lunes, 28 de agosto de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG ] Populismos. [Publicada el 26/08/2014]










El Diccionario de Política (Siglo XXI, Madrid, 1994) dirigido por Norberto Bobbio le dedica nada menos que once páginas de apretado texto a dos columnas a la voz "populismo", a la que define como aquella fórmula política por la cual el pueblo, considerado como conjunto social homogéneo y como depositario exclusivo de valores positivos específicos y permanentes, es fuente principal de inspiración y objeto constante de referencias. Para el populismo, dice más adelante, el pueblo es asumido como mito más allá de una definición terminológica, a nivel lírico y emotivo. El llamado a la fuerza regenerante del mito, y el mito del pueblo es el más fascinante y el más oscuro y al mismo tiempo el más funcional en la lucha por el poder político, concluye la entrada, está latente aun en la sociedad más articulada y compleja, más allá del orden pluralista, listo para materializarse en los momentos de crisis. 
Así pues, los populismos de derecha y los populismos de izquierda, apelan ambos al pueblo como algo homogéneo y sin fisuras ideológicas. El primero, apelando a una superioridad moral de valores del conjunto de ese pueblo personificado en una nación real o imaginaria. El segundo, apelando a esa misma superioridad moral, real o supuesta, en esta caso de una clase, la trabajadora, que por el mero hecho de serlo asume todo el protagonismo político.
En las entradas que dediqué hace unos días al pensamiento del filósofo italiano Norberto Bobbio, reproducía su argumentación de que las posiciones políticas de extrema derecha empujan a la derecha política clásica hacia el centro político. Y que por la misma razón, las posiciones políticas de extrema izquierda, empujan hacia el centro político a la izquierda clásica, resultando pues, para Bobbio, que es en el centro político (de izquierdas o de derechas), donde se hace posible el ejercicio de la política democrática.
En España, ahora mismo, el problema de la derecha, representada por el partido popular, es que no tiene a nadie más a su derecha que le empuje hacia el centro; a su derecha solo se abre el abismo de grupúsculos políticos sin la menor relevancia social o política. El problema de la izquierda española, representada por el partido socialista e izquierda unida, es que a su izquierda sí existe una izquierda populista y una izquierda nacionalista que, exacerbando el mito de la clase o el mito de la nación (supuesta, inventada o real) empuja a la izquierda posible hacia el lado contrario al de su ubicación natural, el centro-izquierda político, en la creencia de que es ahí donde se encuentra su electorado potencial. Creo que se equivoca. Y esa es la ecuación que la izquierda española tiene que resolver si quiere volver a ser opción de gobierno: decidir si están por el populismo, es decir, por el mito de la clase o el mito de la nación como algo homogéneo, o por el pueblo real como conjunto de ciudadanos, que conforman una sociedad plural con legítimas opciones diversas e ideologías diferentes que buscan vivir y crecer unidos en paz y armonía, incluso con lo que no piensan, también legítimamente, como ellos. Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt


















domingo, 27 de agosto de 2023

De los mundos compartidos

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Rafael Narbona, va de los mundos compartidos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Karl Jaspers: edificar un mundo compartido
RAFAEL NARBONA 
13 JUN  2019 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Karl Jaspers no es un filósofo de moda, pero durante la dictadura nazi se puso de manifiesto su extraordinario temple moral. Casado con una judía, se mantuvo a su lado, aceptando toda clase de penalidades, incluida la pérdida de su cátedra. Su vida es una confirmación de su filosofía: sólo es posible conocer lo que somos cuando nos enfrentamos con experiencias límite, como el sufrimiento, la culpabilidad o la muerte.
Karl Jaspers consideraba que, en la filosofía, lo esencial no son las respuestas, sino las preguntas. No todas las preguntas poseen la misma importancia. Entre las que consideramos esenciales, hay una que no se cansa de exigir una explicación: «¿Por qué existe el mal?» En una conferencia de 1935, Jaspers nos recordaba que –según Kant– el mal radical surge cuando la conciencia subordina el cumplimiento de la ley moral a la satisfacción de nuestras exigencias particulares de felicidad. El mal no es un objeto ni un hecho, sino una intención afincada en la dimensión inteligible de la condición humana. Su morada está en el fondo íntimo del ser personal. Karl Jaspers observa que la ley incondicionada de Kant es un principio carente de objetivación. La objetivación sólo se plasma por medio de una legislación positiva o, en un sentido trascendente, como amor a Dios, entendido como «la totalidad de mi amor, de donde dimana la posibilidad de amar todo lo que es ser verdadero y por el que nada se pierde, dado que cada partícula queda imantada hacia el sitio que le corresponde por su propio rango».
Hay en el mal radical un profundo nihilismo, una complacencia con la muerte, que incluye el desprecio del ser en todas sus manifestaciones. Hitler profetiza el fin de la humanidad si su «gran política» fracasa y Stalin, con una filosofía de la historia semejante, entiende que la muerte como fenómeno de masas no es un problema moral, sino una «cuestión de Estado» que no puede juzgarse en términos éticos sin incurrir en una reprobable ingenuidad. El Estado totalitario no legisla para garantizar derechos, sino para asegurar la supervivencia de una idea, el cumplimiento de una misión trascendental, que resolverá las contingencias del presente. Este planteamiento se ajusta a la definición kantiana de mal radical, pues afecta al principio del «querer». Hay una voluntad pervertida que ignora la norma moral, alegando la prioridad de una ideología, donde la humanidad –reelaborada por la política totalitaria– conseguirá al fin la felicidad. Una felicidad excluyente, pero definitiva.
No es un razonamiento original. De hecho, siempre se ha considerado que la realización histórica del bien no puede estar lastrada por consideraciones individuales. Lo infinitamente pequeño no puede condicionar la consumación de un proyecto político que afecta a generaciones enteras. El hombre sólo es un punto insignificante en la marea de la historia. No se condena a un gobierno por los accidentes sufridos en la consecución de los objetivos, sino por la meta obtenida. La razón respalda una forma de argumentar que despierta una repugnancia invencible en el terreno moral. Hay que aceptar, por tanto, que «la esencia del mal radical está en nuestra racionalidad, pero razón es también el fundamento del acto moral y razón es la visión de lo bello». Es lo que sostiene Jaspers al explorar las paradojas de la reflexión kantiana sobre el origen del mal radical y la posibilidad de sustraerse a ese querer negativo, donde el anhelo de felicidad posterga la obligación moral. No importa que, con un falso altruismo, se apele a la felicidad ajena o al bienestar de la humanidad. Es inaceptable aplazar o postergar el bien por una necesidad inmediata, que justifica acciones basadas en el desprecio de la vida. Este es el horizonte donde convergen Auschwitz, Hiroshima y las fosas de Katyn. La sangre de inocentes nuca puede ser el precio de un futuro más justo.
Auschwitz no pertenece a nadie, salvo a las víctimas que murieron entre sus alambradas. Se concibió como una fábrica de procesamiento de residuos, pero la connivencia de la tecnología industrial con el crimen sólo acentuó el desprecio por la vida. Auschwitz pretendió convertirse en un desagüe que limpiara el mundo de la imperfección y lo indeseable, pero si la derrota de Alemania no se hubiera producido, habría continuado su labor hasta vaciar el mundo y autodestruirse. Hitler se quitó la vida para no caer en manos del Ejército Rojo. Su suicidio era inevitable con independencia de los hechos. Pese a sus proyectos faraónicos, esbozados en las maquetas de Albert Speer, apenas podía encubrir la inanidad de su proyecto político, una distopía que se sostenía en un estado de excepción permanente. Para el totalitarismo, no hay inocentes. Quienes están al otro lado de la alambrada siempre son candidatos potenciales a la reclusión y el exterminio. El totalitarismo representa la muerte de la política, es decir, del diálogo con el otro, del entendimiento mediante la palabra. El yo necesita al otro para existir, expandirse y crecer. Fuera del diálogo –necesario, constituyente–, lo que resta ya no es humano. El mal radical es la antesala de esta situación, donde el «querer» se convierte en «padecer» y el verdugo se perfila como el último hombre, pues es el único que conserva la condición de sujeto en un sistema basado en una relación asimétrica con el otro. En una dictadura, el yo sólo se relaciona con el otro para cosificarlo, justificando de ese modo su dominación y aniquilación. La historia deviene en naturaleza, regresando a un estado premoral. Es el fin de la política, la actividad que ha rescatado al hombre del automatismo del instinto.
El primer paso de la política es reconocer el derecho del otro a la vida y a la libertad. La política es una creación estrictamente humana. Por eso, es un humanismo radical que combate la deshumanización de los regímenes totalitarios. Si Auschwitz representa el apogeo de lo inhumano, la concepción del hombre como absoluto moral implica fundir el ejercicio de la memoria con la esperanza de un futuro siempre abierto al diálogo y la diversidad. La recuperación del pasado no es mera arqueología, sino responsabilidad con la humanidad ausente. Si las víctimas caen el olvido, su dolor se hará banal. Habrán muerto para nada, pues no serán nada para los vivos. Los genocidios nacen con el propósito de destruir a comunidades enteras, borrando de la faz de la tierra su historia y tradiciones. Cualquier programa de exterminio incluye entre sus objetivos el idioma, la literatura, la arquitectura, la religión, las leyes civiles, los símbolos y los mitos. El propósito final es no dejar nada, revertir la historia hasta el extremo de borrar cualquier vestigio, logrando que no sobreviva ninguna prueba de que el pueblo masacrado alguna vez existió. La memoria debe mantenerse alerta, conspirar contra esa intención criminal, rescatando los restos que han sobrevivido a la voluntad de exterminio. Se trata de una especie de arqueología moral que intenta hacer justicia a los muertos. Para preservar los derechos de las generaciones futuras, hay que garantizar la presencia de las víctimas, frenando cualquier maniobra orientada a minimizar los crímenes y propagar el olvido.
La misión de la política es «edificar un mundo compartido», afirma Karl Jaspers. Sólo será posible mediante la palabra. La palabra permitirá avanzar hacia un mañana en el que «la dignidad humana coincidiría con la condición humana en la Tierra» (Hannah Arendt). En una época en la que el populismo y el nacionalismo han unido sus fuerzas, conviene releer a Karl Jaspers, que nos recuerda una y otra vez que lo más valioso del ser humano es su capacidad de hablar, razonar y amar.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Sic transit gloria mundi. [Publicada el 06/10/08]











"Sic transit gloria mundi" es una locución latina que significa literalmente: Así pasa la gloria del mundo, y que se utiliza para señalar lo efímero de los triunfos. El origen de la expresión parece provenir de un pasaje de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis(1380-1471) en la que aparece la frase "O quam cito transit gloria mundi" (Oh, qué rápido pasa la gloria del mundo"). Es una frase que se utiliza durante la ceremonia de coronación de nuevos papas, en donde en cierto momento un monje interrumpe el acto, muestra unas ramas de lino ardiendo y cuando se han consumido dice "Sancte Pater, sic transit gloria mundi" (Santo Padre, así pasa la gloria del mundo) recordando al Papa que a pesar de la tradición y la grandilocuencia de la ceremonia, no deja de ser un mortal. También se puede encontrar la expresión en muchos cementerios inscrita en la tumba de personajes famosos o populares en su época.
El economista e historiador Raimundo Ortega, publica en el último número de Revista de Libros un interesante artículo "Greenspan y la crisis financiera", en el que aprovecha, para hacer un sabroso comentario crítico de dos libros de reciente aparición: LA ERA DE LAS TURBULENCIAS. AVENTURAS DE UN MUNDO NUEVO, de Alan Greenspan, Ediciones B, Barcelona, y THE TRILLION DOLLAR MELTDOWN. EASY MONEY, HIGH ROLLERS, AND THE GREAT CREDIT CRASH, de Charles R. Morris, Public Affairs, Nueva York) y dejar constancia de sus propias reflexiones sobre la crisis del sistema financiero estadounidense. No digo que lo disfruten porque el horno no está para bollos, pero al menos sirve de reflexión, no cae en la demagogia y pone las cosas en sus justos términos. HArendt















sábado, 26 de agosto de 2023

Del secularismo nacional

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Bernat Castany, va del secularismo nacional. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Secularismo nacional
BERNAT CASTANY PRADO
21 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

El federalismo y el plurinacionalismo son dos propuestas legítimas para tratar de desactivar las disputas entre los nacionalismos —con y sin Estado, en este y en otros países—, que tanto nos distraen y desgastan. Mas son insuficientes, pues siguen manteniendo la idea de Estado-nación en el centro de la vida política. Por eso, si se impusiesen, los diversos nacionalismos en conflicto acabarían utilizándolas en su favor. No es fácil adivinar la alternativa que la historia, sin duda, acabará encontrando. Pero nada mejor, para vislumbrar el futuro, que remontarse lo suficiente en el pasado. Por ejemplo, al año 1594, cuando, tras ocho guerras de religión, el líder de los protestantes, Enrique IV, logró hacerse rey de todos los franceses, tras convertirse, con escándalo, al catolicismo. En mi opinión, el “París bien vale una misa” que se le atribuye no ­­debe ser visto como la cínica confesión de que sólo le importaba el poder, sino como la constatación de que la cohesión política de aquella sociedad no podía seguir basándose en la unanimidad religiosa. De ahí que él mismo firmase, en 1598, el Edicto de Nantes, que, autorizando la libertad de conciencia, dará inicio al proceso de sustitución del Estado-religión por el Estado-nación, en tanto que unidad política básica.
Siglos después, la transformación del nacionalismo en un credo teológico-político y la creciente heterogeneidad de las sociedades han hecho que la cohesión política tampoco pueda seguir basándose en la unanimidad nacional. Necesitamos, pues, un nuevo Edicto de Nantes, que defienda la libertad de culto nacional, y relegue los sentimientos nacionalistas a la esfera de lo privado. ¿Cómo? Mediante un proceso de secularización nacional, cuyo objetivo sería la separación del Estado y la nación en todas las partes. Lo cual parece imposible en estos tiempos de exaltación nacionalista. Pero nadie habla tanto de la salud como el enfermo, y el paradigma nacional parece una costra a punto de saltar, o de infectarse. Eso sin contar que, en el pasado, muchos creyeron también imposible separar a la Iglesia y al Estado, y al final se logró. Lamentablemente, pasarán muchas “guerras de religión” antes de que exploremos esta vía. Mientras tanto, podríamos tratar de promover otras formas de cohesión política, como la justicia social, que es una fuente de lealtad y de orgullo, o la democracia, que es un valor menos frío de lo que quieren hacernos creer. Y también dialogar, y a veces transigir, pues París bien vale una misa.