El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2025
miércoles, 11 de junio de 2025
martes, 10 de junio de 2025
DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY MARTES, 10 DE JUNIO DE 2025
DEL ORIGEN DE LA MORAL
Los seres humanos tenemos integrado un código de conducta donde cada comportamiento es rotulado como «correcto» o «incorrecto». ¿Qué ha causado que tengamos un sentido interno acerca de lo bueno y de lo malo?, escribe en la revista Ethic [El origen de la moral, 03/06/2025] el filósofo Alejandro Villamor. Todos poseemos una moral, comienza diciendo. Los seres humanos tenemos integrado un código de conducta donde cada comportamiento es rotulado como «correcto» o «incorrecto». Por supuesto, esta moral varía –si bien levemente– entre las distintas personas: por ejemplo, mientras que la tauromaquia es para muchos una aberrante expresión de tortura, para otros es una forma de ocio dominical. Asimismo, la moral propia también experimenta ciertas oscilaciones a lo largo del tiempo, de tal modo que alguien que ha comido carne toda su vida puede, de un día para otro, hacerse vegano.
Parece fuera de toda duda que los robles, las bacterias o los topos carecen de moral y, así, que su comportamiento no está regulado por el binomio correcto-incorrecto. A simple vista, solamente los sapiens somos capaces de reprimir nuestros impulsos más primarios –hasta el límite de poder quitarnos la vida motu proprio– por mor de una convicción moral. ¿Por qué es esto así? ¿Qué ha causado que los humanos tengamos un sentido interno acerca de lo bueno y de lo malo?
«Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución» es la célebre cita del genetista Theodosius Dobzhansky que muchos biólogos han abrazado para responder a la cuestión. Desde la sociobiología configurada por Edward O. Wilson –aunque sin necesidad de tropezar en sus extremos– muchos autores estiman que la moral es un resultado directo, y no indirecto o cultural, del proceso evolutivo. Dado que sentimientos como la culpa, la compasión o la vergüenza son una gran ayuda para regular la convivencia social, los comportamientos morales han favorecido la cooperación grupal. Lo que a su vez ha sido provechoso para la supervivencia. Ahora bien, de ser esto así deberíamos poder rastrear algún vestigio de conducta moral en otros animales. Cuanto menos en aquellos más cercanos filogenéticamente a nosotros. Y esto es precisamente lo que han hecho algunos investigadores.
En un experimento con macacos, ya realizado previamente con perros, pájaros o chimpancés, el prestigioso etólogo neerlandés Frans de Waal y su equipo pusieron a prueba su sentido de la justicia. En dos jaulas separadas por un panel transparente encerraron respectivamente a dos macacos. A cambio de una sencilla tarea, el primer macaco examinado recibió como premio un trozo de pepino, que comió sin titubear. A continuación, la investigadora solicitó la misma tarea al otro macaco, que también la culminó exitosamente. La diferencia estribó en la recompensa: en lugar de darle pepino, este segundo macaco recibió, bajo la atenta mirada del primero, una uva, un manjar mucho más suculento para ellos. Cuando se pasa nuevamente al primero de los macacos, este realiza la tarea y recibe como recompensa otra porción de pepino. Sin embargo, nada más agarrarlo, el macaco se la arrojó a la investigadora mostrando una conducta sumamente agresiva mientras la investigadora, indiferente, prosiguió con la tarea del segundo macaco. Frans de Waal concluye que la indignación del macaco solamente puede ser explicada apelando a conceptos morales como los de justicia o reparto equitativo. Mucho tiempo antes de este experimento, algunos filósofos ya se habían preguntado por la génesis de la moral. Sus conjeturas, empero, no acostumbraron a arribar al mismo puerto.
En el Siglo de las Luces, Jean Jacques Rousseau (1712-1778) sentenció que, en realidad, los seres humanos somos por naturaleza, como resultado de la obra divina, seres sumamente bondadosos incapaces de hacer mal alguno. El mal moral acaece con la invención del concepto de propiedad privada y, en consecuencia, del mal llamado progreso social y cultural.
En las antípodas, Thomas Hobbes (1588-1679) hizo gala de un pesimismo antropológico acorde al cual los seres humanos somos seres egoístas y, por tanto, malvados. Desde el albor de los tiempos, nos hemos masacrado unos a otros en una enconada guerra «de todos contra todos». Pero ser malos no implica ser estúpidos y por esto, juzga el británico, llegado un momento los humanos concluyeron que lo más racional y beneficioso para todos es alzar la bandera blanca. Es así que surge un código de conducta regulado por el gobernante.
Sin ir muy lejos de Hobbes, Friedrich Nietzsche (1844-1900) también consideró como un embuste la existencia de una moral innata. Acorde a este, el principal motor de nuestro comportamiento no reside en emociones como la culpa o la compasión. Sucede, precisamente, que estas son un a posteriori cultural, un maquiavélico artefacto erigido por unos individuos para controlar a los demás. En este punto estriba para el autor de La genealogía de la moral su verdadera raison d’être.
La adulación de lo bueno o lo correcto, así como la censura de lo malo o lo incorrecto, no responde a ninguna moral diseñada por alguna deidad ni por factores naturales. Por la contra, el filósofo del martillo alega que es la voluntad de superación y de control ajeno lo que la ha impulsado. Y es así, por consiguiente, que cuando alguien valora moralmente cierta conducta o situación, no está haciendo otra cosa que domeñar el carácter o la costumbre (del latín moralis) del otro. Alejandro Villamor es filósofo.
[ARCHIVO DEL BLOG] PLACAS. PUBLICADO EL 19/06/2020
EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, LUMI/RÍO, DE LA POETISA ALBANESA LINDITA ARAPI
***
RÍO
Observando cada día,
mañanas y tardes,
día y noche, observando sin moverme,
como hechizada por el río.
Aquel río
de helechos y sauces alrededor,
mientras fluye sereno,
plenamente consciente hacia el mar al que pertenece.
Observando el río que fluye y fluye,
sin la inquietud de ninguna ambición,
escuchando el leve susurro de las olas
que juegan ante mis pies,
la incesante pasión de la corriente.
Mi ser fragmentado siente un nuevo comienzo.
Ningún otro río me llevará consigo.
***
LINDITA ARAPI (1972)
poetisa albanesa
lunes, 9 de junio de 2025
DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY LUNES, 9 DE JUNIO DE 2025
Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 9 de junio de 2025. En efecto, los españoles somos antisemitas. Y lo somos en las dos direcciones, hacia los judíos y hacia los musulmanes, significándonos en un conflicto atávico que resucita con la matanza de Gaza y con las proclamas antisionistas… de toda la vida, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy el periodista Rubén Amón. En la segunda, un archivo del blog de junio de 2016, el profesor Roberto Luis Blanco Valdés se preguntaba si estábamos acercando al fin de la democracias, una pregunta nada retórica. El poema del día, en la tercera, del poeta tunecino Sghaïr Ouled Ahmed, se titula Soy yo, lo publico en francés, árabe y español y comienza con estos versos: Soy yo. /Vine al mundo un sábado por la mañana, Cuando los Francos se marchaban/mostrando la señal de su victoria amputada. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt
DEL ANTISEMITISMO DE LOS ESPAÑOLES
En efecto, los españoles somos antisemitas. Y lo somos en las dos direcciones, hacia los judíos y hacia los musulmanes, significándonos en un conflicto atávico que resucita con la matanza de Gaza y con las proclamas antisionistas… de toda la vida, escribe en la revista Ethic [En efecto, los españoles somos antisemitas, 03/06/2025] el periodista Rubén Amón. En efecto, los españoles somos antisemitas, comienza diciendo Amón: «Fablavan los judíos en su consejería:/‘Matemos a este niño por su felonía,/que canta a la Madre de Dios cada día;/esto es gran tuerto para nuestra judería’./
Prendiéronlo a furto, non con cortesía,/degolláronlo luego, ¡maldita su osadía!». Gonzalo de Berceo, ‘Los milagros de nuestra Señora’.
España es un país antisemita. No solo en cuanto concierne a nuestras relaciones con el pueblo judío, sino en los recelos que nos distancian de los árabes como si en realidad nos temiéramos a nosotros mismos. Los árabes representan un pueblo tan semita como los hijos de Israel y se halla expuesto a la discriminación sistemática de la derechona. La adhesión falsaria de Santiago Abascal a la estrella de David no proviene de la convicción ni de la sensibilidad, sino de una alianza monoteísta que degrada el Islam como el credo de los inmigrantes magrebíes y como la doctrina del verso satánico.
El oportunismo del líder de Vox se resiente de sus antiguas diatribas contra el sionismo. Él mismo alzó el megáfono y la voz en el Parlamento para denunciar la conspiración mundial que habían urdido George Soros y sus correligionarios, aunque el verdadero folclore de Santi Matamoros se define en la persecución de los Menas y en las advertencias pintorescas sobre la invasión de los «mohameds» en nombre de la teoría del remplazo. Vienen a quitarnos el pan, el trabajo y el consultorio, con una daga en el alma.
La polarización connatural de nuestra clase política enfatiza una ridícula y extemporánea guerra de religión. Aquí no se habla de fe ni de metafísica, sino de acopios identitarios. Y de atavismos que desmienten los propósitos buenistas de la convivencia. La izquierda española es antijudía. La derecha española es antimusulmana. Y todos somos fervorosamente antisemitas.
La simplificación caracteriza tanto la idolatría de la causa palestina como la absurda identificación de Netanyahu con Israel. El primer ministro está promoviendo una matanza, un aplastamiento inmisericorde, pero los resabios antisemitas de Celtiberia lo transforman en la expresión vengadora de Sión y en la imagen del patriarca sanguinario. Se habla de genocidio frívolamente para restregar a los israelíes el escarmiento abominable del Holocausto.
Y no es cuestión de subestimar la brutalidad de Netanyahu. Su reacción a los atentados del 7-O lo convierte en un criminal de guerra, en un caudillo feroz. Es la propia opinión pública israelí –o parte de ella– la que le reprocha sus barbaridades y su plan de escarmiento, entre otras razones porque la ejecución de cada terrorista de Hamas comprende la muerte de tres civiles inocentes, sean niños, médicos, periodistas o voluntarios.
Netanyahu se esconde en la bandera del antisemitismo para sustraerse a la responsabilidad de su plan de exterminio, pero también sucede que la denuncia a las atrocidades del primer ministro enfatiza –generaliza– el resquemor hacia Israel en nombre de nuestros remotos presupuestos xenófobos.
Tiene sentido mencionar en este mismo contexto una reciente exposición del Museo del Prado cuyo título reflejaba las connotaciones del pecado original: El espejo perdido. Judíos y conversos en la España medieval.
El interés artístico de algunas obras reunidas –Pedro Berruguete, Bartolomé Bermejo, Bernat Martorell– suscribía los argumentos religiosos, sociológicos, políticos y culturales que predispusieron la aversión a los judíos. El arte desempeñó una función pedagógica en la narrativa de la propaganda antisemita. No ya caricaturizando a los hijos de David como criaturas ciegas, codiciosas, abyectas y animales, sino trasladando las sospechas y las discriminaciones a los conversos que prefirieron quedarse en lugar de emprender el camino del exilio. La exposición terminaba precisamente con el edicto de expulsión que los Reyes Católicos anunciaron en 1492, aunque el inventario de antecedentes –las normas de vestimenta de 1215, el pogromo de Girona, las leyes raciales, la Inquisición– se antoja tan elocuente como la influencia del ADN antisemita en los siglos posteriores. Nuestro vocabulario contemporáneo suscribe el insulto de «marrano» sin reparar en la definición peyorativa que catalogaba a los judios conversos («Aunque misa diga el marrano, siempre su alma será del diablo», reza la coplilla).
La Iglesia, el Estado y el Santo Oficio los ubicaron en una categoría irremediable, precisamente porque el «problema» de los judíos no consistía en su religión, sino en su sangre y en la responsabilidad del deicidio original por los siglos de los siglos.
No es que en España persigamos a los judíos. No los perseguimos porque no los hay. La referencia demográfica representa 45.000 ciudadanos en un marasmo de 45 millones. Y no puede decirse que la concesión de pasaportes a los judíos de origen sefardí produjera grandes adhesiones. Pretendía el Gobierno español en 2015 reparar a título institucional y a modo de expiación las afrentas históricas, el antisemitismo estructural, las persecuciones ilustradas, incluso las obsesiones de Francisco Franco respecto al peligro de una mayúscula conspiración judeo-masónica. No reconocimos el estado de Israel hasta 1986. Y no está claro aún que lo hayamos reconocido.
La reconciliación hacia los sefardíes suponía un ejercicio de memoria histórica cuyas expectativas de redención no estimularon el menor interés de los hipotéticos beneficiados. Pocos casos respondieron a la reconciliación. Los hubo por razones románticas y por motivos prácticos, incluidos entre estos últimos los residentes de países latinoamericanos –Argentina, Venezuela, Uruguay– en situación política inestable que recurrieron al pasaporte como si fuera un instrumento administrativo providencial más que como un procedimiento extemporáneo para cobrarse una deuda.
En España, el antisemitismo es un expediente cultural. Una gimnasia atávica. No hace falta conocer a un solo sefardí para arrastrar el sambenito de la sospecha. Basta con haberlo heredado. Y se hereda, sí, como el desprecio al hereje o la desconfianza hacia el «hereu». Y no es que vayamos aquí y ahora a defender la política de apartheid israelí que descoyunta la convivencia y la fantasía de los dos Estados, pero produjo incredulidad la frivolidad con que la izquierda de la izquierda y los sectores reaccionarios de la derechona ultracatólica reaccionaron a la matanza del 7-O. Igual era el momento de compungirse. Y de eludir todas las justificaciones con que pretende subestimarse la ferocidad de Hamas, entre cuyos objetivos no solo figura la integral destrucción de Israel, sino la instrumentalización de los propios palestinos como mártires, suicidas y escudos humanos.
«Condeno el atentado, pero…» fue precisamente la forma de no condenar el atentado, y de rebuscarle los mismos argumentos accesorios que bien podrían justificar la masacre de las Torres Gemelas o la matanza de Madrid.
Nuestro 11M representa acaso el ejemplo que homologa para siempre la aversión a los musulmanes. Es verdad que tenemos una izquierda filopalestina de salón. Y es cierto que Pablo Iglesias sintonizaba con la teocracia iraní a semejanza de los condotieros bolivarianos, pero los «moros» no han desaparecido del eje del mal ni han podido sacudirse la sugestión cultural y sociológica con que observamos el ramadán, el color de la piel y la llamada a la oración en el día sagrado de los viernes. España tiene un trauma mal resuelto con Al-Ándalus. Lo convirtió en postal, pero no en memoria. Celebramos la herencia andalusí en el mármol de la Alhambra, pero negamos su descendencia en la piel de nuestros conciudadanos.
Va a resultar que somos antisemitas porque es la mejor forma de odiarnos a nosotros mismos, siendo, como somos, conversos por un lado y herederos de una forma de vivir, por otro, que nos recuerda el peligro de asomarse al espejo, no digamos cuando Abascal perfila su barba como un califa mientras convoca a los héroes de la Reconquista de Pelayo hacia abajo.
No debería resultar incompatible denunciar la matanza de Netanhayu y la brutalidad terrorista de Hamas. Claro que es preferible –mucho– una democracia defectuosa como la israelí al modelo de sociedad medieval que propaga el yihadismo. Y avergüenza que España haya puesto en entredicho las relaciones con Tel Aviv mientras abrazamos con semejante entusiasmo a los más abyectos sátrapas del Golfo. Por esa misma razón resulta tan pintoresco y divertido que el al-calde de Madrid, apellidado Al-meida se arrodille en la Al-Mudena para convocar al dios verdadero. Lo decía a su manera el verbo de una soleá: «Islas del Guadalquivir, donde se fueron los moros… que no se quisieron ir». Rubén Amón es periodista y escritor.