la Constitución. O en el Reino Unido, cuyo primer ministro acaba de decir en Dubái que hay que ampliar los plazos de aplicación de las políticas dirigidas a conseguir cero-emisiones. En algún lugar leí que el principio que ahora impera se puede reducir a la máxima siguiente: “Señor, haznos más verdes, pero no todavía”.
Allí donde se perciben tensiones, los partidos de extrema derecha acuden raudos y veloces a ver cómo pueden beneficiarse del malestar general. Mucho se habla de la inmigración como la causa fundamental de su éxito en Europa, pero no es menor la cuestión ecologista. Lo acabamos de ver en Holanda, donde Wilders, un escéptico climático, también triunfó gracias a prometer mejoras en sanidad y vivienda por encima del cumplimiento con las normas medioambientales. Y la pesadilla de un retorno de Trump promete un salto atrás en las ambiciones climáticas. Al miedo al climacalipsis se une ahora también el temor al destrozo de la propia democracia. Pero, no nos equivoquemos, el temor al desclasamiento que sufren algunos grupos sociales no es menor. O el que azuza a quienes no quieren compartir su vida con (supuestos) extraños. Ahí, en estos caladeros de miedos difusos es donde mejor se mueven estos partidos, expertos en la gestión de las pasiones. Por eso mismo, no es en la competencia entre emociones desbocadas donde encontraremos la solución, sino en la fría aplicación de la razón. Y esta está hoy por hoy de parte de quienes apoyan evitar el mal mayor, la destrucción de nuestro planeta. Fernando Vallespín es politólogo.










De la vocación de la filosofía

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, de la filósofa Nuria Sánchez, va de la vocación de la filosofía. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













Pensadores, pijos y panaderos
NURIA SÁNCHEZ MADRID
28 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Siempre es buen momento para hacer balance de la relación que la filosofía aspira a mantener con la sociedad. Hace unas semanas, uno de los pensadores más destacados de nuestro país, José Luis Pardo —profesor universitario de Filosofía, a pesar de firmar como escritor—, presentaba en filigrana en la tribuna Lo vulgar y lo pijo una afilada caricatura de la pugna que quienes se baten por sentar cátedra en el espacio público han sostenido a lo largo de la historia. Su lectura incidía en la ansiedad de los medios académicos, en aumento a medida que arribamos al siglo XX, por custodiar la interpretación supuestamente definitiva —por pretendidamente rigurosa— de corrientes y problemas cruciales para la configuración social y civil de cada época. Enfocaba asimismo la frivolidad con que una parte considerable de esos mensajes se traslada a circuitos de consumo cultural o inspira incluso posiciones políticas en forma de prontuarios más o menos banales. A mi entender, la cuestión de la vocación transformadora de la filosofía bien merece una vuelta de tuerca más que permita iluminar los talleres ocultos de una actividad que suele suscitar tanta mayor fascinación o displicencia cuanto menos se conocen sus instituciones y hábitos, esto es, la trastienda ideológica de sus imágenes y representaciones.
En los últimos tiempos ha sido objeto de debate el origen aristocrático y patriarcal de la filosofía, en virtud de su proverbial exigencia de liberación del ajetreo cotidiano para quien asume el quehacer de pensar, con la pretensión de acceder gracias a ello a una existencia más auténtica y valiosa que la del resto. Lo han sido menos los cauces para democratizar la propia actividad filosófica, especialmente una vez insertada esta en el mapa universitario, con el propósito de reformular su contacto con el afuera de la academia y de desmantelar así la idolatría del genio solitario del que procederían supuestamente las grandes ideas. En aras de esta tarea pendiente, autores como Marx, Weber, Gramsci, Weil, Adorno o Arendt nos siguen poniendo sobre aviso de que el pensamiento no debe renunciar a impugnar piezas centrales del orden establecido, ya sea este económico, político, ético o cultural. Si fuera así, la práctica conceptual, al saberse de antemano impotente para modificar cualquier dimensión de envergadura para una comunidad humana, quedaría reducida a un oficio de carácter lúdico —cuando no directamente nihilista—, a un mero entretenimiento o gimnasia mental apta para minorías privilegiadas en el mejor de los casos. Solo una combinación de tedio y desprecio hacia el no iniciado podría derivarse de semejante apuesta.
Como diría el viejo Sartre, en realidad “el infierno son los otros”, pues no pocas de las frustraciones actuales de la filosofía obedecen a convenciones que siguen gozando de excelente salud en su campo epistémico. Es evidente que este ha tomado desde sus albores notables préstamos cognitivos de otras disciplinas, con frecuencia sin confesarlo y para ponerlos al servicio de un saber dotado de presunta validez universal. Pero no por ello cabe recomendar que esta materia renuncie a definir realidades como la misma producción de conocimiento, la justicia social, el capitalismo, el totalitarismo, el nacionalismo o la memoria histórica, bajo el capcioso supuesto de que todas sus propuestas al respecto habrían fracasado. ¿Para qué cultivar la filosofía si esta no nos ayuda a modificar las nociones con las que abordamos nuestra identidad personal, interdependencia y derecho a decidir sobre los bienes que tenemos en común? ¿Si no contribuye a desprendernos del lastre de una polarización que no responde a los intereses reales de la población, sino de las plataformas monopolizadoras de la política que son los partidos?
Una mirada caritativa al campo de batalla desplegado por la historia de la filosofía anima a promover nuevas fórmulas para construir el canon de fuentes y voces, esto es, a explorar otras maneras de plantear la teoría y la praxis, sin restarles solidez, pero evitando tratar con condescendencia al común de los mortales, lo que sin duda habrá de conducir a interpelaciones que estén a la altura de las inquietudes de quienes se aproximan a su terminología y argumentaciones. Un intelectual clave para pensar las catástrofes del siglo XX como Günther Anders decía escandalizarse por el absurdo de que los filósofos tuvieran únicamente la ambición de dirigirse a individuos de su misma profesión, como si los panaderos solo elaboraran pan para los de su gremio. Una filosofía consciente de las formas de la exterioridad, conformadas por experiencias, prácticas y subjetividades que anhelan volver legibles sus aspiraciones y malestares, no reflejará por descontado el mejor de los mundos posibles, pero sí estará en condiciones de drenar parte de su agitación por el capital simbólico de la mano de una ubicación social más orgánica y menos impostada. Quizás una transferencia eficaz de sus mensajes ayude a eliminar renglones algo arrebatados en su decurso, rebajando asimismo el ruido y la furia de intervenciones y polémicas que con cierta frecuencia desembocan en un parto de los montes.




































[ARCHIVO DEL BLOG] ¡Gracias, Grecia! [Publicada el 20/02/2013]












Que un vídeo hecho por cuatro gilipollas en el que los susodichos hacen el ídem delante de otros ocho gilipollas y colgado en YouTube alcance éxito mundial gracias a ocho millones de gilipollas que lo ven, ya no es noticia; por el contrario, es lo habitual. Es la servidumbre de las redes sociales abiertas e indiscriminadas, ¡y que dure, a pesar de ello! 
Que alcance casi medio millón de visitas en una semana otro realizado por alumnos y profesores de un instituto de enseñanza media español sobre la cultura y la civilización griega, sí que lo es, o al menos debería serlo aún más.
Me estoy refiriendo, por si no lo saben, al vídeo realizado por profesores y alumnos del Instituto de Enseñanza Media "Ingeniero de la Cierva" de la ciudad de Murcia, en colaboración con la asociación de profesores murcianos de latín y griego, que se ha convertido en noticia y ha recibido cientos de miles de visitas en los escasos días que lleva puesto en YouTube. Muchas miles de ellas de griegos, dando las gracias por el reconocimiento que en el mismo se hace a la herencia dejada en España y en Europa por la antigua Grecia.
Cuando desde las altas instancias de la administración educativa, con el propio ministro del ramo y su secretaría de Estado al frente, se dicen las barbaridades que se dicen sobre el valor de las Humanidades en los currículos escolares (pueden leerlas en el enlace anterior), se agradece cualquier gesto. La pretensión del gobierno del PP y de buena parte de la derecha europea de convertir a nuestras jóvenes generaciones en simples "oludis" (objetos laborales de uso discrecional) sin alma, sin cultura, sin capacidad de raciocinio, resulta ya tan evidente que cualquier gesto en su contra, por humilde que sea, se convierte en una hazaña. Y la de estos chicos y profesores murcianos, lo es. Como ellos, y con ellos, yo también me sumo a su grito: ¡Gracias, Grecia, por habernos dado la civilización! Sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt


















sábado, 2 de diciembre de 2023

De Henry Kissinger






Henry Kissinger: lector, estratega y celebridad
RAUDEL ÁVILA SOLÍS
30 nov 2023 - Letras Libres - harendt.blogspot.com

Henry Kissinger, el político e intelectual más polémico de nuestro tiempo, acaba de morir a los 100 años. En meses recientes, las revistas y periódicos más prestigiosos de la prensa occidental han publicado infinidad de artículos sobre su vida y obra para discutir su centenario; desde las revistas de la izquierda más ortodoxa y rancia como The Nation o Jacobin condenando categóricamente al personaje, hasta el semanario Der Spiegel, celebrando el origen alemán de Kissinger, pasando por el análisis de periódicos más serios como Financial Times, Le Monde y Washington Post. Desde luego, las publicaciones y think tanks especializados en temas internacionales como Foreign Affairs, The Economist, Foreign Policy, el Council on Foreign Relations o el Atlantic Council también se dieron una fiesta con mesas redondas, coloquios y ponencias para discutir el legado de quien probablemente fue el más controvertido ex secretario de Estado de Estados Unidos y premio Nobel de la Paz.
Fue una lluvia de reflexiones muy provechosas para tocar una inmensa variedad de temas en las relaciones internacionales. La izquierda se pronunció para satanizar una vez más al “arquitecto del golpe de estado en Chile” y “al genocida de Vietnam”. Por su parte, los académicos de la escuela realista homenajearon al exponente más destacado de la realpolitik, al teórico del equilibrio entre las potencias que estableció relaciones entre Estados Unidos y China. Finalmente, los políticos evitaron pronunciarse en términos morales y optaron por contratar sus servicios como consultor (uno de los más caros del planeta) para hacerse fotografiar con él, y aparentar un conocimiento e interés por la política mundial que casi nunca tienen, pero que los reviste de un aire de estadistas sofisticados. Kissinger era el ajonjolí de todos los moles, a quien todos citaban para figurar como conocedores de política exterior. En este texto quiero pasar revista rápidamente a las tres dimensiones de Kissinger: el intelectual, el político y estratega de política exterior y el consultor como celebridad.
Nadie que haya pasado por los cursos de la doctora Soledad Loaeza en El Colegio de México puede olvidarlos. En su mejor momento, la cátedra de Loaeza sobre historia de Europa hacía gala de erudición, cultura, rigor intelectual y elegancia. En su lista de lecturas obligatorias hubo una que dejó en mí una impresión indeleble: Un mundo restaurado: la política del conservadurismo en una época revolucionaria.
Es la tesis doctoral de Kissinger que se convirtió en libro y se consagró como obra maestra para explicar las negociaciones diplomáticas posteriores a las guerras napoleónicas. Kissinger no nada más era un intelectual de primer orden, que explicaba con facilidad los intríngulis del Congreso de Viena, sino un escritor de prosa envidiable; un ensayista dotado de recursos literarios de los que muy pocos historiadores disponen. Por sus páginas desfilaban cual personajes de novela estadistas de la talla de Castlereagh o Metternich. Ese libro constituyó para mí un hallazgo fascinante: se podía escribir muy bien, pero con conocimiento profundísimo de la política mundial, aportar interpretaciones originales y arrojar luz sobre la vida pública contemporánea. La obra me descubrió una veta intelectual riquísima en el estudio biográfico y psicológico de los grandes estadistas mundiales, así como su manejo de la política exterior. Y, aunque el sistema internacional estaba marcado por la anarquía propia de la ausencia de una autoridad mundial, eso no significaba que fuera imposible conseguir la paz mediante el equilibrio de intereses entre potencias. Para eso, pensé, estudiaba uno relaciones internacionales. Para lograr una visión de conjunto de la política mundial como la de Kissinger. Dicen que Víctor Hugo gritaba a los seis años “yo quiero ser Chateaubriand o nada”. No dudo que muchísimos estudiantes de relaciones internacionales hayan pensado alguna vez “yo quiero ser Kissinger o nada”.
En otro curso de la licenciatura leí completa su monumental Diplomacia, uno de esos libros que constituyen un curso semestral por sí mismos, cuyas observaciones lo persiguen a uno durante años y años. Es, como su nombre lo indica, una voluminosa historia mundial de la diplomacia, pero aderezada con las reflexiones de Kissinger que complementan la mera reconstrucción historiográfica. Es muy superior al otro libro del mismo título escrito por el egregio diplomático británico Harold Nicholson. La obra de Kissinger seguirá siendo parte de los cursos de estudiantes de relaciones internacionales durante los años por venir y tardará mucho tiempo en ser superada, ya sea en enfoque o en alcance.
Durante mi vida profesional seguí topándome con los libros de Kissinger. En el tiempo que participé como asesor de la Presidencia de la República, los libros China y Orden mundial de Kissinger desataron importantes debates a escala internacional. Debates restringidos a ciertos círculos, claro está, pero muy significativos a la hora de considerar el futuro de la política exterior. En ellos, Kissinger ya plantea sus inquietudes sobre el acuerdo que deberá establecerse entre las dos grandes potencias de nuestro tiempo: Estados Unidos y China. Vuelve a sus clásicos y propone, igual que en Un mundo restaurado, la prioridad de alcanzar el equilibrio de intereses entre estos dos gigantes. Cualquier arreglo entre los grandes es preferible a las destructivas consecuencias de su pleito, parece dar a entender Kissinger. El orden mundial del siglo XXI ya no podrá estar regido exclusivamente por Estados Unidos, pero tampoco estará marcado necesariamente por su declive. Consecuentemente, dentro de la rivalidad y competencia natural por la hegemonía económica, la convivencia armónica entre norteamericanos y chinos es indispensable. De otra manera, la humanidad se expone a una guerra de proporciones desconocidas y posiblemente, a la extinción.
Estos libros fueron exhaustivamente reseñados en la prensa mundial por gente de la talla de Hillary Clinton o Jonathan Powell, el ex jefe de gabinete de Tony Blair. Powell en particular criticaba el enfoque personalista de Kissinger. Kissinger cree que la diplomacia del siglo XXI puede funcionar igual que la del siglo XIX, pero pasa por alto que ya existen otros actores como las transnacionales, las ONG, las redes sociales, la opinión pública internacional y que los gigantes digitales tienen tanto o más poder que el Estado. No se trata de que ya no tengamos estadistas y diplomáticos, dice Powell, es que ya no tienen el mismo poder ni protagonismo que antes. No basta con una cumbre de los titulares de gobierno de las mayores economías del mundo, es insuficiente para resolver problemas de la dimensión que enfrentamos. Es la crítica más atinada y constante a la doctrina realista de las relaciones internacionales: el Estado ya no lo puede todo. Y sin embargo, se mueve. Sin esas cumbres, sin el encuentro y el cultivo de relaciones y conversaciones presenciales entre líderes de las grandes potencias, sabemos que todo lo demás fracasará. A pesar de los avances de las telecomunicaciones, nada se compara con una charla cara a cara entre jefes de estado. Por eso el enfoque de Kissinger mantiene vigencia y lo siguen leyendo aún sus críticos.
Ya en su última etapa, Kissinger publicó dos libros fascinantes en los que parecía dialogar con la crítica. El primero de ellos, The age of AI and our human future, es un libro en coautoría con Erich Schmidt y Daniel Huttenlocher sobre los peligros y oportunidades de la inteligencia artificial. En otras palabras, un reconocimiento de Kissinger de que los gigantes digitales tendrán la palabra en la definición del futuro de la humanidad. Schmidt fue director ejecutivo de Google, y en algún punto de la conversación Kissinger le pregunta: “¿de verdad nunca pensaron en la preocupante posibilidad de que sus modelos de inteligencia artificial se utilizaran para fines bélicos?”. Schmidt torea la pregunta y evade una respuesta contundente, pero lo sorprendente es que parece ser que no, de hecho, nunca lo consideraron. Kissinger logra evidenciar la falta de visión del mundo de los más grandes inventores de nuestro tiempo. En otra época, los gigantes de la ciencia y la tecnología tenían una conciencia y una formación humanística de la que hoy carecen. Piense usted en Einstein o en Oppenheimer, el recientemente biografiado por Hollywood. Los innovadores de la actualidad no parecen percatarse de las implicaciones humanas de lo que hacen.
Por eso, en el que sería su último libro, Liderazgo: seis estudios sobre estrategia mundial,Kissinger volvió a insistir sobre su tema favorito: los grandes líderes. Ya no se ocupa de sus figuras históricas predilectas, sean Richelieu, Bismarck, Castlereagh o Metternich. Habla de los grandes estadistas que trató en su vida y las lecciones de liderazgo que aprendió de ellos: Konrad Adenauer, Charles de Gaulle, Richard Nixon, Anwar El-Sadat, Lee Kuan Yew y Margaret Thatcher. Esta obra de Kissinger no aporta información nueva o desconocida sobre ninguno de estos personajes. Su mérito reside en otra parte. En la conclusión del libro, después de la reconstrucción de la trayectoria política de cada estadista, Kissinger se pregunta cómo se formaron. Cómo desarrollaron esa visión de Estado, ese sentido político que trasciende la coyuntura. La respuesta es asombrosa por simple: leyendo. Todos ellos eran grandes lectores, con capacidad de concentración en grandes libros de historia, literatura y filosofía. No las novelas de aeropuerto de las autoras contemporáneas, ni los libros de coyuntura política de los analistas de moda. No, se refiere a las grandes obras de la literatura y el pensamiento universal. Hombres y mujeres con capacidad de abstracción y perspectiva histórica, eso que no permite la inmediatez de nuestra época. Tan diferentes como fueron entre ellos, todos venían de una clase media lectora. Una conciencia del pasado, presente y futuro que no puede construirse en las redes sociales. La preocupación de Kissinger se resume más o menos en que nuestra época, sustentada en las redes sociales, “está llena de influencers, pero no tiene líderes.” Y sin líderes, sin gente capaz de ver más allá de lo inmediato o reaccionar con mayor detenimiento y reflexión ante el peligro, la humanidad no podrá enfrentar los riesgos de extinción que se ciernen sobre ella. La prudencia es resultado de la reflexión.
El estratega de la política exterior. Todo el mundo sabe que Kissinger fue consejero de Seguridad Nacional y secretario de Estado de los presidentes Nixon y Ford. Lo que no todo el mundo sabe es que ya desde su etapa como académico en Harvard hacía política en los pasillos de la Casa Blanca. Lo mismo con el presidente Eisenhower o Kennedy que con los más recientes, como Bush padre, Clinton y probablemente Obama, en tanto que siempre fue consejero de Hillary Clinton. Es difícil imaginar que en la administración Biden nadie haya buscado su opinión. Durante décadas, Kissinger se convirtió en un auténtico gurú de las relaciones internacionales, ya no por su prestigio académico o intelectual, sino por haber sido artífice del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y China, las dos naciones decisivas de nuestro tiempo.
Los críticos de Kissinger se concentran en menudencias como que en su juventud fue demócrata y luego se pasó al partido republicano cuando así convino a sus intereses. Los estudiosos serios enfatizan más bien su capacidad para ofrecer recomendaciones de Estado, útiles con independencia de cuál bando ideológico ocupara el poder. Y es que Kissinger sirvió lo mismo para diseñar propuestas de política exterior de Estados Unidos que para fungir como puente secreto o público con jefes de estado de otras naciones, todo esto sin necesidad de ocupar un cargo público. Los presidentes y los gobiernos solicitaban sus servicios con nombramiento oficial o sin él. La red de amistades y conexiones que Kissinger tejió a lo largo de las décadas no tiene paralelo en el mundo de la política internacional. Quienes no lo conocían querían conocerlo. Quienes no confíaban en el gobierno estadounidense en turno exigían un canal de comunicación vía Kissinger.
Ahora bien, Kissinger no se formó en el vacío. Fue parte de una tradición de grandes secretarios de Estado norteamericanos que uno puede trazar desde William Henry Seward, secretario de Estado de Lincoln, hasta Madeleine Albright, pasando por Dean Acheson y James Baker. Es parte de una herencia que se extiende desde los albores de la república estadounidense con diplomáticos de la talla de Benjamin Franklin hasta, muy cerca de nosotros, Richard Holbrooke. Por eso, su libro Diplomacia está dedicado no a su pareja, a sus padres o a sus hijos, sino a los integrantes del servicio exterior estadounidense. Esto habla más de la grandeza de la república de ese país que de los muchos méritos de Kissinger. ¿Cuántas naciones del mundo nombrarían como consejero de seguridad nacional o jefe de su diplomacia a un hombre nacido en otro país? Kissinger, como Madeleine Albright, no nació en Estados Unidos. No obstante, ambos eran las personas indicadas para el cargo, meritocracia al más puro estilo liberal.
Si uno suma la riqueza de la tradición diplomática de estadounidense con el talento propio de Kissinger, obtiene una mezcla fascinante. Un político con fama de maquiavélico, siniestro y hasta “genocida”, según la izquierda. Un estratega internacional con fama de imbatible según sus exageradísimos aduladores. Era, en mi opinión, un gran lector. Cuando hace la descripción de lo que tienen en común los grandes estadistas de su libro Liderazgo, Kissinger parece hacer una descripción de sí mismo. Si a eso le sumamos sus innumerables viajes por el planeta y sus grandes interlocutores, es más fácil entender con qué tipo de personaje estamos tratando. Raymond Aron confiesa en sus memorias cierta envidia hacia el “joven Kissinger”, quien le llamaba “maestro”, pues las ideas de Kissinger siempre salían de las páginas de los libros y lograban convertirse en políticas públicas adoptadas por los gobiernos. ¿No es esa la aspiración encubierta de todos los intelectuales?
Kissinger disponía de un sentido práctico asombroso. Realista, dicen unos, cínico, dicen sus malquerientes. En la mejor tradición weberiana, para él la ética que cuenta es la de los resultados. Se trata de mantener la paz y los equilibrios globales. Nada más. A él no le interesa la política de planeación urbana del saneamiento de parques y transporte público. Como decía Charles de Gaulle, “el estadista se ocupa de la política exterior, la administración pública es para los empleados de intendencia.” Kissinger tuvo esa capacidad de la cual disponían los políticos de otras épocas para olfatear las costumbres y el estilo de cada pueblo. Cuando analizaba o trabajaba con otro país, entendía su ethos y se sumergía en su historia antes de tratar con sus dirigentes. Procuraba derivar una comprensión del interés nacional y estratégico de los aliados y rivales con la misma precisión con la cual analizaría los de Estados Unidos. Sabía detectar con exactitud las fortalezas y debilidades de sus interlocutores para negociar con mayor destreza. Es verdad que su conexión con el Departamento de Estado y la red universitaria norteamericana, la mejor del planeta, ponía a su disposición una serie de recursos analíticos a los que muy poca gente puede acceder. ¿Quién se negaría a tomarle una llamada a Henry Kissinger? Solamente los así llamados intelectuales de la izquierda latinoamericana.
Cierto que su relación con los intelectuales públicos de Estados Unidos tampoco fue la más afortunada. Repudiado moralmente lo mismo por Gore Vidal que por Cristopher Hitchens, el desprecio que les inspiró el político realista no es suficiente para descalificar al autor de libros trascendentes, pero los impulsó a manchar una reputación y una influencia que secretamente anhelaban para ellos. Se dice que es una fortuna que Tucídides y Maquiavelo fracasaran en sus carreras políticas personales, pues de otro modo no hubieran escrito obras tan valiosas. Sin embargo, Kissinger fue exitosísimo en la política y sus libros seguirán leyéndose mucho tiempo después de su muerte, lo mismo por estudiantes y especialistas en relaciones internacionales que por lectores interesados en la historia y estrategia diplomática. No nada más sus libros: la gente estudiará su biografía y sus documentos como funcionario para entender mejor el secreto de sus exitosísimas gestiones internacionales. Ya está ocurriendo con destacadísimos historiadores de la talla de Niall Ferguson, quien está escribiendo la biografía de Kissinger en varios tomos.
El consultor como celebridad. En las últimas décadas, la fama pública y privada de Kissinger se cimentó sobre su labor como consultor internacional, una ocupación que le reportó decenas de millones de dólares en ganancias. Pocos políticos han transitado tan lucrativamente del sector público al privado con clientes en todo el planeta. Tanto es así que su modelo ha sido más o menos imitado por otros de sus sucesores, como la propia Madeleine Albright. No se trataba de un servicio de consultoría al estilo de las consultoras tercermundistas, meras gestoras de tráfico de influencias. Kissinger, desde luego, explotaba su red de relaciones en diferentes países, pero particularmente ofrecía sus conocimientos para diseñar modelos de política exterior acordes a la circunstancia mundial contemporánea. Se dice que se las arregló para venderle sus servicios incluso a rivales estadounidenses tan significativos como Rusia y China. De nuevo, se proponía a sí mismo como puente de comunicación entre competidores y hasta enemigos internacionales.
Entre quienes presumen fotografías con Kissinger en la actualidad se cuentan lo mismo Angela Merkel que otros consultores que pretenden imitar su éxito como estrategas globales. Los reporteros de la prensa internacional, sea de The Economist o Financial Times, se peleaban por entrevistarlo y acudían en la fecha y hora que se les indicaba a sus oficinas en Nueva York o en cualquier otro lugar del mundo para conseguir un encabezado con una cita suya sobre la política internacional de nuestros días. Kissinger no era nada más un consultor, sino una celebridad. A pesar de su crítica constante de los influencers de las redes sociales, él mismo fue un influencer de los medios masivos de comunicación. Es cierto que en últimos tiempos esa influencia había disminuido. También es verdad que con el tiempo aparecieron numerosos competidores para sus servicios, pero el hecho es que la suya fue la figura del consultor mediático por excelencia. Son muchísimos los ex presidentes y ex jefes de gobierno que ya quisieran un porcentaje de la fama, y sobre todo, de las ganancias como consultor que Kissinger facturaba cotidianamente.
Desde luego que esto plantea numerosos dilemas éticos para los estudiosos. ¿Qué tan en serio pueden tomarse las palabras de un intelectual que hace negocios con un gobierno u otro al declarar cualquier cosa? Y es que ahí está el secreto de su éxito comercial también. Cuando opinaba en cualquier foro de la alta política o los negocios, Kissinger transmitía la impresión de ofrecer recomendaciones imparciales por el bien de la estabilidad mundial. Los más avezados observadores sabían que esto no siempre es verdad, pero subrayo, únicamente los más avezados. De paso, se las arreglaba para adornar sus declaraciones con algún detalle de erudición elegante. Una cita de Dostoievsky o Tolstoi si hablaba de Rusia, una referencia a algún acontecimiento sucedido a alguna dinastía china hace un par de milenios, cosas semejantes. Muy pocos tienen esos detalles en la actualidad, pues la cultura de Kissinger no es impostada ni pagada a sus colaboradores, sino un distintivo real del personaje.
Ignoro si Kissinger cobraba por los innumerables comentarios en la contraportada de libros de otros especialistas en relaciones internacionales o estrategia geopolítica. Las memorias de ex secretarios de Estado, las biografías de grandes estadistas internacionales (sea Bismarck o Lee Kuan Yew), las confesiones de ex ministros de Defensa o simplemente un nuevo tratado sobre la globalización y la estabilidad mundial aparecen hoy con sendos comentarios en cintillas, listones o impresos en la contraportada firmados por Henry Kissinger. Las grandes editoriales saben que eso es una garantía de ventas masivas. El artilugio comercial es tan evidente y abusivo que ya no sabe uno si Kissinger en verdad tenía tiempo de leer tantos libros. No obstante, es verdad que esas recomendaciones se vuelven guías de lectura para mantenerse al día en los temas trascendentales de las relaciones internacionales. No importa si son las opiniones del ex primer ministro australiano Kevin Rudd sobre el futuro de las relaciones entre Estados Unidos y China (The avoidable war: The dangers of a catastrophic conflict between The U.S. and Xi Jinping´s China) o las reflexiones del analista geopolítico Robert D. Kaplan acerca de la importancia de leer los clásicos de la tragedia griega para entender las relaciones internacionales (The tragic mind: Fear, fate and the burden of power). Todos por igual querían un elogio de Kissinger a sus libros o, de ser posible, una reseña completa.
En suma, Kissinger representó lo mejor y lo menos presumible de la cultura estadounidense en el mundo globalizado. La formación académica e intelectual de primerísimo orden propia de las mejores universidades del planeta, la experiencia política internacional al más alto nivel y también el negocio a toda costa y en todo trance. Fue también un ejemplo de la hegemonía intelectual, política, financiera y militar de Estados Unidos. Kissinger fue una figura imprescindible para la comprensión de nuestro tiempo. No sabemos si en cien años habrá quien siga leyendo a sus críticos. Estamos seguros, eso sí, de que quien quiera estudiar esta época deberá analizar la vida y obra de Henry Kissinger. Raudel Ávila Solís es historiador.








 





Del desamor cantado

 







Rosalía o la Jurado, no es el mismo amor
NURIA LABARI
02 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Desde que Rosalía apareció en los Premios Grammy Latinos cantando la mítica Se nos rompió el amor, que el maestro Manuel Alejandro escribió para Rocío Jurado, no he podido dejar de ver su actuación en bucle. Y de reproducir vídeos de la Jurado con la misma voracidad. Y cuanto más las escuchaba, más me costaba entender cómo dos cantos al desamor pueden llegar a ser tan distintos (y espléndidos) compartiendo un mismo texto. ¿Cuál es la diferencia entre las dos? Me pregunté si sería la voz, la música, la época o el talento de cada una. Y finalmente llegué a la conclusión de que la diferencia radical es el desamor del que cada una se duele. Porque si la Jurado cantaba el fin de su amor, Rosalía parecía anunciar el fin del amor para toda la humanidad.
La rotura del corazón es eso que le sucede al yo enamorado. Por eso el arte de la Jurado expresaba la desesperación, la angustia y el exceso de dolor como pruebas evidentes de que el ego no solo se había introducido en el relato amoroso sino que era quien tenía la voz cantante. Porque el desgarro amoroso no habla necesariamente del fin de un sentimiento sino, en ocasiones, de una herida en la vanidad narcisista. De hecho es de lo que se habla la mayoría de las veces en una cultura como la nuestra, que exalta el amor como una forma de consumo y de reconocimiento y que, precisamente por eso, está acabando con la posibilidad de sentirlo.
El amor del yo funciona como una forma de identificación social tan consolidada que lo más importante de la pareja es lo que dice de nosotros, como si fuera un accesorio. ¿Es lo suficientemente guapo para mí? ¿Lo suficientemente listo? ¿Lo suficientemente joven? ¿Ocupa la posición social adecuada para ser un espejo de la mía? Es decir, el amor no es un placer y un dolor de la vida, sino que en nuestra cultura se ha convertido en lo que mide el valor de la identidad de cada persona. Es por eso por lo que el yo de Rocío Jurado (o el de Shakira, por nombrar un sentimiento cercano) se inflama cuando canta hasta convertirse en un ego en llamas. Y en concierto.
Y de pronto aparece Rosalía con una interpretación que no admite el desgarro ni el exceso. Y que, sin embargo, nos desarma. Porque Rosalía se extingue sobre el escenario. Su canto es una aniquilación, solo que quien se duele esta vez no es el ego sino el ser. Un dolor sordo que nos hace recordar que ese amor apasionado y enfebrecido no era lo que pensábamos. Que a lo mejor, ni siquiera era amor sino una construcción social de los pies a la cabeza, una estafa. Rosalía nos recuerda que al amor se va con todo, con el riesgo y con el alma. Pero sentencia que ese salto de fe ya no es posible. Murió.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Retirarnos del amor? ¿Tener relaciones líquidas a lo Zygmunt Bauman? ¿Intentar el poliamor? Quizá sean maneras de intentar desvincularnos de una forma de amor ególatra, de ese amor que es, en realidad, un culto al yo y una autopista directa no solo al dolor, sino también a la falta de sentido. El duelo de Rosalía funciona pues como una toma de conciencia, capaz de advertirnos que tenemos el ego tan inflamado que el amor se nos ha roto, definitivamente, de tanto usarlo… O, como bien matiza ella, de no usarlo. Nuria Labari es escritora.












De la defensa de España

 






España defendida
ANA IRIS SIMÓN
02 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

España está en crisis diplomática con Israel a raíz de las palabras del presidente Sánchez. Palabras tibias que piden un alto el fuego donde debería pedirse el fin de una ocupación, que pretenden que Israel mate menos o mejor, pero reconociendo su derecho a matar, que hablan de “insoportable número de muertes” donde deberían hablar de genocidio, que equiparan a invasor e invadido. Y, sobre todo, palabras vacías que no incluyen ninguna medida de presión; todo lo contrario, acompañan millonarias compraventas españolas a la industria armamentística israelí. Pero, pese a todo, palabras necesarias en un Occidente donde casi nadie se atreve a la más mínima crítica a Israel, no vayan a acusarnos de terroristas. O peor aún: de antisemitas.
Los que hemos criticado la vergonzosa sumisión de Sánchez a Washington, a Rabat o a Waterloo, ahora debemos reconocer su valentía frente a Tel Aviv. Pero hay una derecha que no se entera de nada y dice que esta crisis diplomática es otra metedura de pata internacional del presidente, como cuando se cargó la tradicional buena relación con Argelia. No es cierto: la relación de Israel con España es mala desde tiempos de Franco. Sánchez la pifió con Argelia desoyendo la opinión de la ONU sobre el Sáhara, mientras que aquí se enfrenta a Israel haciendo valer el derecho internacional de la ONU.
Esa derecha que falsamente le acusa de desprestigiar a España en el extranjero está en buena medida comprada por el dinero sionista, cosa que callan mientras denuncian que la izquierda está financiada por Soros. Callan también ahora sobre lo que machaconamente habían bautizado como “cultura de la cancelación”, porque ya no es “la progresía” la canceladora sino los sionistas, que pretenden “cancelar” en España a políticos y periodistas. Primero fueron a por Belarra y no dijimos nada porque no somos de Podemos. Luego fueron a por Sánchez y no dijimos nada, porque no somos del PSOE. Pero, ¿quién quedará para decir algo sobre un Marruecos que se ha convertido en socio prioritario de Israel, o sobre los anglos, que mantienen su colonia en Gibraltar igual que sus socios israelíes mantienen sus colonias en Palestina, o sobre Puigdemont y los independentistas, que no buscan el favor de Rusia sino de Israel?
Nuestras derechas acabarán callando sobre todo lo que les pida Netanyahu, en vista de que no están siendo capaces de cerrar filas con y por España en un momento en que Israel está inventándose las gravísimas acusaciones de que estamos favoreciendo a Hamás. Y va más allá: dice que Hamás (una facción que solo opera en la región palestina) es lo mismito que ISIS o Al Qaeda (yihadistas de ámbito global) y, por lo tanto, o aplaudimos que Israel asesine un niño cada 15 minutos o acabaremos sufriendo las consecuencias en forma de atentados en Madrid y Barcelona. Estas palabras son, como mínimo, un desprestigio intolerable hacia España. Una amenaza en el peor de los casos, sabiendo que provienen de la patria del Mossad, expertos en bombardear a sus aliados en “operaciones de falsa bandera”. Como decía Quevedo, España ha de estar defendida “de los tiempos de ahora y de las calumnias de los noveleros y sediciosos”. La pregunta es quién está dispuesta a defenderla de todos ellos. Quién está dispuesto a ser patriota antes que político. Ana Iris Simón es escritora.













De Joker a Napoleón

 








Del alma de Joker al espíritu de Napoleón
OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
02 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Para Siegfried Kracauer, teórico asociado a la Escuela de Fráncfort, las películas expresan, si bien de manera confusa, nuestras preocupaciones y aspiraciones, revelando las fuerzas inconscientes que operan bajo la superficie de la vida social. Se estrena estos días Napoleón, la última película de Ridley Scott protagonizada por Joaquin Phoenix, que busca ofrecer un retrato del controvertido personaje histórico que mantuvo en jaque a Europa a principios del siglo XIX. La cinta ha generado críticas heterogéneas, especialmente en Francia. Más allá de su indiscutible calidad audiovisual y su discutible rigor histórico, podría afirmarse que el estreno de Napoleón encaja bien en los tiempos que vivimos. Estos contrastan con los que acompañaron al estreno de Joker en 2019, apenas un lustro atrás, cuando Joaquin Phoenix interpretaba al desquiciado Arthur Fleck en la precuela de Batman dirigida por Todd Philips. En Joker, Fleck acaba instigando una violenta revuelta contra los ricos de Gotham. Aquella fue para muchos la película del año y Phoenix recibió un Óscar por su magistral actuación. Durante esas fechas, se sucedían las protestas en todo el mundo —desde París hasta Santiago de Chile, pasando por Hong Kong y Beirut—. Con motivaciones distintas, económicas, políticas, de género, climáticas, en conjunto, expresaban un malestar global subyacente, larvado desde la Gran Recesión. Muchos de los afectados por los excesos de la globalización económica se identificaban con la historia de Fleck y, durante las últimas protestas de los chalecos amarillos en Francia aquel año, algunos de los manifestantes se maquillaron como el guasón en clara alusión a la película.
La pandemia y su gestión por parte de los gobiernos en todo el mundo desde marzo de 2020 pusieron fin abruptamente a esta efervescencia colectiva y sus posibles excesos. Durante décadas, se había anunciado el fin del Estado dada su aparente debilidad frente a los poderes económicos y financieros y, sin embargo, la realidad demostró que el Estado conserva el monopolio de la violencia y posee una capacidad de acción significativa. Los gobiernos se ampararon en él para controlar a las poblaciones en aras de la salud pública, utilizando frecuentemente medios autoritarios. A excepción del movimiento Black Lives Matter que cobró fuerza en el verano de 2020 y generó protestas antirracistas en muchos lugares del mundo, el clamor de las calles se ha convertido en un eco lejano, sustituido por el ruido de las armas y la retórica belicista.
La película de Scott alterna entre el personaje de Napoleón Bonaparte, su gradual ascenso a al poder y las múltiples batallas que dirigió. En un guiño a la teoría de Hegel, que veía en el líder de origen corso la encarnación del espíritu de su tiempo, podríamos interpretar el estreno de la cinta de Scott como el reflejo del particular espíritu que va imprimiéndose en el nuestro. Resulta tentador identificar en la particular dialéctica de la historia concebida por Hegel, y más tarde reinterpretada por Marx, algunas dinámicas propias de nuestro tiempo. Guardando todas las proporciones, podríamos asociar la Revolución francesa con los años de revueltas previos a la pandemia y la breve época del Terror, con su Ley de los Sospechosos, con la etapa de vigilancia sanitaria extrema en la que los Estados recurrieron al miedo para controlar a la población. Siguiendo con el paralelismo, el momento actual, en el que la ciudadanía, agotada tras la experiencia de los confinamientos y abrumada por nuevas dificultades económicas y geopolíticas, parece haber perdido el entusiasmo revolucionario es, pues, propicio al surgimiento de líderes o partidos que, como Napoleón, pretenden imponer el orden desde arriba y buscar la paz a través de la guerra. Esta propensión autocrática ya existía antes de la pandemia. La diferencia entre el mundo prepandémico en el que se estrenó Joker y el mundo actual en el que se estrena Napoleón es que el contrapeso que suponía la presencia en la calle de una diversidad de movimientos de emancipación y protesta ciudadana, desde el movimiento feminista hasta los chalecos amarillos, ya no está.
A pesar del leve toque woke que Scott le imprime a su película, al mostrarnos a un Bonaparte con una mirada desvalida ante una Josefina retadora —”tú no eres nada sin mí”— o visiblemente emocionado cuando habla de su madre, el universo napoleónico que emerge ante nosotros sigue siendo predominantemente masculino, atrapado en escenas de sangre, fuego y plomo. Aunque no estemos exactamente en ese contexto, se percibe en el momento actual la fragilidad de las transformaciones alcanzadas en materia de derechos para las mujeres, las minorías étnicas y sexuales. En poco tiempo, la defensa y la seguridad nacional han pasado a ocupar un lugar privilegiado en la agenda política y mediática de muchos países cuando no lo hacían hace apenas un lustro. No obstante, siguiendo la lógica hegeliana, esperamos, ojalá más pronto que tarde, presenciar el resurgimiento y la reorganización de nuevas voluntades colectivas emancipadoras que sean capaces de aprender de los errores pasados y logren nuevos consensos para una mejor convivencia y mayor bienestar de todos. Olivia Muñoz-Rojas es socióloga.