viernes, 10 de mayo de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Salman Rushdie: Veinte años después (Publicada el 10 de marzo de 2009)












El pasado mes de febrero se cumplieron los 20 años de aquel fatídico día en que el imán Jomeini, líder espiritual y político del régimen islámico y revolucionario iraní, dictara la "fetua" (sentencia de muerte) contra el escritor británico de origen indio, Salman Rushdie. Su delito, haber escrito una novela, Los versos satánicosen la que a juicio del imán iraní, se ofendía gravemente, al profeta Mahoma y a la fe musulmana.
Veinte años después de esa fecha, Salman Rushdie sigue viviendo a escondidas, protegido por la policía de los países que visita, y especialmente en Gran Bretaña, su lugar de residencia. La condena de Jomeini sigue vigente, y cualquier musulmán que la ejecute habrá ganado su lugar en el paraíso.
Hace veinte años yo no tenía ni idea de quien era Salman Rushdie, ni me importaban lo más mínimo sus escritos. Pero cuando se produjo la condena de Jomeini, un gesto de solidaridad para con el escritor recorrió como la pólvora Occidente. Y yo me apunté a él. Una veintena de editoriales españolas, como en otros lugares del mundo libre, editaron conjuntamente "Los Versos Satánicos". Fue todo un gesto de libertad, de defensa de la libertad de expresión, que no estoy muy seguro de que hoy se repitiera por estos lares y estos tiempos en que impera lo políticamente correcto como norma suprema de comportamiento. Compré la novela, la comencé a leer, no me gustó, y la dejé abandonada por un algún anaquel de la biblioteca familiar. Pero no me arrepentí, ni entonces, ni luego, ni ahora, de mi gesto de solidaridad para con Salman Rushdie. Volvería a repetirlo con gusto. Por eso, veinte años después, he vuelto a leer "Los versos satánicos". Y tengo que reconocer que me ha encantado, me he reído hasta la carcajada con ella, con su ironía, unas veces fina y elegante, y otras de brocha gorda; con su realismo y con su fantasía desbordante; con su tremenda humanidad y respeto por los seres vivos y por su crítica, divertida, pero feroz, a la intransigencia de las religiones, de todas, no sólo del Islam.
El pasado 22 de febrero, el gran periodista francés Jean Daniel, director de la revista "Nouvel Observateur", publicaba un emocionado artículo en el diario El País, titulado "La lección de Rushdie", en el que se hacía eco de la efeméride, y reivindicaba a Salman Rushdie y su afamada novela, criticando de paso, a quienes desde Occidente, justificaron la condena de Rushdie, en aquel entonces y aun hoy, por su presunta ofensa a los sentimientos religiosos de una comunidad de creyentes.
Dos semanas antes, El País Semanal había publicado a su vez un amplio reportaje del periodista Eduardo Lago, bajo el título de "Soy un contador de historias, todo lo demás da igual", en el que el escritor británico contestaba con humor y sinceridad a las preguntas del entrevistador sobre su acontecer vital, como persona y como escritor, desde aquel fatídico día de febrero de 1989. Pueden leer ahora ambos textos. 

"La lección de Rushdie", por Jean Daniel
El País, 22/02/09
El viernes 13 de febrero, víspera de San Valentín, algunos colegas británicos decidieron conmemorar el vigésimo aniversario de la fetua con la que el imán Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie -y cuya vigencia acaban de reiterar las autoridades iraníes-. Este aniversario les proporcionó la ocasión de entregarse a una estimulante reflexión sobre el sentido de la blasfemia y el de la cohabitación entre el islam y Occidente.
Nuestros colegas afirman que, veinte años después, aún vivimos bajo la influencia y a la sombra de aquel asunto. En otras palabras, mucho antes de Samuel Huntington y sus tesis sobre el "choque de civilizaciones", llegaba desde la patria de los mulás el llamamiento al asesinato de Rushdie. Fue, según ellos, el primer anuncio de un conflicto radicalmente nuevo que desde entonces no ha dejado de agudizarse. No sólo hay varias guerras en Oriente Próximo, sino que, día a día, una tensión creciente amenaza las relaciones entre los musulmanes y los países europeos en los que viven.
Nacido en la India y poseedor de la nacionalidad paquistaní, a la edad de 13 años, Salman Rushdie fue enviado al King's College de Cambridge para estudiar Historia y el Corán. Allí no tardó en perder su esnobismo de indio anglófilo y su acento de aristócrata británico al chocar con el racismo solapado y distante de la mejor sociedad inglesa. Poco después, daba un giro hacia el radicalismo político, la denuncia sistemática del Gobierno de la señora Thatcher y de la "falsa democracia" a la inglesa, y se convertía en un paladín del Sur contra el Norte y en un apologista de culturas minoritarias como el feminismo, la homosexualidad y el pacifismo.
Luego llegó 1989 y la publicación de sus famosos Versos satánicos. Las reacciones que su libro provocó y la fetua de la que fue víctima lo desestabilizaron completamente. Entonces, pidió la protección del Gobierno británico, al que no había dejado de injuriar. En el Herald Tribune del pasado 15 de febrero, el ensayista Geoffrey Wheatcroft recuerda el desprecio feroz con el que tanto la derecha nacionalista como la izquierda multicultural (los multiculti) trataron a Salman Rushdie. Tras acusarlo de batir todos los récords de traición a su cultura, su religión, su país de origen y su nacionalidad, algunos personajes de la Cámara de los Lores cercanos a Margaret Thatcher llegaron a expresar su deseo de que los musulmanes "apaleasen al traidor en una calle oscura para enseñarle buenas maneras". Mientras, los mismos que no sentían sino desprecio por Rushdie y su blasfemia toleraban tranquilamente que se blasfemara contra el cristianismo. Nuestros colegas nos recuerdan también que, algunos años antes, la mejor sociedad británica consideraba de buen tono aplaudir la publicación de un poema sobre la homosexualidad de Jesús en el diario Gay News.
¿Qué pasaba mientras en Francia? Para empezar, la novela de Salman Rushdie fue totalmente desacreditada. Le Figaro escribía: "Se trata de una novela aburrida, espesa, complicada, con oscuras intenciones y provocaciones fáciles, escrita en un lenguaje cargante". A despecho de la simpatía general que los franceses sentían por Rushdie, Jacques Chirac, tan indignado por los Versos como Margaret Thatcher, metió en el mismo saco al blasfemo y a los autores del llamamiento a su asesinato. La izquierda y la extrema izquierda estaban divididas. Mientras los intelectuales de SOS Racismo y Le Nouvel Observateur manifestaban su solidaridad con Rushdie, algunos grandes arabistas, como Jacques Berque, aun reprobando el llamamiento al asesinato, manifestaban su comprensión y empatía hacia los religiosos ofendidos en lo más sagrado de sus creencias.
Tanto en Londres como en París, ¿se trataba de la fascinación por el islam? ¿De una inclinación tercermundista? ¿De culpabilidad colonial? Según algunos, Francia y Reino Unido, herederos de los dos mayores imperios coloniales, nunca aprendieron a dirigirse a los países musulmanes. Al integrarse en su civilización, Salman Rushdie se comportó, sin pretenderlo, como un musulmán liberado o como un occidental agnóstico. El cronista norteamericano William Pfaff añade que, desde el Siglo de las Luces, la sensibilidad dominante en Occidente está marcada por el escepticismo y el cuestionamiento y escarnio de todas las creencias establecidas y de todas las instituciones. Gracias a ese talante, y a su cultura hedonista, Europa occidental es hoy el lugar del globo más irreligioso con las debilitadas minorías de sus iglesias cristianas. Según Pfaff, "el error posiblemente fatal de Rushdie fue aplicar un discurso europeo escéptico a una religión que aún cree en sí misma".
Pero, para empezar, como ha demostrado Milan Kundera (Los testamentos traicionados, Tusquets Editores), no fue un error y Rushdie no atacó en absoluto al islam. Fue una licencia literaria que un gran novelista se concedió para aportar una dimensión mística a su obra. Esta misma audacia novelesca fue la que permitió a Kundera descubrir toda la poesía del islam. Por otra parte, es posible que la fuerza del credo musulmán requiera estrategias particulares y, en este punto, el intervencionismo ideológico-militar de los neoconservadores de George Bush ha sido desastroso. Respecto a los musulmanes que viven en países de mayoría cristiana, la cuestión esencial es saber qué posibilidades tienen de escapar a las presiones de las autoridades islamistas exteriores a su país de adopción. Pues el escándalo no está, evidentemente, en el comportamiento de Rushdie, que, en cierta forma, fue útil, ya que el 15 de marzo de 1989 la mayoría de los países participantes en la Conferencia islámica de Riad decidieron desaprobar la iniciativa iraní y no dar una dimensión política al asunto de la fetua.
Por eso, desde mi punto de vista, mis interlocutores británicos se equivocan. La lección del caso Rushdie es que hay que hacer todo lo necesario para garantizar la libertad del no creyente -¡y la del novelista!- en la misma medida que la del creyente, sea cual sea su religión. Pero, además, no veo por qué habría que renunciar a hacer todo lo posible para favorecer la evolución de los musulmanes hacia un espíritu crítico que en la Edad Media formó parte de sus tradiciones. La condena de las intervenciones que invocan hipócritamente la coartada humanitaria no debe llevarnos a dejar de creer en los derechos humanos ni en su universalidad.

"Soy un contador de historias, todo lo demás da igual", por Eduardo Lago
El País Semanal, 25/01/09
Madrugada de invierno de un año sin precisar, unos minutos antes del amanecer. Un jumbo de Air India secuestrado por un grupo terrorista islámico estalla en pleno vuelo sobre el Canal de la Mancha. Mientras caen en picado sobre una playa de la costa inglesa, dos pasajeros que han sobrevivido milagrosamente al atentado comentan despreocupadamente la insólita situación en que se encuentran... Así arranca Los versos satánicos, una de las novelas más polémicas de todos los tiempos. El nombre de su autor, Salman Rushdie, adquirió una notoriedad sin precedentes entre millones de personas de Oriente y Occidente que jamás llegarían a abrir el libro. ¿La razón? Que en ciertos pasajes figuran alusiones a una religión que se asemeja al islam, cuyo libro sagrado retoca por su cuenta un escriba imaginario que responde al nombre de Salman. Lo que sucedió tras la publicación de la novela es de sobra conocido: algunos líderes religiosos musulmanes interpretaron literalmente la estratagema novelística de Rushdie, juzgando que su obra constituía una blasfemia contra el islam. El Gobierno iraní presidido por el ayatolá Jomeini promulgó una fetua (condena de muerte) contra el autor, ofreciendo una cuantiosa recompensa a quien ejecutara la sentencia. El libro fue prohibido en numerosos países y quemado en diversos actos de repudia pública, desencadenándose violentos disturbios y manifestaciones que costaron la vida a varias personas en tres continentes.
Siguieron años de dificultad extrema para el autor, que se vio obligado a vivir en rigurosa reclusión, cambiando constantemente de domicilio, rodeado día y noche de una escolta de policías secretos. En 1993 se ratificó la fetua. Tres personas relacionadas con la publicación del libro sufrieron atentados. El traductor de la novela al japonés fue asesinado. El Gobierno iraní suspendió oficialmente la condena en 1998, aunque diversos grupos radicales se negaron a acatar la decisión. Hoy Rushdie recibe ocasionalmente notas que le recuerdan la fatídica sentencia. En 2005 el ayatolá Ali Jamenei declaró que la condena seguía en vigor. En 2007, la reina Isabel II lo nombró Caballero de la Orden del Imperio Británico, gesto que desató una nueva oleada de furia contra Rushdie en amplias zonas del mundo islámico.
Durante todo este tiempo, el autor angloindio ha procurado mantenerse fiel a sus principios éticos y estéticos. Entre 2004 y 2006 ejerció como presidente del PEN American Center, organización que desde su sede neoyorquina vela por la libertad de expresión y la independencia de los escritores de todo el mundo.
Rushdie puede despertar sentimientos encontrados entre sus compañeros de oficio. Dos autores de gran prestigio que han escrito desde perspectivas muy distintas sobre el islam se pronunciaron contundentemente en su día sobre la suerte del escritor. El egipcio Naghib Mafouz, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1988, reaccionó a la fetua dictada contra Rushdie acusando de terrorismo intelectual a Jomeini, para ulteriormente matizar que nadie tiene derecho a ofender las creencias de los demás. La visión de Salman Rushdie es diametralmente opuesta: "Sin el derecho a ofender", observó en una ocasión, "no se puede hablar de libertad de expresión". En otro momento apostilló: "No hay nada más fácil que impedir que un libro nos ofenda. Basta con cerrarlo". Haciendo alarde de su ácido sentido del humor, V. S. Naipaul, premio Nobel de Literatura en 2001 y autor de Viaje al islam, resumió de modo lapidario el affaire Rushdie, sosteniendo que la fetua pronunciada contra él era un caso de crítica literaria llevada a sus extremos.
Tanta humareda nos puede hacer olvidar un dato esencial: Salman Rushdie es uno de los narradores con mayor talento de nuestra época. En opinión de Christopher Hitchens, el controvertido autor de Dios no es bueno, de no haber sido por la fetua, hace tiempo que le habrían concedido el Premio Nobel de Literatura. Ingenioso, inventivo y versátil; caracterizado por un rigor y solidez poco comunes; capaz de saltar entre la realidad y la fantasía con asombrosa agilidad, así como de hibridar tradiciones y géneros aparentemente irreconciliables, el corpus novelístico de Salman Rushdie -cuya última novela, El encanto de Florencia (Mondadori), se publica a finales de febrero en España- sorprende por la brillantez de su lenguaje, por la audacia de sus planteamientos narrativos y por su destreza técnica.
En persona, Salman Rushdie desborda vitalidad. Dotado de un talento inusual para la narración oral, su conversación es tan versátil, amena, ágil, torrencial e imaginativa, como el sinfín de historias que se cruzan vertiginosamente en las páginas de sus libros.
Una de las características más acusadas de toda su obra literaria parece ser su habilidad para desenvolverse con idéntica facilidad en el plano de la realidad y el de la fantasía. De pequeño, devoraba libros de ciencia-ficción. Era la edad de oro del género: Ray Bradbury, Philip K. Dick, Isaac Asimov, Stanislav Lem, aunque muchos de los autores que leía eran francamente malos. Eran los años de la carrera espacial, cuando los rusos lanzaron los primeros Sputniks, a finales de los cincuenta. La ciencia-ficción es un vehículo perfecto para la novela de ideas. Uno de mis relatos favoritos de todos los tiempos es Los 9.000 millones de nombres de Dios, de Arthur C. Clarke. En él se cuenta la historia de dos científicos que por encargo de unos lamas tibetanos construyen un ordenador cuyo fin es programar todas las permutaciones posibles del nombre de Dios. Cuando concluyan la tarea, sobrevendrá el fin del mundo. Es un cuento enigmático y magistral. Pero no todo lo que leía era así. Por lo general, eran libros muy mal escritos. Los personajes no eran creíbles: científicos que llevaban bata y mujeres extraordinariamente atractivas que tenían unos pechos descomunales [risas]. En cuanto a mi interés por la fantasía, me parece importante subrayar algo fundamental, que a veces se nos olvida: la frontera entre la realidad y la imaginación no es algo fijo. El realismo es sólo una forma más de describir el mundo, y no es necesariamente la mejor ni la más interesante. Yo nací en un país donde la fantasía lo envuelve a uno desde el momento de nacer. La mitología india es de una riqueza portentosa, y no me refiero sólo a las leyendas religiosas, sino a la tradición narrativa que tiene su origen en Las mil y una noches, muchas de cuyas historias surgieron en India antes de traducirse al persa y al árabe. Crecer escuchando la historia de Simbad el Marino, de Alí Babá o Aladino deja una impronta imborrable en la imaginación de un futuro escritor. El realismo no es más que una convención. Si es necesario, recurro a ella, pero no es el único recurso ni mucho menos.
¿Podría evocar algunos recuerdos de su familia? Tanto mi familia paterna como la materna eran oriundas de Cachemira, aunque las dos ramas llevaban bastante tiempo afincadas en India cuando yo nací. Mi abuelo materno era un hombre muy religioso. Peregrinó a La Meca y a lo largo de toda su vida cumplió escrupulosamente con el precepto de orar cinco veces al día. Sus nietos nos reíamos de él viéndole darse de frentazos contra la alfombra, claro que los niños nunca se han caracterizado por ser muy respetuosos. Mi abuelo no se lo tomaba a mal. Tenía muy buen carácter. Todo lo contrario que mi abuela, una mujer feroz que nos inspiraba un miedo terrible. Vivían en una casa muy grande, en un lugar llamado Nadi Garu, y allí se reunía toda la familia dos o tres veces al año. Mi abuelo fundó una escuela de medicina en Aligarh, en las afueras de Nueva Delhi. Había allí una universidad islámica muy importante. En la escuela de mi abuelo se simultaneaba el estudio de la medicina occidental con la tradicional del Ayurveda. Mi madre llegó a ser una gran experta en hierbas medicinales y cuando caía enfermo me daba una pócima estúpida que tenía un sabor repugnante y no me hacía ningún efecto, mientras que a mis compañeros de clase les daban antibióticos y enseguida se curaban [risas]... Mi familia era muy variada, había de todo. La hermana mayor de mi madre era profesora en la Universidad de Karachi, y la pequeña se casó con un general pakistaní que tenía mucho poder [risas]. Luego estaban mis tíos, uno era un funcionario de alto rango y el otro trabajaba de guionista en Bollywood. Creo que llegó a dirigir alguna película. Su esposa era actriz y bailarina. En mi familia el cine era algo muy importante.
Usted nació en Bombay, ¿cuándo se trasladaron sus padres allí? Mis padres y mis abuelos vivían en Delhi. Mi padre era hijo único. Su padre, mi abuelo, tenía mucho dinero, era propietario de una fábrica de tejidos. Mis padres se casaron en Nueva Delhi en 1946. Era una época muy tensa. La independencia de India era inminente. La idea era dividir el país en dos partes, una hindú, India propiamente dicha, y otra musulmana, Pakistán. Mis padres eran musulmanes, pero no ejercían. Lo más que hacían era abstenerse de comer carne de cerdo, en eso consistía para nosotros el islam [risas]. Tenían clarísimo que no querían vivir en un Estado islámico como Pakistán. Por otra parte, no les hacía ninguna gracia la idea de vivir en Delhi, porque el ambiente que se respiraba era verdaderamente peligroso. Había una tensión insoportable entre hindúes y musulmanes y el conflicto podía estallar en cualquier momento, como efectivamente ocurrió. Mi abuelo paterno murió antes de nacer yo. Mi padre decidió vender la fábrica e irse a vivir con mi madre a Bombay, que gozaba de la reputación de ser una ciudad mucho más cosmopolita y tolerante, mucho menos explosiva. Cuando se fueron de Delhi, mi madre estaba embarazada de lo que resultaría ser yo, de modo que se puede decir que fui a Bombay con ellos [risas]. Yo nací en 1947, ocho semanas antes de la independencia del país.
¿Cómo era el Bombay de su infancia? Bombay era la ciudad más moderna y cosmopolita de India, el gran puerto occidental del país, por el que entraba directamente la influencia del resto del mundo. En Bombay siempre ha habido muchos extranjeros, gente llegada de todos los confines de la tierra. Las demás grandes ciudades de India eran mucho más uniformes. En Nueva Delhi todo el mundo era indio. En Calcuta todo el mundo era bengalí, y en Madrás, sureños, mientras que Bombay era una gran metrópolis que atraía a gente de todos los rincones de India. El ambiente que reinaba en la ciudad era muy cosmopolita y tolerante. El Bombay en que yo crecí era una urbe secularizada y no violenta, lo cual me hizo suponer que el mundo era así. Desde niño me acostumbré a ver cómo convivían entre sí diversas sectas y religiones sin que ello supusiera ningún conflicto. Nos llevábamos bien con los que tenían otras creencias, celebrábamos los festivales de las otras religiones. Sectas muy distintas entre sí vivían en perfecta armonía. Mi infancia en Bombay marcó de manera muy profunda mi modo de percibir el mundo.
¿Qué edad tenía cuando lo enviaron a estudiar a Inglaterra? Trece años y medio. Estuve interno en Rugby, una escuela pública muy prestigiosa. A los 18 me matriculé en el King's College de Cambridge. Estudié historia, en contra de la voluntad de mi padre, que quería que estudiara económicas. De aquellos años me quedó el molde del método que aplican los historiadores en su disciplina, una manera de mirar el mundo buscando el sentido profundo de los hechos, jerarquizándolos conforme a su importancia. Mi verdadera pasión era la literatura, pero jamás la estudié de manera formal. No se me pasó por la cabeza que fuera posible hacer nada semejante. Desde la adolescencia fantaseé con la idea de ser escritor, pero la idea de estudiar literatura no tenía nada que ver con ello. Para mí, leer no podía ser una asignatura, sino una forma de placer. Cuando me metía en una librería, salía cargado con un botín de libros; luego me encerraba a devorarlos como si fueran golosinas.
¿Qué leyó durante los años que pasó en la universidad? Recuerdo que tenía una novia que estaba haciendo una tesis doctoral sobre Finnegans Wake, la endiablada obra final de Joyce. Se titulaba algo así como James Joyce y el nouveau roman francés. Por aquella relación me tocó leer a autores experimentales como Michel Butor y Alain Robbe-Grillet... Me tuve que leer Finnegans Wake dos veces. Fue el precio que tuve que pagar por estar enamorado [risas]. En fin, sí, toda la novela del siglo XVIII, libros como Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, y Tom Jones, de Henry Fielding, me impactaron mucho. También leí mucha literatura americana. Por entonces descubrí a Pynchon.
Otro autor complicado... Ahora ya se me ha pasado, pero cuando lo descubrí de joven sentí veneración absoluta por él. Tiene una novela titulada V. que me pareció sencillamente maravillosa. El resto de su obra me interesó menos, pero V. me pareció fascinante. Las ideas de Pynchon son sumamente interesantes. Tiene un sistema dual en el que por una parte está el concepto de paranoia y por otra el de entropía. Según Pynchon, el mundo tiene un significado, sólo que es inaccesible porque hay ciertas fuerzas que se encargan de mantenerlo oculto. Tan sólo un círculo selecto de gente posee el secreto del significado del mundo, aunque por lo menos se sabe que lo tiene. Por otra parte, está la idea de la muerte del universo, que es algo que acaece lentamente... Para Pynchon la vida es como una fiesta que se va apagando poco a poco [risas] y su sentido final se nos escapa, de modo que libertad y ausencia de significado son equivalentes.
En 1981 publica 'Hijos de la medianoche', considerada su obra más importante. Lo empecé a escribir sin saber muy bien dónde iba a parar. Cuando pienso en el lío en que se metió el joven que era yo entonces me asusto. Hay que ser muy joven y muy estúpido para atreverse a escribir un libro tan arriesgado, sobre todo teniendo en cuenta que mi primera novela no había ido lo que se dice precisamente bien. Al principio sólo quería escribir una novela sobre la infancia. Luego se me ocurrió la idea de los 1.001 niños dotados de poderes mágicos y tuve que aceptar las consecuencias de tal decisión. Los poderes mágicos de los niños se derivan del hecho de que su nacimiento coincide con el de India como nación independiente. En aquel momento comprendí que tenía que escribir un libro de una escala mucho mayor, por haber añadido una dimensión histórica a la narración.
¿Le resultó difícil escribir 'Vergüenza', tras un éxito tan fulminante? El destino de ese libro fue de lo más curioso. Pasó inadvertido, aplastado entre el éxito de Hijos de la medianoche y el escándalo que se desató en torno a la publicación de Los versos satánicos. Han tenido que pasar muchos años para que la gente se fijara en él. Hoy día, de todos mis libros, seguramente es el que más atención recibe en cursos universitarios, debido a la actualidad de los temas que aborda: el poder militar, el fanatismo religioso, el choque de civilizaciones. En cierto modo fue un libro premonitorio, ya que esos temas son hoy mucho más urgentes y relevantes que cuando lo escribí.
A estas alturas supongo que aborrecerá que le pregunten por 'Los versos satánicos'. Podemos hablar del libro desde el punto de vista literario, para variar [risas]. Todo el mundo tiene una opinión muy contundente sobre esa novela sin haberla leído.
Casi se podría decir lo mismo de usted. El mártir ha eclipsado al escritor. La fetua arrasó con todo lo demás.
¿Qué le llevó a escribir un libro así? Es una novela sobre gente que emigra a Occidente desde el sureste asiático: India, Pakistán y Bangladesh. Ése es un aspecto importante: el tema de la inmigración y sus consecuencias. Por otra están las múltiples historias que se entrecruzan en el libro, vertebradas por la figura del Arcángel Gabriel. Veo el libro como una serie de instantáneas que permiten seguir la carrera del Arcángel Gabriel [risas], una especie de biografía que no respeta el orden cronológico. Me pareció una idea divertida. Aún no había descubierto que tener ideas divertidas puede costarte caro: corres el riesgo de que se te acuse de blasfemo. Los ataques contra el libro fueron tan virulentos que nadie se percató de sus aspectos humorísticos. Los versos satánicos es esencialmente una novela cómica. Todos los procedimientos que utilizo son cómicos, aunque el efecto acumulativo final no lo sea. Es algo que aprendí de Kafka. El Castillo es una sucesión de escenas cómicas, aunque el efecto de conjunto no sea cómico. Mi mayor frustración fue ver que nadie pensaba en Los versos satánicos como libro. La gente veía en él un alegato, un eslogan, un panfleto. Se decían cosas de la novela que me dejaban estupefacto. La obra de que hablaban simplemente no existía. Decían cosas que no figuraban en ninguna parte. Yo no me cansaba de repetir: "¿Dónde está el libro del que dicen todo eso? Por favor, que alguien me enseñe las páginas donde aparecen las cosas que se dicen". Era rarísimo, y conmigo ocurría algo parecido. El Salman Rushdie del que hablaba la gente no tenía nada que ver con mi persona. De modo que toda la animadversión y la violencia extrema que exhibía la gente iban dirigidas contra algo que no existía. Ahora que han pasado 20 años desde que se publicó, es un alivio ver que por fin se habla del libro que escribí, no de una entelequia. Siento que he recuperado la novela. La gente lee un libro real, y reacciona como se reacciona normalmente ante un libro: hay gente a la que le gusta mucho y gente a la que no le gusta nada, y entre uno y otro extremo, todos los matices intermedios. Ése es el destino común de todos los libros.
¿Le cogió por sorpresa la reacción que se desató tras su publicación? Totalmente. Es decir... todos mis libros habían sido mal vistos por quienes sustentan opiniones religiosas ortodoxas islámicas. Hijos de la medianoche no les gustó, Vergüenza no les gustó, así que cuando publiqué Los versos satánicos di por hecho que tampoco les gustaría. Lo que no me esperaba era una reacción tan virulenta. De no haber intervenido Jomeini, decretando mi condena a muerte, el libro hubiera tenido una trayectoria normal.
¿Le resultó muy difícil mantenerse fiel a sus principios como escritor y tratar de seguir adelante después de la 'fetua'? Mucho, sobre todo al principio. Hubo un momento, unos meses después del ataque, en que creí que no sería capaz de seguir adelante. Estaba molesto, herido, a punto de perder el equilibrio. Me salvó pensar que no era ni mucho menos el primer escritor que padecía una persecución así. La historia de la literatura está plagada de episodios trágicos, como el Gulag. Dostoievski llegó a estar frente a un pelotón de fusilamiento... Ovidio murió en el exilio, Jean Genet escribió gran parte de su obra en la cárcel. La lista es muy larga. Me dije que si ellos habían tenido la entereza de resistir frente a las dificultades, yo estaba obligado a hacer otro tanto. Quizá le parezca una afirmación grandilocuente, pero tengo un concepto muy elevado de la literatura, y si quería ser un digno representante del arte literario, tenía la obligación de no desmoronarme. Así que tomé la firme determinación de ser fiel a mí mismo y aguantar con la dignidad que tantos escritores habían sabido tener en circunstancias iguales o peores que las que padecía yo.
¿Los años de reclusión afectaron de manera íntima al proceso creativo? Lo primero que escribí fue un libro para niños, Harún y el mar de las historias. Es un libro extraño, una especie de cápsula de tiempo que flota entre el silencio y el lenguaje. La imagen embrionaria es muy poderosa: raptan a una princesa con intención de coserle la boca. La imagen procede de un relato muy breve, que había escrito hacía años, y no sabía qué uso darle. Tenía algunos otros relatos y decidí construir con ellos un libro para que lo leyera mi hijo, que entonces tenía 11 años. Me sentí como quien mete un mensaje en una botella, sabiendo que nadie lo leerá hasta dentro de mucho tiempo. Quería que después de haberlo disfrutarlo de niño, mi hijo lo volviera a leer siendo adulto, porque entonces descubriría un libro totalmente diferente.
'El último suspiro del moro' es un proyecto muy distinto. Me dio miedo escribirlo, porque era el primer libro para adultos que publicaba tras Los versos satánicos y puse mucho empeño en el esfuerzo. En él regreso a mi ciudad natal, sólo que es un Bombay que no tiene nada que ver con el de Hijos de la medianoche. El Bombay de El último suspiro del moro es una ciudad tenebrosa, que ha perdido las cualidades de las que hablé antes. La tolerancia, la capacidad de abrirse a los demás, se habían perdido o dañado. Se puede ver como la continuación de Hijos de la medianoche. Es la misma ciudad sólo que vista a través de los ojos de un adulto, no de un niño de diez años. Ese libro marca el comienzo de lo que se ha convertido en mi mayor preocupación: mostrar elementos comunes a distintas culturas. Hijos de la medianoche y Vergüenza dan cuenta de lo que ocurre en el subcontinente indio. Incluso Harún y el mar de las historias es así. Con El último suspiro del moro intenté transmitir otro mensaje: No podemos vivir aislados, cada uno en su parcela del tiempo o del espacio. Lo que nos pasa a nosotros le ha pasado antes a otra gente. Muchas veces he pensado que el detonante de la llegada de Occidente a las Indias Meridionales, la razón que motivó la llegada de Vasco de Gama a Oriente, que es un momento crucial de la historia, no obedeció a un prurito de conquista ni a un afán de dominación. La razón por la que Oriente y Occidente acabaron por encontrarse fue la sed de dar con algo tan precioso como las especias. Cuando caí en la cuenta, me pareció fascinante. Pensé que si toda la historia de Oriente y Occidente se basa en el deseo de pimienta [risas], entonces tenía que poner pimienta en el centro del libro, de modo que toda la novela tenía que crecer a partir de un grano de pimienta, y así fue como surgió.
Hablemos de su última novela, 'El encanto de Florencia', que Mondadori editará en España en febrero. La crítica ha dicho que supone el regreso de Rushdie a sus orígenes, un poco como si se hubiera restaurado el equilibrio anterior a todo lo que sucedió con motivo de su 'fetua'. Al principio de la conversación hablábamos de las historias que logran alcanzar el blanco de la verdad sirviéndose de medios fantásticos, historias en las que la narración pura se constituye en un objetivo por sí mismo. Eso es lo que me propuse con este libro: recrear al desnudo el placer de narrar. El libro supone un despojamiento de cuanto es superfluo para descender a la esencia pura y rutilante del arte de contar historias, sin más. Puse mucho cuidado en evitar que el libro fuera demasiado largo. El mundo que se describe en El encanto de Florencia es de tal riqueza y complejidad que si lo hubiera escrito como si se tratara de una novela histórica convencional habría necesitado, qué sé yo, 1.200 páginas. Pero no era ésa la clase de libro que quería escribir.
Hay también una celebración de la palabra primigenia, un canto al lenguaje en cuanto tal. Si hay algo que he aprendido a lo largo de mis años como escritor es a sentirme cada vez más cerca de los lectores. Intento ponerme en su lugar y tratar de comprender cómo se acercan al texto. El encanto de Florencia es una novela ambientada en una época en la que los referentes literarios son nada menos que Ariosto, Cervantes y Shakespeare. Así que me dije que podía darme permiso para imprimirle al lenguaje una riqueza de la que carece el lenguaje del siglo XXI. Me propuse escribir la clase de libro que les hubiera gustado leer a los personajes de mi novela. Si se fija, la manera de narrar la historia no es muy distinta a la forma de ficción narrativa que se cultivaba en India y la Europa de aquel tiempo. Otra cosa que quería conseguir es dotar al libro de un sentimiento de plenitud, la idea de que la vida es muchas cosas a la vez. No hay por qué elegir entre ser realista o visionario. No es necesario elegir entre el sueño y la vigilia, la vida es algo más complejo y más completo, no hay que segmentarla en sus componentes. Y la literatura de aquella época -no nos olvidemos de que estamos hablando de los contemporáneos de Shakespeare y Cervantes- corresponde a un momento de máxima plenitud histórica. Todo estalló a la vez.
¿Se puede hablar de un adiós a la política? En el sentido de que me cansé de que la gente me viera como a una figura pública. Por supuesto que hay política en la novela, en parte el libro versa sobre el poder. Hay personajes como Maquiavelo y el Emperador Akbar, dos figuras históricas fascinantes, una que representa a Occidente y otra a Oriente. Hay mucho que decir acerca de los dos. Me interesaba reivindicar a Maquiavelo, que ha sido objeto de muchos malentendidos... Pero sí, hay un intento deliberado por alejarme de los temas que aparecen a diario en los periódicos. Es como si me hubieran dado la posibilidad de presentarme al mundo por primera vez y mi respuesta hubiera sido: Salman Rushdie es un contador de historias, todo lo demás da igual.
Y si quieren acceder a "Los Versos Satánicos", pueden leerlo o descargarárselo en Google sin problema alguno. desde el enlace de más arriba. Se lo recomiendo encarecidamente. Seguro que se divertirán. Y de paso, le harán un fenomenal corte de mangas al trasnochado integrismo religioso que corroe nuestra hipócrita y cínica sociedad biempensante. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












jueves, 9 de mayo de 2024

De la inmigración

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 9 de mayo, Día de Europa. Echo de menos una oposición vehemente e informada contra ese miedo a los extranjeros, dice en El País el escritor Sergio del Molino, y también echo de menos datos contra los bulos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












​Faltan políticos valientes que hablen de la inmigración (y no contra ella)
SERGIO DEL MOLINO
08 MAY 2024 - ​El País - harendt.blogspot.com

En una Europa cada vez más dividida entre güelfos y gibelinos, esta familia política disfuncional que un día fue ecuménica y derribadora de fronteras ha encontrado un asunto por el que brindar: reforzar las verjas exteriores. Si Quevedo vio los muros de la patria suya, si un tiempo fuertes, ya desmoronados, hoy cantaría las maravillas de Frontex, y celebraría que los gobernantes del siglo XXI dejen de discutir por chorradas como el Estado social o la calidad de la democracia para disuadir mejor a los desgraciados de ultramar, a quienes se les quiere negar hasta la posibilidad de fregar el suelo sobre el que aspiran a vivir.
Rishi Sunak, en su orilla del Brexit, ha celebrado el pacto migratorio europeo con una rave de expulsiones a Ruanda, y aunque la derecha racista calla, esta concordia es mérito suyo, pues se hace para cortejar a sus votantes. Se creen los conservadores y no pocos socialdemócratas (Scholz y Sánchez entre ellos) que así aplacarán al diablillo xenófobo. Quizá les funcione desde un punto de vista estratégico y partidista: si la gente vota ultra por miedo a los inmigrantes, una postura dura hará que los ciudadanos furiosos vuelvan al redil manso del bipartidismo tradicional. Impecable. Solo hay un problema: si se acepta el esquema mental de los asustados por el lobo extranjero y se les ofrece un refugio acorazado, ¿en qué se distinguirá la política europea tradicional de la reacción antiliberal? Los partidos ultras ya no tendrán hueco, pero porque sus discursos y proyectos serán hegemónicos. Perderán las elecciones, aunque ganarán el debate.
Echo de menos una oposición vehemente e informada contra ese miedo. Echo de menos datos contra los bulos. Echo de menos políticos valientes que, en lugar de reconocer con pomposidad que no se puede negar que la inmigración es un problema (menudo hallazgo), expongan la verdad: las dimensiones reales de la población de origen extranjero, los problemas de la escuela, la brecha social, la desprotección de los menores y la ignominia de la represión fronteriza. Frente a los que viven convencidos de que a cada chaval que salta la valla, en vez de un porrazo en el costillar le dan una paguita, un piso y un trabajo que roba a un español, hay que oponer los hechos rotundos, sin condescender a su paranoia diciéndoles que se hacen cargo de su inquietud. Sé que aguardo en balde, porque la perra verdad es que los xenófobos votan, y los que sufren su xenofobia, no. Pero si la democracia europea no es capaz de mirar por encima de la verja, no sé en qué puede haber quedado el europeísmo.​ Sergio del Molino es escritor.




























[ARCHIVO DEL BLOG] Unión Europea: La Directiva de la Vergüenza. [Publicada el 09/05/2008]









No comparto en absoluto la propuesta de Directiva que la Comisión Europea pretende aprobar sobre la inmigración ilegal y que de momento ha sido "aparcada" por el Consejo de la Unión. Mas que probablemente porque a la mayoría de los gobiernos estatales les parece floja... Menos aún comparto el apoyo que a la citada propuesta de Directiva le presta el gobierno español y, como a la periodista de El País, Soledad Gallego-Díaz, me parece vergonzoso que se presente la misma como un avance en los "derechos" de los inmigrantes ilegales residentes en la Unión.
Estoy a favor de una regulación seria de la inmigración en el seno de la Unión Europea. Pero hay maneras y maneras de llevarla a cabo. Resolverla mediante el internamiento forzoso de los indocumentados en "campos de concentración" durante hasta 18 meses por decisión administrativa, sin tutela ni resolución judicial, y sin que hayan cometido delito otro alguno que carecer de documentación, no me parece de recibo.
Oía esta mañana por la radio al ministro del Interior comentar los argumentos del gobierno en favor de la Directiva de Retorno como una medida garantista para los desafortunados inmigrantes ilegales retenidos en otros estados de la Unión... Tiene que ser, como dice Gallego-Díaz, que el Sr. Ministro estaba de buen humor... Yo no le encuentro la gracia, la verdad... Por eso, si se aprueba finalmente, quizá deberíamos replantearnos de que clase de Europa hablamos cuando hablamos de libertades y que clase Unión Europea queremos, hoy, el día de su cumpleaños...
Ya se que eso no le va a importar a nadie, y menos al Sr. Rubalcaba, pero a mi sí me importa. Y por eso lo digo... Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt











miércoles, 8 de mayo de 2024

De la contención

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 8 de mayo. La realidad, comenta en El País el escritor Antonio Muñoz Molina, nos enseña la necesidad urgente de aceptar la contención como punto de partida para una mejora racional de las cosas. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Defensa de los límites
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
04 MAY 2024 - El País - harendt.blogspot.com

La idea de que haya límites que no puedan o no deban cruzarse provoca en nuestro mundo un rechazo instintivo: límites en el comportamiento, en la expresión, en la velocidad, en la ambición, en el consumo. A cada momento la publicidad propone ventajas sin límites, disfrute ilimitado de datos, placeres sin límite, como en esos restaurantes de baja estofa americanos que invitan monstruosamente a comer hasta el hartazgo por un precio fijo: “All You Can Eat”. En esto, como en tantas otras ocasiones, se conjugan los intereses más rapaces y destructivos del capitalismo y las fantasías de emancipación radical y satisfacción instantánea de todos los deseos heredadas de Mayo del 68. El capitalismo quiere abolir cualquier límite al crecimiento y al beneficio; el mayodelsesentayochismo te anima a cumplir a cada momento y sin retraso ni control cualquier deseo: “Prohibido prohibir”.
A diferencia de las necesidades, cuyo catálogo es bastante reducido, los deseos pueden no acabarse nunca, y una vez obtenidos despiertan no el apaciguamiento de lo ya logrado, sino la ansiedad de lo que todavía no se tiene. Ese principio lo formuló Buda hace 25 siglos y lo estudian ahora con todo tipo de recursos científicos los inventores de adicciones. Como la imaginación sí tiene límites, quienes alcanzan el privilegio de poseerlo todo, sean capos del narcotráfico internacional o plutócratas de la tecnología, incurren en una penosa monotonía en sus adquisiciones desmedidas: coches de lujo, mansiones, relojes, islas privadas, yates, yates cada vez más grandes, yates tan grandes que han de ir acompañados de otros yates en los que se aloja el personal innumerable, yates con helipuertos. Como ni el yate más enorme les basta, se construyen cohetes y naves espaciales; como les enfurece someterse al límite humillante de la muerte, fundan clínicas y centros de investigación biomédica para alargar sus vidas. Leí en Financial Times que, a raíz de la pandemia de covid, se ha notado un aumento en la pasión adquisitiva de los megamultimillonarios, acuciados quizás por esa sombra de mortalidad y fugacidad de las cosas que también nos aflige a los seres humanos ordinarios.
A nuestra propia escala, cada uno puede ser como esos espíritus hambrientos que habitan uno de los infiernos de la mitología budista tibetana: no tienen sosiego porque la comida que devoran en vez de hartarlos les da más hambre todavía. Es asombroso que sabidurías tan antiguas contengan metáforas que expliquen con tanta precisión nuestro tiempo. Cualquier límite se ve como una restricción intolerable. Un poeta se revuelve contra los límites opresivos de la métrica y de la rima; un artista, contra el peso muerto de las tradiciones y contra las formas del arte académico. Que la poesía medida y rimada dejara de estar de moda hace más de un siglo, y que todas las tradiciones y convenciones académicas del arte no sean ya ni un recuerdo lejano, no menguan la conciencia arrogante de quien a estas alturas se sigue declarando en rebeldía contra ellas. La publicidad ha parasitado astutamente el lenguaje de las vanguardias: “Rompe las reglas”, dice un anuncio de telefonía móvil. Hace ya varias generaciones que no queda nada por transgredir, ni en las artes ni en las costumbres, pero la transgresión sigue mereciendo todo tipo de parabienes culturales y académicos, y hasta de subvenciones, y la norma, la forma, el límite, suenan a tedio y a represión. Los economistas llevan décadas burlándose de aquella idea de los límites del crecimiento que formuló en 1972 el Club de Roma.
Un límite que entre nosotros padece una forma particular de desprecio es el de los modales, las formalidades de la vida social, en lo privado y en lo público. Entre nosotros, la grosería de comportamiento y de palabra se glorifica como espontaneidad, y toda formalidad cortés parece hipocresía, y cuanto más soez es el lenguaje que usa un escritor, un periodista, un político, un ministro, más impresión da de autenticidad y compromiso. En nuestra desaliñada juventud creíamos que la forma era desdeñable porque lo importante era el fondo, y que importaba el contenido y no el continente, y así acabábamos en una confusión ética y estética que al cabo de tantos años se parece mucho a la que reina ahora mismo.
A todo el mundo, cuando es joven, le provoca rechazo la antigua expresión inglesa Manners before morals. Las buenas maneras, desde luego, no son más importantes que la decencia moral, pero están mucho más conectadas con ella de lo que parece, y su deterioro y su ausencia son señales no de emancipación, sino de discordia. Una cortesía universal e implícita la practica casi todo el mundo cuando se mueve por una red de metro o viaja en el autobús. Quien rompe el límite de las formas, hablando a gritos al teléfono, ocupando dos asientos con las piernas desplegadas, provoca una estridencia tan desagradable como la de una nota falsa en un violín. Cuando se ha vivido bajo las normas asfixiantes de una dictadura, hay un instinto natural de rebeldía contra todo límite. Pero en nuestro caso la dictadura terminó hace ya casi medio siglo; y los portugueses, que vivieron tan sometidos como nosotros, y que además llegaron a la libertad con una explosión de alegría que nosotros no conocimos, mantienen un respeto admirable por las buenas formas, que se manifiesta a cada momento en la vida diaria, y también, para nuestra vergüenza y envidia, en la vida pública.
“Donde hay forma hay alma”, dice Fernando Pessoa, que no encontró nunca la forma posible para el eterno borrador de su Libro del desasosiego. Como esos padres y madres que tardan tanto en aceptar el valor educativo de los límites, creo que esa educadora implacable que es la realidad nos va enseñando a todos, en cada ámbito de la vida, la necesidad urgente de aceptarlos, y no ya como estorbos inevitables, sino como puntos de partida para una mejora racional de las cosas. Delante de nuestros ojos se está desbaratando el delirio neoliberal y sesentayochista de la proliferación infinita de lo caprichoso y lo superfluo, de un crecimiento económico sin pausa que a lo que se parece es a la proliferación incontrolada de un tumor canceroso. Nada puede crecer indefinidamente: ni el número de turistas que llegan a una ciudad o a una isla, ni el agua potable que se consume en un país de desertificación y de sequía, ni los residuos de plástico que se arrojan al mar, ni las cantidades de comida en buen estado que acaban en la basura mientras millones de personas siguen muriendo de hambre, ni la ropa mala y barata que alguien se pone una o dos veces o no se pone nunca y acaba en esas cordilleras de harapos que van creciendo en el desierto de Atacama. Una abogada tenaz y valerosa, Teresa Vicente, impulsó la iniciativa popular gracias a la cual se reconocieron por primera vez en España los derechos no de una persona, sino de un don irremplazable de la naturaleza, el mar Menor de Murcia, un paraíso terrenal que ha estado a punto de convertirse, por culpa de los vertidos de residuos y fertilizantes, en un pantano inmundo de agua estancada y peces muertos. La ley justa promovida por Teresa Vicente marca los límites que aseguran la protección de lo que pertenece a todos, a los que vivimos ahora y a los que aún no han nacido, a los seres humanos y a las demás criaturas.
Pero no habrá una ley y ni siquiera un gran acuerdo que imponga los límites de la buena educación, las formas, la prudencia, a esa parte de la clase política y mediática que ya solo sabe usar el lenguaje para la arenga, la mentira y la injuria, para echar leña al fuego y celebrar con guasa cínica la furia de las llamas. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la Real Academia Española.





























[ARCHIVO DEL BLOG] Escribir por escribir: Cervantes, Borges, Edwards..., y todos los demás. [Publicada el 01/05/2013]












No puede ser sino casualidad que un acendrado defensor del "azar" como yo (la diosa Tyké de los clásicos como hacedora de la vida y de la historia, y no hay historia sin vida, como decía Hannah Arendt) se encuentre hoy en unas horas y sin buscarlas, dos referencias a uno de sus escritores favoritos, el chileno Jorge Edwards, del que les recomiendo una de las novelas más "deliciosas" que he leído: "El origen del mundo" (Tusquets, Barcelona, 1996). Escribí sobre ella por mayo de 2008, y a la entrada de entonces les remito.
La primera de las referencias citadas es una crónica del corresponsal del diario El País en París, Miguel Mora, en la que nos relata las andanzas y vivencias parisinas, desde hace decenios, del actual embajador de Chile en Francia, el escritor Jorge Edwards. Una crónica tan "deliciosa" como la novela que les recomendaba anteriormente que, ¡como no!, transcurre en París.
La segunda, es del propio Jorge Edwards, titulada "La cueva de Montesinos y El Aleph", y es la ponencia que presentara en el III de los Congresos Internacionales de la Lengua Española, celebrado en la argentina ciudad de Rosario en 2004.
¿Qué de qué va la ponencia? Pues de como los personajes de ficción, en este caso, los creados respectivamente por Cervantes y Borges en sus "Don Quijote de la Mancha" y "El Aleph", campan por sus respetos y sin el permiso ni opinión de sus autores por el proceloso mundo del vivir y el existir. Pero también hay referencias explícitas a otros muchos personajes literarios y a sus progenitores. A mí me ha encantado. Espero que a ustedes también. ¿Acaso, me pregunto yo, el que los personajes logren independizarse de sus autores, no es precisamente en lo que consiste la literatura?
Esta mañana, también es casualidad (Tyké de nuevo), una amiga francesa me envió a través del Facebook una frase que me ha parecido muy hermosa: "¿Escribir sin motivo, no es el más bello motivo para escribir?". Lo comparto. Sean felices, por favor, aunque se que a veces, muchas veces, duele y cuesta hasta el intentarlo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt