martes, 25 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Aquel agosto de 1968. [Publicada el 25/08/2018]










La Unión Soviética truncó la Primavera de Praga y demostró que no se puede destotalizar lo totalitario ni democratizar la no-democracia. El movimiento sucumbió, víctima del peso de sus propias paradojas. Eso fue lo que se llevó aquel agosto de 1968, comenta en El País la escritora española de origen checo Monika Zgustova. El 23 de agosto de 1968, comienza diciendo Zgustova, la disidente rusa Natalia Gorbanevskaya, junto con otros nueve opositores, estaba en la plaza Roja de Moscú para protestar contra la invasión de Checoslovaquia por las tropas soviéticas, que había sucedido dos días antes. Natalia llevaba una pancarta en la mano y otra en el cochecito de su hijo de un año, pidiendo la inmediata retirada de las tropas. Antes de que la policía secreta los detuviera, Natalia tuvo la oportunidad de ver un Volga negro que salía del Kremlin y cruzaba la plaza Roja. Dentro del coche oficial se encogía el líder de la Primavera de Praga, Alexandr Dubcek, vencido y aniquilado. El Volga se lo llevaba al aeropuerto para devolverlo a su país, con unas instrucciones bien claras de parar de inmediato su política de reformas. Al ver el rostro del líder checoslovaco, Natalia comprendió que nadie haría caso a sus pancartas y que lo seguro era que ella y sus compañeros acabarían como Dubcek. Ellos y Checoslovaquia entera.
Tengo delante de mí dos fotografías de Alexandr Dubcek; recuerdo haberlas visto en la prensa checa cuando era una niña de apenas diez años y vivía en Praga. En una de ellas, el líder checoslovaco, en 1968, salta de un trampolín a la piscina. En la otra hay un esbozo de sonrisa en un rostro tímido, indeciso, cándido. Ambas fotos me parecen presagiar lo que pasó durante la Primavera de Praga. Dubcek, el hombre más poderoso del país, se tiró a la piscina sin averiguar si estaba vacía o llena: permitió unas aceleradas reformas democratizadoras que no podían gustar a los dirigentes soviéticos bajo cuya tutela se hallaba Checoslovaquia. No pudo hacer frente a las exigencias cada vez más desorbitadas de un pueblo deseoso de democracia y acabar de una vez por todas con el totalitarismo que ya llevaba dos décadas instalado en el país.
Me crié en medio de ese espíritu de revuelta popular pacífica que fue la década de los años sesenta. La Primavera de Praga empezó con un simposio sobre Franz Kafka, escritor hasta entonces prohibido por las autoridades comunistas. Recuerdo que mis padres y sus jóvenes amigos discutían sobre libros de Milan Kundera y Bohumil Hrabal, seguían las obras de teatro de Václav Havel y las películas de Miloš Forman y Jirí Menzel que ya no estaban sometidas a la censura: la Primavera de Praga era un movimiento que empezó por la cultura. Además, mis padres y sus amigos debatían sobre el muy influyente manifiesto 2.000 palabras en el que el escritor Ludvík Vaculík pedía una profunda reforma del sistema. Durante mis paseos primaverales por la ciudad con mi abuela, en las plazas de Staré Mesto, acostumbraba a ver colas para firmar peticiones de más apertura.
El 21 de agosto del mismo año, de madrugada, a mi hermano y a mí nos despertó un ruido intenso. Corrimos hacia la ventana abierta y lo que descubrimos en la calle era una pesadilla. Por nuestra avenida, Francouzská, bajaban con enorme estrépito unos tanques soviéticos.
Tras el naufragio de la Primavera, quedó claro que las cosas no se pueden hacer a medias: no se puede destotalizar el totalitarismo ni democratizar una no democracia: el movimiento sucumbió bajo el peso de sus propias paradojas. La Praga invadida por los tanques soviéticos se llenó de polémicas sobre lo acontecido; entre ellas, la de dos prominentes escritores, Havel y Kundera. Con un pathos desacostumbrado en él, Kundera hablaba del destino trágico de los checos y del sentido que ese destino ofrecía universalmente a la posteridad: una lección sobre la esencia del socialismo real. Con un pragmatismo desdeñoso, Havel aseguraba que la invasión había sido el resultado de la mala gestión e inexperiencia de la clase dirigente de la Primavera de Praga, y de su incapacidad de prever las consecuencias de una política de abruptas reformas. En otras palabras, Kundera afirmaba: nuestra desgracia servirá para iluminar al mundo, mientras que Havel sostenía: no lo hemos sabido hacer bien y aquí están las consecuencias.
A mi entender, ambos acertaron. A Havel el futuro inmediato le dio la razón: Checoslovaquia quedaría otra vez bajo la tutela de la Unión Soviética y se convertiría en un país cuyo ambiente desangelado lo rompía únicamente el movimiento disidente Carta 77, guiado por los filósofos Jan Patocka (que lo pagó con su vida) y Ladislav Hejdánek, además del mismo Havel.
También Kundera tuvo su parte de razón, porque de acuerdo con su previsión, el golpe de gracia contra la Primavera de Praga fue un duro revés para la izquierda occidental. Bajo el impacto de la invasión soviética, que sacudió al mundo entero, los partidos comunistas occidentales iban a verse obligados a distanciarse de su discurso intransigente y prosoviético. Los partidos comunistas tuvieron que reciclarse profundamente porque si habían cerrado los ojos cuando la Unión Soviética reprimió con tanques y sangre la revuelta en Budapest en 1956, en la posguerra, no podían hacer lo mismo doce años más tarde. Además, dos décadas después, desde el imperio soviético, Mijaíl Gorbachov se inspiró en las reformas de aquella Primavera cuando ponía en marcha su perestroika; tampoco él tuvo suerte con sus reformas.
El presentimiento de Natalia Gorbanevskaya en la plaza Roja se cumplió. Brezhnev ordenó que Dubcek se retirara de la política, lo remplazó por Husák, un aparatchik a las órdenes de Moscú y Checoslovaquia experimentó 20 años de parálisis en todos los ámbitos. La mayoría de los grandes personajes de la cultura se exiliaron a Occidente, Kundera y Forman, entre ellos. Louis Aragon describió el nuevo escenario cultural como la Biafra del espíritu. El KGB envió a los compañeros de protesta de Natalia al gulag, a ella la sentenciaron a una reclusión forzosa en una clínica psiquiátrica o psijúshka donde se destruía el cerebro de los disidentes más peligrosos con drogas químicas. Encerrada en la psijúshka, Natalia no sabía que Joan Baez cantaba en sus recitales una canción que llevaba su nombre y así ayudaba a que el mundo tomara conciencia sobre lo que ocurría en los países que se hallaban al otro lado del Muro.
Cuando hablé con ella poco antes de su muerte en 2011, la lúcida Natalia me confesó que si la Unión Soviética de Breznev envió los ejércitos del Pacto de Varsovia para que Checoslovaquia —y antes Hungría— no se escapara de sus manos, también Putin habría hecho lo posible para retener a los países que fueron satélites del imperio soviético. Al aceptar a los países excomunistas en su club a pesar de ser unos miembros rebeldes y hoscos, la Unión Europea impidió el sueño de Putin de extender el dominio ruso hacia Occidente. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












De las identidades electivas

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Bernat Castany, va de las identidades electivas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.












Las identidades electivas
BERNAT CASTANY PRADO
23 JUL 2023 - El País

Cuando le preguntaron al mariscal Ferdinand Foch por qué no escribía sus memorias, respondió: “Porque no tengo nada que ocultar.” Lamentablemente, hoy en día abundan los políticos que no cesan de hablar de la identidad, para ocultarse entre sus ramas, o bajo sus raíces. Hablan de su identidad española, catalana, vasca o andaluza. Hablan de su identidad masculina, femenina, trans o fluida. Hablan de su identidad cristiana, musulmana, judía, blanca, negra o mestiza. Pero, en la mayor parte de las ocasiones, esas identidades tan grandes sólo son, como en el cuento de la Caperucita Roja, para comernos mejor… Y todos caemos en la trampa, pues somos como el dependiente del chiste, que, al oír que un cliente le pedía una “blrblrblá” de pipas, preguntó: “Una bolsa ¿de qué?” Y es que nuestra hipocondría identitaria nos lleva a abalanzarnos sobre nuestros adjetivos preferidos, como si tuviésemos la menor idea de lo que significa un sustantivo tan diferido como el de “identidad”. Pero, como dijo Vicente Huidobro, “el adjetivo, cuando no da vida, mata”. Lo cual, aplicado al caso que nos ocupa, cobra unas resonancias inquietantes. Pues son muchos los millones de sujetos que acabaron murieron por sus atributos. Siendo así que in principio era el sustantivo...
Si nos diésemos el tiempo de reflexionar, comprenderíamos que el concepto “identidad” es una madeja de paradojas. Porque preguntarse por la identidad es preguntarse por la identidad de la identidad; porque es un concepto invisible que se halla en la base misma de la gramática, de modo que es tan difícil hablar acerca de él como saltar más allá de nuestra sombra; porque es una palabra omnipresente, que significa cosas muy diferentes, según la manejen la lógica, la filosofía, la publicidad o la política; porque toda identidad está compuesta por elementos heredados y recreados; porque puede servir tanto para liberar como para dominar; porque puede entenderse a la vez como aquello que nos diferencia de los demás y como aquello que nos identifica con un gran número de personas; porque puede concebirse como una esencia inmutable dada de antemano o como una existencia resultante de nuestras acciones libres; y porque —¡paradojas de paradojas!— la idea que nos formemos acerca de la identidad, no sólo depende de nuestra identidad, sino que, al mismo tiempo, la condiciona. Como diría John Keats, no es posible destejer el arcoíris. Y, aun así, no son pocos los que se han adentrado en ese laberinto, y han sido devorados por el minotauro de la locura y el catoblepas del fanatismo.
¿Quiere decir esto que la identidad no existe, que es un mero constructo, o que sería mejor no hablar de ella? En absoluto —o en relativo—, pues afirmar tales cosa supondría lanzarse en paracaídas al centro del laberinto. Mas debo confesar que hubo un tiempo en que lo creí así. Como el lord Chandos de Hugo von Hofmannstahl, se me pudría esa palabra en la boca. Estaba encantado de haberme desconocido. Y concebía la identidad como una picadura de mosquito que debíamos abstenernos de rascar. Entonces tuve hijos. Y, aunque en un primer momento fantaseé con educarlos en una especie de anabaptismo identitario, consistente en no darles una identidad hasta que tuviesen la madurez suficiente para dársela ellos mismos, al cabo de un tiempo comprendí que, si yo no les hablaba de ello, otros estarían encantados de hacerlo por mí. Y que corría el peligro, tan frecuente, de morir por sobredosis de antídoto. Así que tuve que asumir que, aunque la identidad haya sido secuestrada, una y otra vez, en tanto que alma cristiana, espíritu nacional, empresa unipersonal o estrategia política, a las ideas importantes no se las abandona, sino que se las rescata, como a los hijos, a los amigos, y a los libros prestados... De modo que, como decía Samuel Beckett, es necesario seguir hablando.
Pero para não falar merda también es necesario recuperar una concepción sustantiva de nuestro ser, que no se suba a la parra de la identidad, andándose por las ramas de los atributos, sin haber descendido antes hasta las raíces del nombre. Pues, ¿qué importa ser muy español, muy catalán, muy hombre, muy mujer o muy fluido, si se es poco libre, poco valiente, poco justo, o poco sabio? El núcleo de la identidad no se diferenciaría mucho de aquello que Aristóteles llamó “carácter ético”, y que podemos definir como el conjunto de hábitos, perjudiciales o beneficiosos para la vida, que poseemos o nos poseen. Los antiguos los llamaron virtudes y vicios. Yo prefiero llamarlos potencias o impotencias. Porque no se trata de que cumplan o incumplan unos mandatos divinos o trascendentes, sino de que desplieguen o bloqueen nuestras potencias, dando lugar a una vida más o menos alegre, siempre en el sentido spinoziano. Podemos imaginar ese núcleo ético de muchas otras maneras. Lo importante es, como diría Guillermo de Ockham, que las identidades no deben ser multiplicadas innecesariamente.
Lo cual no sólo atañe a nuestra identidad individual, sino también a la colectiva. Nuevamente, no importa si un grupo concuerda o no con su identidad imaginada, sino si fomenta la educación y la libertad, si es capaz de templar sus miedos excesivos y sus esperanzas exageradas mediante el debate público razonado, si se atreve a criticar y a cambiar aquellos aspectos que considera perjudiciales para la comunidad, y si posee un sentimiento de justicia que le lleve a luchar contra la miseria y la sumisión. El resto es ruido, y furia.
No creo que esto implique negar, o invisibilizar, aquellas cuestiones que nos hemos precipitado en llamar “identitarias”, sino sólo subordinarlas a esta otra dimensión ética, sin la cual todo lo demás es vano. Pues de nada sirve que nos sintamos sentirnos libres de sentirnos lo que queramos, si estamos esclavizados por nuestra propia ignorancia, soledad, adicciones o miseria. Por eso el neoliberalismo se ha mostrado siempre dispuesto a concedernos todos los derechos identitarios que queramos, a cambio de que no le exijamos ningún derecho social. Y, ahora, que nos ha llevado a la quiebra con este mal negocio, llega la ultraderecha, dispuesta a arrebatárnoslo todo, a cambio de repartir las migajas de sus identidades asesinas (uf qué mal, o qué Maalouf). Lo cual es tratar de salvarse de la horca tirando de la cuerda hacia arriba.
Necesitamos, en fin, una revolución copernicana, que atraviese la falsa dicotomía entre “política identitaria” y “política tradicional”. Porque toda política es identitaria, en un sentido ético, ya que se ocupa, o se desocupa, de las acciones que posibilitan que una sociedad asimile hábitos justos, sabios, valerosos y libres; y ninguna debería serlo, en un sentido patético, como es el de exaltar las pasiones tristes del narcisismo, el miedo, el odio o la paranoia, con el objetivo de obtener un rédito económico o político.
Hablemos, pues, de la identidad, sí, pero en los términos adecuados. Pues nadie puede esperar ganar un duelo si deja que sea el otro quien escoja las armas.



































lunes, 24 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Seis años de Desde el trópico de Cáncer. [Publicada el 06/08/2012]











El pasado 1 de agosto cumplió este blog seis años. Mil setecientas quince entradas después y con una media de ochenta mil visitas anuales sigo planteándome para qué lo cree y porqué sigo escribiendo en él. No tengo una respuesta clara. Lo más aproximado a lo que sería una justificación sobre las razones para mantenerlo vivo las he encontrado por azar -sí, de nuevo el azar- en un libro que regalé a mi mujer hace quince años, y que contra mi costumbre, no había leído hasta hace unos días. Ignoro el porqué.
"-Escribir es como un acto de exorcismo -dije, interrumpiéndola-, sacar a la luz los malos espíritus para  librarse de ellos, y, al igual que la magia negra, clavar agujas a muñecos para vengarse un método para que los débiles y los cobardes retornen a un mundo violento y salvaje sin tener que enfrentarse con el opresor. Es vudú practicado con un procesador de textos.
-¿Podría tratarse de un proceso purificador? -preguntó.
-Más bien creo que es como un "bypass" coronario que te permite sobrevivir. 
Dejé a la joven de mi ensueño sin habla."
El texto que acabo de reproducir se encuentra al comienzo de la novela "Una noche en Tel Aviv" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1996), escrita por Rachel Elboim-Dror, profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén, licenciada en Literatura y Sociología, reputada especialista internacional en políticas y sociologías educacionales y doctora por la Universidad estadounidense de Harvard. Es su única obra de ficción hasta el momento.
¿Pero todo lo que cuenta en ella es ficción? No puedo saberlo, pero soy de los que piensan que toda obra de literatura es siempre una suerte de autobiografía. Como la protagonista de la novela, Ruth Lavin, bióloga y profesora de universidad en Tel Aviv, su autora, Rachel Elboim-Dror, llegó a Palestina procedente de la Europa oriental siendo una niña aún en fechas inmediatamente anteriores al inicio de la II Guerra Mundial. Como ella, pasa su infancia en un kibutz a orillas del Jordán, estudia en la Universidad Hebrea de Jerusalén y como ella también, llega a oficial de las fuerzas armadas israelíes y profesora universitaria.
La protagonista de la novela es una mujer de edad madura, rondando los cincuenta años, madre de dos hijas ya emancipadas, casada con un prestigioso cirujano y director de una clínica universitaria en Tel Aviv. Ella es bióloga y profesora en un Instituto de investigación de biología molecular y está entregada en cuerpo y alma a su familia y a sus tareas investigadoras, sin buscar ni esperar otra cosa que el reconocimiento de su marido y de sus colegas universitarios. Hasta que, a pesar de sus esfuerzos y méritos, es preterida profesionalmente en favor de otros investigadores más proclives a la vida social que al trabajo de campo y al laboratorio. Es en ese momento cuando mira a su interior y hacia atrás en el tiempo y reflexiona y hace recuento de lo que ha sido su vida desde aquel lejano día en que abandonó Europa con sus padres para emigrar a la tierra prometida a sus ancestros. Y lo que nos cuenta, en un diálogo introspectivo consigo misma y con nosotros es un espectáculo desolador. Una vida de frustraciones, sacrificios y renuncias, una relación castradora, a fuerza de cariño, con su madre, y un marido solo atento a su propio éxito personal.
Creo no exagerar al decir que es una de las novelas más desoladoras que he leído nunca. Sin un atisbo de esperanza. Soledades en compañía en estado puro. Triste y desgarradora hasta la repulsión. Y a pesar de ello, o quizá, por ello, atrayente y hermosa, hasta el grado de sentirme identificados íntimamente con su protagonista.
¿Acaso la vida no es así en realidad? Yo diría que sí, que la vida está llena de frustraciones y renuncias, que carece de sentido, pero que es lo único que tenemos, que después no hay nada y que merece la pena vivirla a pesar de todo.
"Mi mundo se derrumba por dentro. -Dice la protagonista casi al final de la novela-. Todo se cierra sobre mí. Las puertas me dan en las narices, los pasillos se  estrechan cada vez más, mi espacio vital implosiona. Me hallo en un punto muerto, en un camino hacia ninguna parte, todos los cruces están bloqueados."
Entonces, ¿para qué escribir?, sigo preguntándome. Y me respondo a mi mismo, como la protagonista de la novela, Ruth Lavin, simplemente para sobrevivir... Abrumado, termino de leer la novela ayer domingo por la tarde e impulsado por una especie de resorte emocional buscó por internet alguna referencia de la autora y encuentro su dirección de correo electrónico en la Universidad de Jerusalén. La escribo contándole la honda conmoción que me ha producido la lectura de su libro. Y apenas una hora después recibo su amigable respuesta. Reconfortante... Les deseo que sean felices, por favor. A pesar del gobierno, a pesar de todo. Al menos inténtenlo. Merece la pena. Tamaragua, amigos. HArendt










Del olvido del latín

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Ignacio Peyró, va del olvido del latín. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










Lo mejor del mundo era el latín
IGNACIO PEYRÓ
15 JUL 2023 - El Paísharendt.blogspot.com

Estamos más cerca de alcanzar la inmortalidad humana o de poder vivir en Júpiter que del retorno del latín al currículo escolar, pero pedirlo pertenece a una categoría superior a la de las causas perdidas: la de las causas hermosas. No propongo llegar a los extremos de la escuela de Shelley, en la que, a fin de “domar el ardor adolescente”, todo alumno “había leído dos veces a Homero, había expurgado a Horacio y podía componer unos pasables epigramas latinos sobre Wellington”. Sí, nos queda lejos la época en que -leemos en Maurois- las ciencias eran facultativas, la danza obligatoria y la religión se estudiaba con el firme compromiso de no hacerle mucho caso. Pero si era criticable la “sensata frivolidad” de aquellos estudios, ahora lo preocupante es que los profesores de latín pasen a ser más infrecuentes que los linces ibéricos.
A estos profesores los retrató como nadie Evelyn Waugh en el personaje de Scott King, con sus chaquetas color caca y su ligero aire anacrónico: seres más bien ornamentales, que tal vez se sonríen al leer unos versos licenciosos de Catulo para aliviar las horas dedicadas a la sequedad de la sintaxis, y que han venido al mundo a recordar al ignaro que las comas no están para salpimentar el texto o que Venus no sólo es un nombre de club de carretera. A mí me resulta imposible no tenerles afecto: con Hazlitt, venían a mostrar que hay una dimensión distinta a la sumisión fatal a los poderes del día. “Algo calvo y algo corpulento”, como el propio Scott King, yo mismo estuve a un tris (del griego tris, trijós: cabello, pelo) de dedicarme al latín: para mi sorpresa, las Catilinarias me dieron un diez en Selectividad, y entendí aquello como una señal del cielo para dejarlo todo y estudiar Clásicas. Ante una manifestación tan nítida del destino, yo no pude menos que -por supuesto- desobedecer y matricularme en Románicas: en mi descargo puedo decir que no lo hice por afán de lucro. Hoy me arrepiento, pero es difícil no mirar a la propia juventud sin pensar que uno era un poco idiota.
Iba a estudiar la lengua muchos años, en todo caso, y aún recuerdo que, al comprar la Introducción al latín vulgar de Veikko Vaananen en la librería, una profesora me dijo que ella misma se recordaba comprándolo tres décadas antes. Al cabo, si un estudiante de primero de medicina sabe más que Hipócrates, el latín nos ponía en pie de igualdad –de humildad- con los mejores de todo tiempo, de los monjes culones a los grandes ilustrados, y con los años sorprende ver cuánto latín pervive en un párrafo de Jovellanos, un discurso de Lincoln o una tirada de Burke y, por el contrario, cuánto de su fuste echamos de menos en las prosas. Como la lectura o la poesía, la familiaridad con el latín es una gracia diferencial que -al mismo tiempo- no cabe en los CV y distingue a las personas.
Es posible que el latín se les amargara a muchos, pero de alguna manera dejaba el convencimiento de participar de una importancia superior. Al sublime entrecejo de Alain Delon no le suele acompañar el carácter de un Gandhi y, como todo lo hermoso, el latín tampoco lo pone fácil: tras siete años de fatigas, uno solo logró sacar en claro que Ovidio va a ser siempre más listo -y más retorcido- que tú. El primer acercamiento al latín, de hecho, solía ser un flechazo de repulsión: el aprendizaje de las declinaciones es un arte combinatoria que solo puede gustar a quien esté destinado, más adelante, a fetichismos tan alambicados como el derecho procesal. Pero créanme que el del latín es un amor que compensa, capaz -en mi caso- de sobreponerse a un profesor que me profesaba una antipatía ardiente o a un catedrático de gramática latina con más lamparones que camisa.
En El rector de Justin, la gran novela de Louis Auchincloss, el carácter opcional del latín marca el momento en que la modernidad entra en su mundo como una bomba fétida arrojada por la ventana. La vieja escuela deja de ser la vieja escuela y -cabe suponer- al poco llegarían el “conocimiento del medio” y la pretecnología. Bromas aparte, el hurto de las lenguas clásicas a las generaciones jóvenes ha sido una estafa para crear gentes sin raíces y sin una conciencia de lo pasado. De igual modo que una batería en el presbiterio terminaba con siglos de liturgia, al quitar el latín creían limar tiempo para una lengua y cortaban con -literalmente- milenios de transmisión cultural.
De cuando en cuando el latín vuelve a la moda: unos finlandeses –Vaananen lo era- emiten un noticiero en latín o el Vaticano incluye ‘bikini’ en su glosario como vesticula balnearis Bikiniana. Son espejismos. Por supuesto, siempre hay quien defiende el latín como gimnasia mental, o para mejor conocer la propia lengua, o por el gusto por la etimología. Pero la etimología está llena de trampas, para el cerebro lo bueno es leer, y el propio tránsito del latín al español nos hace conscientes de emplear un idioma adecuado a nuestro estado postadánico. A muchos les quedará, de su bachillerato, el recuerdo de que los romanos no hablaban más que de flechas y campamentos, pero alguna suavidad había en una lengua que abordábamos por su flanco más dulce: la conjugación de amar. ¿Por qué el latín? Ni siquiera por la utilidad de lo inútil, por un tributo a la Historia, por afirmar una superioridad cultural. Al final lo amamos porque es de las pocas cosas que -como la rosa, rosae- no necesitan un porqué.