Salud, alegría y levedad
ANA IRIS SIMÓN
30 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com
Las uvas de mi infancia eran en un piso de protección oficial, el de mi tita Toñi, en cuyo salón había siempre más gente que sillas. Antes de brindar se echaba algo de oro en la copa, un anillo o una esclava. Se fumaba y se reía mucho, era imperativo llevar algo rojo y cuando por fin sonaba la última campanada, siempre había alguien a quien se le caían las lágrimas: mi abuela María, la Rebeca, la Alma, quizá todas ellas.
Yo entonces no entendía mucho. Andaba toda la noche correteando de la cocina al salón y del salón a la cocina, contando una y otra vez las uvas que había en cada vasito de plástico y recolectando las millas de los paquetes de tabaco para que mi abuela y la Toñi las canjearan después por camisetas. Me embriagaba con la emoción del resto, pero veía que entre los adultos y yo había un muro, algo que ellos entendían o sentían y yo no. Quizá porque para los críos el año empieza en septiembre; igual porque, al contrario de lo que solemos pensar, crecer es ir incorporando creencias y supersticiones en lugar de deshacerse de ellas. El caso es que lo único que ocurría para mí el 31 de diciembre era que quedaba un día menos para la noche de Reyes. Aún no me creía del todo, como escribe Leila Guerriero, esa farsa renovada de que algo nuevo va a empezar.
Después llegó la adolescencia y con ella los SMS (“x más risas juntas este año, tqm”), y Nochevieja pasó a ser una excusa para llevar vestidos horteras y salir. Llegaron las entradas carísimas a garitos de mala muerte y las listas de buenos propósitos. Dejé de hacerlas con veintitantos y por una razón muy ridícula: en un suplemento de tendencias de un periódico leí a una psicóloga argumentando que suponían un perjuicio para la salud mental. Defendía que todas esas expectativas y propósitos, con demasiada frecuencia incumplidos, acababan generando ansiedad.
Supongo que entonces seguía sin entender las lágrimas de mi familia materna, pues las campanadas habían pasado a ser, simplemente, el pistoletazo de salida a la fiesta. Hasta que un día me descubrí a mí misma, ya sin vestido hortera, ya sin entrada para ningún cotillón, con una lágrima corriéndome por la mejilla mientras en la tele voceaban “feliz año nuevo”. Volví entonces a mi abuela, a la Rebeca y a la Alma. Entendí que se emocionaban por los que se habían ido y por los que vendrían, porque deseaban que en el año que entraba hubiera más trabajo o menos hospitales, por las bodas, los bautizos y los funerales.
Más o menos al mismo tiempo dejé de leer, gracias a Dios, los suplementos de tendencias de los periódicos. Maldije a la psicóloga aquella, cuyo discurso entroncaba con un paradigma muy en boga —y nocivo, ese sí— que nos dice que uno tiene que aceptarse a sí mismo en lugar de, como recomendaba Cortázar, vivir combatiéndose. Y volví a hacer listas de buenos propósitos para el año nuevo.
Así que para 2024 les deseo lo mismo que a mí: salud, alegría y levedad, que no es lo mismo que intrascendencia. Caridad, esa virtud teologal tan mal entendida, para mirarse y mirar. Ser como un Jano Bifronte, capaz de mirar hacia delante sin perder de vista lo de atrás. Paciencia para aguantar y coraje para decir basta. Cosas buenas, bellas y verdaderas. Y una mirada limpia para saber apreciarlas. Feliz año nuevo. Ana Iris Simón es escritora.