lunes, 27 de noviembre de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Pueblos, países y civilizaciones. Una lección de Historia. [Publicada el 27/07/2015]











Felipe Fernández-Armesto (1950) es un historiador británico, hijo del escritor y periodista español Augusto Assía (1904-2002) que ejerce como catedrático de Historia en la prestigiosa universidad católica de Notre Dame, en Indiana (Estados Unidos). El pasado mes de junio publicó un interesante artículo en el diario El Mundo, titulado "Un país no se mide sólo por su poder", en el que relataba la reflexión a la que le había obligado la oportuna pregunta de un alumno en clase. No lo dice así expresamente, pero tengo la impresión de que tanto la pregunta que le hizo ese alumno como su respuesta reflexiva venían motivadas por la crisis de Grecia, y generalizando bastante por mi parte, de la de todos los países del norte y el sur del Mediterráneo. «¿Cómo es que, profesor..., si esos pueblos mediterráneos -españoles, italianos, griegos- eran capaces de erigir grandes imperios y civilizaciones han terminado hundidos en el día de hoy y convirtiéndose en casos perdidos?» fue la pregunta de ese alumno.
La interrupción, dice el profesor Fernández-Armesto, me sorprendió, porque yo ni estaba pensando en problemas actuales. Hasta aquel momento, los grandes acontecimientos antiguos y medievales me tenían como embrujado. La prosperidad y la civilización -explicaba yo- nacen de intercambios económicos y culturales. El Mediterráneo, continúa diciendo, fue la cuna de una sucesión de grandes civilizaciones y grandes potencias: la griega clásica en la Antigüedad, seguida por la civilización romana; luego en la Edad Media las de la cristiandad latina y los califatos; y a albores de la Edad Moderna, las de la Italia Renacentista y de la Edad de Oro español. 
Y fue entonces, dice,  cuando ese alumno, Nathaniel, descendiente de una todopoderosa familia de empresarios farmacéuticos de Massachussets, interpuso su pregunta. En primer lugar, cuenta que le respondió, no hay que hablar de pueblos, sino de países. Ningún pueblo tiene un genio especial o privilegiado para desarrollar civilizaciones ni erigir imperios -ni los romanos, ni los españoles, ni siquiera los estadounidenses. Tales logros no proceden de dotes naturales, ni de genes, ni de características culturales supuestamente eternas, sino de los entornos medioambientales y de las circunstancias históricas. Y aun cuando aquellas sean relativamente estables, estas siempre son volátiles e impredecibles. 
Desde luego hay valores que valen más que ser rico y poderoso, continúo diciendo. España es un país infinitamente mejor ahora que cuando teníamos un gran imperio. Hacia finales del siglo XVI y principios del XVII, el mundo mediterráneo experimentó una época de decadencia relativa a las nuevas potencias del norte de Europa. Economías en desarrollo, con mano de obra más barata y productos a mejor precio, aprovecharon la oportunidad de vender en los mercados inflados del sur de Europa y del norte de África. La complacencia de los ya ricos cruzó con la competencia de los relativamente pobres. Los norteños hicieron más esfuerzo, los del mediterráneo menos. Los del norte exploraban rutas e iniciaron comercios por los océanos del mundo, mientras que los de sur quedaban metidos en prácticas ya tradicionales. En el norte abundaban recursos naturales poco explotados, mientras que en la zona mediterránea ya estaban medio agotados.
Después de la batalla de Lepanto, en 1572, según Fernand Braudel, el gran historiador del "mar nuestro", la preponderancia del Mediterráneo, decayó. Las nuevas potencias del siglo XVII eran Holanda, Suecia e Inglaterra, mientras que España, Venecia, y el imperio otomano cedían su predominancia anterior. Mientras que en el Renacimiento, añade, la mayor parte de las innovaciones estéticas e intelectuales atravesaban a Europa del sur al norte, las iniciativas de la Ilustración partían desde Edinburgo, Londres, París y Uppsala. Poco a poco, el mar que los hebreos antiguos denominaron «Mar Grande» se convirtió en un remanso atrasado.
España en los siglos veinte y veintiuno, a pesar de su papel modesto en las arenas mundiales, ha seguido produciendo a escritores, artistas, arquitectos y científicos de fama mundial. Si tenemos en cuenta nuevas formas de lo que ha venido a ser alta cultura, tales como cinematografía, cocina, deportes, diseño y moda, la aportación española ha sido desproporcionadamente fértil. Hemos dejado a pagar las batallas y los imperios, pero seguimos financiando la civilización.
No creas, Nathaniel, sigue diciendo que respondió a su alumno, que el nuestro sea un caso perdido. El concepto mismo de la grandeza, como todas las circunstancias históricas, se cambia con el tiempo, y ya nos está permitido otro tipo de grandeza que la de la época de los conquistadores. Ni creas tú ni ningún conciudadano tuyo de EEUU que la grandeza está garantizada. El mediterráneo no volverá a recuperar su historia antigua ni medieval, pero hoy en día compartimos nuestro propio "mare nostrum": el Atlántico del Norte, alrededor del cual los norteamericanos y los europeos occidentales congregamos para defendernos e intercambiar cultura -como lo hacían los griegos clásicos, o los romanos de la Antigüedad, o la civilización latina de la Edad Media, al borde de su mediterráneo. Y ese mundo del Atlántico del norte se halla ahora ante retos muy semejantes a los que desafiaron al mundo mediterráneo a raíz de la Edad Moderna. Hay economías en desarrollo en China, la India, y en otras zonas de Asia, África y Latinoamérica, donde los precios son más bajos, la mano de obra más flexible, los recursos naturales más abundantes y menos explotados, la competencia más aguda y la complacencia desconocida. Ten miedo, Nathaniel, concluye el profesor Fernández-Armesto, de que tus hijos no pregunten a un profesor: «¿Cómo es, profesor, que los estadounidenses que tanto alcanzaron con su imperio y su civilización en el siglo XX han terminado fracasados, y convirtiéndose en un caso perdido?». 
Como el profesor Fernández-Armesto afirma, yo también creo que España es hoy un país y una sociedad, a pesar de todos los problemas, infinitamente mejor de lo que era en esa edad de oro tan añorada por algunos en que no se ponía el sol. Muchísimo mejor, sin duda alguna. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt










domingo, 26 de noviembre de 2023

De una navajita en el bolsillo

 







Una navajita en el bolsillo
ELVIRA LINDO
26 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Esta historia es el esbozo de una novela que probablemente jamás será escrita. El protagonista es Lucas, hijo de una amiga escritora que vive en Nueva York. Si Lucas hubiera nacido en los años sesenta habría sido definido como inquieto, un poco impertinente, inconformista y peleón, pero como ha nacido en el siglo XXI y en Nueva York, a punto estuvieron de medicarlo en sus primeros años escolares para corregir su carácter indómito. Por fortuna, sus padres prefirieron encarar los inconvenientes de educar a un inconformista precoz. Lucas ha llegado a la preadolescencia con intereses muy relacionados con su meticulosidad: desea saber las leyes que rigen nuestras vidas, toca el violín con destreza y cocina con modos de gran chef. Desde niño nuestro héroe había estado obsesionado con tener una navajita automática, en parte porque sus padres les han inculcado, a Lucas y a su hermano, el amor a la naturaleza y en las excursiones veraniegas a Colorado se le fue despertando desde muy pronto un afán de explorador. Llevaba años pidiendo el chaval la dichosa navajita para su cumpleaños, pero su madre se resistía, por si al manejarla se cortaba. Las madres que hemos tenido hijos que maquinan aventuras que rozan el peligro o el desastre, sabemos del desgaste emocional que supone criar a un niño que siempre está a punto de liarla. Se trata, además, de criaturas tan empecinadas en sus deseos que planean sus hazañas en secreto, con una tenacidad que los convierte en sabios de saberes a menudo inútiles. Eso lo dirá la vida.
Lucas llegó a los 14 años sin navaja, pero descubrió que al lado de su escuela había una de esas tiendas neoyorquinas que son como diminutos bazares de maravillas. Allí brillaba esa joya que tanto anhelaba.
Buscó en internet las leyes que regían la compra del ansiado instrumento y, sintiéndose amparado por la ley, comenzó a ahorrar hasta reunir la suma necesaria. Una mañana, en la hora del recreo, va a la tienda y le pide al dependiente que le enseñe varios modelos. Los estudia, los sopesa como un profesional. Lo que no sabe Lucas es que una clienta está observando la operación con inquietud. Esa mujer, rigurosa defensora del bien, alerta rápidamente a la dirección de lo que ha visto y del aspecto del estudiante. No es difícil describir a Lucas: su indumentaria es la de un rapero, la de cualquiera de esos chicos que viven 50 calles más arriba, en Harlem. Cuando el niño, feliz de poseer el objeto tanto tiempo soñado, llega al colegio, ya lo está esperando el director que, tras comprobar que el arma está en el bolsillo del chico, le ordena recoger sus cosas e irse a casa. Irse a casa para siempre. Ni tan siquiera su madre podrá gozar de una reunión presencial. En un encuentro virtual le comunican que no quieren tener a un niño que puede atacar a otros o autoagredirse. Lucas se queda sin centro a final de curso. Le conceden, eso sí, el boletín de notas, pero lo dejan seriamente traumatizado. A menudo preguntará a su madre: ¿Pensaban que me iba a suicidar?, ¿creían que mataría a mis compañeros?
Las madres jamás claudican, por eso el mundo sigue girando. La madre de Lucas le pide al profesor de violín del niño que le permita asistirle en sus clases. Lucas se convierte así en ayudante del músico mientras prepara el ingreso en la escuela artística en la que ahora estudia. ¿Es este un final feliz? No tanto. Esta experiencia ha inoculado en el chaval una desconfianza hacia el mundo, la certeza de que puedes ser castigado con una crueldad implacable a pesar de ser inocente y que a cuenta de no ver contaminado su prestigio una escuela de ejemplares ciudadanos es capaz de confundir travesura con delincuencia. Y de esta manera esa buena gente pensará que hace algo por disminuir la terrible violencia que sacude un país lleno de almas solitarias que acumulan fusiles de asalto en los sótanos. Elvira Lindo es escritora.















De Podemos y el Cid

 






Podemos, el Cid de la política española
FERNANDO VALLESPÍN
26 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

La escena del traslado de la cartera ministerial de Igualdad a su nueva titular fue algo más que el seguimiento del rito. La presencia de las dos ministras de Podemos y el propio discurso de una Irene Montero al borde de las lágrimas apuntaban a algo más profundo. Había ganado la izquierda, pero en esa victoria perdía también Podemos. Su ministerio totémico, el más hiperpolitizado y ruidoso, daba paso a otro que seguramente estará marcado por una gestión más burocrática y convencional. De Podemos se podrá decir de todo, pero nadie puede afirmar que no murió con las botas puestas. Si es que ha fallecido, porque en política ya se sabe que nunca se puede decir nunca jamás. En todo caso, lo que ahora me interesa no es el posible futuro de esta formación, sino hacer un balance de su legado. Eso sí, dando por hecho que se ha convertido en casi marginal. Mi tesis aquí va a ser que Podemos ha vencido después de (casi) muerto, como El Cid. Bien es cierto que con la ayuda inestimable de su compañero de la entonces llamada “nueva política”, Ciudadanos. Si llegado el momento propicio, Rivera hubiera pactado un Gobierno con Sánchez —y si este hubiera aceptado— en estos momentos estaríamos en una situación bien distinta.
Podemos ha ganado porque la política española está ahora mismo justo en el lugar soñado por sus fundadores. En buena aplicación del catecismo de Laclau/Mouffe, el tablero político —este término también es suyo— escindido en dos, con una clara división nosotros/ellos, fortificada con el muro erigido dialécticamente por Sánchez en su discurso de investidura; sujeto además con la argamasa de la moralización, nosotros somos los buenos, ellos los malos. No hay posibilidad de transacción alguna con quien representa el mal. Fueron los arquitectos del bibloquismo antes de que alguien empezara a utilizar ese nombre. Y el bloque de izquierdas ha hecho suya además la predicción de Iglesias de que la derecha nunca llegará al poder mientras aquel tenga la posibilidad de pactar con los nacionalismos vasco y catalán. Hasta ahora todo se cumple.
Si fueron tan astutos, ¿qué es lo que falló? ¿Por qué no han podido ser ellos quienes recojan los frutos de esta estrategia que ha resultado tan exitosa, algo parecido a lo que le pasó al UKIP en el Reino Unido al triunfar el Brexit? Los jóvenes idealistas que en su día participaron de ese movimiento dirían que fueron las purgas internas y el hiperliderazgo de Iglesias. Yo sugeriría otra razón: nunca fueron un partido propiamente dicho. Toda esa miríada de grupúsculos, círculos y confluencias regionales se correspondían bien con la pluralidad de sensibilidades que hicieron acto de presencia en España después del 15-M, pero carecían de un sustrato unificador sólido. Por eso resultó imposible el famoso sorpasso. Flor de un día, al final se imponen las inercias. Hasta el mismo 23-J, y sin negar la audacia de su líder, la fortaleza del PSOE se sustenta sobre una organización bien vertebrada territorialmente y enraizada en la identidad de una multiplicidad de votantes que siguen leales al partido, no necesariamente a quien lo lidera. Cuando se dice que en aquella agonía con Podemos, Sánchez salvó al PSOE, yo opino que fue al revés, fue este partido más que centenario el que salvó a Sánchez de la embestida podemita.
Lo que vino después con el acceso al poder de la coalición de izquierdas no hizo más que corroborar el contraste entre un partido cómodo con la gestión por su larga experiencia de gobierno, y otro diseñado para combatir al poder, no para ejercerlo. La dimisión de Iglesias como vicepresidente fue el comienzo del fin. Pero, ojo, ahora están en el lugar donde nadan mejor que nadie. Además, ya no tienen nada que perder. Fernando Vallespín es politólogo.












De la necesidad de hablarnos

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, del analista político Jorge Marirrodriga, va de la necesidad de hablarnos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











No podemos dejar de hablarnos
JORGE MARIRRODRIGA 
22 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

“Tenemos que hablar” es una frase normalmente incómoda de pronunciar a quien la profiere y portadora de malos augurios para quien la escucha. Una expresión a la que se recurre solo cuando todo –como dicen en Argentina— se ha podrido. La conversación política española es probable que ya esté cerca de ese punto, pero la social —que es la importante, porque sin ella la primera no es absolutamente nada— todavía no, y es fundamental que no llegue nunca a él.
En España hay dos grandes corrientes políticas, una más conservadora y una más progresista, cuyos representantes en casi todos los niveles —cada uno cargado de sus buenas razones, justificaciones y agravios que le ha hecho el otro— han optado por no escucharse, explicándonos a los ciudadanos por activa y por pasiva que es imposible entenderse con los otros por mucho que lo han intentado. No es verdad. Estas dos grandes maneras de entender la política han optado por vivir sordas y de espaldas. Puede que les resulte mejor —o peor— en su táctica cortoplacista en el ajedrez político, pero están obligadas a ser conscientes de que están causando un grave daño a la ciudadanía, porque están consolidando las bases de un alejamiento inaceptable y peligroso en la misma sociedad.
Que la presidenta de la Comunidad de Madrid llame “hijo de puta” al presidente del Gobierno, que este se carcajee desde la tribuna del Congreso del jefe de la oposición, que los diputados de Vox tras escuchar a su líder abandonen su puesto de trabajo —ojalá sus médicos no hagan lo mismo cuando les digan que les duele aquí o allí—, que los diputados independentistas utilicen un amenazante tono chulesco con quien acaban de firmar un acuerdo o que los disturbios ante la sede del PSOE se hayan convertido en una opción televisiva nocturna en vez de una película, son cosas que se celebran por una parte u otra de la ciudadanía según convenga. Así se explica que cuando un diputado de Podemos en su despedida del Congreso elogió a otro del PP, lo calificó de buena persona y le deseó lo mejor —y el aludido le devolvió esas buenas y sinceras palabras— aquello saliera en los telediarios. Resulta que la educación y el afecto en el Congreso son noticia. Eso sí, “somos un gran país”, repiten como un mantra todos los que han optado por no hablarse. Pues así no se demuestra. Es triste recordar lo obvio: se gobierna para todos los ciudadanos, los que te han votado y los que no, y los que aspiran a gobernar no pueden prometer hacerlo contra quienes no te votan. Aquí no es que quepamos todos, es que además nadie se va a evaporar por arte de magia.
Los españoles estamos dejando de hablarnos. Y sobre todo de escucharnos. Poco a poco han ido desapareciendo los foros donde personas de diferentes ideas coinciden para conversar —y escuchar, escuchar al otro— distendidamente. A universidades, asociaciones de todo tipo y medios de comunicación, entre otros, les toca jugar un papel inesperado pero fundamental: defender al discrepante, incluso en sus propios ámbitos. Es más: invitar a discrepantes para que sean escuchados. No porque esa sea su función, que desde luego no lo es, sino porque mientras las fuerzas políticas no asuman su responsabilidad y entiendan que “concordia” no es solo una palabra con la que salpicar cualquier discurso, esos ámbitos citados son casi los últimos reductos que quedan para que los ciudadanos puedan escuchar ideas con las que no están de acuerdo. Necesitamos escuchar ideas que no compartimos, respetar al que las dice y tener un poquito de humildad para admitir la posibilidad de que, a lo mejor, hay cosas en las que el otro lleva razón.
No se trata de culpar de todo a la clase política, pero esta no puede eludir su responsabilidad. ¿De verdad es más difícil para la socialdemocracia hablar con el centroderecha que con quienes dicen abiertamente que no aceptan la Constitución y que no quieren saber nada del resto de la sociedad? ¿De verdad el centroderecha considera una oferta de diálogo a la socialdemocracia un ultimátum modelo “o esto o nada”? A todos les encanta la expresión “afrontar los desafíos”, pero muchos nos conformaríamos con que hablaran seriamente sobre cómo arreglar los problemones que tenemos los demás, los que les hemos votado y los que no.
Lo grave es que esto ya no va de alta política, sino de relaciones personales. Va de la vida real, la que no sale en televisión ni llega por las redes sociales. Y que nadie diga que no hay precedentes porque tenemos dos buenos ejemplos. En muchas reuniones familiares del País Vasco, desde hace décadas, la conversación gira en torno al tiempo y a lo buena que está la merluza. En muchas de Cataluña, a raíz del procés, sucede algo parecido. Y está empezando a pasar en el resto de España. No podemos dejar de hablarnos.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Chomsky como humanista. [Publicada el 08/05/2019]









El lenguaje, para el lingüista estadounidense, es un módulo de la mente que crece y se desarrolla a partir de datos externos; un atributo que nos convierte en seres dotados para el pensamiento libre y creativo, escribe Ignacio Bosque, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de la Real Academia Española. 
Para muchos, comienza diciendo Bosque, Noam Chomsky es un conocido experto en política internacional que pone especial énfasis en el papel que ejerce en ella Estados Unidos (EE UU). Otros piensan en Chomsky como el inspirador de un tipo de lingüística caracterizado por la abundancia de fórmulas, reglas, complejos diagramas arbóreos y disquisiciones técnicas que requieren un elevado grado de abstracción. Seguramente muchos de estos últimos se habrán preguntado alguna vez: ¿es esto el lenguaje humano?; ¿es posible encontrar al individuo, al hablante, en tan descomunal despliegue de recursos formales?; ¿qué lugar hay entre ellos para el humanismo?
No es fácil responder a estas preguntas en unas pocas líneas, pero voy a intentar hacerlo. Cualquier momento sería oportuno para ello, pero este lo es especialmente, ya que se acaba de conceder a Chomsky el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA, precisamente en la especialidad de Humanidades.
El lenguaje se ha considerado siempre un fenómeno estrictamente social. Incluso se lo suele caracterizar como “un medio de comunicación”, como si pudiera ponerse en el mismo grupo que el telégrafo, el teléfono o Internet. Existen pocas dudas de que el significado de las palabras está condicionado por la historia y por la sociedad, pero esta visión externa o externalizadora del lenguaje nos oculta que es —a la vez, e incluso antes— el más importante atributo cognitivo de los seres humanos. Raramente caemos en la cuenta de que el lenguaje es el sistema interiorizado más rico y complejo de cuantos poseemos. Ciertamente, no lo usamos tan solo para comunicarnos. Lo empleamos ante todo para pensar lo que comunicamos, para construir razonamientos articulados, verbalizar sentimientos y expresar libremente cuanto somos capaces de concebir.
La facultad para hablar una lengua es una capacidad de los seres humanos, de modo que es natural preguntarse en qué consiste exactamente. Si el lenguaje es, como explica Chomsky, un módulo de la mente, una especie de órgano mental que crece y se desarrolla a partir de datos externos, podemos intentar averiguar sus propiedades, especialmente si pensamos en él como un complejo sistema combinatorio de unidades discretas que da lugar a un número ilimitado de resultados. Podemos intentar averiguar, en definitiva, qué hace que las lenguas humanas sean como son.
Estas preguntas son infrecuentes. De hecho, predomina abrumadoramente entre los hablantes la visión externalizadora del lenguaje, de la que se deduce que la lengua es uno más de los recursos que necesitamos para sobrevivir. Asumimos que hemos de aprender a respetar las leyes y a escribir correctamente una carta. Entendemos que existen infracciones al código circulatorio y al ortográfico; que hay comportamientos correctos e incorrectos en las relaciones sociales y en el uso del léxico. Cuando hemos de manejarnos [/FIRMA][/FIRMA]en otros idiomas, asimilamos este hecho al de familiarizarnos con otras costumbres o con otras legislaciones. Actuamos, en suma, como si la lengua constituyera uno más de los muchos sistemas ajenos que alguna institución nos impone y que hemos de dominar, nos gusten o no.
Para el hablante medio la lengua está en la sociedad, no en la cabeza. Hasta tal punto es así, que a muy pocos llamarían la atención las preguntas que constituyen el punto de arranque de la teoría del lenguaje desarrollada por Chomsky: ¿cómo es posible que una niña pequeña distinga el lenguaje articulado entre los millares de sonidos de otro tipo que percibe a su alrededor?; ¿cómo es posible que aprenda en tan poco tiempo a decir cosas que nunca ha dicho y a entender cosas que nunca ha oído?
Hoy sabemos bien que algunas de las respuestas que se han dado tradicionalmente a esas preguntas están equivocadas. Lo está, sin duda, la idea de que el niño aprende a hablar por imitación, o por simple asociación de unas expresiones con otras, o por asimilación del sistema lingüístico a otros sistemas cognoscitivos (aprender a contar, a deducir, a generalizar, etcétera). Si el niño aprendiera a hablar imitando a los demás, las máquinas de las que hoy disponemos deducirían las pautas correctas ante unos pocos miles de datos a partir de ciertos mecanismos inductivos. Pero nadie ha implementado nunca tales mecanismos, por la sencilla razón de que no existen.
Según Chomsky, los niños aprenden a hablar cualquier lengua porque esta crece en ellos de forma natural. La facultad del lenguaje es una especie de horma o de plantilla en la que puede encajar cualquier idioma. Las construcciones sintácticas que aprendimos en la escuela no son unidades primitivas, sino más bien resultados de combinar, de forma sistemática y restrictiva, elementos mucho más elementales y más abstractos.
Chomsky ha sido criticado a veces por no situar la sociedad en el centro de su teoría del lenguaje, lo que viene a ser algo parecido a criticar a un arquitecto por no hacerse urbanista. También ha sido criticado por establecer un corte radical entre el lenguaje humano y el lenguaje animal. Aunque algunos animales pueden asociar sonidos con significados, sabemos que no poseen más que una especie de “gramática de interjecciones”. Tampoco está dispuesto todo el mundo a aceptar que existe creatividad en el uso común de la lengua que no persigue fines estéticos, o que es posible abordar el lenguaje como un objeto natural, no solo como una entidad social. Al desvelar esa especie de cara oculta de la naturaleza del lenguaje, Chomsky nos lo presenta como nuestra más valiosa posesión, un atributo que nos convierte en seres dotados para el pensamiento libre y creativo, en lugar de moldeable o ajustado a esquemas preestablecidos.
Como hicieron Descartes o Kant, Chomsky ha puesto al hombre en el centro de su interés. Tiene, pues, pleno sentido que se otorgue un premio internacional en Humanidades a una de las personalidades que mejor nos ha ayudado a entender lo que nos hace humanos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













sábado, 25 de noviembre de 2023

De los poetas con fusil

 






Último verso en la trinchera: los poetas con fusil que murieron por un ideal
PACO CERDÀ
25 NOV 2023 - Babelia - harendt.blogspot.com

Con una mano empuñaban la pluma; con la otra el arma. Eran escritores, pero se soñaban guerreros; o mejor aún: héroes. Porque no temían a la muerte. Eran los últimos románticos. Y ahora, casi un siglo después, el escritor italiano Maurizio Serra los ha reunido a todos en El esteta armado (Fórcola), un ensayo que parece un álbum de cromos irrepetible de los poetas-guerreros que lucharon en la Europa de los años 30. Eran hijos espirituales de D’Annunzio, Kipling, Marinetti, Junger, Croce, Lawrence de Arabia y otros letraheridos exaltados. Vivían fascinados por las utopías. Atraídos por la épica de la tragedia. Por edad, se habían quedado sin luchar en las trincheras de la Gran Guerra. Sentían la nostalgia de lo no vivido. De una aventura idealizada en tiempos de exaltación patriótica, una era de sobredosis ideológica y de fascinación por estandartes y banderas. Por eso se lanzaron a poetizar los fascismos, el comunismo y la guerra. Muchos acudieron al frente. Especialmente, a España.
Cuenta Maurizio Serra ―biógrafo de Marinetti, de Malaparte y de Svevo― que la Guerra Civil española constituye un hito indispensable para comprender la profunda dimensión que alcanzaron aquellos estetas armados. Para entender al escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, ya cuarentón y harto de no poder arrimar su hombro por la patria, volando con la aviación francesa hasta matarse. Para comprender los poemas ebrios de honor del escritor británico W. H. Auden. Para meterse en la mente del poeta italiano Lauro de Bosis, el Ícaro antifascista capaz de escribir un texto titulado Historia de mi muerte poco antes de cumplir la llamada mística del sacrificio. Para penetrar en el alma comunista del novelista inglés Christopher Caudwell y su temprana muerte en el frente del Jarama con las Brigadas Internacionales. Para explicarse por qué la parisina Simone Weil desfilaba ―tan intelectual con sus gafas, tan comprometida con su valor― con la columna Durruti en España. O por qué el escritor alemán Klaus Mann, espantado por el nazismo, se integró en el Frente Antisfascista en la guerra de España y luego se alistó como sargento del Ejército estadounidense en la Liberación de Italia.
El embrión de todas sus historias ―y las de otros intelectuales como René Crevel, Christopher Isherwood, Stephen Spender, Stefan George, Ralph Fox, Iliá Ehrenburg, Davide Lajolo y muchos más cromos― hay que buscarlo en la Guerra Civil. Primero, dice Maurizio Serra, porque fue probablemente el último conflicto romántico de Europa. Luego, porque ese romanticismo les otorgó un papel destacado a los intelectuales, hasta el punto de bautizarla como la guerra de los intelectuales. Y, finalmente, porque el conflicto español acrisoló la necesidad de muchos escritores de pasar a la acción. De salir de las bibliotecas, de las redacciones y de los cafés. De ir a enardecer plazas con su retórica o a combatir al frente de batalla. De abandonar la ambigüedad y las posturas críticas, más propias del intelectual y la razón. “España ―explica el autor del libro a EL PAÍS― representó una encrucijada fundamental. Un fenómeno sin equivalente en el siglo XX, ni antes ni después. Eso demuestra que España, ajena a las dos guerras mundiales, fue sin embargo protagonista de la historia y la sensibilidad de nuestro tiempo”.
Resulta imposible resumir un libro de 500 páginas cuyo índice onomástico compila más de 800 nombres. Ecos de novelas, fragmentos de poemas, conexiones políticas, historias humanas; todos los hilos de una tela de araña intelectual donde muchos intelectuales iban quedando atrapados: muertes, suicidios, exilio, vidas truncadas; la bala en la sien, la autodestrucción. Este álbum de cromos cultural es el retrato coral de una generación perdida que inflamó a Europa. Unos jóvenes que echaron más leña a una hoguera voraz desde la cultura, jamás inocente y menos aún en los años treinta. Explica Maurizio Serra que, en aquella Europa maximalista, “la cultura despertaba pasiones que eran, a su vez, reflejo de su poder de ruptura. La cultura no conciliaba. No reconciliaba. Provocaba las reflexiones de unos y las contrarreflexiones de los otros. Pero acabó haciéndolo por medios inadecuados y con unos resultados desastrosos”.
Los 2.300 combatientes británicos que lucharon en la guerra de España escribieron y publicaron, entre todos ellos, 730 obras literarias”.
La hecatombe no fue solo para una Europa cada vez más desgarrada y mortificada. Fue calamitoso, también, para ellos. Para los poetas-condotiero. Todos ellos compartían la repulsa por una vida sedentaria y burguesa. Tenían inflamada la vena mística. Muy acusado el sentido del honor. Querían demostrar que ellos también sabían luchar. Que podían sacrificarse como el pueblo llano. Todo muy romántico. Sin embargo, la realidad los desmentía una y otra vez.
Contaba el escritor inglés Frank Jellinek cómo “Barcelona estaba abarrotada de intelectuales reflexivos que no tenían la menor idea de lo que estaba ocurriendo y ninguna cualificación en absoluto ni con la ametralladora ni con la máquina de escribir”. El autor de El esteta armado se formula una pregunta similar: “España, la República, la libertad, la revolución, ¿realmente necesitaban su sangre, sus músculos a menudo débiles, su puntería a menudo incierta, su entusiasmo y su espíritu de sacrificio, raramente compensados por su escasa aptitud para la disciplina militar y el combate?”.
Tal vez su mayor contribución a la guerra no estuvo en las trincheras, sino en el legado de su testimonio. Una investigación ha calculado que los 2.300 combatientes británicos que lucharon en la guerra de España escribieron y publicaron, entre todos ellos, 730 obras literarias, en su mayoría diarios de guerra. Un libro por cada tres combatientes. Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, en versión romántica. Otras veces, en versión más cruda. Más auténtica. Menos extasiada. Sin ese arrobo que nubla la razón.
Ese sentir realista quedó condensado en una frase que resumía el destino de aquella generación de jóvenes poetas con fusil al hombro. La frase era: “Where are the War poets? Killed in Spain” (¿Dónde están los poetas de la guerra? Asesinados en España). Eso recapitula el fracaso de los estetas armados. Sobre el terreno lo recogió Esmond Romilly, periodista antifascista y sobrino de Churchill. “Vine aquí ―escribió Romilly― porque me dijeron que había una revolución y, en vez de eso, ¡me he encontrado con una guerra en toda regla! Vine aquí para luchar contra los verdugos fascistas, no para que me convirtiesen en un imbécil vestido de militar”. Esmond sobrevivió a la batalla de Boadilla del Monte y su densa y peligrosa niebla. En cambio, unos años más tarde murió en la Segunda Guerra Mundial. Tenía 23 años. Su tío ganó la guerra.
En opinión de Maurizio Serra ―miembro de la Academia Francesa y ganador del Goncourt de Biografía―, es imposible comparar el papel de los intelectuales en aquel enfebrecido tiempo con el actual, salteado también por guerras y ardores ideológicos. “Las comparaciones son siempre difíciles e incompletas. Pertenecen más a la sociología que a la historia de las ideas, que es mi campo. Hablar hoy de estetas armados no creo que tenga mucho sentido”.
¿Qué les llevaba a hacerlo? Virginia Woolf, que perdió en la guerra de España a su sobrino favorito ―el poeta y crítico Julian Bell― intentó responder a esa pregunta. ¿Por qué tantos intelectuales se jugaban y perdían la vida en aquella década? “Creo que se trata de una fiebre en la sangre de los más jóvenes que no podemos entender”, dijo Woolf.
No iba en la sangre. Fluía, más bien, en las ideas y la emoción. En el ansia por una humanidad regenerada ―el hombre nuevo― y su entrega absoluta a un fin que diera sentido a la vida. En eso no hubo derechas o izquierdas. No era cuestión de Malapartes o Malraux. Hubo mesianismo compartido. La cultura no vacunó a aquellas plumas de los horrores abisales. Hubo poesía después de Auschwitz. También hubo poesía antes de Auschwitz para inflamar los horrores que lo precedieron. Hubo poetas, en los años treinta, que creyeron que ya no eran tiempos de papel impreso. Que sucumbieron en el fango de la trinchera más prosaica. Buscaban el absoluto y lo perdieron todo. Su amargo verso final. Paco Cerdá es escritor.












De la libertad de creación

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura para hoy, de la escritora Carmen Domingo, va de la libertad de creación. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com






Los lectores sensibles matan la literatura
CARMEN DOMINGO
20 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Hace dos meses, leí en este mismo periódico el siguiente titular: “El premio Goncourt choca con los ‘lectores sensibles’, desminadores de discursos incorrectos en la industria editorial”. Os confieso que quise pasar sin leerla, pero me pudo más la curiosidad.
Y, en efecto, lo que me temía, el fantasma de lo políticamente correcto se había colado en el Goncourt, ¡horror!
Os diré de qué estoy hablando. Kevin Lambert, uno de los candidatos este año a uno de los premios más prestigiosos de la lengua francesa, tras saber su nominación, no tardó en asociarla a su uso de sensitivity readers para escribir su novela. Los lectores de sensibilidad son unas figuras que nos llegan, no podría ser de otro modo, desde Estados Unidos —y Canadá—. En realidad, en el mundo anglosajón llevan años funcionando, y ha sido ahora al hilo del auge de la cultura woke, el Black Lives Matter, el Me Too y el transactivismo cuando han empezado a tener relevancia.
Lo políticamente correcto, aplicado a la literatura, o sea, la censura de toda la vida, pero vista con buenos ojos porque la ampara el movimiento woke.
Personas contratadas para ese puesto, ya sea por el mismo autor o por la editorial, que deben leer, antes de su publicación, un manuscrito en busca de posibles ofensas a minorías, raciales o sexuales, y sugerir cambios en el texto, eliminando palabras o expresiones que no estén bien vistas o que, por lo que sea, convenga evitar para hacerlo “políticamente correcto” y no herir sensibilidades. No confundamos con los lectores de confianza, esos que tenemos todos los autores cerca para que opinen, nos critiquen y comenten nuestro trabajo. Tampoco, que quede claro, son historiadores que te advierten de que se te ha colado una errata temporal; ni siquiera son filólogos dispuestos a corregirte ortografía y redacción. Los lectores de sensibilidad son censores de lo políticamente correcto.
Deben pertenecer esos lectores, claro está, a una de esas minorías oprimidas que, en caso de salir mal paradas, perjudicarán las ventas. En definitiva, hemos actualizado en versión progre al censor de toda la vida, puesto que el censor franquista era ni más ni menos que el “lector de sensibilidad del fascismo”.
Quizás podríamos pensar que esta nueva figura ayudaría a que se publicase una mejor literatura, pero la realidad es que el fin último es vender más ejemplares —siempre el dinero—. Su teoría comercial es que si no ofendes a nadie, tendrás más mercado. Atrás, hace mucho que quedó la calidad literaria; lo que importa es la cantidad… de dinero que genera un libro.
No os dejéis engañar, que lo intentarán, con que esto forma parte de la evolución, que las sociedades cambian y mejoran o que se trata de incorporar loables valores de inclusividad y diversidad a la literatura y de combatir la xenofobia, el patriarcado o la homofobia. Esta censura de lo políticamente correcto en la que vivimos no hace más que matar la creatividad, defender lo mediocre escudándose en la defensa de unas minorías cuyos derechos, obviamente, ya están legislados en el terreno real, pero que en lo etéreo, en la creación, no deberían imponer cortapisas.
¿Qué sería de las novelas de Bukowski, Philip Roth, Roald Dahl o Houellebecq, incluso de las de Sara Mesa, con el personaje de esa mujer que recurre al sexo para pagar un arreglo casero? ¿Actuarían los animalistas contra la Caperucita de Charles Perrault por matar un lobo? ¿Pasarían el filtro alguna de las protagonistas de Eva Baltasar? ¿Le hubieran editado a García Márquez Memoria de mis putas tristes? ¿Habría llegado a nuestras librerías el libro de Lionel Shriver Tenemos que hablar de Kevin? Ni que decir tiene que nunca hubiéramos leído Diez negritos, de Agatha Christie; ¿habrían acabado siendo Diez racializados? Bromeo, aunque de momento ya le han cambiado el título: Y no quedó ninguno.
Estos policías de la sensibilidad, creedme, no hacen más que lastrar la creación y la espontaneidad literaria. Y en cuanto puedes, las preguntas surgen a borbotones: ¿acaso ser políticamente correcto mejora una novela? ¿De dónde han sacado que la existencia de racismo en una novela es apología del racismo? ¿Recortar la libertad de los autores aplicando censura puede acabar dando un buen producto literario? ¿Acaso la irreverencia y la rebeldía no han sido la forma de hacer avanzar las artes? ¿No nos estamos preocupando más de no molestar y ganar dinero que de provocar?
De nuevo Orwell, en 1984, surge como visionario con su Policía del Pensamiento, que utiliza la vigilancia y a los informantes para controlar los pensamientos de los ciudadanos. No, no quiere matarlos, tan solo quebrarlos, “el control exhaustivo de todas las conductas de los individuos para que los mismos no se ‘desvíen de la norma”.
Aprovechemos las declaraciones de otro premio Goncourt, Nicolas Mathieu, a ver si pone un poco de sensatez a tanta tontuna con su llamamiento a los “escritores y escritoras” a “arriesgarse, sin tutela ni policía”. Pues eso, amigos, defended la libertad creativa, poco más que añadir.