lunes, 11 de diciembre de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Leer puede perjudicar seriamente la salud. [Publicada el 15/03/2018]












Leer mata, comienza diciendo Gumucio. Mata mucho más, al menos, de lo que puede matar el tabaco. En el origen de cada atentado terrorista, de cada guerra o guerrilla habida y por haber, es imposible no encontrar un libro. Es cierto que detrás de los más inverosímiles actos de bondad o de amor al prójimo también hay libros, a veces los mismos que originan las peores infamias. Pero el bien que los libros pueden hacer no borra el mal que a diario hacen. Ante la amplitud de los daños que provocan los lectores inadvertidos, ¿no sería necesario, como se hace con el tabaco o el alcohol, advertir al incauto de que leer puede ser peligroso? ¿No es hora de preguntarnos si no es una crueldad lanzar sin preparación alguna a miles de jóvenes a recoger todas las flores del mal, con su cortejo de suicidios de provincia y ladrones que son santos, con la sola excusa de que son clásicos inexcusables que el joven debe leer para ser una persona de bien? ¿Qué bien puede sacar de ese amasijo de libros escritos por drogadictos confesos, enfermos de sífilis y rabiosos jorobados? ¿No necesita, por ejemplo, Lolita, esta oda demencial al abuso sexual, una advertencia para ser leída con justicia? 
Si la necesita, la necesita con tanta urgencia que ya la tiene, que siempre la tuvo. En algunas ediciones, la advertencia está en la portada, en otras, en la primera página, justo, debajo del título, ahí donde dice “novela”. ¿Qué es una novela, qué significa que Lolita sea una? El tráfico en torno a la ficción, la no ficción y la autoficción nos ha hecho quizá perder la gravedad de esa advertencia tan sencilla como efectiva. Sabemos hoy que casi todo puede ser una novela, una largueza que no es una licencia irresponsable, porque es cierto que una novela es ante todo y sobre todo no una forma de escribir, sino una forma de leer. Da lo mismo que se lean bestiarios medievales, o sermones escolásticos, o informes de prisiones renacentistas. Si los leo como si fueran novelas, dejo de esperar datos precisos para buscar otra precisión: la coherencia de una voz y de un punto de vista. Esa otra precisión, el saber quién cuenta qué y por qué lo cuenta, es toda la honestidad, la responsabilidad, la moralidad que debo esperar como lector de novelas.
Lolita podría ser un informe sociológico sobre la juventud americana o el estado de las carreteras en los años cincuenta; es de alguna forma todo eso, pero eso no quita que sea ante todo y sobre todo una novela. Una novela que nos cuenta desde nada menos que la cárcel la carrera delictiva y sentimental de un tal Humbert Humbert, un delincuente que, como la mayoría de los convictos, está enamorado de su delito. Lo que leemos en Lolita es lo que el personaje ve o cree ver: su interpretación de los hechos, que muy pronto sabremos es tan equívoca como equivocada. El placer de la novela se basa justamente en que, sin dejar de creer a Humbert Humbert, no podemos dejar de ver entre las costuras del relato la otra historia, la del pobre anciano lascivo pintándole las uñas a la nínfula que lo maneja como un patético títere y el dolor de Lolita, y el engaño, y la trampa y toda esa corte de miseria que no es necesario que nadie nos subraye o explique porque al leerla la estamos viviendo.
Aquí descubrimos el maravilloso arte de Nabokov: sin que nadie desmienta a su protagonista podemos, a partir de sus palabras, contar la otra historia, la que Humbert Humbert no puede o no quiere contar. La novela es, como Lolita demuestra de forma magistral, el espacio entre lo que las palabras dicen y lo que realmente cuentan. El arte de la novela nace de la posibilidad de delatar a sus personajes sin nunca traicionarlos.
Como toda novela que se respeta, Lolita es una novela moral. Los malos pagan por sus maldades, pero los buenos no reciben recompensa, justamente porque Lolita es una novela moral y no cree que existan los buenos, y menos, mucho menos, los inocentes. Lolita es una novela moral, pero no es una novela “moralista”. Uso aquí el término “moralista”en el sentido que le daba Pier Paolo Pasolini, que llamaba moralismo a esa mala fe del burgués que quiere vivir el placer de ser escandalizado y que quiere al mismo tiempo tener el poder de castigar al que le provee ese placer. Un moralismo que es quizá la clave de la revolución ético-mediática que nos inunda. Porque una de las ventajas de la indignación posmoderna es su capacidad de darle al voyeurista, que quiere saber cómo y cuándo se acuesta el famoso, una indignación tan ardiente que puede darle un manto de bondad a sus otras calenturas.
En la moral #MeToo el perverso es siempre el otro. Pero lo cierto es que, en un templo budista, Lolita no llega a ser ni una buena ni una mala novela, porque es posible que ningún monje la termine. No lo es tampoco en los miles de pueblos de África, Asia o Latinoamérica en los que las mujeres son destinadas a los 15 años al servicio del hombre sin que nadie les pregunte su opinión. Para que Lolita sea Lolita no solo se necesita un escritor o un protagonista perverso, sino un lector que pueda disfrutar tanto como lamentar (lamentar porque la disfruta, y disfrutar porque la lamenta) esa perversidad. Los libros que nos importan no son los que leemos, sino los que nos leen a nosotros. La grandeza de Lolita, que es también su peligro, es que nos obliga a reconocernos tanto en Humbert Humbert como en Lolita. Es quizás la razón por la que habría que prohibir Lolita, y por la que es absolutamente inútil hacerlo. Lolita no inventó el abuso a menores, ni puede hacer nada para impedirlo ni tampoco nada para fomentarlo; solo le da un nombre, una sombra, una leyenda que nos permite, como el mango de la sartén, tocar lo que quema sin quemarnos las manos nosotros.
La idea de que la literatura tiene derechos inalienables nacidos de la santidad del arte es tan infantil como esperar del arte lecciones de vida que el lector deba imitar. Lo que hace la novela necesaria es su manera de articular en leyendas y palabras la perversidad sin nombre que habitaba después y antes de la novela en sus lectores. Lo que hace la literatura necesaria es la idea de que, al tener nombre, los demonios pierden su poder, para convertirse en máscara de carnaval. La novela tiene el derecho y la obligación de decir la verdad debajo y detrás de la Verdad. Tiene que recordar que detrás y debajo y al lado de la Verdad de lo deseable está lo que de verdad deseamos. La novela no tiene otro objeto que decir que eso que “no tiene lugar” sucede en ese “lugar de La Mancha” que Cervantes cruelmente no quiere nombrar.
No lo dice porque ese “lugar de La Mancha” es la cama, la playa, la pieza, la silla en que leemos la historia de un pobre viejo que se saltó la palabra “novela” de las novelas de caballería. No es del todo irónico que la primera novela moderna sea la historia de un hombre que no sabía leer novelas. Quizás la última novela cuente lo que terminó por ocurrirle a una sociedad que ya lee novelas como si fueran informes sociológicos, leyendas como si fueran profecías, cifras como si fueran letras, y bromas como si fueran leyes. Espero que haya al final de todo ese embrollo un Nabokov y un Cervantes capaces de contarnos el final de la historia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














domingo, 10 de diciembre de 2023

De la bochornosa pelea de gallos española

 






La falta de respeto ciudadano, de educación y de liderazgo democrático de Sánchez y Feijóo
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ
10 DIC 2023 - El País -harendt.blogspot.com

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el dirigente del principal partido de la oposición, Alberto Núñez Feijoo, se las arreglaron en los actos de celebración del 45 aniversario de la aprobación de la Constitución para no encontrarse frente a frente ni tener que darse la mano en público. Una decisión que demuestra la dureza del enfrentamiento que mantienen los dos políticos y también, desgraciadamente, su falta de respeto por las organizaciones fundamentales de un Estado, su falta de educación, su falta de liderazgo y personalidad y su falta de comprensión de lo que supone la institucionalidad para la vitalidad del sistema político creado por esa Constitución.
Si las cosas han llegado a un punto en el que el presidente del Gobierno y el líder de la oposición no son capaces de saludarse en público, no se comprende bien por qué el rey Felipe VI no ha hecho ya uso de las competencias que le confiere la Constitución y los ha llamado al orden… y a una reunión conjunta en la Zarzuela. El artículo 56.1 del texto fundamental establece que el rey “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”, un trabajo discreto, pero importante, que reconocen prácticamente todas las constituciones del mundo democrático al jefe del Estado, sea rey o presidente de la República. El rey en una monarquía parlamentaria y el presidente en una república parlamentaria no pueden forzar a los políticos a que lleguen a acuerdos, ni mucho menos presionar en ningún sentido sobre esos acuerdos concretos, pero sí pueden obligar a los políticos a sentarse en su mesa, avergonzarles en público y animarles a hablar. Habrá que preguntarse si Felipe VI ha hecho esas gestiones con nulo resultado (con la responsabilidad que ello acarrearía a los políticos convocados) o si ni siquiera ha podido (o querido) ejercer esa función moderadora, tan necesaria en momentos de crispación.
Horas después del bochornoso desencuentro protocolario, el presidente del Gobierno propuso, en una entrevista televisiva, que PSOE y PP formaran una comisión de trabajo para tratar de la renovación de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), bloqueada desde hace cinco años por decisión del PP; un nuevo modelo de financiación autonómica (sin la que las administraciones publicas seguirán funcionando rematadamente mal) y la supresión en la Constitución de la palabra disminuido, sustituida por discapacitado, tal y como proponen los interesados. El PP ha acogido con frialdad la propuesta, aunque no la ha rechazado de pleno. En cualquier caso, la comisión tiene que ir precedida de una entrevista entre los dos políticos que nos demuestre a los ciudadanos que el presidente del Gobierno y el líder de la oposición no son víctimas de una constelación de errores cognitivos, emocionales y estratégicos que les incapacitan para la política y la conversación. No se trata de hipocresía, fingir sentimientos contrarios a los que se tienen, sino de plantear todas sus discrepancias dentro del marco previsto por el sistema y de aceptar que tienen una obligación pedagógica (valorar el diálogo y el reconocimiento del adversario) respecto a la ciudadanía.
El principal partido de la oposición no puede poner en duda la legitimidad de un gobierno nacido de una mayoría parlamentaria y el presidente del Gobierno no puede negar a su adversario el derecho a exigir que sea en el Parlamento donde se discutan, con detalle y tiempo, todas las decisiones que afectan a los ciudadanos. La proposición de ley de Amnistía tiene que ser discutida, enmendada si procede, y validada, si procede, por el Tribunal Constitucional. Y nada de lo que se acuerde en las conversaciones PSOE-Junts en Suiza puede ser traducido en decretos o leyes sino en proposiciones o propuestas de ley, que transiten el procedimiento parlamentario habitual. De hecho, las negociaciones entre PSOE y Junts que se llevan a cabo con la desacostumbrada presencia de un mediador son institucionalmente irrelevantes. Es decir, son conversaciones entre dos partidos políticos que no tienen mayoría parlamentaria ni en el Congreso ni en el Parlamento autonómico correspondiente. Son, en realidad, interlocutores equivocados, que no representan ni al Estado ni a Cataluña. Mucho más productivas y lógicas hubieran sido conversaciones entre el Gobierno y la Generalitat de Catalunya, un formato donde una institución recoge las reclamaciones de otra. Soledad Gallego-Díaz fue directora de El País.












De los milagros en España

 






Dos milagros
MANUEL VICENT
10 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

El 6 de diciembre se ha celebrado el Día de la Constitución, votada en referéndum en 1978. Después de 45 años, constituye un verdadero milagro el que todavía siga vigente. Dos días después, el 8 de diciembre, en España se conmemora otro milagro, en este caso el de la Inmaculada Concepción. Entre estos dos milagros se tiende un puente que los españoles aprovechan para largarse de casa. En 1854, el papa Pío IX proclamó el dogma por el cual los fieles están obligados a creer que la Virgen María fue concebida sin pecado original y permaneció virgen con el himen intacto en el parto con el que dio a luz al hijo de Dios. Ignoro qué es más difícil de creer, el que la Virgen fuera fecundada por obra y gracia del Espíritu Santo en forma de paloma o el que los españoles seamos libres e iguales ante la ley según proclama esta Constitución, que en el momento de ser concebida fue negada y denostada por la extrema derecha, la misma que hoy la defiende como una creación propia para convertirla en un arma arrojadiza. Entre la derecha y la izquierda han sido volados todos los puentes, salvo este que se apoya en dos milagros y que los españoles con gran placer han aprovechado para desparramarse por mares y montañas, llenando hoteles, estaciones de esquí, casas rurales, restaurantes, bares y terrazas, mientras los líderes políticos estabulados en un salón del Congreso han celebrado la Carta Magna, que nos une a todos, sin hablarse, mirándose unos a otros con cara de perro, puesto que a algunos solo les falta aprender a mover el rabo y a ladrar. La gente común, aun cargada de problemas, ha tratado de cumplir con su deber de ser feliz.
De regreso a casa, al final del puente, podría producirse un gran atasco, pero este no será comparable con el que provoca la ideología petrificada de loS políticos de cada bando que permanecen con los pies enterrados en la arena dándose garrotazos. Manuel Vicent es escritor.












Del talento político

 









Nadia Calviño y el talento socialista
JORDI AMAT
10 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

El miércoles, Nadia Calviño será nombrada presidenta del Banco Europeo de Inversiones, una institución fundamental del proyecto comunitario. Esa entidad financiera, que es propiedad de los Estados miembros, es una pieza básica de la estrategia de la Unión: financia las inversiones públicas y privadas que permiten consolidar el modelo de desarrollo que define e impulsa la Europa unida, ahora y en primera instancia la transición verde. Calviño será la primera mujer y el primer español que presida esta institución. El apoyo que su candidatura ha recibido de los ministros de Economía evidencia la influencia que ha consolidado España durante los últimos años en Bruselas, como explicó Bernardo de Miguel, y es el reconocimiento del liderazgo que la vicepresidenta ejerció en un momento clave para que la UE avanzase en su federalización, como señaló Xavier Vidal-Folch al subrayar la trascendencia del documento que trazó el Plan de Recuperación y cuya autoría intelectual es de Calviño. Su ejecutoria en el Ministerio de Economía ha sido notable, como valida su elección por sus pares, y su trayectoria previa en el entramado comunitario avala la idoneidad de su nombramiento.
Pero la baja de Nadia Calviño del Gobierno de Pedro Sánchez, tan asediado, puede ser problemática: es el ejemplo más evidente de la descapitalización de talento socialista en el actual Ejecutivo. Me explico. Antes de empezar a leer Tierra firme, he vuelto a Manual de resistencia. Allí, el presidente Sánchez describe la moción de censura de 2018 como el momento disruptivo a través del cual se materializó el cambio de época en la política española. Ese cambio, según su interpretación, había sido posible en parte gracias a su victoria en las primarias con las que volvió a la secretaria general del PSOE tras su traumática defenestración. “A partir de ahí he sido un líder autónomo, que podía defender mi proyecto político, que era el proyecto de la militancia”. Ese proyecto que estaba pendiente de ser definido, que asumía que solo podía avanzar en paralelo a deshacer el nudo penal del procés, lo visualizó la configuración de su primer Ejecutivo.
Implícitamente, ese Gobierno y ese proyecto se estrenaron tomando el relevo de la ilustrada esperanza reformista que durante la legislatura anterior había intentado abanderar Ciudadanos. Su conexión socioliberal y europeísta era clara y programática. Josep Borrell, que había tenido un papel clave en la deslegitimación ideológica del procés, había sido presidente del Parlamento Europeo. Calviño, con prestigio en Bruselas, era directora general de Presupuestos del Ejecutivo comunitario. Teresa Ribera, que resiste, venía de dirigir en París el Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales. Son altos perfiles profesionales, a los que a partir de enero de 2020 se sumó José Luis Escrivá, que había sido jefe de la División de Política Monetaria del Banco Central Europeo. Los cuatro ejemplifican el necesario compromiso de las altas élites funcionariales con el diseño y ejecución de políticas públicas innovadoras en el marco comunitario. Eso es lo mejor del sanchismo.
Ha sido así, catapultado por el liderazgo de Sánchez, como se ha consolidado el prestigio político de España en Europa, aunque la oposición haya intentado boicotearlo una y otra vez demostrando ser los paladines del patriotismo de partido no solo en Madrid, sino en especial en Bruselas. Pero el nuevo Ejecutivo acabado de estrenar, por lo que respecta a los ministros socialistas, difícilmente logrará reforzar ese prestigio porque no ha integrado a nuevas personalidades con un nivel de competencia y respeto equiparables a los de Calviño o Borrell. Al destacar el marcado perfil político del Ejecutivo (¿podría no tenerlo?), en realidad se está transmitiendo que su seña de identidad es su vinculación con el núcleo duro presidencial y la actual dirección del PSOE. Tal vez sea inevitable en las actuales circunstancias parlamentarias, tan agónicamente caracterizadas por la polarización y la competencia interna que histeriza a los socios de gobierno, pero al mismo tiempo es una opción que, más allá de la agenda despenalizadora, podría desnaturalizar lo más relevante del proyecto sanchista y tampoco crea las condiciones para incorporar nuevo talento profesional en el partido socialista. Jordi Amat es escritor.






De Ryan O´Neal

 






¿La amnistía o ‘Luna de papel’?
ELVIRA LINDO
10 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Siempre hay quien se engolfa con los temas candentes y no quiere leer sino un artículo más sobre, sin ir más lejos, la amnistía. Es comprensible ese engolfamiento, porque la polarización también nos ha arrojado a los que escribimos al discutible formato del monográfico, regidos por el cual todas, todos y todes escribimos de lo mismo, vaya a ser que nos pongan falta los nuestros. También te reprochan tus entrañables troles que si no escribes sobre la amnistía es porque debes de tener miedo a que te caiga la del pulpo si estás a favor o, aún peor todavía, a que no le guste al inefable Sánchez y te expulse de esa corte de la que, al parecer, formas parte. Me gustaría contestarles que servidora ya se siente muy bien representada por lo que han escrito otros. ¿Quiénes? Si doy nombres ya me tienen pillada. Dicho lo cual, aunque me tienta dedicarle un artículo a este Mayor Oreja al que permiten expandir la teoría conspiranoica del 11-M a los niños en colegios pagados por los contribuyentes, no lo haré de momento; aunque me gustaría expresar el miedo que me provoca la falta de humanidad del alcalde de Madrid o de González Pons cuando de la boca les brota la palabra Gaza y son capaces, en nombre de su guerra ciega contra Sánchez, de mostrarse en contra de lo que todas las organizaciones humanitarias están clamando, que pare ya la matanza de niños, no lo haré: ahí queda para la historia su inusitada crueldad; aunque se me ocurre que mejor papel haría el verificador de los acuerdos con Junts en las reuniones de mi comunidad de vecinos, lo dejaré para el último domingo del año, a fin de dar el campanazo.
Pero como no estamos aquí para dar gusto a nadie, he decidido guardarme mi último párrafo para alguien que acababa de morir dejando una estela de interpretaciones inolvidables. Ocurre que en España hay tal abundancia del género folclórico-necrológico que, de pronto, se muere alguien a destiempo y se queda sin nadie que le escriba. Eso puede ocurrirle a Ryan O’Neal, el actor milagroso. Pruebe usted a mirar fijamente en el rostro hoy ya difunto del actor y observará que en sus paletas refulge un brillo fugaz. De O’Neal aseguraron los críticos, no una sino mil veces, que era un pésimo actor al que solo el atractivo físico asistía. Les debía de sentar fatal que un mal intérprete estuviera espléndido en Luna de papel, en ¿Qué me pasa, doctor? o en Barry Lyndon, película que habría que ver una vez al año para admirar a un O’Neal pleno de belleza y de melancolía. Mientras recuerdo al gran actor tildado de mediocre, releo unas palabras de George Steiner: “Mis colegas universitarios nunca me perdonaron que apoyara la tesis de que la distancia entre quienes crean la literatura y quienes la comentan es enorme; cierta crítica estrictamente académica no aceptó que me burlara de su presunción de ser, a veces, más importantes que los autores de los que estaban hablando…”. De igual manera podría decirse de cualquiera que creyéndose capacitado para elevar al paraíso o condenar al infierno anteponga sus prejuicios a la obra de quien ya por el simple hecho de crear se arriesga. Lo que queda hoy de aquellas tres o cuatro películas que protagonizó el bellísimo O’Neal ―su actuación es inseparable de ese rostro de eterno adolescente― es una imagen ya icónica que tan bien representa al pícaro al que todo se le perdona, al que quisiéramos prevenir de sus imperdonables errores. Como es fácil encontrar hoy en día la encantadora Luna de papel de Bogdanovich, no estaría mal renunciar de una vez a las típicas películas navideñas para sumergirnos en esta historia de los años de la Depresión en la que un golfo que no quiere ser padre y una niña huérfana que necesita amparo se sientan en una luna de papel de una feria de pueblo y se dejan fotografiar para lo que es ya historia del cine. Elvira Lindo es escritora.










De la melancolía incurable

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Jordi Gracia, va de la melancolía incurable. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












No es la edad, es el poder
JORDI GRACIA
03 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Revoltosos e imprevisibles, contradictorios e hirientes, rebeldes y sobreactuados. Así han sido desde que nacieron la mayoría de intelectuales en su acepción más moderna y seductora pero también remota, es decir, desde Montaigne mismo, o desde Voltaire, o desde nuestro Larra o incluso el bendito Benito Jerónimo Feijóo: atrevidos en el juicio y en la rapidez de emisión, vibrantes en sus convicciones, indisciplinados a menudo pero a menudo también ciegos para esta o aquella causa, y casi siempre taxativos en sus juicios, como si tuviesen algún órgano suplementario del que carecemos los demás para erradicar el mal, suscitar el bien y corregir el rumbo errado de la nación, de la sociedad o de la mismísima era geológica. Javier Pradera ironizaría llamándoles sermoneadores, como decía de sí mismo ironizando.
Lo que la sociedad española ha empezado a padecer en los últimos años, desde el inicio del siglo XXI, es la propensión precisamente díscola y altanera, provocadora y desafiante no solo de sus nuevas huestes juveniles sino de los antiguos bastiones de la autoridad intelectual, los responsables activos de la transformación civil y moral que vivió tras el franquismo la vida intelectual española en su sentido más amplio. Eso mismo, sin embargo, parece estar llevándola a lo peor de sí misma si atendemos a los artículos, ensayos, declaraciones y hasta procacidades de un puñado de escritores íntima e históricamente identificados con la izquierda de este país a distintas distancias y con énfasis cambiantes.
Fernando Savater es el caso más potente e incuestionablemente tenaz, entre otras cosas porque ha sido el mejor exponente en la segunda mitad del siglo XX de la libertad de la imaginación y la filosofía moral con prosa imbatible. Solo Savater en la transición larga ―hasta el fin de siglo― está a la altura del significado intelectual que tuvo Ortega y Gasset un siglo atrás, hasta los años veinte. Pero no es el único escritor que ha emprendido una deriva netamente conservadora; los autores que han ido exhibiendo su disonancia con los nuevos liderazgos progresistas son bastantes más, desde Jon Juaristi o Félix de Azúa hasta algunos pioneros como el vuelco total que dio mucho años antes Gabriel Albiac, determinadas posiciones fuertes de ensayistas como José Luis Pardo, la evolución inequívocamente conservadora de Juan Luis Cebrián o la marcada adhesión de otros, como Andrés Trapiello, a los equipos de resistencia articulados en torno a Cayetana Álvarez de Toledo, como la plataforma Libres e iguales. La radicalidad de su encono contra las izquierdas del siglo XXI, incluso anteriores a la emergencia de Podemos (lo que incluye por tanto la etapa de Rodríguez Zapatero) no ha hecho más que crecer en los últimos tiempos hasta colonizar uniformemente sus opiniones.
Se sintieron muchos de ellos agredidos y ofendidos con el cuestionamiento del relato beato y triunfal de la Transición que apadrinó Podemos de forma simplista y maniquea, sin digerir algunos de los sabios de la tribu que todo relato triunfal es falso por definición, y también lo es el de la Transición. Tampoco hay nada muy verdadero en el catastrofismo derogatorio antritransición ni en las andanadas contra sus intelectuales más reconocidos. La emergencia del independentismo catalán como movimiento de masas dio la puntilla contra la paciencia de muchos de quienes ostentaron el poder de la opinión durante décadas. La militante movilización feminista, los excesos de la corrección política, la evidencia cruda de la emergencia climática y la alocada vida de urgencias que imponen las redes sociales se confabularon para que casi todo pareciese estar rodando hacia el infierno mientras fue declinando día a día su capacidad de influencia y de impacto, cada vez menos escuchados y menos aun secundados por buena parte de los nuevos titulares del poder político y de la mayoría de una sociedad que parece haberse desvanecido o extinguido. La renovación generacional que vivieron los partidos políticos los fue desplazando hacia la irrelevancia y muy lejos de una capacidad de influencia a la que estuvieron acostumbrados durante años y a la que no han sabido desacostumbrarse.
El efecto de ese proceso de debilitamiento ha forzado en sus columnas y tribunas de los últimos tiempos la propensión sistemática a la exageración y el ángulo dramático, al poso tóxico de un rencor difuso, a la magnificación nerviosa alimentada por un concentrado de patriotismo encendido y resistencialismo conservador. Un sábado cualquiera (por ejemplo, el 18 de noviembre y ya votada la investidura de Pedro Sánchez) basta para delatar la incontinencia de Savater cuando deplora los asesinatos masivos de ETA durante décadas, los asesinatos selectivos en España, Francia y otros lugares del terrorismo yihadista y considera indispensable situar en medio de ese sándwich atroz el queso fundido del drama de los niños catalanes sin enseñanza en castellano (que es la lengua hegemónica de los escolares en Barcelona, evidentemente). El desafuero de equiparar los asesinatos de cualquier terrorismo con el terrorismo lingüístico de la Generalitat está en el hit de las aberraciones que la pasión patriótica ha inducido a Savater.
Pasados conservadores. Claro que no es del todo nueva una parecida deriva conservadora. La percepción de ese desplazamiento tiene antecedentes ilustres en la historia intelectual española, aunque no haya norma alguna. ¿Qué tendrá que ver el primer José Martínez Ruiz, ubicado en la extrema izquierda e instalado en la denuncia del hambre y la opresión, con el sucinto sujeto de los años diez plenamente identificado con el rotundo conservadurismo político, ya subido al seudónimo más cursi de las letras españolas, Azorín, y encima miembro de la Real Academia Española? La viveza espontaneísta, medidamente arbitraria y un tanto anárquica de Pío Baroja desde la última década del XIX siguió impertérrita casi hasta el final de sus días, ya en los años cincuenta del siglo siguiente, o al menos hasta el estallido del trauma de una guerra que revienta trayectorias intelectuales muy mal pertrechadas para hacer frente a una división tajante entre unos y otros. Y sí, Unamuno es otro de los ejemplos de adicción compulsiva a la efusividad pública y, casi necesariamente, a la contradicción viciosa: por eso su articulismo y su ensayo de ideas es siempre tan atractivo, porque cree con la misma convicción y capacidad argumental ―emocional, tiránica, impetuosa― en una cosa y en la contraria, encastillado en la defensa de la incontinencia como función del pensamiento.
La pérdida de poder e influencia de los intelectuales históricos los ha hecho propensos a la exageración y al ángulo dramático, a la magnificación nerviosa alimentada por un concentrado de patriotismo encendido y resistencialismo conservador
Pero no fue un sarampión forzoso la derechización ideológica de las mejores cabezas del siglo XX. ¿Se hizo más conservador Unamuno con los años, como le pasó a Azorín? No estoy nada seguro. La pulsión patriótica sí expulsó a Ramiro de Maeztu de la radicalidad subversiva del fin de siglo, tan entusiasta y tan nieztscheano en su juventud y tan ortodoxamente católico desde su primera y dogmatizada madurez. En cambio, a Antonio Machado no le sobrevino nada parecido, más bien al contrario, y tampoco Manuel Azaña vivió un retroceso a posiciones conservadoras ni durante la dictadura de Primo de Rivera –que tuvo en Unamuno a uno de sus más potentes adversarios–, ni durante la Segunda República, ni desde luego durante la desolación de la guerra. Tampoco un personaje como Juan Ramón Jiménez, tan irritantemente almidonado y aparentemente ajeno a la rebatiña político-social, padeció una retractación de sus fundamentos liberales con el advenimiento de la República, a la que respaldó. El golpe de Estado de 1936 lo lleva fuera de España (a instancias entre otros de Azaña) pero precisamente para ser más útil a la República en el exterior que arriesgando absurdamente la vida en el interior. ¿Fue María Zambra- no una neofascista por coquetear durante un breve tiempo con quienes después iban a ser ideólogos del falangismo? Claro que no. ¿Fue Unamuno profranquista por haber mantenido la misma incontinencia de toda su vida, sin darse tiempo a entender lo que pasaba y saber qué significaba la sublevación militar de la iglesia y el reaccionarismo más compacto contra la Segunda República? Tampoco.
No, no existe ley alguna que obligue al intelectual de primer nivel a evolucionar hacia posiciones conservadoras. El advenimiento en Europa de los totalitarismos sedujo a un buen número de escritores y mientras unos mantuvieron una fidelidad indestructible a su nazismo nativo, como Ernst Jünger o Carl Schmidt, otros se redimieron de sus infiernos ideológicos y escaparon de ellos, como hicieron Ignazio Silone en Italia o Dionisio Ridruejo en España.
No es la edad, es el poder. Lo que quizá explica esta evolución no es tanto la edad como la percepción de la pérdida de poder e influencia en el mapa de la opinión pública. No es una hipótesis intuitiva sino descriptiva: la vieja y puritana aseveración de Lord Acton de que el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente, tiene un correlato verosímil en otras formas de poder no político: el intelectual, el cultural, el musical o el literario. Ortega y Gasset es el caso paradigmático porque reúne en su nombre y en su familia los dos poderes, el intelectual y el político. Esa inteligencia superdotada de la cultura española nace sobre la mesa del periódico más influyente del momento y sobre la mesa del consejo de ministros, donde están la familia Ortega o la familia Gasset (o las dos). Su irrupción como intelectual bautiza con un nombre propio y capitán a las nuevas huestes jóvenes ―en la treintena muchos de ellos― de la España del siglo XX, dispuestas a barrer el pasado sin contemplaciones y sin piedad; nada había de quedar en pie de un tiempo de miseria cultural, intelectual y política, un tiempo de derrota de una nación herida en su autoestima (o la de sus jóvenes intelectuales) al que se atrevieron a llamar Restauración. Por eso siguieron todos a Ortega en su discurso sobre Vieja y nueva política en 1914, antecedente conceptual y estilístico de la irrupción de Podemos como fuerza de ruptura cien años después.
La insubordinación incomprensible de las mayorías ignaras ante los dictados de la inteligencia superior es la causa de la debacle que llega a España una década después. El diagnóstico de Ortega brota en 1920 como una herida sangrante en los argumentos perfectamente caprichosos e infundados de España invertebrada, el ensayo más influyente y menos convincente de las letras españolas del siglo XX. Tres o cuatro años de inmersión como ideólogo en la vida periodística y política del periódico El Sol desde 1917 no habían surtido el menor efecto en el rumbo histórico del país, según él, aunque no fuese verdad ese pesimismo de un hombre siempre con prisas y dañado en el corazón de su orgullo patriótico. El lento efecto de una nueva clase intelectual moderna y europea en torno a Ortega (y a veces contra Ortega, como es el caso de Azaña) es corresponsable activo de la llegada de la Segunda República y la mejor herencia que dejaron al futuro, pese a su sentimiento de fracaso generacional.
Para entonces Ortega ya no tiene cura. Lo que parecía la ocasión histórica para ejercer el liderazgo de la nación desde su autoridad indiscutida pasa a ser solo otra oportunidad perdida y será ya la última: desiste de la República porque vuelve a ser desobediente e insumisa al dictado de su primera cabeza en la calle y en el parlamento (porque fue diputado los dos primeros años). No fue la edad la causa determinante de su rechazo herido a la República: fue la frustración por un poder insuficiente, la impotencia ante las demandas de una realidad más ingobernable de lo que creyó y cuyos laberintos de matices y motivaciones se le escaparon a Ortega por una mezcla de egolatría, soberbia, impaciencia y complejo de superioridad anquilosado.
Escatología política y pánico patriótico. La tentación se me cae del párrafo anterior hasta el principio de este: ¿las mejores cabezas, las más sugerentes y emancipadoras, las más brillantes y fecundas de las dos o tres primeras décadas de la democracia han vivido una semejante desesperación ante el curso de la historia de los últimos veinte años? Cuando sus lectores históricos les leemos hoy aventando coléricos las alarmas del apocalipsis por la felonía de una amnistía, por un gobierno con una izquierda populosa (pero nada más que socialdemócrata) o por la extensión de derechos civiles a minorías maltratadas con ferocidad, resulta imposible encontrar la ruta que los saque de la trinchera de la guardia patriótica y los devuelva a quienes fueron. Sublevados hoy ante la escatología política del fin del mundo, escriben inmersos en la amenaza existencial de la nación, o arrastrados por una fobia maníaca contra un gobierno de izquierdas como monocorde maldición política sin matices, entregada, sumisa y obediente a la derecha y a veces la ultraderecha.
La hegemonía de algunos de ellos durante décadas puede haber sido precisamente la causa inocente y a la vez necesaria para una deserción de la izquierda y sus demandas mejores o peores, e incluso abiertamente cuestionables, sin que hayan vivido una evolución semejante figuras como Victoria Camps, Maruja Torres, Rosa Montero, Rosa Regàs. Pero la cólera que prodigan en sus colaboraciones en medios clásicos y medios nuevos ―desde EL PAÍS a El Mundo o la nueva época de The Objective― ha dejado de ser contingente y analítica para ser esencialista y compulsiva: el brillo del sarcasmo o el machetazo verbal llegan dictados por la furia defensiva más que por la alegría contagiosa de difundir una perspectiva impugnadora o una dislocación conceptual y luminosa, como tantas veces sucedió décadas atrás. La invocación frecuente de un pasado idealizado (y liofilizado) delata un desorden presente que a menudo está fundado en la frecuentación de entornos herméticos que retroalimentan su misma desesperación ante el rumbo catastrófico, milenarista, de los nuevos tiempos.
El atrincheramiento en la vieja razón política y sus argumentos es quizá la madre del cordero de una intransigencia que unos vemos como resistencia acorazada contra una realidad cambiante y ellos visten de resistencia cabal a la banalidad de las nuevas gentes y sus discursos adanistas o, peor, radicalmente desnortados. El encastillamiento así se fabrica con intolerancia y desprecio combinados con la arrogancia de quienes se ganaron una autoridad que se disuelve hoy en un magma mediático sin control y a menudo también sin audiencia. El enfado crónico que destilan les hace encarnar a ojos de muchos a una vieja élite destronada y refugiada hoy sobre todo en un paradójico cantonalismo irredento. El sentimiento conmocionado de vivir en un país en quiebra ha colonizado las antenas y los sensores y los ha in- sensibilizado para captar, tasar y valorar los matices, las diferencias, la diversidad que incuba el profuso ruido de la calle, a menudo sin nada que ver, ni de cerca ni de lejos, con el fantasma de una nación rota.
Hoy puede ser esta la auténtica causa emocional de una visceralidad estilística que resuena inevitablemente como coletazo de un españolismo temible e induce invenciblemente una melancolía incurable. Quizá porque las paternidades intelectuales son en sí mismas malas de necesidad, y a veces conducen quieras que no al desengaño. Pero nadie pudo pensar hace décadas que se reencarnaría esa pasión viciosa del españolismo en quienes hicieron a pulso ―casi todos los nombrados al principio― la labor de desnacionalizar y desespañolizar a varias generaciones de lectores que aprendimos con ellos que primero éramos ciudadanos y después, quizá, españoles.



































[ARCHIVO DEL BLOG] Golfus de Hispania: Banqueros. [Publicada el 10/02/2014]









Hace unos días escribía una entrada dedicada a la primera división de los "golfus hispaniae", es decir, a los políticos en general, y los del PP, por merecimientos propios, en particular. La de hoy (la número 1100 de esta segunda etapa de Desde el trópico de Cáncer), y espero que la serie tenga continuación, va dedicada a la segunda división de nuestros "golfus hispaniae": los banqueros.
Una fuente tan solvente como la agencia Europa Press publicaba a finales del año pasado un informe con los sueldos, remuneraciones, bonus y privilegios económico-financieros de la élite bancaria de este país nuestro llamado España. En esencia, y para abreviar, que un total de cien banqueros españoles cobraron de sueldo más de un millón de euros anuales cada uno. A una media de 2,16 millones por barba se repartieron 100 millones de euros entre ellos. Los mejor retribuidos de la Unión Europea después de los banqueros chipriotas... Así se explican muchas cosas...
"Al principio los bancos sabían lo que vendían, y los clientes lo que compraban. Después pasamos a una fase en la que los bancos sabían lo que vendían pero los clientes no sabían lo que compraban. Y desde hace tiempo ni los bancos ni los clientes tienen idea de nada". Quien pronunciaba tan irónica (o sarcástica) frase hace ya cinco años era nada menos que Pedro Solbes, vicepresidente en aquel momento del gobierno español y ministro de Economía y Hacienda. La cita salió en el blog La Economía de los No Especialistas, en un artículo firmado por J.G., titulado "Nacionalización o bancarrota". Les invito a su lectura. Y lo mismo les recomiendo sobre este otro, publicado en El País por David Fernández, titulado "Regla núm. 1: No compre nada que no entienda".
No hace falta ser Charles Darwin para darse cuenta de que la vida es "cambio". Tampoco hace falta ser muy listo para percibir que esos cambios unas veces salen bien y otras salen mal. Hace cincuenta años en las oficinas bancarias no había calculadoras electrónicas, ni fotocopiadoras, ni ordenadores. Todo se hacía a mano o con unas impresionantes máquinas de escribir, que no fallaban nunca. Iban todos al trabajo con chaqueta y corbata, se trataba a los clientes de usted, se les respetaba porque eran de quiénes se comía, se les vendía lo mejor que se tenía y no se les engañaba jamás. Se pagaban las horas extras que se hacían (mal, pero se pagaban). Y cuando se entraba a trabajar a un banco, sabías que era para toda la vida a menos que metieras la mano en la "caja"... ¡Qué tiempos! Los empleados de una oficina eran como una gran familia. Claro, como en todas las familias, había algún cabrón que otro, pero se podía lidiar con ellos...
El cambio llegó, pero no fue con las calculadoras electrónicas, las fotocopiadoras multifunción o los ordenadores y las pantallas de última generación: llegó cuando se estableció la convicción que el cliente estaba para explotarle, el personal para estrujarlo, las oficinas para vender vajillas y electrodomésticos, los directivos para manipularlos con las retribuciones por objetivos, y los jefes y jefecillos para hacer cualquier tarea, reconvirtiéndolos en "oludis" (Objetos Laborales de Uso Discrecional). El caso era ganar dinero como fuera, con buenas prácticas, malas prácticas, o mediopensionistas prácticas. La más usual, hacer creer al cliente que lo que el banco le ofrecía era lo mejor para él... Y lo era: para el banco, por supuesto; no para el cliente. Si salía bien, y colaba, ascendías un puesto; si salía mal, y no colaba, a la calle. Recursos Humanos y Dirección Comercial miraban para otro lado y se ponía a buscar otros mirlos (entre el personal y entre los clientes). Ellos nunca eran responsables de nada. Supongo que era de esperar que aquellos lodos trajeran estos barros... Y luego llegó la Tercera Fase que enunciaba Pedro Solbes . Y ya ni Dios supo preveer lo que iba a pasar. Algunos siguen pensando que la nacionalización del crédito (de los bancos) es la única solución; otros, que es la mejor, además de única. 
Personalmente pienso que la nacionalización no garantiza que la banca se gestione mejor; quizá que se corrompa más aún. Pero pase lo que pase, espero que sea para bien y que volvamos a la Primera Fase. La vida no es más que un eterno retorno. No creo que los banco vayan a escapar a esa ley. Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












sábado, 9 de diciembre de 2023

De los afrodisíacos de Kissinger

 






Los afrodisiacos de Henry Kissinger
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
09 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

A algunas personas que acumulan desmedidamente el dinero o el poder sus admiradores más abyectos llegan a atribuirles cualidades inauditas. De Henry Kissinger decían algunos de sus cortesanos y cobistas que no solo era un estratega magistral en los asuntos internacionales y un erudito de profundo saber en la historia de la diplomacia, sino que además, cuando se lo trataba de cerca, tenía un excelente sentido del humor. Algunas pruebas han llegado documentalmente a nosotros. En Nueva York o en Washington, en las fiestas de alta sociedad a las que era tan aficionado, decía a veces, con una sonrisa radiante de descaro y astucia, cuando le presentaban a un desconocido: “¿Usted también piensa que soy un criminal de guerra?”. Pequeño y regordete, con su cara y sus gafas de empollón, se complacía en exhibirse del brazo de actrices siempre más altas que él, y repetía la misma explicación de sus habilidades seductoras: “El poder es el gran afrodisiaco”.
Pero su presunto humorismo no disminuía cuando hablaba de alguno de aquellos tiranos matarifes a los que garantizó siempre el apoyo de Estados Unidos. Uno de los más crueles, y de los menos recordados ahora, fue el general Yahya Khan, que en 1971, como presidente de Pakistán, dirigió una masacre de más de 300.000 personas, hombres, mujeres y niños, en lo que hoy es Bangladés, y provocó un éxodo hacia la India de unos 10 millones, con pleno conocimiento y apoyo del presidente Nixon y del propio Kissinger, consejero de Seguridad Nacional. Ninguno de los dos hizo caso de las advertencias de sus propios diplomáticos destinados en Pakistán. Incluso facilitaron clandestinamente el envío de aviones de guerra americanos que aceleraban la destrucción y la matanza. El general Yahya Khan tenía para ellos el valor inestimable de que estaba sirviéndoles como intermediario en los preparativos secretos para el viaje de Nixon a China un año después. Como al dictador paquistaní se lo veía tan envanecido de sus habilidades como mediador, Kissinger dijo de él, según consta en una de las grabaciones de la Casa Blanca: “Khan disfruta todavía más haciendo esto que masacrando hindúes”.
En las encuestas de 1973 y 1974, Kissinger era el personaje político más popular en Estados Unidos. En un dibujo en la portada de la revista Newsweek aparecía volando con la capa y la malla azul de Superman y con un titular que proclamaba: “IT’S SUPER K!”. En los años cincuenta, era un profesor de Harvard que se hizo célebre de la noche a la mañana al publicar un libro en el que argumentaba la conveniencia de que Estados Unidos tomara la iniciativa en una “guerra nuclear limitada”. Era uno de esos temibles profesores universitarios que, cuando alcanzan el poder político, sucumben a una euforia en la que puede desbordarse la insolencia intelectual que hasta entonces estuvo confinada en los despachos y las aulas. Según se hacia viejo, y luego viejísimo, en su presencia física se iban notando más las deformaciones gradualmente monstruosas a las que induce el ejercicio prolongado de la influencia y la riqueza: el cuerpo abotargado y ensanchado por las grandes comilonas y por las largas reuniones y audiencias en despachos; el cuello poco a poco hundido entre los hombros, de tanto sentarse en sillones muy profundos de cuero, con los brazos muy altos, durante conciliábulos de tono confidencial en salones de esos clubes exclusivos, con chimeneas y panelados de maderas sombrías, donde la presencia de mujeres sigue siendo una rareza y en los que predominan rumores de voces que dirimen confidencialmente el porvenir del mundo y dictan sentencias de vida o muerte sobre millones de personas.
Alguien que lo trató en sus años finales me dice que, a punto de cumplir un siglo, Kissinger mantenía la cabeza lúcida, pero estaba ya tan gordo y tan torpe que hacían falta dos personas para moverlo. Estaba como embalsamado en vida en una vejez extrema de galápago, protegido por el caparazón de una celebridad reverencial —hasta Hillary Clinton lo llamaba “mi maestro”— y también, sin la menor duda, de una frialdad moral tan absoluta como su indiferencia humana. Haber escapado de la Alemania nazi en la primera adolescencia y perdido en los hornos crematorios a una gran parte de su familia no parece que le dejara ni el menor rastro de sensibilidad hacia los sufrimientos de los perseguidos ni un rastro de desagrado hacia la criminalidad de un poder sin límites. Que los ciudadanos de Chile hubieran cometido en 1970 la irresponsabilidad de elegir a un presidente socialista le producía el mismo desconcierto indignado que la obstinación de Vietnam del Norte y de los guerrilleros del Vietcong en no capitular por mucho que los bombardeos de las fortalezas volantes B-52 les arrasaran el país.
Había otra broma que le gustaba repetir, subrayándola con una carcajada: “Las cosas ilegales las hacemos muy rápido; las inconstitucionales tardan más tiempo”. Ilegalmente, sin notificarlo siquiera al Congreso, Richard Nixon y Henry Kissinger decidieron en 1969 que para detener los canales de suministro desde Vietnam del Norte hasta los guerrilleros del Sur había que bombardear Camboya, país limítrofe que se había mantenido en paz. Camboya era hasta entonces una tierra apacible, con agricultura próspera e inmensa riqueza natural, de una extensión que es algo menos de la mitad de España. Entre 1969 y 1970, la aviación americana, bajo las órdenes directas de Nixon y Kissinger, lanzó sobre Camboya más bombas que sobre Alemania en toda la II Guerra Mundial. El sonriente estratega buscaría con sus gafas de miope las pequeñas señales de los bombardeos sobre el mapa en colores de un país tan pequeño que costaba distinguirlo en la bola del mundo. El número de muertos y la escala de la destrucción fueron incalculables. Del trastorno y el desorden provocados por los bombardeos derivó luego la toma del poder de los jemeres rojos, que en dos años, y ante la indiferencia internacional, impusieron un régimen de alucinado fanatismo comunista que costó dos millones de vidas, entre una quinta parte y el tercio de la población, según los cálculos de Amnistía Internacional.
Nixon, manchado por la vergüenza del Watergate, abandonó la presidencia en 1974, pero Kissinger, sin perder ni el prestigio ni la sonrisa, siguió como consejero de Seguridad Nacional y secretario de Estado con Gerald Ford, de modo que tuvo tiempo para favorecer otra masacre, también ya olvidada, en otro lugar difícil de distinguir en los mapas. En 1975, con su autorización expresa, el régimen militar de Indonesia invadió la antigua colonia portuguesa de Timor Oriental, con el ya conocido pretexto de que se avecinaba en ella una revolución comunista, y con un balance aproximado de cien mil muertos, muchos de ellos por hambre, la mayor parte ejecutados a sangre fría.
El poder, sin duda, es el mayor afrodisiaco. También proporciona los grandes beneficios de la impunidad y de la amnesia. Hombres de cierta edad que visten muy parecido, tienen aficiones semejantes y se conocen desde hace mucho tiempo conversan en voz baja y hasta se dicen cosas al oído, y al otro lado del mundo un país entero es arrasado por las bombas, y hombres y mujeres inocentes son pasados a cuchillo o torturados hasta la muerte en prisiones clandestinas. Jefes de gobierno y presidentes de corporaciones acudían sigilosamente a la oficina particular del viejo Henry Kissinger y le pagaban millones a cambio de consejos para sus maniobras internacionales, murmurados como oráculos en el acento alemán que no perdió nunca.
Si le dieron el premio Nobel de la Paz, no será inverosímil que alguna vez se lo den también a Benjamín Netanyahu. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la RAE.













De la película del presidente

 






Entre Pedro Sánchez y Peter Sellers
BERNA GONZÁLEZ HARBOUR
09 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Si hubiera que poner nombre a la película que Sánchez acaba de estrenar, podríamos tirar del último fenómeno que conquistó siete Oscar: Todo a la vez en todas partes, título espléndido (el título) al que aún podemos (¿podemos?) dar un giro: Todo (puede fallar) a la vez en todas partes. El presidente parece protagonizar uno de esos filmes de barullo y líos en los que hay tantos factores en juego y tanta gente en danza que caben todas las posibilidades: O todo puede salir mal y estallar en varios frentes a la vez. O todo puede estallar, sí, pero acabar saliendo bien. Pienso en Peter Sellers en El guateque, o en los hermanos Marx en Una noche en la ópera.
Ese humor es arriesgado, no siempre gusta, a muchos irrita. En esas películas siempre hay circunstancias objetivas que hacen la vida más difícil al protagonista: aquí sería el poder repentino de Junts, el suicidio en diferido de Podemos y la dispersión de votos. A lo que también se añaden los errores del propio sujeto: aceptar reuniones en Suiza con el quinto partido de Cataluña como si fuéramos Rusia y Ucrania, nombrar a un obsecuente periodista al frente de Efe, como antes poner a ministros en la Fiscalía General del Estado o el Tribunal Constitucional. Estoy viendo a Peter Sellers lavar en la fuente el zapato mientras el público rabia y grita: “¡Así noooo, lo vas a perder!” Y lo pierde.
Pero el guionista no nos oye. Porque lo que busca es exactamente irritar. Hoy, y sin necesidad de la derecha, los factores de implosión que aporta el propio Gobierno y sus aliados son tantos que solo cabe sentarse a mirar. Hemos entrado en el cine, se siente, no hay marcha atrás. Peter Sellers sigue metiendo la pata y no digamos los Hermanos Marx. En las últimas escenas, los cinco diputados de Podemos se han largado al Grupo Mixto, para ayudar. Y Puigdemont nos da lecciones de democracia desde “un país neutral”. El potencial de riesgos escala por el lado de los errores propios, y no los ajenos.
Sánchez ha demostrado tantas veces su capacidad de resistencia que se ha acostumbrado a ignorar sus propios límites. Pero esta vez es la segunda fuerza más votada, no la primera, depende de más partidos y la capacidad de cometer errores se multiplica. Haría bien en contener los suyos.
Porque la suerte no es eterna. Y porque lo malo de esas películas es que, aunque acaben bien y el zapato de Peter Sellers acabe volviendo a él en bandeja, a muchos no les hacen gracia. Berna González Harbour es escritora.