viernes, 13 de enero de 2023

[ARCHIVO DELBLOG] Chequeo a la Justicia. [Publicada el 04/08/2017]









La imparcialidad e independencia de los jueces, como el valor en los militares, se presupone. Yo, al menos, se las presupongo. A ello habría que sumar su capacidad, que es mucho presuponer, dado sus sistema de selección y nombramiento. Lo malo es que esas presunciones bienintencionadas no parecen ser suficientes para garantizar el buen funcionamiento de la justicia española. Y si encima detenemos nuestra mirada en su máximo órgano de gobierno, el malhadado Consejo General del Poder Judicial, la opción más responsable sería de la resolver los pleitos judiciales por el sencillísimo y económico procedimiento del "a cara o cruz". Sí, lo reconozco, esto último es una boutade, pero no voy a insistir en el asunto. Los lectores asiduos de Desde el trópico de Cáncer conocen ya sobradamente mi opinión al respecto. En cualquier caso, me sumo complacido al chequeo que del sistema judicial español realiza Francisco Sosa Wagner, jurista, catedrático, escritor y exdiputado del Parlamento Europeo en su libro La independencia del juez: ¿una fábula? (Madrid, La esfera de los libros, 2016), invitándoles a la lectura de la reseña que de dicho libro realiza el también profesor y catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago, Roberto L. Blanco Valdés, en el número de julio de Revista de Libros.
Enseñaba en la Universidad de Santiago hace ya años, comienza diciendo Blanco Valdés, un profesor víctima el pobre en grado sumo de un pecado –el de inmodestia– que, además de a muchos universitarios, suele atribuirse con carácter general a un cierto pueblo de América del Sur. Y ello hasta el punto de que al tal profesor podría aplicársele la conocida jerigonza que se ha generalizado para definir a esos nuestros fantasiosos hermanos del otro lado del Atlántico: que si hubiera sido posible comprarlo por lo que valía y venderlo por lo que él estaba convencido de valer, el negocio habría resultado sin duda macanudo. Era así que entre las muchas ocurrencias de aquel hombre realmente singular figuraba su convencimiento berroqueño sobre la utilidad indudable de las máquinas como instrumento sustitutivo del trabajo de los jueces. ¡Pobres Jueces! Pero permítanme explicarme: según el conspicuo profesor compostelano, que lo mismo escrutaba las estrellas con un pintoresco telescopio de factura manual que pintarrajeaba un encerado con fórmulas incomprensibles muy probablemente para él mismo, era posible diseñar una maquina prodigiosa capaz de sentenciar con precisión científica perfecta una vez se le hubieran suministrado al artilugio los datos necesarios para la realización de su labor: primero, las particulares circunstancias del caso objeto de litigio; luego, las normas aplicables al pleito para darle solución. Con unas y otras en su vientre de metal, podría el artefacto, en un santiamén, dictar una sentencia con la misma precisión con que otros sirven emparedados de atún o suministran Coca-Cola tras introducir por la correspondiente ranura una moneda.
La idea descabellada de aquel genio quijotesco, cuyas extravagancias procedían quizá también del poco dormir y mucho leer, nacía en realidad de una extendida convicción que nadie expresó con la claridad y concisión con que lo hizo en su día uno de los más importantes pensadores políticos modernos: Montesquieu. En el capítulo más célebre de su obra más notable (Del espíritu de las leyes), dedicado a al estudio de la Constitución de Inglaterra, formuló Montesquieu para la historia, sin otro gran precedente que el de John Locke en su Segundo tratado sobre el Gobierno Civil, una de las teorías llamadas a tener más influencia en el futuro Estado constitucional que estaba en Francia por nacer y que los ingleses ya ensayaban, a trancas y barrancas, desde finales del siglo XVII: la teoría de la división o separación de los poderes. El pensador francés, como es de sobra conocido, afirmará la existencia de tan solo tres poderes: «El de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares». Es decir, el de legislar, el de gobernar y el de juzgar. Tales poderes habrían de estar separados como único medio de asegurar la libertad, pero sólo dos de ellos se atribuirían, en la lógica estamental en la que aún reflexionaba Montesquieu, a instituciones preexistentes: el poder legislativo, «al cuerpo de nobles y al cuerpo que se escoja para representar al pueblo»; el poder ejecutivo, a un monarca. ¿Y el judicial? El poder judicial deberían ejercerlo «personas del pueblo, nombradas en ciertas épocas del año de la manera prescrita por la ley, para formar un tribunal que sólo dure el tiempo que la necesidad lo requiera». Será precisamente la no adscripción estamental de la función jurisdiccional la que explicará el hecho de que Montesquieu insista en que el judicial no tiene en realidad el carácter de un auténtico poder: «De esta manera, el poder de juzgar, tan terrible para los hombres, se hace invisible y nulo, al no estar ligado a un determinado estado o profesión», afirmará el filósofo francés, para añadir líneas después: «De los tres poderes de que hemos hablado, el de juzgar es, en cierto modo, nulo. No quedan más de dos que necesiten un poder regulador para atemperarlos». El gran philosophe extrae finalmente las consecuencias coherentes con la naturaleza de poder nulo, es decir, de no poder, de quienes administran la justicia: «Los jueces de la nación no son más que un instrumento que pronuncia las palabras de la ley [«la bouche qui prononce les paroles de la loi» en el original], seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes». Y ello hasta el punto de que, si aquellas resultasen severas en exceso, a quien en su caso correspondería moderarlas sería al propio cuerpo legislativo y no a los jueces.
«La bouche qui prononce les paroles de la loi»: leída desde hoy día la conclusión final de Montesquieu, apunta con toda claridad al carácter puramente mecánico del acto de juzgar, planteado en fin de cuentas como la mera solución de un silogismo en el que la premisa mayor sería el hecho que se somete a la consideración del juez y la menor, la norma o normas que aquel debería aplicar para obtener la necesaria conclusión o, en otras palabras, su sentencia. Ciertamente, si juzgar fuera tal cosa, no sólo yo habría aquí sometido a injusta sátira al profesor compostelano que trabajaba en su robot sentenciador, sino que resultaría de todo punto innecesaria una garantía que el adecuado ejercicio de la función jurisdiccional ha convertido en resueltamente indispensable: la independencia judicial. Y es que, si los jueces fueran en realidad, en la aplicación del Derecho, unos autómatas, no resultaría indispensable protegerlos frente a las posibles presiones, de cualquier naturaleza, que podrían recibir en el ejercicio de la función jurisdiccional, presiones que, como es obvio, cuando son atendidas por sus destinatarios, pervierten el imprescindible sometimiento de los jueces al imperio de la ley, fuente primordial de legitimación del inmenso poder que la sociedad pone en sus manos. Pues, aunque no cabe duda de que es el respeto a la ley lo que convierte en fin de cuentas a los jueces en un poder legítimo en el Estado democrático –no podría serlo, desde luego, en ningún caso, el de quienes, sin haber sido elegidos por el pueblo, juzgasen con arreglo a su leal saber y entender, en lugar de hacerlo sujetándose a las normas que aprueba el propio pueblo a través de sus representantes para que los jueces las apliquen–, resulta igualmente indiscutible que, en su labor aplicadora del Derecho, los jueces no se limitan a resolver mecánicamente un silogismo. La mayoría de las normas son susceptibles de interpretaciones diferentes y resulta por ello inevitable que, en el acto de interpretación de las normas, sin el cual la aplicación del Derecho es imposible, no influyan en mayor o menor grado las ideas de los jueces, que son personas de este mundo, vinculadas, por tanto, a ideologías, valores, intereses y prejuicios que, lógicamente, terminan influyendo en la aplicación judicial de la ley al caso objeto de litigio. Pero una cosa, claro está, es la irremediable subjetividad en la labor de interpretación-aplicación del Derecho –que explica que, para tratar de corregirla, exista todo el sistema de recursos– y otra muy distinta que el juez realice su importantísima labor siguiendo ordenes, instrucciones o consejos de personas, instituciones o poderes que, de existir, perturbarían con toda claridad la recta administración de la justicia a la que debe aspirar todo Estado de Derecho.
Esa es, claro, la razón por la que la mayoría de los textos constitucionales que la Revolución liberal alumbró entre los momentos finales del siglo XVIII e iniciales del siglo XIX recogen la garantía esencial de la independencia judicial, aunque no siempre con esa fórmula moderna, sino con la que entonces le serviría habitualmente de expresión: la de la inamovilidad de los jueces en sus cargos. La relación entre inamovilidad e independencia resulta, por lo demás, de una meridiana claridad, pues nada hay que contribuya en mayor medida a la independencia de los jueces respecto de cualquier poder público o privado que la imposibilidad de removerlos de forma arbitraria –es decir, sin sujeción a la ley y en los casos tasados que aquella determina– de los puestos que tienen legalmente atribuidos. La inamovilidad de los jueces no es, desde luego, condición suficiente para garantizar la independencia judicial, pero sí completamente necesaria. Así se pondrá de relieve en el debate constitucional norteamericano, en el que podrá constatarse con gran rotundidad el importantísimo papel que los Padres Fundadores atribuyen al binomio inamovilidad-independencia. Es verdad que ni la Declaración de Derechos de Virginia (1776) ni, posteriormente, ninguna de las primeras diez enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos, aprobadas en conjunto en 1791 como una especie de Bill of Rights al texto federal, garantizan expresamente la independencia y/o la inamovilidad de los jueces. Pero sí lo hará la Constitución de los Estados Unidos de América (1787) con una fórmula similar a la que, según veremos de inmediato, utilizaron las primeras Constituciones aprobadas en nuestro continente: la de que «[…] los jueces, tanto de la Corte Suprema como de las inferiores, continuarán en sus puestos mientras observen buena conducta […]» (artículo III, sección 1). En todo caso, y ello debe subrayarse, la idea de que un Estado constitucional no puede existir sin una judicatura independiente formó parte central de la reflexión constitucional estadounidense. Para comprobarlo, basta leer lo que a ese respecto escribe Alexander Hamilton en el artículo número 78 de El Federalista, que ha pasado a la historia como uno de los textos más importantes de esa obra trascendental de la teoría política y constitucional. Hamilton proclama, en primer lugar, que la independencia judicial es un principio básico de cualquier Estado constitucional digno de tal nombre («La independencia completa de los tribunales de justicia es particularmente esencial en una Constitución limitada»), para añadir, acto seguido, que la mayor seguridad para tan importante independencia procede de la garantía de la inamovilidad: «Nada puede contribuir tan eficazmente a [la] firmeza e independencia [del poder judicial] como la estabilidad en el cargo», razón por la cual «esta cualidad ha de ser considerada con razón como una cualidad indispensable en su Constitución y asimismo, en gran parte, como la ciudadela de la justicia y la seguridad públicas». Será, a la postre, esa doble convicción la que explique la importancia que los constituyentes norteamericanos concederán al citado binomio inamovilidad/independencia en el texto constitucional que habían elaborado en Filadelfia y cuya defensa asume Hamilton con su decisiva contribución a los Federalist Papers.
Como en tantos otros ámbitos, la sabia reflexión constitucional de los revolucionarios norteamericanos, que avanzaba tanto los problemas que iba a encontrarse en el futuro el entonces naciente Estado liberal como muchas de sus posibles soluciones, tuvo un claro reflejo en los textos europeos que desbrozaron el camino del constitucionalismo. El primero en el tiempo, el francés de 1791, recogió sin titubeos la garantía esencial de la inamovilidad judicial al afirmar que los jueces no podrían «ser destituidos, a no ser por prevaricación debidamente juzgada, ni suspendidos más que por una acusación admitida». Tan relevante principio se complementaba con la proclamación de lo que hoy conocemos como el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley: «Ningún mandato ni otras atribuciones o avocaciones que no sean aquellas que se determinen en las leyes, podrá atribuir a los ciudadanos un juez diferente al que la ley les haya asignado» (artículos 2 y 4, capítulo V, sección III, título III). Con una redacción legal más clara y más completa, en la primera de las Constituciones españolas se incluían también el principio y el derecho referidos. El segundo quedaba recogido en el artículo 247 del texto gaditano: «Ningún español podrá ser juzgado en causas civiles ni criminales por ninguna comisión sino por el tribunal competente determinado con anterioridad por las leyes». En cuanto al principio central de la inamovilidad como garantía de la independencia judicial, la Constitución de 1812 no era menos terminante: «Los magistrados y jueces no podrán ser depuestos de sus destinos, sean temporales o perpetuos, sino por causa legalmente probada y sentenciada, ni suspendidos, sino por acusación legalmente intentada» (artículo 252).
¿Ha funcionado en España a lo largo de la historia y funciona hoy en nuestro país de forma efectiva el sistema de inamovilidad/independencia judicial como aquel inmejorable instrumento que, en palabras de Alexander Hamilton, podían los gobiernos discurrir para asegurarse la administración serena, recta e imparcial de las leyes? A ambas preguntas, aunque no sólo a ellas, trata de dar respuesta Francisco Sosa Wagner en un libro escrito con el rigor del brillante jurista que sin duda es el autor, la prosa de notable calidad a que sus lectores estamos ya bien acostumbrados y un finísimo sentido del humor que ayuda a entender, mejor si cabe, las peculiaridades de una evolución marcada por multitud de triquiñuelas destinadas a desvirtuar por medio de la ley lo que disponían las Constituciones, convirtiendo de ese modo en mera caricatura lo previsto en estas últimas, a través de un sistema caciquil de favores y prebendas.
No se anda Francisco Sosa con chiquitas, ciertamente, a la hora de emitir un juicio de conjunto sobre la evolución que la independencia judicial tuvo en España desde el alumbramiento del Estado liberal. Y así, aunque ya en el Discurso Preliminar a la Constitución de 1812, texto que proclamó el principio de la inamovilidad de los jueces en los términos aludidos previamente, don Agustín de Argüelles dejaría constancia solemne de que «la absoluta separación e independencia de los jueces», formaba parte esencial de «la sublime teoría de la institución judicial», la realidad de los hechos discurrió por caminos completamente diferentes: «Vamos a ir viendo –escribe nuestro autor– cómo este deseo, formulado en los albores del siglo XIX, no se verá hecho realidad en todo el siglo». ¿Por qué? El detallado recorrido histórico que realiza Sosa Wagner no deja lugar a dudas sobre la correcta respuesta a tal cuestión: porque durante todo el período constitucional previo a la aprobación de la Constitución de 1978 la intromisión del poder ejecutivo en la designación de los magistrados fue tan descarada como insidiosa y permanente. Por eso pudo escribir el jurista Florencio García Goyena a comienzos de la Regencia de Espartero que «casi la mitad de los magistrados y mucha más de la mitad de los jueces fueron lanzados de sus plazas a título de suspensión que se convirtió en cesantía». La depuración de los jueces por motivos políticos, en un país donde las recurrentes mudanzas de Constitución (1812, 1837, 1845, 1869, 1876 y 1931, más las frustradas de 1856 y 1873) se traducían en constantes cambios de régimen, llevó a la España de los cesantes, los amigos políticos, las recomendaciones generalizadas y las clientelas partidistas como forma de acceso a la función pública, esa que describirá Benito Pérez Galdós de forma magistral en novelas como Miau, La de Bringas o La desheredada. No tiene sobre todo desperdicio el diálogo que en otra novela del mismo autor, Doña Perfecta (1876), esta mantiene con varios personajes del relato, conversación que ilustra de forma insuperable la interinidad de facto a que estaban sujetas todas las autoridades –también las judiciales– en la España de comienzos de la Restauración. Un poco antes, apenas abierta la segunda mitad del siglo XIX, Juan Bravo Murillo había intentado «acabar con el espectáculo de las cesantías y las colas de pretendientes en los despachos ministeriales», pero nada cambió de forma sustancial, lo que explica que los impulsores de La Gloriosa intentaran después del triunfo revolucionario de 1868 una reforma similar para acabar con una situación en la que la intromisión política en la conformación del poder judicial corría en paralelo a su penuria material, según se expresaba en una exposición elevada entonces al Gobierno y que recoge con acierto Sosa Wagner: «Los tribunales españoles están mal establecidos, su mobiliario suele ser hasta indecente a veces y sus recursos son tan mezquinos que no alcanzaron hace poco tiempo en el Supremo de Justicia para comprar tinteros con destino a las mesas». Intromisión política y falta de medios materiales: nada que no nos resulte, por desgracia, conocido.
Los vicios que acechaban la independencia de los jueces no fueron siquiera desterrados cuando la norma más importante aprobada en la materia durante todo el siglo XIX –la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870– introdujo, junto con el principio de la responsabilidad de los jueces, un cambio sideral: su selección a través de oposiciones, es decir, con arreglo al principio de mérito y capacidad característico de cualquier orden burocrático moderno. Sosa Wagner, que no se queda en la superficie de las cosas, bucea en la legislación para lograr ver más allá. Más allá, en efecto, porque si ya la citada Ley Orgánica había previsto la posibilidad de destituir a un magistrado por decreto del Gobierno sin más limitación que la de dar audiencia al Consejo de Estado, una Ley Adicional de 1882 permitía al Gobierno cubrir libremente dos tercios de las vacantes judiciales. Se abusó de forma tan desvergonzada de tal posibilidad que, a principios del siglo XX, un decreto del ejecutivo reconocía, en su preámbulo, la distancia entre el sistema de selección objetiva que la ley de 1870 había previsto y la red de trampas que habían convertido la propia ley en «origen de favoritismos, postergaciones injustificadas y desmoralización interna de la judicatura». La realidad seguía siendo muy similar a la inicial cuando tocaba a su fin el siglo XIX, pese a los intentos recurrentes realizados con la intención de corregirla: el poder político hacía mangas y capirotes con los mismos jueces que deberían haber actuado como un elemento de control de sus acciones.
Nuevos movimientos hacia el cambio marcaron el comienzo del siglo XX, pues, subraya Sosa Wagner, durante su primer tercio se producen avances sustanciales en la funcionarización de los jueces, lo que redundó en la mejora de su capacidad técnica y el aumento de su neutralidad política. De hecho, en 1915, un decreto del Gobierno conservador de Eduardo Dato trató de acabar con la capacidad discrecional del ejecutivo en los nombramientos judiciales. Poco después, durante la dictadura de Primo de Rivera, se crea una Junta Organizadora del Poder Judicial que, formada por jueces y fiscales elegidos corporativamente, asume la trascendental misión de proponer al Gobierno con carácter vinculante normas sobre nombramientos, ascensos y traslados. Pero muy pronto la Junta será sustituida por un Consejo Judicial en el que el Ejecutivo de Primo interviene sin disimulo, de modo que a finales de 1928, ya en sus estertores, la dictadura «se permitió un repaso por el escalafón judicial, dejando un número apreciable de cadáveres insepultos».
La Segunda República, que cambió tanto tantas cosas, mantuvo, sin embargo, la fuerte inercia histórica de la intromisión gubernativa en la esfera judicial. Francisco Sosa, que recuerda oportunamente que el presidente del Tribunal Supremo de Justicia, cuya única exigencia profesional consistía en tener la licenciatura en Derecho, era designado para un período de diez años por el presidente de la República española a propuesta de una asamblea formada por diputados y representantes elegidos por jueces y abogados, recoge, además, un testimonio de valor extraordinario: las reflexiones de Manuel Azaña sobre la independencia judicial o, por expresarlo de forma más precisa, la convicción del gran político republicano de que tal cosa no existía: «Yo no creo en la independencia del poder judicial», sostenía Azaña, en cuyas ideas al respecto («Lo que yo digo es que ni el poder judicial, ni el poder legislativo, ni el poder ejecutivo pueden ser independientes del espíritu público nacional […]») es fácil encontrar un eco, por más sorpresa que ello pueda ahora producir a los lectores, de las formuladas por Maximilien de Robespierre cuando justificaba, en octubre de 1790, y ante la Asamblea Nacional, que las dudas sobre las interpretación de las leyes no debería resolverlas el Tribunal de Casación, sino el propio poder legislativo en tanto que legítimo representante de la nación. «Con este espíritu –escribe Sosa Wagner–, no extraña que las intromisiones en el poder judicial por parte de todos los gobiernos republicanos –de cualquiera de los bienios, y no digamos del Frente Popular– fueran constantes». Ni puede extrañar tampoco, según constata nuestro autor, que el artículo 98 de la Constitución de 1931 («Los jueces y magistrados no podrán ser jubilados, separados ni suspendidos en sus funciones, ni trasladados de sus puestos, sino con sujeción a las leyes, que contendrán las garantías necesarias para que sea efectiva la independencia de los Tribunales») fuera «infringido alegremente en sonadas ocasiones».
El final de esta historia triste de constante confusión entre política y justicia, que desnaturaliza la segunda cuanto más quiere ponerla la primera a su servicio, no podía, claro, ser peor. La Guerra Civil hizo «trizas los escalafones en ambos bandos, cuyas autoridades se dedicaron con celo digno de mayor empeño a limpiarlos de desafectos»; y el franquismo convirtió en hábito que «para el cargo de alcaldes, gobernadores y demás se nombrara a jueces que luego volvían tan tranquilos a su juzgado o se iban directamente al Supremo, lo que ocurría invariablemente con quienes ostentaron el cargo de directores generales de Justicia». Cuando se aprobó en 1978 una nueva Constitución, que era al fin capaz de poner fin al movimiento pendular que había caracterizado un pasado de casi dos centurias, se abrió la posibilidad de romper con una inercia histórica nefasta al servicio de un nuevo tipo de relaciones entre esos dos polos esenciales del Estado democrático de Derecho. La tesis de Sosa Wagner es que «el viento de la democracia ni se llevó tales prácticas ni las convirtió en mustias escorias». La explicación pormenorizada de esa idea constituye sin duda la parte central y de mayor interés de La independencia del juez. ¿Una fábula?, lo que explica que sea en ella en la que me centraré seguidamente, para coincidir en lo esencial con la tesis del autor.
Impulsados por un espíritu muy distinto –opuesto, en realidad– al de sus predecesores en los numerosos procesos constituyentes que se celebraron en España entre 1812 y 1931, los diputados y senadores que redactaron la Constitución de 1978 no sólo trataron por todos los medios de aprobar una norma que recogiese aquello que, más lejano o más cercano a sus posiciones e ideología respectivas, consideraban aceptable la inmensa mayoría de los partidos presentes en las Cortes –no otra cosa fue el célebre consenso–, sino que lo hicieron, además, con la decidida voluntad de resolver los principales problemas que nuestro país venía arrastrando desde hacía un siglo, si no más. Entre ellos –y en medio de otros, como los de configurar un Estado descentralizado, asegurar su aconfesionalidad, someter la administración militar a los civiles, configurar un verdadero sistema de libertades y derechos o asentar una monarquía democrática y, por tanto, fuertemente parlamentarizada– figuraba, sin duda, el de la independencia judicial, desafío que las Cortes elegidas en 1977 decidieron resolver recurriendo a dos instrumentos jurídicos de naturaleza bastante diferente. En primer lugar, dejando constancia en la Ley Fundamental de los dos principios esenciales que hasta ahora han venido refiriéndose, los de independencia e inamovilidad, que la Constitución no se limitaba sólo a proclamar solemnemente en el apartado primero de su artículo 117. Y ello porque la propia Ley Fundamental expresaba, por un lado, el contenido esencial de la inamovilidad («Los jueces y magistrados no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados sino por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley»: artículo 117.2) y preveía, por otro, la existencia de un rígido sistema de incompatibilidades dirigido a reforzar, junto a la inamovilidad, la independencia judicial: así, mientras se hallasen en activo, los jueces y magistrados no podrían desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos, de modo que la ley establecería el sistema y modalidades para su asociación profesional; además, deberían sujetarse al régimen de incompatibilidades legalmente previsto con la finalidad de asegurar su total independencia (artículo 127). Ante la posibilidad, en todo caso, de que los principios proclamados y los sistemas previstos para hacerlos efectivos no fueran suficientes para lograr el objetivo perseguido, el constituyente dio, ¡ay!, en segundo lugar, un paso más, con una buena fe que no cabe poner en entredicho, pero quizá con una ingenuidad política de similares proporciones. Hablo, claro está, de la creación de un órgano específico destinado a asegurar la independencia de los jueces: el Consejo General del Poder Judicial.
Sosa Wagner, que otorga a la decisión de las Cortes constituyentes de instituir el Consejo la relevancia que sin duda se merece, destaca tres aspectos de la misma de los que no es posible, a mi juicio, discrepar: en primer lugar, la ya apuntada buena fe de las primeras Cortes democráticas, pues nuestros «beneméritos diputados» deseaban sin duda «contribuir a robustecer la separación de los poderes y a garantizar la independencia del poder judicial»; en segundo lugar, el impulso último que determinó su decisión, relacionado sin duda con el pasado franquista y la necesidad de desapoderar al poder ejecutivo «de sus tradicionales competencias en la administración de justicia», para lo que se estimó indispensable la creación de un órgano propio de gobierno del poder judicial, «independiente, libre de toda mácula, dispuesto a inaugurar una nueva era en la asendereada historia española de las relaciones entre los poderes públicos»; y, en fin, la ausencia de un «debate a fondo y general entre los miembros de la ponencia [constitucional] acerca de la criatura a la que estaban dando cuerpo y alma», es decir, de un debate parlamentario riguroso sobre si el Consejo de nueva creación, vista las experiencias comparadas y, de manera muy especial, la del Consiglio Superiore della Magistratura que venía funcionando en la República Italiana, iba a poder cumplir adecuadamente las tareas que con tanta confianza en el futuro se le atribuían.
Porque aquí, claro, residiría en gran medida la madre del cordero: la Constitución disponía que el Consejo General del Poder Judicial, «órgano de gobierno del mismo», tendría, entre otras, funciones en materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario. Es decir, y siendo claros, el Consejo desempeñaría un papel fundamental en todo lo relativo a la organización y funcionamiento del poder judicial, algo que, según resultaba fácilmente previsible desde el momento mismo de su creación, tendería inevitablemente a convertirlo en un preciado objeto de deseo para quienes tuvieran la intención de influir en las decisiones de ese poder esencial del Estado democrático. Pero el Consejo, dada su configuración y sus funciones, pasó pronto a ser también una institución fundamental para el futuro desarrollo de la carrera profesional por parte de los miembros de la judicatura, quienes, por razones evidentes, tratarán de establecer buenas relaciones con las diferentes corrientes de opinión en torno a las que se agrupaban los miembros del Consejo, en la medida en que, de tenerlas o no tenerlas, pasaría a depender en no pequeña medida el progreso corporativo de los jueces y magistrados, dadas las importantísimas decisiones que quedaban en manos de los miembros del nuevo órgano de gobierno de los jueces.
El legislador constituyente no se limitó, en todo caso, a hacer del Consejo el centro de las más importantes decisiones judiciales no jurisdiccionales, es decir, en la institución judicial de tipo corporativo de mayor relevancia del país, sino que, en un acto que, visto retrospectivamente, resulta sencillamente incomprensible, dejó parcialmente abierta su futura forma de elección. Lo explicaré con sencillez: además de su presidente, que lo es también del Tribunal Supremo, y que elige el propio Consejo, este se compone de veinte miembros: doce de ellos deberán elegirse entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales en los términos que establezca una ley orgánica; cuatro más se elegirán a propuesta del Congreso de los Diputados y los cuatro restantes a propuesta del Senado, en ambos casos por mayoría de tres quintos de los miembros de cada cámara y entre abogados y otros juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional. Parece bastante evidente, a la vista de la redacción del artículo 122.3 de la Constitución, que la intención del constituyente se dirigía a que, de los veinte miembros del Consejo, doce fueran elegidos corporativamente por jueces y magistrados, entre ellos mismos, y los ocho restantes, entre juristas prestigiosos, por una mayoría cualificada de cada una de las dos cámaras de las Cortes Generales.
Tal fue, de hecho, la interpretación que se hizo de nuestra Ley Fundamental por la primera norma que desarrolló sus previsiones en este ámbito concreto: la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, del Consejo General del Poder Judicial. Pero, tras la estrepitosa derrota de Unión de Centro Democrático, la llegada al poder del Partido Socialista Obrero Español dio lugar a una polémica reforma legislativa que estaría en el origen de un recurso de inconstitucionalidad presentado por Alianza Popular y de un conflicto entre órganos constitucionales que enfrentó a las Cortes Generales y al Consejo General. Y es que la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, alteró radicalmente el sistema de elección al disponer que todos los consejeros fueran elegidos por las Cortes, diez de ellos por los tres quintos del Congreso de los Diputados (seis entre jueces y magistrados y cuatro entre juristas de reconocida competencia) y los diez restantes por el Senado, con idéntica mayoría y sistema interno de reparto. Aunque esta nueva interpretación, motivo de profundas polémicas en el mundo político y en la esfera judicial, fue considerada no contraria a la Constitución por el Tribunal Constitucional en su sentencia 108/1986, de 29 de julio, la demostración palpable de la envergadura de la brecha que la falta de acuerdo al respecto había provocado entre los partidos y las asociaciones judiciales que son, de un modo u otro, su trasunto, se puso de relieve cuando, tras un nuevo cambio de mayoría parlamentaria, el procedimiento de elección de los miembros del Consejo fue de nuevo reformado, por la Ley Orgánica 2/2001, de 28 de junio, para establecer una especie de sistema mixto, que trata de combinar, con mejor o peor fortuna, la propuesta corporativa y la designación parlamentaria de los doce miembros del Consejo a elegir entre jueces y magistrados.
Los arduos enfrentamientos parlamentarios, y en cierto modo judiciales, derivados del radical desacuerdo sobre su forma de elección –los constantes «enredos» al respecto, escribe Sosa Wagner– no fueron, de todos modos, y esto es sin duda lo verdaderamente relevante, más que la punta del iceberg, la parte visible, del conflicto político partidista en que ha vivido inmerso el órgano de gobierno de los jueces desde su nacimiento mismo. ¿Por qué motivo? El propio Sosa Wagner lo explica con una notable claridad, poniendo el dedo en una llaga que conoce todo el mundo que tenga o haya tenido alguna relación con el que es, sin duda, uno de los principales problemas del poder judicial en España: «El busilis (o el quid) de tanto enredo y tanta diligencia partidaria se debía a que el CGPJ –el pleno del mismo– ostentaría muchas atribuciones, pero entre ellas […] la de nombrar, ¡nada menos!, que a los presidentes de sala y magistrados del Tribunal Supremo, así como a los presidentes de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas, y “los demás cargos de designación discrecional”. Ítem más: designaría a los miembros no electivos de las salas de gobierno del Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional y de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas. Todo ello en condiciones de discrecionalidad y en medio de la mayor opacidad, porque los vocales del pleno juran o prometen guardar secreto sobre las deliberaciones o acuerdos (aunque pueden emitir votos discrepantes)».
¿Cuál era la casi irresistible tentación que tal sistema suponía para los partidos que, bien directamente –en las Cortes–, bien indirectamente –a través de las asociaciones judiciales vinculadas a ellos en mayor o menor grado–, iban a participar en el nombramiento de los miembros del Consejo? ¿Cuál el peligro que nacía para la independencia judicial que el Consejo debería asegurar de resultas de esa tentación de las fuerzas políticas fácil de prever, a poco que se conozca la voracidad con que los partidos tratan de colonizar las instituciones del Estado? La primera pregunta queda casi respondida en la formulación de la segunda: la irresistible tentación de los partidos en relación con el Consejo no sería otra que la de hacerse con él mediante el sistema que los italianos, buenos conocedores por propia experiencia de tal perversión de la democracia, denominan lottizzazione, un procedimiento en virtud de cual los partidos se reparten los puestos disponibles en un órgano o en una institución haciendo en él lotes proporcionales a la presencia porcentual que le corresponde a cada fuerza política en el Parlamento. Es decir, los partidos no eligen o designan –desde el Parlamento o, en su caso, desde el Gobierno– a las personas que han de formar parte de un órgano o una institución teniendo en cuenta la trayectoria profesional y personal de los candidatos (sus méritos, profesionalidad, rigor, seriedad, independencia de criterio), sino valorando de forma primordial la cercanía a sus postulados políticos e ideológicos de quienes van a ser designados y su previsible lealtad a la fuerza que en cada caso impulse su candidatura.
Demostrando una curiosa capacidad para culminar las degeneraciones del sistema democrático, con el transcurso de los años hemos perfeccionado en España el sistema de lottizzazione al negociar los partidos no ya la composición de un órgano o institución por separado, sino la de varios a la vez (por ejemplo, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas o, incluso, el ¡Consejo de Seguridad Nuclear!), lo que ha convertido la elección en lo que el constitucionalista Francisco Rubio Llorente, refiriéndose a una de esas negociaciones de conjunto, calificó en su día, con tanta razón como sentido del humor, y en un artículo publicado en el diario El País el 29 de septiembre de 2001 que no tiene desperdicio, como «la feria de San Miguel». Una comparación la suya –entre la citada feria y la negociación que entonces desarrollaban los partidos– que ofrecía «una buena ocasión para denunciar la progresiva degradación de nuestros usos políticos, tan arraigada ya que, al parecer, sus protagonistas han perdido incluso conciencia de ella […]. De otro modo –explicaba Rubio Llorente– sería imposible que no percibieran el daño atroz que causan a esas instituciones al abordar su renovación con el estilo propio de los tratantes de ganado. Como el intercambio es más fácil cuanto mayor es el número de cabezas, en esta ocasión comenzaron por agrandar la partida a negociar, saltándose a la torera los plazos que la Constitución y la ley establecen para hacer los nombramientos en cada una de ellas. Aunque el ejemplo que se ofrece a los ciudadanos al tratar con ese desenfado las normas jurídicas no es bueno, ni escaso el perjuicio que se causa a las instituciones afectadas, que naturalmente no pueden funcionar normalmente en esa situación de provisionalidad, la consecuencia más perniciosa de esta concentración de nombramientos es la de que con ella se difuminan las características propias de cada una de esas instituciones, que debería ser la perspectiva desde la que se apreciase la adecuación de los respectivos candidatos. Las consideraciones basadas en la preparación, la inteligencia o la integridad de éstos desaparecen o pasan a muy segundo término, y todo queda reducido al regateo entre partidos, a una simple lucha entre rivales políticos, para los que el único factor que cuenta, el único rasgo relevante, es el de las «simpatías» políticas de esos candidatos».
Nos queda pendiente la respuesta a la segunda de las preguntas antes formuladas, a saber, la relativa a los riesgos que de esa práctica perversa en la forma de designación de los miembros del Consejo del Poder Judicial se derivan para la independencia judicial. Francisco Sosa nos lo aclara –el gran riesgo es la politización de la justicia– y explica su respuesta con suma claridad: «Siendo esto así, ¿dónde está el problema? ¿Por qué se habla de politización de la justicia, dicho así, sin matices? Pues porque hay […] determinados cargos judiciales a los que se llega por medio de nombramientos en los que intervienen instancias que participan de la sustancia política. Son los de magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de salas en ese mismo tribunal, presidentes de la Audiencia Nacional y de sus salas, presidentes de los tribunales superiores de justicia y asimismo de sus salas, y presidentes de audiencias y magistrados de las salas de lo civil y lo criminal competentes para las causas que afectan a los aforados. Con carácter general, salvo parte de los últimos citados, es el Consejo General del Poder Judicial (el pleno del mismo, por mayoría simple […]) el que efectúa los nombramientos y lo hace de forma discrecional y secreta, aunque está obligado a motivar su decisión». Y añade luego, dando pleno sentido a las consideraciones anteriores: «Como es fácil imaginar detrás de cada uno de esos nombramientos, al haber personas concretas, hay inevitablemente pasiones, ambiciones, anhelos y otros sentimientos –buenos unos, deplorables otros–, propios del humano proceder. La consecuencia es que en un sistema político como el que tenemos, que blasona de haber sometido (desde 1978) a control toda la actividad de las administraciones sin dejar resquicio alguno fuera de la mirada de Argos de los jueces, es lógico que cause extrañeza –y aun estupor– el hecho de que el ascenso de un magistrado al cielo del Tribunal Supremo –la culminación de una carrera– delimite un territorio exento en buena medida de ese control, al calificarse tal promoción de discrecional».
La respuesta del profesor Francisco Sosa me parece incuestionable, aunque yo la completaría explicitando el que considero un decisivo efecto adicional para entender en su totalidad los que produce la politización del Consejo General. Me explicaré. La apropiación partidista del Consejo General del Poder Judicial a través de una práctica constante y descarada de reparto de sus miembros en proporción a la presencia parlamentaria en el Congreso de los Diputados de las fuerzas políticas que entran a pactar la composición del órgano cada vez que procede su renovación no ha tenido como única consecuencia que los nombrados queden sujetos en mayor o menor grado a una relación de lealtad política con sus patrocinadores como consecuencia de la forma puramente clientelar a través de la cual son designados. Más allá de ello, la conversión final del Consejo en una especie de parlamento judicial provoca además que la tan lógica como legítima ambición de hacer carrera profesional por parte de los miembros del poder judicial dé lugar a lo que en otro lugar he calificado como una politización en cascada de la justicia, pues los jueces saben bien desde que entran a formar parte de la carrera judicial que su futura promoción profesional dependerá de decisiones que tomará un órgano que funciona en la práctica más con arreglo a criterios políticos que profesionales y mas pendiente de la futura lealtad ideológica, e incluso directamente partidista, de los nombrados que de su mérito y capacidad. Es esa anómala situación la que predispone a muchos jueces, diríamos que obligatoriamente, a ir tejiendo, desde que entran en la carrera judicial, amistades políticas que faciliten su futura promoción, relaciones que en algunos casos pueden acabar transformándose en amistades peligrosas para la independencia con que realizan su función.
En suma, la existencia del Consejo no sólo politiza la justicia porque los que llegan a los altos cargos judiciales lo hacen en gran medida por el procedimiento de las lealtades político-partidistas, sino también, y en no menor medida, porque el general conocimiento por parte de los jueces de que la consecución de futuros apoyos entre los miembros del Consejo forma parte del sistema normal de progreso en la carrera judicial determina un sistema de lealtades, y consecuente politización, en cascada. La idea de las Cortes constituyentes de apartar al poder judicial del poder ejecutivo –es decir, de desgubernamentalizarlo– era, sin duda, razonable y coherente con los principios que deben regir el funcionamiento de un Estado democrático de derecho. Pero esas buenas intenciones no pudieron evitar que la creación del Consejo diese lugar en realidad a una clara politización del sistema de gobierno judicial, controlado por los partidos a través de un Consejo General del Poder Judicial convertido, de hecho, en un parlamento judicial. En realidad, el sistema de gobierno del poder judicial no sólo se politizó por influencia de los partidos, sino que, además, tampoco se logró desgubernamentalizar al Consejo, pues el sistema de cuotas establecido de facto para la elección de sus miembros se tradujo a la postre en que el poder ejecutivo iba a seguir controlando la mayoría de un órgano de gobierno de los jueces que venía a traducir la propia mayoría parlamentario-gubernamental existente en el Congreso de los Diputados.
Cualquiera que conozca con cierto detalle la historia del Consejo General del Poder Judicial sabe que, tristemente para nuestro sistema democrático y, en concreto, para uno de sus principios esenciales –el de la separación de los poderes del Estado–, las cosas han venido funcionando según las pautas que acaban de apuntarse, lo que desde hace ya algunos años puso, claro, en primer plano, la decisiva cuestión de cómo evitar la indiscutible degeneración de la naturaleza y las funciones del llamado órgano de Gobierno de los jueces al objeto de lograr que acabe respondiendo de verdad a las expectativas que en él pusieron los constituyentes como clave de arco destinado a asegurar una efectiva independencia judicial. Francisco Sosa analiza a ese respecto los pasos positivos que en el camino de la progresiva reducción del margen de discrecionalidad del Consejo a la hora de llevar a cabo sus nombramientos ha supuesto, sobre todo a partir de 2005, la jurisprudencia del Tribunal Supremo, tendente a asentar un sistema en el que aquellos nombramientos deben ajustarse a los méritos y capacidades de los diferentes candidatos propuestos para cubrir los puestos vacantes de que en cada caso se tratase. En una resolución del alto tribunal de 7 de febrero de 2011, que oportunamente cita Sosa Wagner, queda, de hecho, clarísima constancia de los efectos profundamente negativos que el mecanismo de designación político-clientelar estaba provocando incluso en la visión social sobre el funcionamiento de nuestro sistema judicial: «Esta sala no puede dejar de señalar que hoy es una realidad notoria que la administración de justicia es uno de los servicios del Estado peor valorados y que amplios sectores sociales han manifestado su preocupación por considerar que la profesionalidad no es el criterio prioritario que rige en los nombramientos de los altos cargos judiciales decididos por el Consejo General del Poder Judicial. Basta para comprobarlo con acudir a los medios de comunicación, en los que con frecuencia aparecen noticias referidas a valoraciones o quejas de que en los nombramientos prevalecen sobre todo las cuotas y pactos asociativos, y la designación de jueces o magistrados no asociados es un hecho muy excepcional (a pesar de constituir estos un amplio contingente del escalafón judicial)».
¿Cómo, a la vista de esta descripción, igual de cruda que veraz, podemos enfrentarnos a una situación que amenaza la confianza social en la imparcialidad de la acción jurisdiccional del Estado, esencial para su funcionamiento como un verdadero Estado de Derecho? ¿Cómo, por expresarlo con el tono literario del autor de la obra que se comenta en este ensayo, «podríamos liberar el palacio que habitan los tribunales de las cadenas que arrastran sus fantasmas»? La respuesta que ofrece Sosa Wagner pivota sobre dos elementos esenciales con los que, por mi parte, no puedo más que coincidir sin ningún tipo de reservas: de un lado, la consideración de la administración de justicia como un servicio público esencial de los modernos Estados sociales de Derecho; de otro, la defensa a ultranza de la profesionalización de los jueces en tanto que llave esencial de su independencia. La primera consideración nos coloca ante la necesidad de mejorar de forma sustancial los medios materiales y humanos de que dispone la administración de justicia para cumplir adecuadamente sus funciones en una sociedad que, como todas las desarrolladas, experimenta una tendencia creciente a la litigiosidad, tendencia esa que somete a dura prueba la capacidad de respuesta de jueces y tribunales. Tal es el motivo por el que Francisco Sosa insiste, con toda la razón, en la urgencia que tiene en la actualidad «avanzar en el mejor funcionamiento del servicio público de la justicia», con la finalidad, entre otras, de que «los ciudadanos se sientan a gusto» y la propia justicia «no esté a la cola de la estimación social». En efecto, «si existen algunos juzgados bien dotados de medios personales y materiales, si las audiencias no acumulan polvorientos legajos en los pasillos, si los tribunales superiores son vistos como piezas de una jurisdicción cercana al ciudadano y sensible a sus angustias, si los recursos se resuelven en plazos medibles por la vida humana y no en plazos geológicos, y lo mismo ocurre con la ejecución de las sentencias (dos cánceres de nuestra justicia), en fin, si quienes se acercan a un juez o a su oficina son tratados dignamente, pues «al que has de castigar con obras no trates mal con palabras» (dice Don Quijote a Sancho), si todo esto ocurre, será un bien para los litigantes y para la sociedad. Porque nos alegra saber que los conflictos tienen un cauce de solución en las manos hábiles de los jueces y que los delincuentes acabarán viviendo largas temporadas al cuidado de las instituciones penitenciarias».
Pero el correcto funcionamiento del servicio publico de la justicia no sólo exige, aunque lo exija imperiosamente, mejorar los medios materiales y humanos de los que dispone en España el poder judicial para acometer las misiones que tiene legalmente asignadas y que nuestra Constitución resume a la perfección con la fórmula de ejercer «la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado» (artículo 117.3). La mejora urgente del sistema jurisdiccional exige también imperiosamente asegurar esa independencia judicial que da título y es motivo esencial de la obra de Francisco Sosa Wagner, quien no tiene tampoco duda alguna respecto de cuál es la regla de oro que puede tendencialmente asegurarla: «Para que exista una justicia independiente es necesario que el juez –individualmente considerado– sea independiente. Y para conseguirlo la receta es clara: pruebas públicas de ingreso, especialización como jurista (mercantil, laboral, menores, contencioso…), carrera asegurada sin sobresaltos ni trampas, trabajo razonablemente valorado, sueldo digno, jubilación asimismo reglada. Dicho de otra forma: un estatuto jurídico del juez regido en todo por el principio de legalidad, alejado de componendas políticas y asociativas».
Dado que esa regla es clara y dado, además, y sobre todo, que sobre ella existe sin duda gran consenso entre políticos, jueces y ciudadanos informados, la pregunta subsiguiente es de cajón: ¿qué hacemos, pues, con el Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces llamado a asegurar una justicia independiente? Porque, aunque parece claro, como afirma Sosa Wagner, que el sistema de autogobierno judicial a través del Consejo General por el que, para garantizar la independencia judicial, apostaron, con más entusiasmo que profunda reflexión, los constituyentes de 1978, es, en realidad, un «trampantojo», el acuerdo respecto de la eventual necesidad y, en su caso, el grado de profundidad de su reforma es muchísimo menor. Tanto que el debate sobre el futuro del Consejo General del Poder Judicial –o su mantenimiento tal y como ahora existe; o la modificación de su composición, forma de elección y funciones; o su pura y simple supresión mediante la oportuna reforma constitucional– resulta hoy un elemento central de la discusión sobre la necesaria reforma de nuestro sistema judicial. Es verdad que los elementos esenciales de esa reforma son los dos que acaban de citarse (mejora del servicio público de la justicia y efectiva independencia judicial), pero ello no tiene por qué significar, como sostiene Sosa Wagner, que convertir la discusión sobre la reforma del Consejo en «centro neurálgico del problema» sea «lisa y llanamente disparar sobre un objetivo equivocado». Por el contrario, a mi juicio, la naturaleza y el papel constitucional del Consejo General son hoy, mal que nos pese, un asunto capital para la reforma de la justicia en España, como consecuencia sobre todo del proceso de politización en cascada de aquella que el Consejo ha producido, según he destacado previamente. En consecuencia, no parece irrelevante en absoluto la solución que se adopte respecto al mismo. Francisco Sosa apunta las dos posibles alternativas de futuro: bien mantener el Consejo, «aun a sabiendas del carácter forzado de ese invento, una vez afeitadas sus barbas de señor poderoso, si se le priva de la libertad para designar altos cargos», bien suprimirlo y confiar sus atribuciones al presidente del Tribunal Supremo o restituirlas al Ministerio de Justicia, «cuyas decisiones, como ha de actuar sometido al principio de legalidad, siempre serán juzgadas en último término por los tribunales de lo contencioso-administrativo».
Ante la evidencia de que el Consejo General del Poder Judicial no puede seguir como hasta ahora, pues las disfuncionalidades que provoca tanto en el funcionamiento del sistema judicial español como en el desarrollo de la carrera de los jueces y magistrados resultan ya decididamente insoportables, la cuestión que se sitúa en primer plano es la de si su reforma podría despolitizarlo hasta privarlo de esa naturaleza de parlamento judicial que hoy lo define. Mi opinión es que no, que el Consejo ha estado partidistamente viciado desde sus orígenes y que si, en cualquier situación, su papel político sería profundamente perturbador para el servicio público de la justicia, lo es mucho más en la que hoy vive España como consecuencia del hecho de que los jueces deben hacer frente al gravísimo desafío de la lucha contra la corrupción vinculada o no a la financiación partidista, desafío al que todo apunta que tendremos que enfrentarnos. no sólo a corto. sino también a medio plazo. Por eso creo que, de las dos opciones posibles que plantea Sosa Wagner, la segunda, con suscitar problemas, es sin duda la mejor o, cuando menos, la menos mala. Para decirlo de una vez: creo que cualquier reforma constitucional que se plantee en España debería tener, entre sus objetivos, la supresión del Consejo General del Poder Judicial, cuyas funciones y competencias deberían ser repartidas entre el Tribunal Supremo y el Ministerio de Justicia. Ello, entre otras cosas, ayudaría, por añadidura, a evitar la creación de órganos similares al Consejo General en las Comunidades Autónomas, lo que ya intentó el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006 y frustró, con muy buen criterio jurídico, el Tribunal Constitucional en su sentencia 31/2010, de 28 de junio de 2010, que resolvió el recurso presentado contra la nueva norma estatutaria por noventa y nueve diputados del Grupo Parlamentario Popular del Congreso. Y es que las perversiones provocadas por el Consejo General en nuestro sistema judicial se multiplicarían de forma exponencial si el sistema de consejos autonómicos llegase a generalizarse en el conjunto de las comunidades españolas. ¡Sólo pensarlo da pavor!
Como en otras ocasiones –recuerdo el libro El Estado fragmentado. Modelo austrohúngaro y brote de naciones en España, escrito al alimón con su hijo Igor Sosa Mayor–, Francisco Sosa ha escrito una obra que cumple sobradamente dos de las condiciones esenciales de un ensayo indispensable: su valentía y su necesidad. El autor llama a las cosas por su nombre, no se esconde en el a veces abstruso lenguaje del Derecho para huir de la claridad a la hora de destripar la naturaleza de los problemas que quiere analizar y aborda en su último libro un tema capital para el futuro del Estado de Derecho en un país en el que su funcionamiento viene poniendo de manifiesto no pocos problemas desde hace varios años. De hecho, Francisco Sosa dedica en su libro sendos capítulos finales a los problemas de funcionamiento del Ministerio Fiscal y a los planteados por un órgano, el Tribunal Constitucional, que, en contraste con el Consejo General del Poder Judicial, ha ofrecido un rendimiento institucional globalmente positivo. Pero el núcleo de su obra se centra en aquello a lo que, por ello mismo, se han referido esencialmente estas reflexiones: en la importancia que para un moderno Estado social y democrático de Derecho tiene la independencia de los jueces y magistrados en nuestro sistema de administración de justicia, un servicio público esencial en la vida diaria de miles de ciudadanos que deben recurrir a ella (en procesos civiles, laborales o contencioso-administrativos) o enfrentarse a ella (en procesos penales), en ocasiones varias veces a lo largo de su vida. Hubo un tiempo en que cuando los juristas hablábamos de los derechos prestacionales típicos del Estado social (o, en otro enfoque político, del Welfare State), nos referíamos a la sanidad, a la educación o a la protección pública frente a situaciones de desamparo individual. Lo cierto es que, a estas alturas, el derecho a la justicia tal y como aparece recogido en el artículo 24 de nuestra Constitución es también una clara manifestación del carácter social del Estado, un componente básico de su naturaleza prestacional, pues su efectividad exige la existencia de un perfeccionado aparato judicial que pueda hacer efectivo el derecho procesal de todos a obtener la protección de los derechos materiales garantizados en la Constitución y en las leyes. El juez es el protector natural de esos derechos y, por ello, su independencia es la condición sine qua non para que el servicio público de la justicia pueda sanar nuestros padecimientos sociales de forma similar a como el sistema sanitario cura nuestras enfermedades personales. Ni más. Ni menos. Concluye diciendo el profesor Blanco Valdés.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











jueves, 12 de enero de 2023

De la imbecilidad

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Fernando Savater, va de la imbecilidad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Palabrotas
FERNANDO SAVATER
07 ENE 2023 - El País

Sería injusto decir que en los USA carecen de esa facultad satírica que se burla de la ridiculez humana. Ahí están Groucho Marx, W. C. Fields o Woody Allen para probar lo contrario. Y antes que ellos, el gran Ambrose Bierce y Henry Louis Mencken. Este último por cierto escribió The American Language, obra que viene al pelo para esta columna. Porque quienes evidentemente carecen de sentido del ridículo y de esa ironía que desde Sócrates ha sido el tono de la sabiduría occidental son los profesores de la Universidad de Stanford (California), que proponen una supresión masiva de palabras “dañinas” que retrasan el progreso moral del mundo. Para empezar, Stanford es una de las instituciones académicas más distinguidas, con 81 premios Nobel en su haber y un presupuesto medio por alumno universitario de dos millones de dólares. Pues ese areópago de cráneos privilegiados (Bierce dijo que “la erudición es el polvo que cae desde una estantería en un cráneo vacío”) ha decidido suprimir palabras que alteran el alma como “adicto” (mejor “persona con un trastorno por abuso de sustancias”), “loco” (mejor “sorprendente” o “salvaje”), “senil”, “aborto”, “caballero”, “señorita” y “chicos” (hay que decir “gente” para evitar el machismo). ¡Ah, “hispano” también está mal: mejor “latinx”…! Las voces abolidas están viciadas de colonialismo, lacra suprema de una raza que ha vivido de y para colonizar, de machismo, de menosprecio a los raros, de jerarquización especieísta… Suprimidas las palabras se acaba con la rabia de que son portadoras y así progresamos (dijo Cioran que progreso es el nombre de la injusticia de cada generación con las anteriores).
No me sorprende que la ortodoxia ideológica vuelva imbéciles a los científicos. Pero cuando en vez de “estoy loco por ti” digo “me vuelves salvajemente diferente”, caramba, me gusta…
























[ARCHIVO DEL BLOG] Las buenas intenciones. [Publicada el 14/02/2017]









Hay un proverbio español que dice: "El infierno está empedrado de buenas intenciones". Su significado está claro: de nada sirven los buenos propósitos si no van acompañados de las obras. Es lo mismo que viene a decir la periodista cubana Yoani Sánchez en su artículo de hace unos días en El País titulado Medir la desesperanza, en relación con las últimas medidas de Obama sobre Cuba antes de dejar la presidencia. Sí, fueron bienintencionadas, pero no han movido nada dentro del régimen cubano porque este es impermeable a cualquier posibilidad de apertura desde dentro del sistema. Tiene razón Yoani Sánchez en su lamento. Y una vez más me ratifico en mi estupefacción ante la admiración y el despiste de buena parte de la izquierda española y europea hacia el régimen castrista, un régimen que no cabe calificar sino como nauseabundo, a costa de quedarme ciertamente corto en mi opinión sobre él.
Al eliminar la política de pies secos / pies mojados, Obama no solo cortó una vía de escape para los cubanos, dice Sánchez, sino que aumentó el abatimiento que trae la crónica ausencia de sueños, la sensación de asfixia generalizada. Las estadísticas engañan, añade. Solo reflejan valores mensurables, realidades tangibles. Los organismos internacionales nos atiborran de números que miden el desarrollo, la esperanza de vida o el alcance de la educación, pero rara vez aciertan en graduar la insatisfacción, el miedo y el desaliento. Con frecuencia en sus informes se describe a una América Latina y a sus habitantes encerrados en la inopia de los dígitos.
Este año, continúa diciendo, la región tendrá un tenue crecimiento del 1,3%, según ha pronosticado la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Un dato que apenas logra transmitir la envergadura de las vidas que dejará arruinadas el renqueante andar de la zona. Los proyectos inconclusos y un largo rosario de dramas sociales se acentuarán en muchos de estos países en los próximos meses. El caldo de cultivo donde brotan los populismos. Sin embargo, añade, el drama mayor sigue siendo la falta de horizontes que experimentan millones de habitantes de este lado del planeta.
Un haitiano que cruza la selva del Darién para llegar a Estados Unidos, dice más adelante, no lo hace solo impulsado por las míseras condiciones que vive en su país, los destrozos dejados por los fenómenos naturales o las repetidas epidemias que se cobran miles de vidas. El más poderoso motor que lo mueve es la desesperanza, la convicción de que en su tierra no tendrá nuevas oportunidades. No atisbar el fin de la violencia, sigue diciendo, empuja a otros tantos centroamericanos a escapar de sus países. En varias de estas naciones las pandillas se han vuelto un mal entronizado, la corrupción ha corroído el andamiaje interior de las instituciones y los políticos van de un escándalo en otro. El desaliento promueve entonces una respuesta muy diferente a la que genera la indignación. El primero suscita escapar, la segunda rebelarse.
Mientras tanto, señala, en esta isla del Caribe, millones de seres humanos rumian su propia desilusión. Por décadas los cubanos huyeron movidos por la persecución política, los problemas económicos y el hastío. Hasta el pasado 12 de enero esa sensación de asfixia generalizada tenía una salida, se llamaba política de pies secos / pies mojados y el presidente Barack Obama la eliminó a pocos días de concluir su segundo mandato.
Los más acérrimos críticos de aquel privilegio migratorio, dicen, aseguran que incentivó las deserciones y las salidas ilegales. Hay quienes critican también su injusto carácter al beneficiar con prerrogativas a quienes no escapaban de un conflicto bélico, un genocidio o un cataclismo natural. Olvidan entre sus argumentos que el desaliento también merece ser tenido en cuenta y computado en cualquier fórmula que intente descifrar la fuga masiva que afecta a una nación.
Un error similar, expone, al que cometen los organismos como la FAO, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados o la Cepal que se especializan en medir parámetros al estilo de la cantidad de calorías ingeridas cada día, el efecto del cambio climático en los desplazamientos humanos o las décimas que decreció el Producto Interno Bruto de una nación. Sus reportes y declaraciones jamás sopesan la energía que se acumula bajo la frustración, el peso que tiene la decepción o la impotencia en toda migración.
Cuando más de tres generaciones de individuos han vivido bajo un sistema político y económico que no evoluciona ni progresa, dice a continuación, se extiende entre ellos la convicción de que esa situación es eterna e inmutable. Llegan a perder el horizonte y en sus mentes echa raíces la idea de que nada puede hacerse para cambiar el statu quo. A ese punto han ido arribando muchos de los nacidos en Cuba después de enero de 1959 y que crecieron con la convicción de que todo había sido hecho por otros que los antecedieron.
Eso explica, comenta, que un joven que poco antes dormía bajo un techo en La Habana tenía acceso a una cantidad limitada, pero segura, de alimentos a través del mercado racionado y pasaba sus largas horas libres en el banco de un parque se lance al mar en una balsa a merced de los vientos y de los tiburones. La falta de perspectivas está detrás también de una buena parte de los casos de migrantes isleños que han terminado en los último años en manos de traficantes de personas en Colombia, Panamá o México.
Washington no solo ha cortado una vía de escape, dice, sino que la decisión de la Casa Blanca ha terminado por subir los grados de ese abatimiento que trae la crónica ausencia de sueños que caracteriza al país. La Ley de Ajuste Cubano, implementada desde 1966, se mantiene para quienes logren probar que son perseguidos políticos, pero la sensación más extendida entre los potenciales migrantes es la de haber perdido una última posibilidad de alcanzar un futuro.
Sin embargo, sigue diciendo, ese menoscabo de la ilusión tiene pocas posibilidades de transmutarse en rebelión. La teoría de la olla de presión social a la que Obama ha cerrado la válvula de escape para que el fuego de las estrecheces internas y la represión la hagan estallar suena bien como metáfora, pero no incluye algunos importantes ingredientes. Entre ellos la resignación que desarrollan los individuos sometidos a realidades que se presentan como inmutables.
La creencia de que nada puede hacerse y nada cambiará, escribe más adelante, se mantiene por estos lares como el principal estímulo para levar anclas y partir hacia cualquier rincón del planeta. La olla no estallará con un mar de gente en las calles derrocando al Gobierno de Raúl Castro y entonando himnos en ese soñado “día D” que tantos se cansaron de esperar. Quienes crean que el cierre de una puerta migratoria actuará como el chasquido de los dedos que despierta a una sociedad hipnotizada a la conciencia cívica, se equivocan. La cancelación de esa política de beneficios en territorio estadounidense no alcanza para crear ciudadanos.
Una nueva barrera burocrática es poca cosa ante quienes consideran que han tocado su techo de vuelo y que en su patria no les queda ya nada por hacer, añade. Esa callada convicción nunca aparecerá en las tablas, los gráficos de barras ni los esquemas con que los especialistas explican las causas de los éxodos y los desplazamientos. Pero desconocerla les hace no comprender tan prolongada escapada. Lejos de los informes y de las estadísticas que todo lo quieren explicar, concluye Yoani Sánchez, la desesperanza llevará a los migrantes cubanos hacia otros lares, reorientará su ruta hacia nuevos destinos. En lejanas latitudes florecerán comunidades que degustarán su consabido plato de arroz con frijoles y seguirán diciendo la palabra “chico” ante muchas de sus frases. Son esos que soltarán una lagrimita cuando vean en el mapa ese trozo de tierra largo y estrecho donde un día tuvieron sus raíces, pero sobre el que nunca pudieron dar frutos.
Yoani Sánchez (La Habana, 1975) es una filóloga y periodista cubana, directora del diario digital 14ymedio, cuya lectura les recomiendo encarecidamente, que ha alcanzado notoriedad mundial por su blog, donde hace una descripción crítica de la realidad de su país. Generación Y estuvo bloqueado en Cuba siendo ahora mismo el blog de ese país con más seguidores. Traducido a diecisiete idiomas por un equipo de voluntarios, llega a tener más de catorce millones de accesos al mes e inspira miles de comentarios.
Ella y su página personal han sido galardonados con numerosos premios y distinciones: el diario español El País le concedió en 2008 el Premio Ortega y Gasset de periodismo, en el apartado de periodismo digital; la revista Time la seleccionó en 2008 entre las cien personas más influyentes del mundo; Generación Y fue elegido por Time y la cadena estadounidense CNN entre los veinticinco mejores blogs del mundo; asimismo, ganó el concurso The BOBs de la Deutsche Welle; además, ha sido la primera bloguera en obtener un premio Maria Moors Cabot, en 2009. 
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt









miércoles, 11 de enero de 2023

De la levedad

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Andrea Rizzi, va de la levedad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Cien años de levedad
ANDREA RIZZI
07 ENE 2023 - El País

Llegan a su fin las festividades invernales, y Europa se dispone a afrontar ya de lleno el nuevo año. Esta columna no pretende cartografiar cómo podrá ser, sino solo someter a consideración de quien quiera un valor para llevar en el viaje, el primero que planteó Italo Calvino en su ciclo de conferencias Seis propuestas para el próximo milenio: la levedad. Este año se cumple el centenario del nacimiento del escritor italiano.
El autor recordaba cómo en ciertos momentos tenía la sensación de que “el mundo se iba volviendo de piedra: una lenta petrificación, más o menos avanzada según las personas y los lugares, pero de la que no se salvaba ningún aspecto de la vida. Era como si nadie pudiera esquivar la mirada inexorable de la Medusa”. Frente a eso, optó por recurrir al arma de la levedad. Una extraordinaria herramienta literaria, política y existencial.
La premisa fundamental es que, en su intento de explicar las razones de su preferencia por la levedad en la dicotomía con el peso, el escritor no quiso descalificar los argumentos de este otro extremo. A veces, es el camino necesario. Ante la petrificación del mundo que propaga la artillería de Putin, la reacción empieza inevitablemente por lo pesado: armas para defenderse, y de gran calibre. Puede elogiarse el paso dado esta semana por París y Berlín prometiendo entregar a Kiev eficaces vehículos de combate de infantería.
Pero la levedad (nada que ver con la ligereza superficial) es una herramienta de al menos igual importancia que el peso (fuerza y estructura, en su mejor connotación) y, sin embargo, tan a menudo olvidada. Calvino recuerda el mito según el cual es Perseo, “que vuela con sus sandalias aladas […] que no mira el rostro de la Gorgona, sino sólo a su imagen reflejada”, quien logra descabezarla. El mito quiere decirnos algo, y ese algo es, posiblemente, que, a veces, para vencer a las fuerzas de la petrificación debe recurrirse a la levedad.
Europa necesita levedad. Cómo no, para restar ese peso grueso y pedestre que aqueja a tanta de su política. Para disolver esos reflejos nacionalistas que entorpecen en la UE el movimiento armónico en esas áreas en las que la alternativa, en el fondo, es poco más que el rigor mortis. Pero también, por ejemplo, para dar un brinco hacia arriba en mundos como los de la inteligencia artificial o la computación cuántica, que decidirán el futuro, y en los cuales EE UU y China avanzan a la velocidad de la luz.
Los europeos también la necesitan a nivel individual, como demuestran una tras otras estadísticas acerca de la salud mental o encuestas sobre su optimismo. Todas las épocas tienen sus factores de petrificación en la esfera privada; esta tiene la peculiaridad de contar con uno que, como en un mito pavoroso, anda camuflado de levedad. Las redes sociales, o los mecanismos de mensajería de varia índole, que sin duda mucho aportan —pero, ay, ¡cuánto restan!—. A menudo restan humanidad y profundidad. Piensen en los mensajitos que inundan nuestras vidas, tan abundantes en estas fechas, que son útiles, pueden ser bellamente agudos, poéticos, eróticos, pero que han acabado por enterrar en medida muy significativa las conversaciones. Cabe pensar que no ha sido un buen trueque, que detrás de la sensación de levedad del WhatsApp se anida una terrible petrificación humana. Sí, tenía sentido llamar de vez en cuando a una persona querida con la que no podemos quedar con facilidad. Sí, hubiese sido mejor felicitar el Año Nuevo con una breve charla que con ese mensajito. Pero parece que una llamada para conversar es hoy un bien en vías de extinción. Un pequeño ejemplo de las múltiples vías por las que la petrificación avanza en nuestro tiempo.
Calvino escribió en su Levedad que el sentido de su acción literaria fue, la mayor parte de las veces, un esfuerzo para restar peso. Restemos peso. Peso a nuestras dudas, nuestros miedos, nuestros narcisismos, nuestros remordimientos, nuestros instintos rabiosos o rencorosos, nuestra propensión a juzgar a la ligera —no con levedad—, que tan fácil reconocemos en los demás, tan poco en nosotros mismos. A estos engranajes petrificadores que nos restan vitalidad humana. El peso y la opacidad del mundo, escribió, son rasgos que, si no se encuentra la manera de evitarlo, “enseguida se adhieren a la escritura”. A la mayoría también se nos pegan fácil al cuerpo y al espíritu. La levedad, en cambio, es tan difícil de asir. Pero conviene no rendirse, porque a menos levedad, más oscuridad, soledad, dependencia. Él lo logró, fue un autor inatrapable, una espléndida ardilla literaria, que consiguió escabullirse del peso que paraliza y hunde, como Cosimo Piovasco di Rondò en los árboles, el conmovedor Barón Rampante. Casi siempre hay un árbol a mano para subirse, aunque sea un rato, y que no nos pillen.






















[ARCHIVO DEL BLOG] ¡Mira, Plutón! [Publicada el 15/07/2015]











La llegada de la nave "New Horizons" a las cercanías de Plutón inicia una nueva era en la exploración espacial. El País de hoy le dedica al hecho un reportaje especial con vídeos, fotos, diagramas y textos, que relatan el seguimiento de la hazaña desde sus primeros preparativos, allá por enero de 2002, hasta el lanzamiento de la nave, el 19 de enero de 2006. Y desde esa fecha hasta hoy. Un largo recorrido en el que merece la pena detenerse unos momentos y disfrutarlo.
Quizá estamos tan acostumbrados a estas hazañas que no nos percatamos de su alcance. Y algunas veces, incluso, llegamos a preguntarnos que necesidad tiene el hombre de gastar esas cantidades de dinero, técnica, imaginación y esfuerzos con la de necesidades por resolver que tenemos hoy en nuestro planeta Tierra. 
No tengo respuesta para ello. Solo sé, eso sí, que me siento orgulloso de esa hazaña del hombre y de la especie. Y que me ha hecho recordar unas palabras escritas en 1959 por John Steinbeck a su editor, Chase Horton, que figuran como anexo en su libro "Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1992) que estoy releyendo en estos momentos.
Dice Steinbeck: "Cuando leo sobre un universo en expansión, sobre novas y enanas rojas, sobre actividades violentas, explosiones, desapariciones de soles y nacimientos de otros, y luego advierto que la noticia de estos acontecimientos, transmitidos por las ondas de luz, son crónicas de hechos que sucedieron hace millones de años, suele intrigarme qué ocurrirá ahora en ese lugar. ¿Cómo podemos saber si un proceso y una transformación que pasaron hace tanto tiempo no han cambiado radicalmente y las cosas no se han combinado de otro modo? Cabe concebir -sigue diciendo- que lo que en el presente registran los grandes telescopios no existe en absoluto, que esos monstruosos acontecimientos estelares cesaron antes de que se formara nuestro mundo, que la Vía Láctea es un recuerdo llevado en brazos de la luz".
Respeto profundamente a quienes mirando al cielo en una noche estrellada solo ven en ello la obra de Dios. Yo, solo doy un gracias emocionado al Azar que me permite disfrutar, sin comprenderlas, de esas maravillas que son la Vida y la Naturaleza.
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt












martes, 10 de enero de 2023

De la función de la literatura

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Juan Gabriel Vásquez, va de la función de la literatura. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






El colonialismo y sus alrededores
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
05 ENE 2023 - El País

En las primeras páginas de A orillas del mar, la novela de Abdulrazak Gurnah que leo por estos días con admiración y retraso, uno de los narradores medita sobre la relación que su país africano tuvo con los colonizadores británicos. Recuerda la educación de su niñez, recibida en la lengua de los colonizadores, y recuerda la impresión confusa que esa educación le produjo. Era, nos dice, algo parecido a la admiración por los colonizadores, que habían llegado con tanta seguridad a estas tierras para hacer en ellas cosas importantes que los colonizados ignoraban: curar enfermedades, por ejemplo, o volar aviones. Pero luego piensa que admiración no es la palabra. Lo que sentía —lo que sentían los niños como él, educados en ese sistema— era más parecido a una concesión. ¿Y qué era lo que les concedían los locales a los colonizadores? Control, dice el hombre: control sobre sus vidas materiales, pero también sobre sus mentes. Y luego vienen estas líneas maravillosas, que me voy a permitir citar sin recortarlas, porque cada palabra importa:
“En sus libros [en los libros de los colonizadores, se entiende] leí relatos poco halagüeños de mi historia, y, como eran poco halagüeños, parecían más verdaderos que las historias que nos contábamos a nosotros mismos. Leí sobre las enfermedades que nos atormentaban, sobre el futuro que nos aguardaba, sobre el mundo en que vivíamos y nuestro lugar en él. Era como si nos hubieran rehecho, y de una forma que ya no nos quedaba más remedio que aceptar, tan completa y ajustada era la historia que contaban sobre nosotros. No creo que nos la contaran cínicamente, pues me parece que ellos también la creían. Era la manera en que nos entendían y se entendían a sí mismos, y en la abrumadora realidad con la que vivíamos había poco que nos permitiera contradecirla, por lo menos mientras la historia tuviera novedad y no fuera cuestionada”.
A orillas del mar se publicó en 2001; en los años que han pasado desde entonces, no creo haber leído una descripción más lúcida de los efectos invisibles del colonialismo. Los otros efectos, los visibles, son bien conocidos de todos, y suelen aparecer con frecuencia en los diarios, tomando casi siempre la forma de hechos violentos o, en todo caso, de sufrimiento humano; pero esto que describe el personaje de Gurnah, la lenta imposición a una sociedad de una historia que no es la suya, es el equivalente sociopolítico de un lavado de cerebro, la conquista de un territorio que es, en últimas, mucho más valioso que el territorio geográfico de un país: el territorio mental. Todos los poderes terrenales que en el mundo han sido han perseguido ese premio, y cualquiera que haya leído a George Orwell sabe bien que, entre muchas otras cosas, eso es el poder político: la capacidad de imponer un relato determinado a una sociedad. Cuando la sociedad compra el relato, cuando lo hace suyo y empieza a vivir en él y a través de él se entiende a sí misma, el poderoso puede decir que ha triunfado.
El colonialismo no es distinto en eso de cualquiera de los otros ismos que nos han tratado de moldear las vidas en los últimos tiempos. Es lo que han hecho los totalitarismos: pienso en el fascista y el comunista, aunque alguno me dirá seguramente que el colonialismo es, en sí, una forma totalitaria (y no le faltaría razón, aunque esta es una conversación más compleja). De cualquier manera, esto me parece evidente: montar una historia sobre el futuro que nos aguarda, rehacernos de una forma que no nos queda más remedio que aceptar, es lo que busca todo el que aspire a dominar una sociedad. Si hubiera que escoger una razón por la cual los novelistas y los poetas son perseguidos, censurados y a veces asesinados por esos poderes, esta me parece la más evidente: la literatura es incómoda porque siempre está rebelándose contra los relatos impuestos, introduciendo el disenso, dando una versión de la historia común que es discordante o insumisa, impidiendo con su mera existencia el asentamiento de una historia única o monolítica. “Eso que usted está contando es falso, o incompleto, o tendencioso”, dice la literatura. “Las cosas no ocurrieron así, o también ocurrieron de otra forma, o habrían podido ocurrir de otra forma, y nuestra historia queda incompleta si esa forma no se cuenta”.
Esto, claro, es terriblemente molesto, por lo menos para el autoritario de turno. Para usar nuevamente las palabras afortunadas de Abdulrazak Gurnah, o de su narrador en su novela: lo que ha hecho siempre la literatura (o, por lo menos, la literatura que me interesa), es buscar, en la abrumadora realidad en que vivimos, lo que nos permite contradecir la historia que algo o alguien trata de imponernos, la historia que se va imponiendo mientras no sea cuestionada. Pero el asunto no tiene que ser solamente político. Theodor Adorno señaló en alguna parte que uno de los rasgos distintivos de un fascista es una profunda aversión a la introspección, o a todos los que inviten a la introspección: por supuesto, la identificación de grupo no puede funcionar si los miembros del grupo están mirando hacia dentro, si no están participando en el relato colectivo o no lo compran o no le creen, si se declaran agnósticos o desinteresados o meramente escépticos. Por el hecho mismo de invitar al ciudadano a volverse individuo privado, a dejar el gregarismo y encerrarse en los mundos que lleva dentro, la literatura de imaginación se vuelve subversiva.
Hace casi 50 años, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa tuvieron en Lima una conversación sin desperdicio. (En realidad fueron dos conversaciones en días seguidos, y se han publicado recientemente en forma de libro con el título Dos soledades: un diálogo sobre la novela en América Latina). Allí comenta García Márquez que no conoce ninguna literatura genuina que sirva para exaltar valores establecidos. Y, a pesar de que se me ocurra el ejemplo de la literatura de Rudyard Kipling, que es al mismo tiempo un escritor genuino y un colonialista redomado, yo entiendo bien lo que dice; y además tengo por cierto que esta es una de las deudas que los latinoamericanos tenemos con los dos novelistas allí sentados, y con otros que van de Alejo Carpentier a Carlos Fuentes, de Guillermo Cabrera Infante a Ricardo Piglia: sus novelas hicieron saltar por los aires la noción misma de historia única, y nos dejaron tras su paso un continente múltiple e inabarcable, de pasado ambiguo y presentes inasibles, de cuya realidad abrumadora tantos siguen tratando de apropiarse. Y ahí vamos los novelistas, tratando de cubrir el continente con historias.
De manera que la novela de Gurnah, que habla sobre todo del colonialismo, puede servir para hablar también de otras cosas muy distintas. Pues todos los ciudadanos de todas las sociedades vivimos en tensión con lo que podemos llamar nuestros narradores: las fuerzas que compiten constantemente por contar la historia que gane, la historia que se imponga. Esos narradores pueden ser instituciones políticas como el Estado o fenómenos históricos como los ismos, pueden ser religiones organizadas (grandes y exitosas narradoras) pero también tendencias culturales, pues nada mueve tanto los relatos de nuestro mundo contemporáneo como la exaltación de las identidades. Sea como sea, más nos vale a los ciudadanos estar vigilantes: contradecir, cuestionar, disentir. Que siempre hay allá fuera alguien decidido a colonizarnos las cabezas.























[ARCHIVO DEL BLOG] Los canallas de las buenas causas. [Publicada el 22/12/2019]











Hay mucho canalla en la defensa de las buenas causas, afirma el escritor Javier Cercas en el Especial dominical de esta semana, algo que ya dejó dicho Albert Camus mejor que nadie: “No es el fin el que justifica los medios, sino los medios los que justifican el fin”.
"El 10 de enero de 1987 -comienza diciendo Cercas-, Leonardo Sciascia publicó en el Corriere della Sera un artículo, titulado “Los profesionales de la antimafia”, en el que denunciaba la perversión de que algunos políticos y magistrados estuvieran beneficiándose de su papel, más o menos real, de luchadores contra la Mafia. Fue una bomba: el escritor que había diseccionado como nadie, en algunas novelas magistrales, la naturaleza tóxica y esquiva de la Cosa Nostra pareció convertirse de un día para otro en el enemigo número uno de la batalla contra la Cosa Nostra, e Italia entera se dividió entre defensores y detractores de Sciascia. Éste aguantó a pie firme el vendaval, y el tiempo le dio la razón. Mejor dicho, el tiempo acabó mostrando que se quedó corto: no son sólo políticos y magistrados quienes han hecho carrera a costa de la lucha contra la Mafia, sino también empresarios, periodistas, funcionarios o prelados; y no se han beneficiado sólo de ascensos dudosos o blindajes políticos, sino de fechorías contantes y sonantes. No es extraño que algunos de los más enconados adversarios de ­Sciascia acabaran reconociendo con el tiempo su “lucidez profética”. Amén.
Hasta donde alcanzo, nadie ha contado la historia de aquella polémica; lástima: sería muy útil hacerlo. Quiero decir que la buena causa de la lucha contra la Mafia no es la única que tiene sus canallas; toda buena causa los tiene. La de la II República española, pongo por caso, fue una causa justísima, pero los republicanos que en la guerra asesinaron a sangre fría a casi 7.000 religiosos fueron unos canallas, igual que son unos pícaros y desaprensivos quienes ahora buscan prestigio y notoriedad a base de intentar monopolizar, banalizándola, la herencia de la II República, que es de todos. También es justísima la causa de las víctimas del Holocausto, pero tenía razón Norman Finkelstein al denunciar, en La industria del Holocausto, el uso del sufrimiento de los judíos por parte del Estado de Israel con el fin de acorazar sus políticas. El combate contra ETA y el islamismo radical son indispensables, pero el GAL y Guantánamo son una canallada. Salvo la de la preservación del planeta, no hay ahora mismo una causa más justa que la que propugna la igualdad entre hombres y mujeres, pero hay mujeres que se aprovechan de ella para usurpar posiciones de poder o privilegio (o simplemente para vengarse). Son sólo unos ejemplos, que podría multiplicar hasta el infinito, porque hay infinidad de buenas causas. La pregunta es: ¿por qué nadie o casi nadie se atreve a denunciar a sus canallas? La respuesta es: porque, igual que Sciascia fue acusado de mafioso por denunciar a los canallas de la lucha contra la Mafia (a pesar de que pocos combatieron a la Mafia como Sciascia), nadie osa arriesgarse a que le acusen de blanquear el fascismo (o el franquismo), de ser un enemigo de la llamada memoria histórica o un cómplice de ETA o el Estado Islámico o el machismo. Y no todo el mundo tiene el coraje de Sciascia.
Y, sin embargo, es una obligación denunciar a los canallas de las buenas causas, sobre todo para quienes creemos que son buenas. La razón es que, aunque una causa sigue siendo buena pese a que haya canallas que la defiendan, los canallas de las buenas causas pueden acabar convirtiendo en mala una buena causa. La razón es que una buena causa bien defendida es una buena causa, pero una buena causa mal defendida corre el riesgo de convertirse en una mala causa. La razón es que, como ocurre en arte, en política y moral forma y fondo son casi lo mismo. Nadie lo dijo mejor que Albert Camus —que pagó un alto precio por denunciar a los canallas de la buena causa de la izquierda—: “No es el fin el que justifica los medios, sino los medios los que justifican el fin”. Es lo que intentó decir Sciascia —que tanto aprendió de Camus— cuando, en plena polémica sobre su artículo, definió así el núcleo de su postura: “Rechazar aquello que con desprecio se llama ‘garantismo’ —y que es una llamada al respeto de las reglas, del derecho, de la Constitución— como elemento debilitante de la lucha contra la Mafia es un error de incalculables consecuencias”. Amén". 
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt