El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2024
sábado, 2 de noviembre de 2024
viernes, 1 de noviembre de 2024
De las entradas del blog de hoy viernes, 1 de noviembre de 2024
Hola, buenos días de nuevo a todos hoy viernes, 1 de noviembre de 2024. Mis condolencias más sinceras y todo mi afecto a las víctimas y familiares de las personas fallecidas y desaparecidas a causa de la DANA que ha asolado el levante peninsular estos días. No hay nada que pueda resarcirles de su dolor, pero espero que la ayuda y solidaridad del resto de los españoles les permita recuperarse lo más pronto posible. El tiempo del ayer se empeña en hacerse presente por mucho que pasen los años, se dice en la primera de las entradas de hoy, y recordamos con melancolía que Franz Kafka murió hace 100 años, y el mundo vuelve a despertarse como Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis, en su cama, convertido en escarabajo. La segunda es un archivo del blog de septiembre de 2019, y va de la forma en que los dos grandes poemas épicos de Homero, la Ilíada y la Odisea, llegaron hasta nosotros, rodeada de incógnitas, pero que los expertos coinciden en que su origen se encuentra en la tradición oral, más o menos del siglo VIII antes de nuestra era. La tercera es hoy un poema del Siglo de Oro español que comienza con estos versos: Quien dice que la ausencia causa olvido / merece ser de todos olvidado. / El verdadero y firme enamorado / está, cuando está ausente, más perdido. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todas ellas les resulten de interés. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt
De la realidad
El tiempo del ayer se empeña en hacerse presente por mucho que pasen los años, dice en El País [La metamorfosis de España, 28/10/2024] el poeta Luis García Montero. 20 años, 100 años no son nada. Recordamos con disciplinada melancolía cultural que Franz Kafka murió hace 100 años, y el mundo vuelve a despertarse como Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis, en su cama, pero convertido en un escarabajo después de un sueño intranquilo. Al pensar en sí mismo no encuentra consuelo. El bicho es muy feo por dentro y por fuera. Los atentados, las invasiones, los bombardeos, los genocidios y las complicidades definen bien el argumento de una realidad monstruosa. Las posibilidades de la metáfora kafkiana aluden también a los autoritarismos despóticos, los fanatismos religiosos, los odios militantes y las democracias que traicionan sus valores al servicio de un capitalismo sin escrúpulos, simbolizado hoy por las fábricas de armas y los misiles que cruzan las sociedades en forma de bulo.
Pero el amor a la literatura sirve para darle la vuelta a la realidad y a sus mejores ficciones. La imaginación supone un diálogo con la esperanza. Pienso en España y le doy la vuelta al despertar de Franz Kafka o de su protagonista en La metamorfosis. El sueño intranquilo de la crispación me había hecho vivir en una realidad mediática llena de insultos, catástrofes, corrupciones, fanatismos, monstruos, bichos, escarabajos y traidores. Me dolía España como a Unamuno. Intentaba sobrevivir en un Estado policial, una dictadura parecida a la de Venezuela, un nido de migrantes malísimos, un infierno en el que ardían los pecadores más infames del mundo según pregonaban los pseudoperiodistas y los depredadores en las redes sociales. Pero de pronto me despierto y España no es un escarabajo, las cifras del empleo y la economía son buenas y su presencia en el mundo es más envidiable que nunca, así que no quiero volver a dormirme. En las viviendas quedan todavía muchas cosas por arreglar.
[ARCHIVO DEL BLOG] El largo viaje de Homero. Publicado el 08/09/2019
El poema de cada día, Hoy, Quien dice que la ausencia, de Juan Boscán (1490-1542)
QUIEN DICE QUE LA AUSENCIA
Quien dice que la ausencia causa olvido
merece ser de todos olvidado.
El verdadero y firme enamorado
está, cuando está ausente, más perdido.
Aviva la memoria su sentido;
la soledad levanta su cuidado;
hallarse de su bien tan apartada
hace su desear más encendido.
No sanan las heridas en él dadas,
aunque cese el mirar que las causó,
si quedan en el alma confirmadas.
Que si uno está con muchas cuchilladas,
porque huya de quien lo acuchilló,
no por eso serán mejor curadas.
Juan Boscán (1490-1542)
Poeta español
jueves, 31 de octubre de 2024
De las entradas del blog de hoy jueves, 31 de octubre de 2024
Del poder
En el mundo hay dos clases de personas: las que buscan el poder por encima de todas las cosas y las que prefieren comer cristal. No creo que una de las dos posturas sea intrínsecamente más virtuosa que la otra, pero sólo porque nadie elige la suya, dice en El País [Si el poder corrompe, 28/10/2024] la escritora Marta Peirano. La relación con el poder tiene que ver con la infancia, las jerarquías familiares, el contexto histórico en el que crecemos y otros fenómenos biográficos que escapan a nuestro libre albedrío. A pesar de eso, ambos bandos encuentran que la postura del otro es moralmente indefendible.
Los amigos, aspirantes y admiradores del poder viven genuinamente convencidos de que todo el mundo es como ellos. Que cualquiera que afirme lo contrario es simplemente débil, hipócrita o un filibustero que lo busca de forma tapada, con estrategias oblicuas, ejecutando maniobras orquestales en la oscuridad. Los ateos, por su parte, viven genuinamente convencidos de que el poder es un cáncer que destruye hasta las almas más delicadas. Sé que es verdad porque pertenezco a la segunda clase.
No me gusta el poder. No me gusta la gente que lo tiene, sospecho de la gente que lo quiere y odio lo que hace con aquellos que lo consiguen. Estoy convencida de que he perdido amigos muy queridos por su culpa. Creo que su efecto es tóxico, no sólo para los que lo sufren, sino especialmente para los que lo ejercen. Mi convicción se solidificó hace 10 años, cuando descubrí un artículo académico que explica que el poder provoca daño cerebral.
En La paradoja del poder, el profesor de Psicología en la Universidad de Berkeley Dacher Keltner cuenta que ejercer el poder durante suficiente tiempo altera la conectividad de la corteza prefrontal. Tanto, que se puede comparar con la clase de lesión cerebral traumática que tenemos después de un accidente. La clase de lesión que cambia nuestra capacidad para procesar y responder a las emociones de los demás.
Keltner dice que las personas se vuelven más impulsivas, más propensas al riesgo y menos capaces de ponerse en el lugar de otros. Pierden la capacidad de autocrítica, se sienten por encima de las normas y dejan de entender el impacto de sus acciones. Como consecuencia, empiezan a perjudicar a otros. En otras palabras, su empatía desaparece de forma inversamente proporcional a su poder.
La ausencia de empatía constituye la característica principal, aunque no exclusiva, de los narcisistas y los psicópatas. En la literatura psiquiátrica, estos son trastornos que se caracterizan por ver a los demás como simples herramientas para satisfacer las propias necesidades y ambiciones, y por una tendencia a la manipulación y la explotación. No hace falta ser científico para observar que muchos de los principales puestos de responsabilidad en el mundo están ocupados por narcisistas y psicópatas. La cuestión no es si ya lo eran antes de ser poderosos. La cuestión es qué podemos hacer para mitigar su toxicidad.
La estadística, la ciencia y la historia nos demuestran una y otra vez que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Lo dijo lord Acton en 1887 y no era neurobiólogo, sino historiador. Quizá ha llegado el momento de vigilar a los poderosos más de cerca. Anticiparnos a su predecible corrupción. Establecer los protocolos de control que nos avisen cuando su nivel de narcisismo y psicopatía requiere medidas extraordinarias, en lugar de permitir que el poder se vaya retroalimentando hasta convertirse en la única forma estable de autoridad. Marta Peirano, es escritora.
[ARCHIVO DEL BLOG] Las tijeras y las rejas. Publicado el 09/05/2018]
El justiciero implacable y el censor contumaz harán pronto buenas migas, al igual que le ocurrirá al filántropo penal con quien es tolerante en materia de difusión de la palabra. Pero estas dos parejas de estereotipos humanos, a primera vista inconciliables la una con la otra, gustan de enredarse en trampas semejantes, más decisivas que la retórica autocomplaciente acumulada en torno a ellas. El justiciero y el censor comparten, desde luego, una creencia muy firme: tienen el convencimiento (no como otras gentes, amigas de la laxitud por la cuenta que les trae) de que nunca estarán expuestos a vivir perpetuamente entre barrotes ni a que sus escritos sean pasados por la tijera. Ellos son personas probadamente honradas y de orden, y ni sus hechos ni sus palabras darán nunca ningún trabajo a la justicia; de ahí la autoridad con la que hablan. Es cierto que las circunstancias podrían volverse del revés y ser ellos los perseguidos, pero eso sólo es capaz de desencadenarlo —se replicará enseguida—una violenta revolución, y aquí se está hablando de tiempos y lugares normales, en los que las revoluciones han sido superadas.
En otras épocas, el justiciero acudía, en primera fila, a las ejecuciones públicas, y la censura previa era una práctica natural. Tales costumbres causarán, con toda razón, el espanto de las almas ilustradas, pero seguramente nadie está libre de caer bajo la seducción de algún sucesor de los bárbaros. Ningún ser humano puede, se dirá, ser juzgado de tal modo que un solo acto de su vida determine el resto de su existencia, reduciendo su persona a un único rasgo y a las secuelas de un único acontecimiento. Sin embargo, esta clase de filantropía, universal en principio, quizá no haya de afectar —se matizará enseguida— a ciertos reos, cuya identidad sí que se declara, y por cierto con gran efusión de humanitarismo, reducida a la condición criminal. ¿O es que no hay crímenes imprescriptibles que deben perseguirse más allá de las fronteras y remontándose en el tiempo tanto como sea posible? Ampliar la clase de los delitos monstruosos con los que no cabe benevolencia es, en efecto, el intento constante de gran número de filántropos, cuyo furor justiciero poco tiene que envidiar a veces al de quienes toman al hombre por un hediondo pozo de maldad. Los derechos de algunas víctimas pueden, a menudo, más que la clemencia, y para ello basta, por regla general, con que los damnificados pertenezcan al bando del que uno actúa como portavoz.
No es difícil hallar algo parecido en el ámbito de la libertad de expresión, la cual siempre es sagrada en relación con las opiniones propias, pero menos saludable respecto de algunas de las ajenas. Esta discusión, aparentemente no tan truculenta como la anterior, tiene también sus propias miserias. Aunque la palabra libre goza, desde luego, del prestigio cultural más alto, lo que con frecuencia se dirime aquí no es el derecho a expresar opiniones que pueden resultar molestas, sino, a la inversa, el derecho a molestar echando mano de alguna opinión cuyo contenido sea eficaz para maximizar el fastidio. Puede que toda palabra (y las que son fruto del arte no menos que las otras) lleve en sus entrañas una ingobernable potencia destructiva, pero la creencia hipócrita en la condición benéfica del lenguaje suele ir unida a una multiplicación de su capacidad de abatir al enemigo. Ocurre como con la tesis de la bondad natural del ser humano: aunque no es imposible que sea cierta, lo que sí resulta del todo claro es que, para instaurar y mantener un régimen político fundado en ella, se requieren cantidades de violencia francamente desmesuradas.
La competencia en el libre mercado de la palabra parece regirse cada vez más por el placer de imaginarse al adversario rabiando de ira ante la difusión de los dicterios pronunciados por uno. En tareas así, el humor de trazo grueso es, sin duda, un procedimiento muy eficaz, pero no el único. Si molesto a los malvados, ya no necesito prueba más concluyente de que llevo razón, y aquí radica el criterio último de la verdad. ¿Acaso cabe otro más digno de crédito? Sin duda, esta convicción tendrá que esconderse bajo siete embozos de fraseología moralizante, pero su esencia no puede ser más siniestra: logrado el propósito de infligir una derrota a las fuerzas del mal, ¿qué importa la verdad de los materiales empleados? ¿Y quién denunciará su falsedad como no sea que esté interesado en sacar partido de ella?
El placer de llevar razón y el de condenar lo tenido por injusto pertenecen a las necesidades humanas más básicas y, a menudo, también a las más emponzoñadas. Abundan quienes estarían dispuestos, llegado el caso, a reclamarlo como un derecho, y, no en vano, son muchos quienes lo toman íntimamente como tal. El placer justiciero se obtiene condenando, pero, sobre todo, decidiendo cuándo se debe condenar y cuándo no, mientras que el de llevar razón, por su parte, puede extraerse de la discusión abierta, pero a veces necesita impedirla por creer que, para ciertos principios esenciales, el debate sería una indignidad. Tire la primera piedra quien esté libre de todos estos pecados a la vez. La decencia en la discusión pública depende, en grandísima medida, de la capacidad para advertir que uno no está inmunizado contra estos vicios —tan antiguos como el mundo— y para reconocer que, sin duda, habrá caído en ellos en numerosas ocasiones, aunque no sepa identificarlas con claridad. Conviene, sin embargo, hacerse pocas ilusiones sobre la obediencia a la correspondiente máxima. En realidad, no tenemos ni idea de cómo sería el mundo si se hiciese caso de ella. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt