domingo, 11 de agosto de 2024

De utopías y apocalipsis

 








De utopías y apocalipsis
JAUME NAVARRO
08 MAY 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro Science and Apocalypse in Bertrand Russell. A Cultural Sociology, de Javier Pérez-Jara y Lino Camprubí. Washington D.C., Lexington Books, 2022
El 26 de octubre de 1931, el físico y matemático Edmund T. Whittaker, catedrático en la universidad de Edimburgo, le escribía a su hijo sus impresiones acerca del último libro de Bertrand Russell, La perspectiva científica. «Parece que ahora ―le dice― empieza a estar asustado de la ”organización científica de la humanidad” (una especie de estado bolchevique liderado por J.J. [Thomson] y Rutherford en el lugar de Stalin); y en un momento, ¡incluso alaba a los Jesuitas!». Un año más tarde le vuelve a escribir, diciéndole que, en Educación y orden social, publicado pocos días antes, Russell «tira por la borda todo lo que ha escrito anteriormente, ¡me sorprende que la policía no le detenga!», dice con ironía ante sus constantes cambios de opinión.
El reciente libro de Javier Pérez-Jara y Lino Camprubí, Science and Apocalypse in Bertrand Russell. A Cultural Sociology, es un ejercicio de erudición y creatividad para intentar comprender a un personaje público, un intelectual, capaz de defender una cosa y su contraria con el mismo énfasis de quien se cree profeta llamado a señalar los peligros y promesas del tiempo que le tocó vivir… y de quien está seguro de ser escuchado. Y es que, si hasta la Gran Guerra, Russell sostenía que la ciencia era la «forma privilegiada de conocimiento destinada a redimir a la humanidad del reino pasado (y todavía presente) de la oscuridad, la represión y la maldad que representaba la religión» (p. 5), tras su campaña por el pacifismo, Russell describió la ciencia como un Ícaro destinado a su propia destrucción y a la de la humanidad. Y, para ese fin, tal como notó Whittaker, no dudó en utilizar lenguaje moralista, apocalíptico, religioso. Además, y esta sería otra de las contradicciones, el Russell preciso y sutil de los Principia Mathematica parecía caer en el trazo gordo en sus discursos sociales y políticos. Frente a la ciencia como promesa de redención solo cabía, parece ser, una visión apocalíptica.
Este libro sostiene que hay un hilo conductor aparentemente sorprendente en todas las posturas que Russell sostuvo: su uso maniqueo de las categorías de utopía y apocalipsis; de paraíso y redención. Ni en el trabajo sobre la lógica de sus primeros años y su fe en la ciencia, ni en su pacifismo posterior y alerta del potencial apocalipsis científico-técnico, Russell contemplaba posibilidades intermedias. El futuro solo podía representarse en blanco o negro. Lo interesante es que Pérez-Jara y Camprubí sitúan este maniqueísmo en una tradición que se puede remontar a muchas filosofías griegas y medievales, con la separación entre lo divino y lo humano, entre lo supralunar y lo contingente, así como a muchas filosofías del siglo XX, desde el desencantamiento de Max Weber hasta el marxismo de la Escuela de Frankfurt, pasando por los análisis de Heidegger sobre la tecnociencia. De algún modo, la expulsión de lo sagrado del mundo de la ciencia y la tecnología solidificaba el clásico dualismo «entre lo puro y lo contaminado, entre lo salvífico y lo apocalíptico, entre los héroes mesiánicos y sus enemigos diabólicos» (p. 14). Al utilizar este dualismo como arma retórica, Russell no hacía más que situarse en una narrativa con larga tradición religiosa y filosófica (que, por cierto, sigue tan actual como siempre). Además, al abandonar la torre de marfil académica, donde las sutilezas eran imprescindibles, para convertirse en «intelectual trágico», Russell apostó necesariamente por los mensajes más simples y dualistas pues, de alguna manera, ese es el rol profético del intelectual público: proveer de esperanza ante un inminente apocalipsis.
El primer capítulo hace un recorrido por el pensamiento y la obra del primer Russell, aquel que empezó con una fe platónica en la lógica como fundamento de la matemática, y esta como garantía de la solidez de la ciencia moderna frente a la ignorancia, el misticismo y la religión, y acabó descubriendo en los horrores de la Gran Guerra la vulnerabilidad de la tecnología y de la ciencia. A pesar de su sensación de fracaso, en aquel proyecto fundacional, Russell se había convertido en uno de los padres de la filosofía analítica y en agente de la reconfiguración de la matemática que se dio a finales del siglo XIX y principios del XX. Sus Principia Mathematica, escritos con Alfred N. Whitehead y publicados entre 1910 y 1913, le trascenderían y se convertirían en un clásico de la filosofía. Además, como apóstol que había sido de una visión redentora de la ciencia, su rechazo de ese fundacionalismo no le llevó a repudiar la ciencia, sino a convertirse en profeta del apocalipsis que esta podía generar. La ciencia ya no era sagrada, tal como había pensado y defendido, sino un producto humano, epistémica y moralmente falible. Y por eso, según la interpretación de Pérez-Jara y Camprubí, abandonó el mundo de las ideas para «retornar a la cueva» (p. 61) y convertirse en un activista social y político: no en contra de la ciencia y a favor del misticismo que tanto detestaba, sino para defender a la ciencia de sus propias posibilidades destructivas.
En sus reconstrucciones autobiográficas, Russell utilizó con frecuencia una retórica polar para enfatizar la diferencia entre sus ideas acerca de la ciencia antes y después de la Gran Guerra. Es más: también solía apelar a esa guerra como su momento de conversión, una conversión explícitamente descrita en clave religiosa o cuasi-religiosa, con lo que conseguía, en su caso concreto, presentarse como profeta público todavía con más autoridad. En el capítulo segundo, el libro hace un análisis más sosegado de esta supuesta conversión, mostrando cómo su lectura de la relación entre la guerra y la tecnología fue evolucionando y fue posterior a la de otros intelectuales de su tiempo. No hay nada de extraño en ello: los procesos de resignificación de momentos biográficos suelen ser reconstrucciones a la luz de eventos posteriores. Pero, y eso es más importante, esas reconstrucciones suelen obviar el hecho de que, en el caso de personajes públicos e influyentes como Russell, no se trata tanto de explorar su adhesión a determinadas posturas morales, sino de ver cómo ellos mismos han sido agentes en la codificación moral de su tiempo. En otras palabras, tal y como sugieren Pérez-Jara y Camprubí, Russell fue un agente en la configuración de los juicios morales de las relaciones entre ciencia y guerra y no simplemente alguien que tomara partido en posturas dadas casi naturalmente. Y esto, más que con una conversión instantánea, se dio de manera procesual, consumándose solo en 1924 con su escrito acerca de Dédalo e Ícaro.
Y es que su pacifismo inicial durante la guerra no estuvo relacionado con una crítica al complejo tecno-científico. Fue solo a posteriori, cuando se empapó de las ideas socialistas de sus correligionarios pacifistas contrarias al liberalismo que hasta entonces había sostenido, cuando su oposición a la ciencia de la guerra se fue fraguando. Y también lo hizo su gusto por el activismo político y la influencia pública: de hecho, su expulsión de Trinity College y los seis meses en la cárcel por su lucha contra el reclutamiento obligatorio y en contra de la guerra le catapultaron en la esfera pública. No fueron experiencias traumáticas (en la cárcel recibió un tratamiento exquisito gracias a la intercesión del ex primer ministro, Arthur Balfour), sino ocasiones para comprobar que su poder como personaje público era mayor que dentro de los muros de la academia. De este modo se fue fraguando, no como un plan preestablecido, sino como consecuencia de eventos biográficos, la figura del intelectual trágico.
Pero una cosa era su pacifismo, y otra su pesimismo respecto a la ciencia. Como decía, este no surgió durante la Gran Guerra sino a posteriori: tras su visita a la Unión Soviética, que vio como promesa incumplida de un socialismo supuestamente movido por la ciencia y la tecnología, y tras su estancia de meses en China, en la que hallórestos de un pasado nostálgico, pacífico y con ritmos más humanos. Además, tras su contacto con el socialismo, su crítica a la ciencia estaba también movida por su rechazo a los abusos del capitalismo que, en la lectura de sus compañeros pacifistas de la izquierda, incluida Dora Black, quien al poco tiempo sería su segunda esposa, habrían generado el auge de la lucha entre naciones e imperios y, por lo tanto, sido la causa última de la guerra. Aquí es donde Pérez-Jara y Camprubí generalizan la experiencia de Russell y la sitúan como ejemplo de los procesos culturales de resignificación del pasado que forjan narrativas mitológicas, inventan momentos traumáticos o configuran personajes heroicos; mecanismos todos ellos con los que se elaboran juicios morales del pasado.
«América debería declarar la guerra a Rusia en los próximos dos años y consolidar su imperio gracias a la bomba atómica». Estas palabras de Russell en 1945 con las que comienza el cuarto capítulo no pueden ser más contundentes, especialmente viniendo de alguien que había forjado su personaje público en torno a su pacifismo y su visión negativa de los usos de la ciencia y la tecnología. Y más aun, viniendo de alguien que, como muchos otros británicos en la década de 1930, se oponía a una eventual guerra con la Alemania de Hitler, a la que veían como una broma de mal gusto sin futuro y no como el mal absoluto con el que fuera caracterizado con posterioridad. De hecho, en 1936 escribiría que, en caso de invasión alemana, era mejor rendirse que hacer la guerra, pues el coste total en términos de sufrimiento sería menor. Pero para 1938 y, especialmente en 1940, su postura había cambiado radicalmente: Hitler, Mussolini y Stalin ya no eran payasos, sino la personificación del mal absoluto, y sus dictaduras, los grandes enemigos de las democracias liberales. Solo con la resignificación moral de estos personajes pudo Russell defender la guerra… y justificar su emigración a Estados Unidos en otoño de 1938. En los cinco años que pasó en aquel país, Russell volvió a convertirse en intelectual trágico, pero no por su pacifismo, ahora mitigado y casi ausente, sino por sus textos sobre sexualidad, criticados por amplios sectores de una sociedad americana mucho más conservadora que la británica. Los detalles del «caso Russell» están ampliamente explicados en el libro; una vez más lo que los autores quieren subrayar es el uso de categorías maniqueas en las reconstrucciones que Russell haría a posteriori de estos eventos, obviando otros aspectos (como los choques de personalidad o las necesidades económicas) que complejizan la realidad.
La siguiente contradicción russelliana tiene que ver con su postura hacia las armas nucleares. Su juicio extremadamente negativo, lleno de clichés racistas, de la sociedad japonesa le llevó a usar términos habituales en los últimos momentos de la guerra como el de «exterminación» del pueblo japonés. De ahí que Russell, que regresó a Inglaterra, a su alma mater, el Trinity College en Cambridge, a principios de 1945, fuera parte del ambiente eufórico que se desató con las bombas de Hiroshima y Nagasaki, incluso antes de tener noticias de la capitulación del emperador Hiroito. Como había hecho en las dos décadas anteriores, Russell vio el éxito científico del Proyecto Manhattan en clave también apocalíptica: una vez más, Ícaro podría sucumbir a su propio poder. De ahí que sugiriera, exagerando el poder de las armas atómicas del momento (Estados Unidos era el único país con capacidad nuclear y solo disponía de unas pocas bombas) que, para mantener la paz, Norteamérica debería plantearse utilizar bombas sobre Rusia y prevenir así la proliferación de este tipo de armamento. De este modo, sostenía, «el liderazgo americano podrá crear una nueva Liga de las Naciones y la paz del mundo podrá asegurarse»; añadiendo que, por desgracia, «su respeto por la justicia internacional imposibilitará que Washington adopte esta política» (citado en p. 138). No se nos escapa la ironía de que, para evitar la aniquilación del mundo, sería conveniente un exterminio como este. Y tampoco nos extraña a estas alturas que, en sus relatos autobiográficos, Russell olvidara este momento de euforia nuclear.
Su narrativa cambió drásticamente cuando se hizo público que la URSS había conseguido su propia bomba alrededor de 1948, con la aparición de la bomba-H en 1952, pero también cuando constató que el público británico rechazaba su receta de exterminio en nombre de la paz. Entonces se convirtió en activista contra la proliferación nuclear y empezó a cultivar un antiamericanismo casi tan beligerante como la animadversión que profesaba a la Unión Soviética, pues veía a los EE. UU. de Truman y McCarthy en el camino hacia el totalitarismo. La guerra de Corea (1950-1953) fue el detonante de este nuevo cambio, que le llevaría a impulsar lo que se conoce como el Manifiesto Russell-Einstein de 1955 contra la proliferación nuclear, y el inicio de las conferencias Pugwash. Todo esto, junto con su recepción del Nobel de Literatura en 1950 «en reconocimiento de sus variados y significativos escritos en los que defiende ideales humanitarios y la libertad de pensamiento», le catapultaron definitivamente a la fama mundial y le convencieron de su «auto-otorgado papel como representante del futuro de la humanidad» (p. 149).
Vietnam fue el último acto de la re-presentación del ya octogenario Russell, con su alianza para crear el llamado Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra para condenar a Estados Unidos por su actuación en Vietnam. Digo «re-presentación» pues, en esta ocasión, Russell volvió a cambiar de bando, y su aversión anterior a todas las dictaduras se focalizó en una crítica única y absoluta al imperialismo norteamericano y a simpatizar con dictaduras comunistas como la del propio Vietnam, o la de Cuba (la Fundación Russell por la Paz llegó a financiar actividades del Che Gevara). Las narrativas maniqueas y apocalípticas volvieron a escena, esta vez poniendo a la par los EE. UU. con la Alemania nazi, en esta «obra de teatro a gran escala en la que Russell, Sartre y los demás jugaron el papel de jueces  universales ante una audiencia traumatizada» por las imágenes que llegaban de Vietnam (p. 173).
Quizás una de las cosas más interesantes del libro sea el énfasis de Pérez-Jara y Camprubí no tanto en los cambios de opinión y continuidades de Russell, sino en la posibilidad de crear narrativas a partir de eventos que se presentan como únicos, como apocalípticos en el sentido genuino de esta palabra; es decir, no como «fines del mundo» sino como momentos de cambio radical en el devenir histórico. Las armas nucleares se convirtieron en el símbolo de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría, obviando todos los demás elementos (los bombardeos convencionales masivos, la guerra psicológica, las armas químicas y biológicas, así como el uso de las comunicaciones con la propaganda a gran escala). Muchos intelectuales públicos como Russell fueron capaces de articular toda una narrativa política y social alrededor de la fotografía de los hongos sobre Hiroshima y sobre Nagasaki, así como las de las pruebas ulteriores, como iconos, como símbolos de sus manifiestos. Las historias maniqueas necesitan de símbolos claros: pero estos no son dados a priori, no tienen una esencia naturalmente apocalíptica esperando ser utilizada, sino todo lo contrario: es el entramado cultural y social el que va construyendo dichos símbolos y los juicios morales del presente y del pasado. Jaume Navarro es profesor de Investigación en Historia de la Ciencia, Ikerbaske /UPV-EHU.







ARCHIVO DEL BLOG] Tinto de Verano: Risa boba. [Publicada el 24/08/2009]










¿Nunca les ha entrado a ustedes un ataque de risa, de esa risa tonta, incontenible, provocada por la nimiedad más absurda, en el momento más inoportuno e imprevisible? ¿Por ejemplo, en pleno funeral de un ser querido, en el momento más dramático de una representación teatral, en plena reunión formal de trabajo o en el instante crucial de una intervención académica?... No me digan que no, porque no me lo creo... Nos ha pasado a todos; a ustedes también, con seguridad. Lo que ocurre es que no quieren recordar la inmensa vergüenza que sintieron ante las airadas miradas de reconvención de los presentes...
Disfruten de este Tinto de Verano de la novelista Alicia Giménez Bartlett. Se titula "Prolegómenos", y lo publicó en El País del pasado 11 de agosto: Hallamos el cadáver de la chica en medio de un charco de sangre. Un comienzo clásico, como se ve. Nos había llamado la señora de la limpieza, aterrorizada, cuando acudió por la mañana a trabajar. Segundo rasgo habitual. A partir de ahí las características de lo que era sin duda un asesinato tomaban su propio camino, ciertamente original. A la víctima le habían asestado varias puñaladas por todo el cuerpo, y como colofón, el criminal se había entretenido en darle seis tajos superficiales en el cuello, muy uniformes en profundidad y longitud. ¿Una firma, un mensaje encubierto? Mi compañero, el subinspector Fermín Garzón, reaccionó frente al cuerpo a su modo personal: una blasfemia arropada por varios tacos ligeros que demostraban su rechazo del crimen y su piedad por la mujer. Completado el rito funerario se volvió hacia mí:
-Inspectora Delicado, ¿puedo encender la refrigeración?
-Ni de coña, ¿para qué lo pregunta? Ya sabe que si somos los primeros en llegar no se puede tocar nada.
-Es que hace un calor de la hostia. Yo así soy incapaz de investigar. Además, ya me dirá usted si no es mejor para las posibles pruebas estar fresquitas y en plenitud, en vez de tener signos de descomposición.
Su sentido de la ciencia policial era penoso, pero por no oírlo despotricar accedí. Llamamos a la Científica, al forense y al juez. Mientras llegaban dimos vueltas por la estancia en una inspección ocular inicial. Había sillas volcadas y envases rotos cuyo contenido se derramaba por el suelo creando una atmósfera llena de efluvios de esencias y alcohol. La víctima probablemente se había resistido a su agresor. La decoración era la típica de aquel tipo de local: colores chillones en las paredes con predominio del rosa, muchos espejos orlados de luces, fotografías de chicas hermosas y algún escalofriante detalle coquetón que abofeteaba el buen gusto. Un montón de botellas en las estanterías. También la muerta hacía ostentación de su quehacer: muy maquillada, un moño complicado de cabello teñido de rubio, minifalda a la moda, taconazos... En la puerta habíamos dejado al policía Domínguez, que de repente asomó la cabeza.
-Inspectora Petra, ha llegado el de sucesos de Las noticias. No es el de siempre, es un chico jovencito.
-¡Joder, un becario! Se dedicará a preguntarnos chorradas tipo CSI.
-No sea tan dura, jefa; todos hemos empezado. A lo mejor el chico es listo.
-De todas maneras, Garzón, éste es un país de mierda, ¿por qué tiene que llegar antes el plumilla que el puto juez?
La testa de Domínguez se materializó de nuevo en el dintel:
-Que dice este muchacho que si han encontrado algún pelo para analizar.
Nos miramos perplejos y estallamos en carcajadas.
-Dígale que sí, que de pelos nos vamos a hinchar.
-Ya ve cómo no me equivocaba, Fermín, éste no sabe ni leer.
Cuando llegó el juez a la peluquería de barrio Glamour nos encontró en pleno ataque de hilaridad. Creo que no le pareció muy adecuado. Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. HArendt











El poema de cada día. Hoy, Oda a Hölderlin, de Hermann Hesse

 








ODA A HÖLDERLIN


Amigo de mi juventud, a ti vuelvo agradecido
de atardecer en atardecer, cuando entre los saúcos
en el jardín que duerme no suena más
que la fuente susurrante.
Ya nadie te conoce, amigo; en estos nuevos tiempos
muchos se han alejado del silente encanto de Grecia,
sin plegarias ni dioses,
y sin alborozo el pueblo camina sobre el polvo.
Pero en una secreta bandada de fervientes ensimismados
a los que Dios llenó el alma de añoranza
todavía resuenan las canciones
de tu arpa divina.
Cansados del trabajo regresamos prestos
a la extasiante noche de tu canto,
cuyas ondeantes alas nos protegen
con un sueño dorado.
Nuestra eterna nostalgia,
que nos conduce a los templos de los griegos,
más nos encanta con el ardor encendido de tu canción,
más dolorosamente arde en pos de aquellos sagrados tiempos pasados.


Hermann Hesse (1877-1962)
Poeta alemán












Las viñetas de hoy domingo, 11 de agosto

 




















sábado, 10 de agosto de 2024

Presentación de las entradas de hoy sábado, 10 de agosto

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. El filósofo de Königsberg, dice en la primera de las entradas del blog de hoy el escritor José Andrés Rojo, sugirió hace tres siglos que no estaría de más que cada cual se animara a pensar por sí mismo y que tuviéramos el valor de servirnos de nuestro propio entendimiento, pues la crítica se va construyendo día a día y es una tarea infinita que derrumba, horada y masacra cada uno de esos mitos en los que se siguen sosteniendo los proyectos absolutistas y sentimentales de los líderes iluminados. La segunda es un archivo del blog de octubre de 2008 en la que HArendt cuenta con humor y orgullo a partes iguales las precocidades intelectuales de su nieto de tres años. La tercera va de poesía, como siempre, hoy con el poema El temblor, de José Ángel Valente. Y para terminar, como siempre, también, van las viñetas de humor en la prensa del día.  Espero que todas ellas les resulten interesantes. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico; al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Del necesidad de valerse del propio entendimiento

 






Kant, la invitación a la crítica

JOSÉ ANDRÉS ROJO

09 AGO 2024 - El País - harendt.blogspot.com


Seguramente, la filosofía solo adquiere sentido cuando se acude a ella para procurar ajustar mejor las preguntas que surgen en nuestras propias circunstancias. Por eso tiene cierta lógica acordarse de Immanuel Kant ahora que se celebra durante este año el tercer siglo de su nacimiento, el 22 de abril de 1724. Ha pasado mucho tiempo, pero quizá no sea mal momento para mirarnos en el espejo de su filosofía. Murió en 1804, así que le tocó vivir sus últimos años en medio de la tormenta que desencadenó la Revolución Francesa, en un mundo que se partía en dos y durante una época que produjo profundas conmociones en las ideas, los afectos y los valores. La misma Revolución Francesa igual no hubiera sido posible sin las ideas de Kant sobre la razón, sobre la necesaria independencia de cada cual para construir sus propios criterios, sin su vocación por una sociedad que incluyera a todos y fuera ilustrada, sin su proyecto de un mundo que se sostuviera en la ley y con sujetos con vocación de ser libres.

Kant miró con simpatía los cambios que se estaban produciendo en Francia, aun cuando formara parte de una sociedad conservadora, la de Königsberg —en Prusia oriental—, que miró con desconfianza y temor aquella abrupta conmoción que derrumbó el Antiguo Régimen. Norbert Bilbeny, en El torbellino Kant (Ariel), publicado hace unos meses, apunta que el filósofo apostaba por una república parlamentaria de representación popular y con una clara división de poderes. Y señala que Kant incluso se permitió proponer en uno de sus últimos libros, Sobre la paz perpetua, la construcción de una “federación universal” de los Estados. Todos ellos tenían que adoptar el régimen republicano y su unidad podía ser el camino para que se concretara aquel desafío que Kant formuló de manera diáfana y radical: “La razón práctico-moral expresa en nosotros su veto irrevocable: no debe existir guerra”.

Hay un Kant que resulta especialmente próximo en los últimos capítulos del libro de Bilbeny. Es el que muestra al pensador como un modesto explorador que se ha embarcado toda su vida en la aventura de explicarse las cosas y de buscarles un sentido. Kant no salió de Königsberg, a pesar de que le hicieron jugosas propuestas de trabajo en otros lugares de la Alemania de entonces, pero fue un hombre abierto al mundo, sofisticado, cosmopolita. Bilbeny habla de un artículo que escribió en 1784 en el que reclamaba con insistencia que cada cual aprenda a pensar por sí mismo, y en el que escribió, recordando el viejo Sapere aude! —atrévete a pensar— de Horacio: “¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el lema de la Ilustración”.

Si no fuera porque la Ilustración pasa por horas bajas, ese lema debería ser el lema de nuestro tiempo, que también está partido en dos: entre los que se han rendido ya a las grandes emociones —y al vibrante espectáculo— de recuperar viejas grandezas y los que se baten por buscar soluciones a cada embrollo —con su inevitable punto de aburrimiento, normativas y trabajo, mucho trabajo—. En los años finales de Kant, Bilbeny recuerda que llegaba ya una nueva generación intelectual alemana que enlazaba “la libertad con el sentimiento y lo absoluto, ya no con la razón y la crítica”. La crítica se va construyendo, es una tarea infinita, y derrumba y horada y masacra cada uno de esos mitos en los que se siguen sosteniendo los proyectos absolutos —¿absolutistas?— y sentimentales de los líderes iluminados. Por eso mismo hace falta volver a Kant. Y atreverse. José Andrés Rojo es escritor.












[ARCHIVO DEL BLOG] !Esto es una hecatombe! [Publicada el 27/10/08]










Mi nieto mayor tiene tres años y medio recién cumplidos. Es un niño espabilado y dulce que habla, para su edad, con una enorme propiedad y rigor conceptual. Cualidades heredadas, sin duda, de su madre. De su abuelo materno, también sin duda, ha heredado sin embargo cierta tendencia a la hipérbole, figura retórica que él utiliza con elegancia y descaro aunque ignore la existencia y el significado de tal palabreja.
Para expresar su estado de ánimo cuando algo de lo que está haciendo le sale mal, por ejemplo, colocar una pila de coches uno encima de otro que, indefectiblemente, se le vienen abajo, dice que eso es una "catástrófe"... Si la pila al derrumbarse hace mucho ruido es una "catástrofe catastrófica"... Pero si los cochitos son muchos, hacen mucho ruido y, además, se desparraman por todos lados, eso es una "hecatombe"...
Desde luego mi nieto ignora lo que es una hecatombe y nosotros ignoramos donde ha podido aprender a emplear un término tan clásico con tal precisión conceptual. Casi la misma precisión con el que el genial humorismo de Forges y Romeu plasman hoy en El País su opinión sobre lo que está pasando en el mundo con la crisis financiera.
Hace unas semanas, a poco de comenzar la "crisis", una amiga me preguntaba que si pensaba que la crisis financiera era más psicológica que real. Le respondí que sí, que lo creía... Ahora, con el paso del tiempo y de los acontecimientos, comienzo a pensar que también, además, es inducida... Sean felices a pesar de todo. Tamaragua. HArendt












El poema de cada día. Hoy, El temblor, de José Ángel Valente (1929-2000)

 






EL TEMBLOR


La lluvia

como una lengua de prensiles musgos

parece recorrerme, buscarme la cerviz, bajar,

lamer el eje vertical,

contar el número de vértebras que me separan

de tu cuerpo ausente.

Busco ahora despacio con mi lengua

la demorada huella de tu lengua

hundida en mis salivas.

Bebo, te bebo

en las mansiones líquidas

del paladar

y en la humedad radiante de tus ingles,

mientras tu propia lengua me recorre

y baja,

retráctil y prensil, como la lengua

oscura de la lluvia.

La raíz del temblor llena tu boca,

tiembla, se vierte en ti

y canta germinal en tu garganta.


José Ángel Valente (1929-2000)

Poeta español









Las viñetas de hoy, 10 de agosto de 2024

 



















viernes, 9 de agosto de 2024

Presentación de las entradas de hoy viernes, 9 de agosto






 


Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Al hablar de marxismo hay que diferenciar entre los distintos marxismos, dice en la primera de las entradas de hoy el filósofo Antonio García-Santesmases: el marxismo-leninismo, el maoísmo, el castrismo, el socialismo del siglo XXI y el socialdemócrata, que van desde la época dorada de la Segunda Internacional hasta el momento actual. La segunda es un archivo del blog de abril de 2013 que va de libros, lectores y otras cosas más personales del autor del blog. El poema del día es hoy el famosísimo Palabras para Julia, del poeta José Agustín Goytisolo, y para terminar, como siempre, van las viñetas del día.  Espero que todas ellas les resulten interesantes. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico; al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Del regreso del marxismo

 







La ideología marxista
ANTONIO GARCÍA-SANTESMASES
23 JUL 2024 - Nueva Revista - harendt.blogspot.com

Al hablar de marxismo hay que diferenciar entre los distintos marxismos. Cabe hablar del marxismo-leninismo, del maoísmo, del castrismo, del socialismo del siglo XXI. En estas páginas trataré de enfocar el tema desde la trayectoria del marxismo socialdemócrata. Para efectuar un leve recorrido me remontaré a los debates producidos en la época dorada de la Segunda Internacional (1889-1914) hasta llegar al momento actual.  En las últimas elecciones francesas hemos podido comprobar como el debate sobre el pasado de la nación sigue vigente con una intensidad extraordinaria.
Los años dorados de la socialdemocracia. Es un tópico encuadrar los debates de la Segunda Internacional en la polémica entre Bernstein, Kautsky y Rosa Luxemburgo.  Sin embargo, en los socialistas franceses influyeron otros hechos; lo ocurrido en Francia con el caso Dreyfuss marca toda una época, con la aparición de una figura que va a tener un peso decisivo en la política socialista. La figura a la que me refiero es Jean Jaurès.
Hasta ese momento, y durante mucho tiempo aún, se consideraba que un partido obrero, un partido de clase, no debería desviar su atención participando en debates en los que la explotación económica no fuera la cuestión fundamental. Al estallar el debate sobre la condena a Dreyfuss irrumpe un conflicto que va más allá de católicos y republicanos, de tradicionalistas y masones; es un debate que hace aparecer con toda claridad el antisemitismo que anida en una parte de la sociedad francesa. ¿Debería inhibirse el partido obrero ante la acusación de Zola?; ¿preguntarse sobre la auténtica identidad de Francia era un asunto que sólo interpelaba a los burgueses progresistas?
El debate llega también a España donde para el pablismo [por Pablo Iglesias] era esencial resaltar la especificidad de un partido de clase frente a anarquistas y republicanos. A diferencia de los anarquistas, el PSOE consideraba imprescindible aunar la dimensión sindical y la dimensión política. El partido debía ser político y no sólo sindical, pero, a diferencia de los republícanos, no debía ser interclasista. Si el caso Dreyfuss despertó la conciencia republicana de los socialistas franceses, la Semana Trágica de 1909 impone la coalición entre socialistas y republicanos. Sólo con esa coalición llega Pablo Iglesias a ser diputado.
A partir de ese momento en el socialismo español conviven dos almas dentro del partido: los que subrayan la necesidad de afianzar la dimensión obrera, dada la competencia en el campo sindical con la CNT, y los que consideran imprescindible conectar con los republicanos para acabar con el régimen monárquico. Estos segundos adquirirán un gran protagonismo participando en la oposición a la Dictadura de Primo de Rivera, en el Pacto de San Sebastián y en la proclamación de la República el 14 de abril de 1931. Hasta ese momento esa posición, que encarnaban Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos, era minoritaria dentro del Partido Socialista.
Mientras tanto en Francia y en otros países europeos, la experiencia de la Primera Guerra Mundial provoca un debate de nuevo acerca de la identidad. La Segunda Internacional se había conjurado para evitar un conflicto bélico y no logró impedir que estallara la guerra. Fueron al campo de batalla los trabajadores de los distintos países.
El triunfo de la Revolución rusa en 1917 provoca la división del movimiento obrero y la creación de la Tercera Internacional. Se produce una intensa batalla ideológica acerca del papel de las instituciones jurídico-políticas que se plasman en los debates entre Lenin y Kautsky sobre la Revolución rusa y el futuro del socialismo. Todas las decisiones tomadas en vida de Lenin: disolución de la asamblea constituyente, disolución de los partidos obreros, prohibición de tendencias en el partido bolchevique, aplastamiento de la oposición obrera, van creando las condiciones para la dictadura del estalinismo, para lo que Trotsky denominará «la revolución traicionada».
Se plantea, en aquel momento, un debate que se ha dado en toda experiencia revolucionaria. Si se acepta la legitimidad de origen para enfrentarse a un régimen tiránico, surge un interrogante que no se puede eludir y reza de la siguiente manera: una vez conseguida la victoria ¿esa legitimidad es eterna o debe ser contrastada, refrendada por un proceso electoral donde quepa competir por el liderazgo político desde distintas plataformas ideológicas?
Este debate, de enorme interés para analizar lo ocurrido en el estalinismo, en el maoísmo y en el castrismo, no es, sin embargo, lo que viven las sociedades europeas occidentales y lo que va a vivir el marxismo socialdemócrata.
Los años treinta y el siglo de los extremismos. En el imaginario de las actuales sociedades europeas queda muy lejos lo ocurrido en la Unión Soviética. Es muy notable la gran diferencia con lo vivido en los años treinta; en aquellos momentos todos los avatares sufridos trágicamente por Trotsky y por todos los miembros de la vanguardia bolchevique eran objeto de discusiones existenciales acerca de la bondad / maldad de los procesos revolucionarios. Pensemos en el congreso de intelectuales en Valencia en 1937 y todo lo ocurrido con André Gide.
A partir de la caída de la Unión Soviética y la desaparición del Pacto de Varsovia, el tema recurrente en películas, ensayos y novelas cambia de perspectiva y versa acerca de lo ocurrido en las democracias liberales en los años treinta, acerca del crecimiento del fascismo y los motivos de la irrupción del nazismo hasta provocar la Segunda Guerra Mundial.
No hay lector interesado que no tenga en su memoria los avatares de la llegada de Hitler al poder, la noche de los cuchillos largos, la anexión de Austria, la  violencia desatada en la Noche de los Cristales Rotos, los pactos de Múnich, el comienzo de la Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia y, a partir de ahí se suceden todas las narrativas sobre el Holocausto, la solución final y el heroísmo de la Resistencia hasta alcanzar el hundimiento del III Reich y los juicios de Núremberg.
Estamos ante un paradigma cultural tan potente que no es extraño que el presidente Zelenski utilizara referencias continuas a la memoria del nazismo para pedir la solidaridad de los países europeos ante el nuevo Hitler identificado, a su juicio, con la figura de Putin.
Así como durante años se pedía a la izquierda, especialmente a la izquierda comunista, que explicara si apoyaba el régimen que existía en la Unión Soviética o si, por el contrario, no consideraba deseable ese modelo de sociedad para las sociedades europeas, hoy ya no es así. Este debate ha desaparecido como si la perspectiva revolucionaria se hubiera evaporado definitivamente.
A partir de un momento histórico que podemos conectar con lo ocurrido en 1989 todo cambia. De alguna forma, la izquierda socialista y la izquierda eurocomunista descubren que la historia les ha dado la razón, que un régimen como el soviético no podía funcionar, pero descubre también que tener razón no implica tener ganada la batalla del futuro. La historia le da la razón porque efectivamente no cabe socialismo sin democracia, sin partidos políticos, sin elecciones libres, sin pluralismo ideológico, sin derechos humanos. Sin embargo, la realidad impone un nuevo vencedor. Un vencedor que tiene como referentes a Ronald Reagan, a Margaret Thatcher y a Karol Wojtyla y no considera que los socialistas, que se diferenciaron y criticaron lo ocurrido en los países del Este, merezcan ningún crédito; para la nueva hegemonía dominante todo lo ocurrido en el socialismo real responde a un error antropológico de partida, que anida en la propia filosofía socialista.
Este el contexto en el que las tradiciones de izquierda comienzan a reivindicar que, en realidad, son herederas de la Revolución francesa. Uno de los primeros en proclamarlo fue el último secretario del Partido Comunista italiano Achille Ochetto, antes de la disolución del propio PCI. Algo de esto hemos vivido las últimas semanas en Francia.
La reivindicación de la tradición republicana. En la semana crucial entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones, Raphaël Glucksmann —el candidato socialista a las europeas— proclamó que la Francia de las luces, la Francia de la Ilustración, la Francia de Voltaire, de Victor Hugo, de Zola y de Jaurès, la Francia de Leon Blum y del Frente Popular no podía sucumbir ante los herederos de la Francia de Vichy. En aquel momento la proclama parecía que no iba a lograr detener la marcha irresistible del partido de Le Pen. Toda Europa contenía la respiración ante lo que podía ocurrir, hasta que a las 20 horas del domingo siete de julio, el milagro se produjo y el Nuevo Frente Popular fue primera fuerza, el liberalismo europeísta de Macron fue segunda y el partido de Le Pen —que todos los sondeos daban por seguro vencedor— quedó en tercer lugar. El pacto republicano había funcionado en la segunda vuelta.
Los hechos vividos invitan a reflexionar. Se ha jugado una batalla básicamente en torno a la identidad nacional. Los valores puestos en juego, los principios que se reclaman, la memoria a la que se apela, refleja cómo estamos ante una reivindicación de la soberanía, de la democracia, de la república, de la laicidad, de la ciudadanía, del papel de la escuela, y del lugar de la religión en el espacio público. Una batalla cultural que muestra las contradicciones, las paradojas, las promesas no cumplidas y los retos pendientes de las sociedades europeas.
El debate es apasionante y tiene múltiples facetas, pero me centraré en un punto que puede ayudar a comprender los retos que tenemos por delante. Se ha insistido repetidamente en que hay una división radical entre las élites de la izquierda y las bases sociales de la misma. Se ha ejemplificado este hecho en el transvase de los votos de los antiguos feudos comunistas a las huestes de Le Pen. Si por élites de la izquierda se entiende un discurso y una práctica centrados en los profesionales de alto standing que viven una globalización feliz, que sienten como grandes virtudes la flexibilidad, la novedad, el cosmopolitismo y el desarraigo, no cabe duda que esa brecha existe. La advertencia que alertaba acerca de que podíamos vernos atrapados entre dos males, entre el capitalismo de casino y las identidades tribales no fue atendida. Los hechos muestran que a mayor globalización se incrementa la pulsión a favor de la identidad.
El problema viene cuando tenemos que precisar qué debemos entender por identidad. La acusación a la izquierda reformista se ha basado en el peligro de atender prioritariamente los reclamos de grupos minoritarios; a grupos que quieren reivindicar su singularidad desdeñando los problemas que afectan a poblaciones que se sienten abandonadas por la globalización.
El debate en las últimas semanas en Francia muestra, sin embargo, que el uso político del pasado no desaparece; por mucho que pueda haber modernizadores económicos que piensen que los debates de la memoria son arcaicos y a nadie interesan, excepto a ínfimas minorías, lo ocurrido estas últimas semanas demuestra que no es así.
Mi opinión es que esos debates no van a desaparecer porque las fuerzas en litigio en la contienda electoral y en la batalla cultural, no van a hacer dejación de su lectura del pasado y de las lecciones a aprender de cara al futuro. No estamos ante un debate que afecte únicamente al papel de la familia o al lugar de la religión, afecta a conflictos que tocan el corazón de la tradición republicana.
Para la república laica el conflicto entre católicos y liberales, entre el tradicionalismo y la masonería, se resolvió a partir de la creación de una escuela pública potente, que tenía un gran prestigio; una escuela que facilita el acceso a sentirse parte de la comunidad nacional a todos los que han nacido en suelo francés; todos ellos forman parte de la república. Para ser ciudadano es imprescindible aceptar la separación entre religión y política; es la escuela la que permite superar las preferencias lingüísticas, religiosas o culturales y la que logra superar las particularidades en aras a una universalidad cimentada en los valores ilustrados.
¿Qué ocurre cuando un conjunto notable de miembros de la nación no se siente reconocidos, no se sienten representados, se viven estigmatizados?; ¿qué ocurre cuando la escuela, por más que pretenda compensar las desigualdades sociales, no logra generar sentimientos de ciudadanía compartida?
El problema se agudiza si pensamos en que muchos de los conflictos se van intensificando porque a la sensación de desamparo, de desarraigo, y abandono, se une la doble vara de medir de las sociedades europeas en relación con los conflictos internacionales.
Comenzábamos con el caso Dreyfuss. Para que la Francia de las luces y de la ilustración, de Voltaire, de Zola y de Jaurès, de Blum y de Mitterrand pueda lograr cumplir su cometido y afrontar el reto que le espera tiene que hacer algo muy difícil. Tiene que recordar su memoria y no olvidar su culpa. La República francesa también sucumbió al antisemitismo de Vichy y esa memoria dolorosa no se puede obviar. Pero ese recuerdo imborrable no se puede superar, no se puede salvar la culpa dando una patente de corso a los crímenes cometidos por el Estado de Israel en Gaza. La Francia republicana, la Europa laica, tiene que ser consciente de los males cometidos, pero no puede otorgar a las antiguas víctimas la condición de verdugos impunes de todo un pueblo, so capa de ejercer el derecho de defensa.
Es evidente que es más fácil decirlo en teoría que aplicarlo en la práctica. Es fácil decir que uno tiene plena solidaridad con el derecho de defensa del Estado de Israel ante un atentado terrorista, pero que a la vez debe buscar un horizonte de futuro donde sea viable la existencia de un Estado palestino y la convivencia entre dos pueblos. Se puede decir una y mil veces, pero no hay garantía de que esa petición sea atendida.
Por ello, son muchos los realistas políticos que piensan que es inevitable el conflicto, que el problema está cronificado y no tiene solución; puede que no estén errados en el diagnóstico, pero hay que decir que la falta de coraje y de relevancia de una Europa laica es lo que provoca el uso artero del pasado. Hemos llegado a ver cómo los herederos de Vichy aparecen como los defensores del Estado de Israel mientras los críticos a Netanyahu son caracterizados como antisemitas.
Este debate tan distinto al de la Guerra Fría, tan diferente a la política de bloques, tiene, sin embargo, un punto en común que no conviene desdeñar. También en los años sesenta y principio de los setenta, también en los años ochenta cuando las campañas por el desarme nuclear y en contra de la doble decisión de la OTAN y el despliegue de los euromisiles, también entonces se decía que todo el que estaba en contra de la política de bloques hacía el juego al otro bloque. En el caso occidental se afirmaba que los pacifistas hacían el juego a la Unión Soviética.
Hoy se afirma que todo el que crítica al Estado de Israel hace el juego al islamismo radical y a las teocracias fundamentalistas. Es el momento de evitar esta militarización del pensamiento político y poner encima de la mesa lo mejor de la tradición ilustrada. De una tradición que sabe que no puede dar esta batalla cultural sin contar con la fuerza, y el vigor de las tradiciones religiosas emancipatorias. ¡Cuánto mejor nos iría escuchando a Bergoglio en esta encrucijada civilizatoria!
Los realistas políticos afirman enfáticamente que siempre se impone la razón de la fuerza y poco puede hacer la fuerza de la razón. Puede que acierten, pero mientras tanto lo ocurrido en Francia muestra que no todo está perdido, que cuando se es capaz de recordar la mejor tradición de una nación y se es capaz de hacerla visible en un momento decisivo, la victoria es posible, aunque días antes pareciera inalcanzable. El siete de julio para satisfacción de muchos, sorpresa de casi todos y frustración de los que ya cantaban victoria, el milagro se produjo. Antonio García-Santesmases es doctor en Filosofía y catedrático de Filosofía Moral y Política en la UNED. 







[ARCHIVO DEL BLOG] Treinta años no son nada, y en literatura, menos. [Publicada el 01/04/2013]











Hace muy pocos días comentaba con una amiga del Facebook sobre lecturas literarias y caímos en el manido tópico del libro a llevarse a una hipotética isla desierta. Para mí, le dije, la "Biblia": no soy creyente, pero es un libro que tiene de todo: historia, aventuras, guerras, poesía, lirismo, creencias, fe... Y, bueno, puestos ya a llevarse dos, "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha" de nuestro paisano Miguel de Cervantes: por calidad (la primera novela moderna) y proximidad idiomática. Y si seguimos hasta tres, la "República" de Platón. Podía decir más y mejores, sin duda, pero me quedo con los citados.
No soy un purista de la literatura. Creo que su función principal es entretener, pero comparto en gran manera la opinión del afamado escritor que dijo "no leer nunca una novela que tuviera menos de 30 años de publicada y no se hubiera reeditado más de una vez". No recuerdo su nombre, pero le doy la razón. De ahí mi afición a los clásicos, y contra más clásicos y más antiguos, más mejor, como decimos en el español de Canarias.
Desconfío, por principio, de todos los títulos con la faja de "superventas" adherida a su portada, y si encima se ofertan en las grandes superficies junto a los embutidos, los calcetines a 1 euro y los productos de limpieza para el hogar, ni les cuento: alergia pura. Casos como Ruiz Zafón, Ildefonso Falcones o Dan Brown, por citar solo algunos de ellos, me han curado de espanto. Les animo a leer lo que comentaba el crítico literario Martín Schifino en su artículo "Como leer un best seller" (Revista de Libros, julio-agosto 2010).
Entre mis alergias patológicas se encuentran los Premios Planeta. No me pregunten por qué. No tengo una explicación racional. De entre los 120 títulos de su historial entre premiados y finalistas de sus últimos sesenta años, reconozco no haber leído más allá de una docena y media de ellos.
No dudo de la imparcialidad originaria de los jurado de los Premios Planeta, pero sí doy crédito a lo que parece la política promocional de sus editores: invitar a un escritor de prestigio ya reconocido a presentarse con la "casi" seguridad de llevarse el premio, lo que los convierte en "premio por encargo" o similar. ¿Algo exclusivo del Planeta? Pues no lo sé, con sinceridad, pero algunas de la veces da la impresión de que sí es así.
Cumpliendo con la primera de las premisas citadas, la de no leer novela alguna con menos de treinta años de publicada (premisa incumplida con reiteración y poco propósito de enmienda por mi parte), reconozco haber caído en tentación en las últimas semanas con dos premios Planeta galardonados en los años 80 que tenía en casa sin leer: "Jaque a la dama", de Jesús Fernández Santos, ganador del premio en 1982, y "La jeringuilla", finalista, de Pedro Casals, en 1986. Me han gustado mucho. Lo mismo que la novela ganadora del premio, mucho más reciente, en 2010: "Riña de gatos. Madrid, 1936", del consagrado escritor catalán Eduardo Mendoza. No les cuento la trama por si se deciden a leerlos. La novela de Fernández Santos es la historia de una mujer durante la guerra civil española y la posterior guerra mundial, en busca de su propio lugar en el mundo. La de Pedro Casals, cuenta una historia de drogas y apariencias entre personajes de la alta burguesía catalana de los 80. La de Mendoza, las semanas previas al estallido de la guerra civil española en un Madrid plagado de conspiradores de izquierdas y de derechas, en el que sus protagonistas, un historiador y profesor de arte británico y una joven aristócrata madrileña viven una insólita historia de amor que tiene como epicentro un cuadro de Velázquez. En el número de marzo (de nuevo marzo) de 2011 de "Revista de Libros" pueden leer una interesante crónica de la novela de Mendoza,  titulada "Peleas de villa y corte", escrita por el crítico literario Nick Caistor. Y en el vídeo con el que acompaño la entrada, una entrevista a su autor, Eduardo Mendoza, en el programa televisivo "Silencio se lee" de junio de 2011, en el que el autor comenta y lee pasajes de su novela.
Termino la primera entrada de este mes de abril recomendándoles el interesante y erudito artículo del escritor Andrés Ibáñez, de nuevo en la tan recurrente para mí "Revista de Libros", en el número de abril de 2005, titulado "¿Se aprende a escribir?". Estoy convencido de que les resultará interesante. Sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt