lunes, 18 de septiembre de 2023

De una internet socialista

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura para hoy, de la escritora Marta Peyrano, va de una internet socialista. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Una internet socialista
MARTA PEIRANO - El País
11 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

Cada vez que nos preguntan si las plataformas digitales y los modelos de inteligencia artificial pueden llegar a optimizarse para proteger la democracia y aumentar el bienestar general, los historiadores y antropólogos de las telecomunicaciones nos ponemos sentimentales y susurramos la palabra Cybersyn. Fue lo que hizo Salvador Allende después de nacionalizar las industrias críticas de Chile (“la minería a gran escala, el sistema financiero, especialmente la banca privada y las empresas de seguros; comercio exterior, grandes empresas y monopolios industriales, producción, distribución y consumo de energía eléctrica, transporte ferroviario, aéreo y marítimo, comunicaciones, producción, refinación y distribución de petróleo y sus derivados, gas licuado, siderurgia, cemento, petroquímicos y productos químicos pesados, celulosa y papel”). Una plataforma de gestión de datos y automatización de procesos para la administración, coordinación y optimización de las industrias estatales en tiempo real.
A diferencia de una plataforma como Amazon, una economía planificada opaca, centralizada y monolítica, optimizada para la explotación comercial, el Proyecto Cybersyn estaba diseñado como un “sistema nervioso electrónico” capaz de conectar a la ciudadanía de forma interactiva y continua con el flujo de datos de la economía y las decisiones de la Administración. Una especie de internet socialista que convertiría a cada ciudadano en un socio cooperativo de la economía chilena, y no un mero sujeto que contribuye con su voto y sus impuestos de forma puntual. El primer presidente marxista de Latinoamérica, líder de la coalición de partidos de izquierda a la que llamaron Unidad Popular, creía que una gestión distribuida y consensuada de los medios de producción podía constituir “la vía chilena al socialismo”.
Nunca sabremos si tenía razón. El proyecto quedó truncado hace hoy 50 años, con el bombardeo del palacio de La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Solo sabemos que, ese año, el University College de Londres y el Royal Radar Establishment en Noruega se conectaron por primera vez a ARPANET, un proyecto del Departamento de Defensa de Estados Unidos. Ese año, usó por primera vez el que después sería su nombre definitivo: internet.
Que nos sirva este aniversario para preguntarnos qué habría pasado si el modelo chileno hubiera demostrado que existe un mundo de progreso alrededor de valores distintos al control de la mayoría y la acumulación de capital. Si hubiese prosperado una alternativa a la red comercial que domina la economía globalizada, colonizada por un ecosistema de plataformas extractivas y tóxicas. Si tuviéramos un ejemplo radical de inversión pública contra la opacidad devoradora del capitalismo, una filosofía práctica del bien social frente a la implacable lógica de la acumulación.
“Un período más prolongado de implementación, ininterrumpido por el golpe de septiembre de 1973, habría apoyado este requisito de aprendizaje para construir un entorno más humano y justa naturaleza social en el Chile de los setenta”, dijo más tarde Raúl Espejo, uno de los informáticos del equipo Cybersyn. Muchos de sus protagonistas están presentes en el fabuloso podcast que Evgeny Morozov lanzó este verano, titulado, cariñosamente, The Santiago Boys. Es más que una historia de Cybersyn. Es un viaje profundo a la breve presidencia de Allende, la antesala del golpe y la efervescencia de un proyecto condenado y luminoso, capaz de demostrar que hay alternativas. Hace 50 años y ahora, también.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Falsas percepciones y falacias estadísticas. [Publicada el 08/12/2016]












Creo que estarán de acuerdo conmigo en que lo primero a la hora de abordar un asunto cualquiera con un mínimo de rigor es ponernos de acuerdo sobre el sentido de las palabras que empleamos para tratarlo. Si las palabras no significan lo mismo para el que las pronuncia que para el que las oye será difícil que nos entendamos. 
Así pues, vamos con el título de esta entrada de hoy. Percepción: del lat. perceptio, -ōnis. Sensación interior que resulta de una impresión material hecha en nuestros sentidos; Falacia: del lat. fallacia. Engaño, fraude o mentira con que se intenta dañar a alguien; Estadística:  del al. Statistik, y este der. del it. statista 'hombre de Estado'. Rama de la matemática que utiliza grandes conjuntos de datos numéricos para obtener inferencias basadas en el cálculo de probabilidades. Solo he elegido las acepciones que me parecen más adecuadas para lo que quiero comentarles. Espero que las citadas sean suficientemente explícitas para entendernos.
Sobre la diferente percepción de un hecho cualquiera pienso que seguiremos estando de acuerdo en que puede variar según las circunstancias personales del que lo observa. Por ejemplo, y es una cita clásica, si entramos en un restaurante y observamos que un cliente pide de comer un plato de sopa, una empanada, un bistec, dos frutas variadas, una botella de agua y una botella de vino, y otro cliente pide una sopa y una botella de agua, la estadística, que se presume que es una ciencia bastante exacta, nos dirá que cada uno de los clientes citados ha comido un plato de sopa, media empanada, medio bistec, una fruta, una botella de agua y media botella de vino. ¿Irrefutable, no?
En abril de 2015 escribí en el blog sobre la percepción que el hombre de hoy, el hombre moderno, tiene sobre la violencia. Lo hice a cuenta de un artículo en Revista de Libros, escrito por Juan Antonio Rivera, reseñando la monumental obra de Steven Pinker Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones (Paidós, Barcelona, 2012), una descomunal, elefantiásica nota a pie de página, dice Rivera, a otro libro suyo anterior, La tabla rasa, y más en concreto a uno de los mitos que allí quedan desacreditados: el del buen salvaje. Creo, sigue diciendo, que todos hemos oído o leído alguna vez que nuestros antepasados estaban sumidos en el atraso tecnológico y morían devastados por enfermedades que la medicina moderna es capaz de curar o prevenir con facilidad, pero que, a cambio de esto, estaban bendecidos por la paz social, nacían y morían en comunidades pequeñas y concordes, alejados de atracos, atentados terroristas, genocidios, guerras mundiales, amenazas nucleares y otras muchas formas de violencia que acosan a los integrantes de las sociedades modernas y «civilizadas». Quién sabe, tal vez, todo considerado, habría valido la pena vivir en ese «pequeño mundo antiguo», por emplear el título de la novela de Antonio Fogazzaro.
Por el contrario, continúa más adelante, Pinker se dispone a convencernos de que en ese mundo antiguo no sólo la esperanza de vida era más corta y no había trenes de alta velocidad, ni Internet, ni aire acondicionado, ni donuts, sino que, para colmo de males, la probabilidad de perecer de muerte violenta era considerablemente más alta (entre cuatro y diez veces más alta) que en nuestros días, sobre todo en las sociedades sin Estado, esas supuestas anarquías felices. Desde el comienzo de su exposición, Pinker muestra sus cartas: «en la actualidad quizás estemos viviendo en la época más pacífica de la existencia de nuestra especie». Todos los índices de violencia (homicidios, torturas, esclavitud, aplicaciones de la pena capital, frecuencia de las guerras, genocidios, terrorismo, racismo, sexismo, maltrato animal) muestran un declive –irregular y lleno de caprichos en ocasiones– a lo largo del tiempo.
El relato de Pinker es épico, añade, pero no porque ponga los ojos en blanco o emplee un lenguaje inflamado y retumbante; al contrario, la narración es sobria, está pespunteada con multitud de datos y estadísticas, pero posee el brío estilístico suficiente para mantenerte alerta durante sus más de mil páginas. Es épico por la magnitud del empeño y por la diversidad de herramientas intelectuales que el autor pone en juego, moviéndose con autoridad y soltura desde la filosofía moral y política hasta la estadística, pasando por la historia, la biología, la psicología y la economía, sin dejar de hacer gala en todo momento de una erudición tan amplia que raya en lo inverosímil.
Esos son datos irrefutables sobre la violencia en el mundo que la percepción se niega a aceptar porque no cuadran con lo que vemos. Lo cual no es óbice para que sean reales y nosotros los equivocados. Eso sobre la violencia, ¿pero y si sobre la tan traída y llevada desigualdad creciente estuviéramos incurriendo en los mismos errores de percepción que sobre la violencia? ¿De verdad no se han preguntado ustedes nunca por qué nuestras sociedades no han estallado ya? ¿Por qué la gente se vuelve loca con el dichoso y americanizado Viernes Negro, los comercios de nuestras ciudades están llenos y las terrazas y cafeterías a tope? No me califiquen de pueril, por favor. No estoy tomando partido; solo intento reflexionar y no dejarme llevar por falsas percepciones de la realidad.
¿Y si la desigualdad no ha crecido?, se preguntaba en un reciente artículo en El País Julio Carabaña, profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, autor del reciente libro Pobres y ricos (La Catarata, Madrid, 2016). La teoría (o la ideología, o la narrativa) dominante dice que la globalización aumenta la desigualdad y que la desigualdad produce populismo, nacionalismo y xenofobia, con etiquetas de derecha y de izquierda. Pero ¿y si la desigualdad no hubiera aumentado, o no hubiera aumentado tanto, o hubiera aumentado por razones distintas de la globalización? La desigualdad no parece haber aumentado en Europa, añade. Eurostat, la oficina estadística europea, calcula que el índice de Gini (que vale 0 cuando todos consiguen lo mismo y 100 cuando uno se lo queda todo) de la renta disponible de los individuos estaba entre 30 y 31 hacia mediados de los noventa y ha estado entre 30 y 31 en los últimos años, los de la gran recesión en los 15 países que forman la UE desde 1995.
Resulta extraño que Eurostat no calcule la desigualdad en el conjunto de Europa, dice, pero diversos investigadores (Troitiño para los años noventa, Brandolini para los 2000) encuentran índices de Gini dos o tres puntos por encima del índice medio para el conjunto de la Europa de los 15, también sin variación en el tiempo. Desde 1995 hasta ahora, la desigualdad creció en algunos países, como Dinamarca, Finlandia y (menos) Alemania, pero disminuyó en otros, como Bélgica, Irlanda, Holanda y Portugal. Durante la crisis, el índice de Gini creció más de dos puntos en Dinamarca y España, pero disminuyó otro tanto en el Reino Unido del Brexit y el Scotexit.
Con Reino Unido, Francia, Italia y Grecia, España forma el grupo de países donde la desigualdad es ahora igual que en los noventa, sigue diciendo. En España la desigualdad aumentó durante la crisis, si bien menos de lo que pareció en el primer momento. El Instituto Nacional de Estadística (INE) estimó que el índice de Gini había pasado de 32 a 34,5 entre 2007 y 2010; nadie prestó mucha atención a estas cifras hasta que la OCDE resaltó en un informe de 2013 (Crisis Squeezes…) que el índice de Gini había crecido en España tres puntos, de 31 a 34, y destacó en otro informe del mismo año (Panorama social) el contraste entre el 10% más pobre, cuyas rentas habían menguado entre 2007 y 2010 a un ritmo del 14% anual, con el 10% más rico, que se empobrecía a un ritmo de solo el 1%.
Este párrafo dedicado a España, añade, fue contagiosamente reproducido en los medios, muchas veces exagerado como “los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos”, para explicar o justificar, según la ideología de cada uno, los comportamientos políticos de los ciudadanos. Ahora bien, en el año 2013 el INE mejoró sus estimaciones, resultando que en 2007 el índice de Gini había sido de 32,4 y en 2010, de 34; en los tres años siguientes, hasta 2013, ha llegado a 34,7 puntos, totalizando en todo el período de crisis un aumento de 2,3 puntos. El último dato es de 34,6 para 2014. El índice de Gini oscilaba también entre 34 y 35 a mediados de los noventa, cuando no había desafecciones políticas ni populismos que explicar; en cuanto a la globalización, parece que por aquellos años disminuía la desigualdad.
Como apuntaba la OCDE, continúa diciendo, el aumento de la desigualdad en España durante la crisis puede reducirse a un fenómeno mucho más simple, el aumento de la pobreza. Los pobres severos pasaron de ser el 2% de la población en 2007 a ser el 5% en 2009 y en 2013. En la misma magnitud que han aumentado los pobres severos han disminuido también las clases medias. ¿Quiénes son los nuevos pobres? En términos muy aproximados, durante los primeros años de la crisis la mayor parte eran autónomos con empresas en pérdidas, que han ido dejando paso a los parados, muchos de ellos inmigrantes. Resulta sugerente relacionar esta composición de los pobres en ingresos anuales con la evolución de la desigualdad del gasto. Pues el aumento de la desigualdad de ingresos no se ha traducido en un aumento de la desigualdad de gasto, sino en una disminución.
Según cálculos de Francisco Görlich, continúa diciendo, el índice de Gini del gasto en bienes de consumo disminuyó durante los primeros años de la crisis, de 30 en 2006 a 28,1 en 2009, y se ha mantenido en este nivel hasta 2014, cuando ha crecido hasta 28,6. Podemos imaginar que los autónomos dejaron de importar bienes de lujo cuando sus empresas entraron en números rojos, pero sin llegar al punto de “pasarlo muy mal” en el día a día. En cuanto a la política, quizás algunos se radicalizaran, aunque más bien parece que fueron otros los que se radicalizaron por ellos.
En Estados Unidos, comenta, sí que parece haber estado aumentando la desigualdad de ingresos en los últimos 40 años, pero tampoco allí la secuencia causal está clara. Algunos investigadores, como Guner, apuntan como causa principal la composición de los hogares, no la globalización. La desigualdad de ingresos individuales, los que directamente dependen de los mercados, apenas habría variado. Pero el aumento por un lado de hogares individuales, más pobres que la media, y por otro de parejas de profesionales, más ricos que el común, habría incrementado la desigualdad entre los hogares.
Otro factor importante, dice más adelante, podría ser la inmigración desde Latinoamérica, que mantiene bajos los ingresos más bajos. En todo caso, el aumento de la desigualdad en los Estados Unidos de América es un proceso largo y de ritmo oscilante; desde los años noventa, cuando la globalización se intensifica, el índice de Gini de la renta disponible de los hogares habría aumentado según la OCDE de 36,5 a 40, y de 38 a 40 en los años de la crisis; pero según los datos del Census Bureu, el índice de Gini de las ganancias individuales habría pasado de 45 a 46 durante los primeros años de la crisis y no habría variado desde 2011. Lo cual es quizás insuficiente para explicar el éxito de las propuestas de Donald Trump.
En fin, concluye diciendo el profesor Rivera, si las cosas fueran así, si la desigualdad no hubiera aumentado, o no hubiera aumentado tanto, o no hubiera aumentado a causa de la globalización, cabría negar la relación entre globalización y populismos o habría que buscar un intermediario distinto entre ellos; se podría comenzar por la simple creencia en el aumento de la desigualdad, pero no creo que baste.
Sobre este mismo asunto de las percepciones, las falacias y las estadísticas escribe también un interesante artículo en Revista de Libros el profesor de estadística Joaquín Leguina. 
El profesor Joaquín Leguina, que aceptó en 1990 dirigir mi proyecto de tesis doctoral sobre el Origen y situación social de la población de Las Palmas de Gran Canaria para el Departamento de Geografía de la UNED, proyecto de tesis que acabó en agua de borrajas por circunstancias que ya he relatado con anterioridad, fue presidente de la Comunidad de Madrid entre 1983 y 1995, y es autor de libros como El duelo y la revancha. Los itinerarios del antifranquismo sobrevenido (Madrid, La Esfera de los Libros, 2010), Impostores y otros artistas (Palencia, Cálamo, 2013), Historia de un despropósito. Zapatero, el gran organizador de derrotas (Barcelona, Temas de Hoy, 2014) y Los diez mitos del nacionalismo catalán (Barcelona, Temas de Hoy, 2014).
Un conocido estadístico español, comenta el profesor Leguina al inicio de su artículo, que pertenecía a una promoción de facultativos anterior a la mía y se apellidaba Azorín, escribió en uno de sus libros una verdad que hoy suele olvidarse: «Conceptos ambiguos dan lugar a medidas incorrectas». Pues bien, en nuestros días se manejan con gran soltura de cuerpo conceptos tan ambiguos como el de riesgo de pobreza, que deja a la intuición del lector la comprensión de lo que está midiéndose, metiéndole de rondón un concepto que es una entelequia.
Comencemos con el término riesgo, añade, y veamos qué es lo que dice al respecto el Diccionario de la Real Academia: «Contingencia o proximidad de un daño», y correr un riesgo: «estar expuesto». Pues bien, dado que el concepto, como se ve, hace referencia a la incertidumbre del futuro, la primera pregunta que deberían hacerse quienes pretenden medir el riesgo de pobreza es la siguiente: ¿quién no está expuesto a caer en la pobreza? Y la respuesta es obvia: nadie está libre de ese riesgo. Esta reflexión bastaría para abandonar cualquier intento de medir tal riesgo, pues es inaprensible, además de ser una inseguridad universal.
Pero sigamos con el otro término, pobreza, y volvamos al Diccionario, continúa diciendo: «Escaso haber de la gente pobre». Pobre: «Que no tiene lo necesario para vivir». ¿Y quién no tiene lo necesario para vivir? Pues aquella persona o familia que no dispone de la cantidad de ingresos (monetarios, productos físicos o servicios) por debajo de los cuales no puede llevar una vida decente. Lo cual pone en evidencia otro obstáculo: ¿qué es una vida decente? Por ejemplo, hoy no sería una vida decente aquélla en la que el individuo careciera de cualquier asistencia médica o educativa, pero hace dos siglos casi nadie disponía de esas asistencias. Queda claro, por lo tanto, que pobreza no puede ser un concepto fijo, sino que varía con el tiempo. En cualquier caso, determinar la cantidad y calidad de los insumos mínimos que determinan el citado umbral bajo el cual una persona o una familia están en la pobreza exige una convención, un acuerdo razonable.
¿Existe esa convención?, se pregunta. Existe, sí, responde, aunque no se aplique, pues pueden calcularse las proteínas, calorías o vitaminas mínimas necesarias para que la ingesta no lleve a la desnutrición. Asimismo, puede estimarse el número y la calidad de vestidos y calzados de los que es preciso disponer para defenderse con dignidad de las inclemencias del tiempo. Amén de la habitabilidad de la vivienda, de los servicios sanitarios o educativos que hoy son imprescindibles. Una vez determinada esta cesta mínima de bienes y de servicios, ha de pasarse a medir cuántas personas o familias en una sociedad dada están por debajo de ese nivel. Pero, ¿se hace? No, no se hace.
Una correcta medición de la pobreza, señala, habría de partir de una encuesta (ampliada) de la ya existente, llamada Encuesta de Presupuestos Familiares. Encuesta que se utiliza para calcular las ponderaciones que están detrás del Índice de Precios al Consumo (IPC). El método de obtención de datos en Presupuestos Familiares consiste en entregar un cuaderno −debidamente diseñado− a quien se ocupa en cada familia (seleccionada para formar parte de la muestra) de las compras, para que lo rellene (por ello recibe un dinero del Instituto Nacional de Estadística) con la cantidad y los precios de los bienes que la familia ha comprado durante una semana.
¿Cómo se mide hoy ese umbral por debajo del cual un individuo o una familia están en riesgo de pobreza o bajo el umbral de la pobreza?, añade, pues mediante un indicador burdo y desatinado. En efecto, según el Instituto Nacional de Estadística –y Eurostat−, ese umbral bajo el cual se está en riesgo de pobreza coincide con el 60% de la renta mediana, una medida de posición por debajo -y por encima- de la cual se encuentra la mitad de la distribución. Por ejemplo, en el caso de la renta, la mediana es aquel punto de la distribución por debajo -y por encima- del cual está la mitad de la población, debajo de la cual el individuo o la familia están en riesgo de pobreza. De la propia definición se deduce (y así lo dice el Instituto Nacional de Estadística en una nota a pie de página) que no es un indicador de la pobreza (ni del riesgo de ella), sino de la buena o mala distribución de la renta, pero ningún medio de comunicación ni ningún informador hace caso de tales matices y los titulares de los periódicos, los discursos de algunos políticos y los comentaristas de toda laya asegurarán que «el 27,3% de los hogares españoles vive por debajo del umbral de la pobreza». Incluso más crudamente: «Casi el 30% de los españoles viven en la pobreza». En efecto, el inaprensible riesgo desaparece en cuanto los datos pasan a manos de los medios de comunicación y, sobre todo, de algunos políticos y de las ONG «caritativas», empeñados todos ellos en demostrar que España vive hoy con las mismas carencias que tienen los habitantes de Burkina-Fasso.
¿Alguien puede creerse que en un país como España, se pregunta, con la sanidad universal y la educación obligatoria, haya tantos pobres? Desde luego, yo no me lo creo. Y lo peor de todo es que estos datos (como pasa con los del informe PISA) se incrustan como clavos en la opinión pública sin la más mínima crítica estadística. Pondré un ejemplo que –según creo− demuestra definitivamente la invalidez de tal indicador.
Sean dos países, continúa diciendo: A y B. En A, la renta familiar es de 1.000 euros anuales, y en B, de 400.000. Sin recurrir a más cálculos, cualquier persona diría que A es un país pobre y B un país rico. Sin embargo, en A todos los hogares ingresan la misma cantidad (no hay nadie por debajo del 60% de la mediana) y en B la distribución no es uniforme, sino que tiene una mediana de 370.500 euros y, por tanto, su umbral de pobreza se sitúa en 222.000 euros anuales, por debajo del cual viven (y muy bien) el 40% de sus hogares. Repito: según el indicador descrito –que es el que usan Eurostat y el Instituto Nacional de Estadística−, en A no hay un solo pobre, mientras que en B el 40% de sus hogares está en riesgo de pobreza o por debajo del umbral de la pobreza. Pero, ¿sirve para algo este indicador del 60% de la mediana? Pues sí. Aunque no es indicador de pobreza, sí es un indicador de la desigualdad de rentas, pero los hay mejores: por ejemplo, el índice de concentración de Gini, u otro más sencillo y elocuente: la relación entre la renta media que ingresa el decil superior (lo que gana el 10% de la población con más ingresos) y la que ingresa el decil inferior (el 10% de la población con menor renta).
Para acabarlo de arreglar, añade, tras una comunicación llena de buenas intenciones (de esas que adornan los infiernos), la Unión Europea puso en marcha en 2010 un nuevo indicador llamado AROPE (At Risk of Poverty and/or Exclusion), que es el que ahora más se utiliza. En él se combinan 1) Renta; 2) Consumo; y 3) Empleo.
1) Baja renta: se considera «umbral de la pobreza» la matraca de siempre: el 60% de la mediana.
2) Bajo consumo: quien no pueda permitirse al menos cuatro de los nueve indicadores siguientes: a) Pagar la hipoteca, alquiler o letras; b) Mantener la vivienda a temperatura adecuada en invierno; c) Permitirse unas vacaciones de, al menos, una semana al año; d) Permitirse una comida de carne, pollo o pescado cada dos días; e) Capacidad para afrontar gastos imprevistos; f) Disponer de teléfono; g) Disponer de televisor en color; h) Disponer de lavadora; i) Disponer de coche.
3) La «baja intensidad de trabajo» por hogar se define en el indicador como la relación entre el número de meses trabajados por todos los miembros del hogar y el número total de meses que podrían haber trabajado todos los miembros en edad de trabajar. Este indicador incluye como «pobres» a las personas de cero a cincuenta y nueve años que viven en hogares con una intensidad de empleo inferior al 0,2.
¡Qué curioso!, exclama. Pero no aparecen por ningún lado servicios tan imprescindibles y relevantes como la sanidad y la educación. Algo sospechoso, ¿verdad? Por otro lado, imaginemos a una persona (o a una familia) que por las razones que sea vive en una hermosa aldea. Es vegetariana (no cumple 2.d), no quiere tener teléfono (no cumple 2.f) ni televisión porque no le gustan ni Jorge Javier ni sus invitados (no cumple 2.g) y se lava la ropa a mano (no cumple 2.h). ¡Pues, hala, a la «pobreza», por raros!
La primera exigencia, explica más adelante, que debería cumplir un indicador de pobreza habría de ser su universalidad, es decir, que sirviera para poder medir esa pobreza con idénticos criterios y conceptos en Francia y en Costa de Marfil, en Reino Unido y en Namibia o en España y en Bolivia. Y desde luego, AROPE no cumple ese criterio de universalidad; más bien parece ideado para crear mala conciencia entre los habitantes de los países de la Unión Europea, aparte de suministrar «argumentos» a los demagogos, hoy tan abundantes.
Por otro lado, continúa diciendo, debería dejarse siempre claro ante los usuarios no especialistas que existen dos tipos de fuentes en las estadísticas oficiales de carácter social y económico: fuentes objetivas y fuentes subjetivas. Para hacer el cuento corto, las primeras serían aquellas en las cuales quien estima el valor de las variables (la medida) es un encuestador convenientemente adiestrado, y subjetivas cuando quien lo estima es el propio encuestado, ya sea cuando éste da su opinión (por ejemplo, en las encuestas electorales y otros indicadores que quieren pulsar la temperatura social a través de la opinión del encuestado) o estima el valor de su renta u otras variables. Conviene saber a este respecto que cuando lo que se maneja son los datos sobre las rentas, y se obtienen preguntando a los encuestados, éstos tienen la mala costumbre de mentir como bellacos cuando se les pregunta lo que ganan.
Pondré un par de ejemplos, añade, que ponen en evidencia la incoherencia de muchas estadísticas obtenidas de fuentes subjetivas. El primero: Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) (2015). Pregunta: «¿Cree usted que la situación económica del país es mejor, igual o peor que hace un año?» El 14,9% dijo que era mejor y el 29,3% que era peor. Pues bien, puede afirmarse sin temor a equivocación que estos últimos (casi uno de cada tres encuestados) estaban en un error, error que, además de subjetivo, es ideológico.  Preguntados los encuestados por su situación personal, el 30% dijo ser buena, el 48,9% regular y sólo el 20,4% dijo ser mala o muy mala. Por tanto, puede afirmarse que buena parte de esos encuestados pensaron algo así como lo siguiente: «Digo que la situación general es peor que el año pasado no porque lo sienta en mis carnes, sino porque eso es lo que me obliga a decir mi ideología».
Para mayor abundamiento, sigue diciendo, cuando se les pregunta «¿En qué medida es usted feliz o infeliz? (0 = completamente infeliz; 10 = completamente feliz)», la media es 7,1, es decir, «notablemente» feliz. Sólo el 0,6% se siente completamente infeliz y un muy escaso 4,8% de los encuestados se atribuye un «suspenso» en felicidad (se pone a sí mismo una nota menor de 5). Lo expuesto permite avanzar una hipótesis: el cabreo nacional, tan extendido hoy, responde menos a una situación personal deplorable que al convencimiento, mucho más ideológico, de que las cosas están muy mal, y no por «mi culpa», sino por culpa «de otros».
Segundo ejemplo, continúa Leguina: una pregunta que se hace en la Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística: «¿Tiene usted problemas para llegar a fin de mes?» En 2006, es decir, durante la fase alcista del ciclo, el 64,4% de los encuestados dijo tener esos problemas, y cuando la situación económica era mucho peor, en 2010, declaró tener problemas para llegar a fin de mes el 58,6%, ¡5,8 puntos menos! Lo cual resulta, simplemente, increíble. De todo ello podemos sacar una primera enseñanza: una buena estadística económica o social ha de huir como de la peste de las opiniones y estimaciones de los encuestados.
A modo de conclusión, termina diciendo, puede decirse que la confusión estadística entre pobreza y desigualdad no es inocente ni neutral a la hora de realizar un correcto diagnóstico de la situación económica y social de la sociedad española. La cual, seguramente, tiene hoy su mayor problema en la desigualdad creciente (creciente desde antes de la crisis), que hunde sus raíces en el paro y en una lamentable evolución de los salarios, entre otras causas. Paro y bajos salarios que también están detrás de las dificultades por las que pasan las pensiones.  Finalmente, cabe preguntarse para qué sirven las estadísticas sociales si no es para realizar un correcto diagnóstico de los problemas, único camino para intentar solucionarlos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















domingo, 17 de septiembre de 2023

De libros franceses sobre asuntos españoles

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, de la escritora Emilia Pardo Bazán, va de libros franceses sobre asuntos españoles. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Tres libros franceses de asunto español
EMILIA PARDO BAZÁN - Revista de Libros
01 SEP 2023 - harendt.blogspot.com

La vie universitaire dans l’ancienne Espagne, por Gustavo Regnier; Ambrosio de Salazar et l’étude de l’espagnol en France sous Louis XIII, por Alfredo Morel Fatio; Le diable prédicateur, por Leó Rouannet.
Este texto apareció publicado originalmente en la revista La Lectura (Madrid), en el Tomo III, en octubre de 1903.

El primero produce honda depresión de ánimo. Es como si, decrépitos y sin fuerzas, al borde del sepulcro, contemplásemos un retrato, imagen hermosa de lo que fuimos en la lozana juventud.
Este libro de Gustavo Regnier, que ostenta a la izquierda de la portada el emblema y blasón de la Universidad salmantina, con la arrogante leyenda: Omnium scientiarum princeps Salmantica docet, reconstruye la vida escolar de las épocas gloriosas, el florecimiento breve y rápido, descomposición de las Universidades de España, tomando la de Salamanca por tipo. En el arte, en la erudición, en la literatura picaresca, espiga el autor francés referencias y noticias que le permiten reconstruir el cuadro, o mejor dicho, los múltiples cuadros: el animado espectáculo de la Rua, el barrio librero, hormigueando de estudiantes, con sus manteos y sus becas de colores varios; el interminable desfile de alumnos de tanto colegio: los mayores, los de las órdenes militares, los menores, los eclesiásticos, sin olvidar el de los Irlandeses, que se bañan en el Tormes, así en estío como en riguroso invierno… Luego, las aulas, pequeñas, sombrías; la tempestuosa lección del catedrático; la bárbara y sucia novatada al escolar recién venido; la alegre y democrática confraternidad que se establece después; el modo de vivir de los diversos estudiantes, desde el opulento hijo de familia hasta el humilde capigorrón que se ha puesto a servir para poder estudiar; desde el galán de monjas al generoso, a quien hacen tiro busconas y zurcidoras, como la tía Fingida de Cervantes; y más en realce, los tunos y sopistas de goliardesca memoria, dedicados a la rapiña o sostenidos por la bazofia conventual, penetrados de la idea picaresca, ebrios de libertad, de travesura y de vagabundeo. Al repasar estos capítulos del brillante estudio de Regnier experimento una impresión extraña: la de haber visto lo que en ellos se refiere. Y es que en la Universidad de Santiago, supongo que en todas las españolas, durante el último tercio del siglo XIX, por los años del 70 al 75, existía aun, tradición indestructible (evaporada la gloria, evaporada la soberanía), mucho de lo consuetudinario de época tan bizarra. No puedo detenerme aquí a consignar analogías; es indudable que la costumbre fue vigorosa y late aún, en medio del infinito abatimiento del espíritu universitario y la completa transformación de su ideal.
Lo más ameno del libro de Regnier es la pintura de la vida escolar; lo más instructivo, la reseña del origen y progreso de las Universidades españolas y motivos de su decadencia. Vemos ascender la marea de las fundaciones de Universidades al acercarse el siglo de nuestra apoteosis, el XVI. «Parece ―escribe el autor― que se apodera entonces de España una calentura de sabiduría». La fuerza del cuerpo vigoroso es en el cerebro ansia científica; los reyes, los magnates, los prelados rivalizan en fundar colegios y aulas, que dotan espléndidamente; en Aragón se encargan de ello los municipios, como en Barcelona los conselleres. En cien años surgen veinte Universidades; ¡y en lo venidero, desde fines del XVI a nuestros días, sólo acrecerán la lista cinco o seis!
Con sagacidad señala Regnier la diferencia de sentido que existe originariamente entre Salamanca y la más ilustre de las nuevas, que es Alcalá. Salamanca, esencialmente democrática e impregnada del espíritu libre de la Edad Media; Alcalá iniciando la centralización que va a extenderse sobre toda España y a congestionar su sangre. Y lo más curioso de la magna obra de Cisneros ―aviso a los que creen castizo cuanto lleva el sello de los Reyes Católicos― es el carácter francés que Cisneros declaraba al repetir: «Hágase esto more parisiensis». En Salamanca el estudio es enciclopédico, humanista; teológico en Alcalá. La decadencia nace en forma de grano oscuro en el mismo seno hermoso y encendido de la granada.
El fracaso de las pequeñas Universidades silvestres, Sigüenza, Osuna y Oñate, da pie a Regnier para una de sus fructuosas excursiones al través de Lope y Quevedo. En nuestras letras desentrañan a veces los extranjeros que están versados, como Regnier, el alma misma de la vieja España. (De los extravagantes escritos y rara biografía de Diego de Torres Villarroel, es indecible el partido que saca Regnier para diagnosticar la decadencia.) Interesante en extremo el cuadro de la transformación de la nobleza española, que antes solo pensaba en batallas, cuando Isabel la Católica, por su influencia, la atrae al intelectualismo; ver, por ejemplo, al marqués de Denia aprendiendo el latín a los sesenta años, y a las damas arguyendo en latín. No me atrevo a decir que aquello fue siglo de oro, porque no duró un siglo la efervescencia cerebral del Renacimiento en nuestra patria; pero fue, al menos, el momento áureo, «único ―declara Regnier― en la Historia en que España parece que quiere competir en actividad científica con las demás naciones». Regnier no se adhiere, por otra parte, a la tesis de nuestra superioridad ―ni aun entonces― en las ciencias de investigación. Los sabios investigadores que pudieran citarse, Serveto, Ciruelo, Sílices, estudiaron en Francia.
Ya, desde el prestigioso reinado del César, la decadencia asoma. La explicación histórica del fenómeno nada tendrá de original; se habrá escuchado y leído millones de veces-pero justamente-se repite demasiado, con sobrada conformidad de pareceres de gente entendida, ajena a bastardos impulsos, para que no haya en ella alta dosis de verdad. La gradual desaparición de la libertad, las suspicacias despertadas en el poder por la Reforma, el Santo Oficio en acecho, la prohibición a los españoles de estudiar en el extranjero, van estancando nuestra cultura. La apariencia es la misma; nada ha cambiado al exterior; dentro, el gusano roe las fibras y seca la savia. La enseñanza se petrifica; se arraiga aquella pueril tiranía aristotélica que, en el siglo XVIII, tanto desesperaba al padre maestro Feijóo.
A las causas generales históricas agrega Regnier otras particulares: la competencia hecha á las Universidades por los colegios de jesuitas y por los colegios mayores, presto corrompidos también; las luchas intestinas de las Universidades y las algaradas estudiantiles; las contiendas teológicas y filosóficas entre las órdenes religiosas, contiendas de las cuales encontramos igualmente ecos y reminiscencias a cada momento en Feijóo; belicosos regionalismos entre los escolares ―¡temprano! Nada hay nuevo bajo el sol―; la relajación de la disciplina; la corruptela de los puntos frecuentes, bajo pretextos como el del día de barba. Poco a poco, los claustros van quedando desiertos; el colegio de León lo forma un solo estudiante, en una pieza, rector y colegial; los diplomas se venden, y mientras Europa avanza, nosotros nos hundimos sin advertirlo siquiera.
A un libro que de tal modo convida á la meditación y tan á lo vivo nos amonesta, no sé ponerle reparo alguno. En las obras ha de mirarse el conjunto, la claridad del juicio y la copia de la información, que un levísimo error no hace desmerecer en nada. Regnier no ha menester indulgencia, sabe mucho y lo expone mejor; tiene arte para atraer y picar a los lectores sin sacrificar la gravedad del tema.
La traducción de El diablo predicador, por Leó Rouannet (quien ya tradujo entremeses, romances y autos), trae prefacio, bibliografía y notas. Nadie ignora que El diablo predicador, drama popularísimo, es uno de nuestros acertijos literarios; siempre que un docto le da vueltas, despiértase el interés de los aficionados, esperando alguna luz. Por eso leo con redoblada atención el prefacio de Leó Rouannet.
El dictamen del entendido hispanófilo es favorable al sevillano Belmonte Bermúdez, aunque sin atribuirle definitivamente la paternidad del célebre drama. Belmonte Bermúdez reúne más probabilidades que Diego de Villegasque Francisco de Malaspina, que Felipe IV y que Fray Damián Cornejo; contra este último nombre alega Rouannet razones cronológicas. Por lo demás, digo yo, el cronista de la Orden de Menores tenía imaginación y desenfado suficientes para desenvolver, sobre la base dada por Lope, el originalísimo drama, en el cual palpita tan hondamente el espíritu franciscano, el alma de las Florecillas, de las Conformidades, de la mística seráfica y de la leyenda de los Tres Socios. No porque se parezca Fray Antolín, ni aun en caricatura, a Fray Junípero; el Tontuelo del niño Jesús, lejos de ser esclavo de su estómago, cruza por el mundo como el más soñador e idealista enamorado de la Pobreza, y el tipo francamente cómico de Fray Antolín ―reproducido por el duque de Rivas en Don Álvaro, explotado hasta por zarzueleros, siempre grato al público es otra encarnación de Sancho―, más acentuado el contraste entre la psicología y la fisiología por el hábito de San Francisco. Volviendo a Cornejo, bien hubiese podido trazar la figura del lego glotón y apicarado, el que compuso ciertos versos que se conservan manuscritos en la Biblioteca Nacional.
El diablo predicador está rehabilitado ante la crítica. Aunque todavía críticos alemanes, como el citado por Rouannet, manifiesten la misma ininteligencia beocia que Ticknor ante la mística y lo sobrenatural, el estudio del franciscanismo, de su estética y su humanidad ha avanzado demasiado en estos últimos tiempos, merced a un criterio más fino y amplio, para que no se perciba lo que hay de bello en ese drama y lo profundamente que encarna un aspecto de nuestro sentimiento nacional. Ojalá restablezcan en el repertorio El diablo predicador. María Guerrero y Fernando Fontanar podrían hacerlo, cuidando como ellos saben la mise en scene, esencialísima en tal drama; si el público lo saborea demostrará que no tiene el paladar enteramente estragado ni el entendimiento con callo duro de incultura.
Del estudio de Alfredo Morel Fatio sobre Ambrosio de Salazar, hay que decir lo mismo que de todos los trabajos retrospectivos de este hispanófilo admirable; cumple mucho más de lo que promete; va mucho más allá del tema propuesto. Las fatigas y estrecheces del dómine murciano que, aprovechando el momento favorable de las bodas reales, se estableció en Francia para vivir de enseñar el español, se convierten, bajo la segura pluma de Morel Fatio, en un tratado de historia interior, que esclarece nuestro pasado político y arroja destellos de luz sobre nuestra evolución hacia la decadencia en el siglo XVII. Y es que Morel Fatio se encuentra lleno de información, repleto de noticias, observaciones y conocimiento de las cosas españolas, y aunque sigue la marcha de los escritores franceses (él es suizo, si no me engaño). Componiendo apretado y ceñido al asunto, el caudal le rebosa, le chorrea por entre los dedos; además, nos lo advierte en el prefacio: «En España, aun en las regiones al parecer más conocidas, yacen intactos preciosos descubrimientos; lo inexplorado y virgen de las tierras tienta a los inventores».
Ambrosio de Salazar es un hidalgo trashumante como tantos españoles cuando aún no se habían divorciado aquí la inteligencia y la acción. Morel se inclina a que su héroe pertenezca a los Salazares estrellados, a los de Vizcaya (de los cuales también procede quien esto escribe), y no le regatea las trece estellas y la puente, dándonos nueva ocasión de comprobar la pericia de genealogista español, ya demostrada al tratar de las fuentes históricas de Hernani y Ruy Blas. Antes que dómine fue Salazar liguero; la necesidad le impulsó a la carrera de la enseñanza, y formas de la lucha por la vida constituyeron sus escritos y trabajos. Pero en el destino del pobre dómine y gramático influyen decisivamente los acontecimientos históricos. A. la sombra del trono de Francia una infanta de España, la prevención contra los españoles se borraba o se atenuaba, y prevalecía la curiosidad y deseo de conocer al entonces poderoso enemigo; y Salazar, hábilmente, publica, bajo el título de Almoneda general de las más curiosas recopilaciones de los reinos de España, un libro que, guardadas las distancias, era entonces lo que hoy los Boedeker.
Del grado de violencia que la prevención contra los españoles alcanzaba, dan testimonio las interesantes referencias a fieros, baladronadas y libelos dedicados a satirizar nuestro carácter, o como hoy se dice, el alma nacional, estudiada, conocida y maltratada desde los siglos XVI y XVII ―aun no bien fuimos nación, por agregado de pueblos―. Leed á Macías Picavea, a Ganivet, a Costa, a Unamuno, y os sorprenderán, en sus desapasionados estudios del casticismo y la psicología castellana, las afinidades, v. gr., con el retrato satírico del Señor o hidalgo de Castilla, hecho por Simón Molard. La intención es diferente; la observación, sea guiada por el odio o por el amor, coincide Salazar emite asimismo su parecer, reconociendo la diversidad del alma francesa y la española, y no en favor nuestro, por cierto, comprobando nuestra indiferencia por aprender cosas nuevas, nuestro mal entendido orgullo, nuestra ignorancia del idioma francés, mientras los cortesanos de París se apresuran a estudiar el castellano; porque conocer a una nación rival, es ya tenerla medio vencida. Ningún enemigo se nos resistiría, si a fondo y completamente le conociésemos.
Uno de los más nutridos capítulos del libro de Morel es el que consagra a la gramática y la lexicografía española en Francia a principios del siglo XVII. Sólo leyéndolo se aprecia lo versado y reforzado que está el autor en punto tan concreto, aunque tan esencial para la filología y los orígenes del idioma literario español. No se le queda trasconejada á Morel particularidad alguna ni la de la acusación de plagio lanzada contra Cervantes; no siendo la referencia menos picante la que hace al rarísimo Método de Juan de Robles, del cual extrae un entusiasta elogio de la mujer parisiense, que si procede de un español del siglo XVII «suspenso y enajenado», podría ser firmado, en su espíritu, por cualquiera de nuestros modernistas adoradores del boulevard. Este capítulo demuestra como no anduvo descaminado Valera al asegurar que nuestra decadencia militar y política ha influido decisivamente en el aprecio a nuestra literatura, aprecio inseparable del que se hace de la lengua. Morel no cree que exageró Cervantes al decir en Persiles que todo francés o francesa aprende la lengua castellana; pero añade que, ya en el siglo XVIII, solo algún literato la estudia, y Ambrosio de Salazar no hubiese podido vivir de propagarla.
En tiempos en que éramos todavía grandes y temibles, no solo vivió Salazar, sino que le salieron competidores y peleó con ellos encarnizadamente: su polémica con César Ondin lleva el sello de las guerras de pluma de la época, en que no se escatimaban las más feroces injurias a propósito de la acepción de un vocablo. Todavía en nuestros días hay sus Salazares, y no dejan de ser útiles, porque, entre los hervores de la cólera, algo de lingüística y de etimología y hasta de literatura vamos aprendiendo los que no tomamos tan a pecho esas disputas.
Considerando á Salazar como traductor, Morel (que, entre paréntesis, coloca por cima de la labor del gramático la del traductor literario y la declara más ardua) hace un alarde de su familiaridad con la lengua española, señalando y corrigiendo las locuciones defectuosas por el traductor empleadas.
No abulta Morel los merecimientos del dómine que ha elegido por héroe: le presenta cual fue, suspicaz, quejumbroso, semidocto, compilador, menesteroso, remando en el tintero para subsistir; pero no es la alteza del personaje la que nos atrae y graba en nuestra memoria su figura avellanada y seca de soldado de la Liga y pedante mercenario; es lo ahincado y amplio del estudio, su carácter de generalidad, unido a su minuciosa indagación. Libros semejantes merecen y conquistan el respeto y la simpatía de los que los disfrutan. ¡Lástima que seamos pocos!































[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Halloween vs. Don Juan Tenorio? [Publicada el 30/10/2013]










Las cosas ya no son como eran; si eso es para bien o para mal, no soy quién para decirlo..., pero a mi me gustaba más lo de antes. Cuando era niño, a inicios de los 50, la noche de "Todos los Santos" era mágica ¡y terrible! para mí. Sentado al calor de la mesa camilla junto a mi madre oí durante años la retrasmisión radiofónica del "Don Juan Tenorio" de Zorrilla lleno de miedo, emoción y asombro. Me encantaba la escena de la seducción de doña Inés por don Juan, aquella de "¿No es verdad, ángel de amor...?", pero la que de verdad me ponía los pelos de punta, literalmente, era la de la aparición del espíritu del espíritu del comendador, don Gonzalo de Ulloa, a la cena a la que don Juan le ha invitado en el cementerio, con sus llamadas a la puerta, que sonaban cada vez más cercanas... 
Unas veces escuchaba el "Don Juan" con la cabeza apoyada sobre los brazos y estos sobre la mesa camilla, simulando dormir, pero emocionado hasta los tuétanos; otras, ayudando a mi madre a separar, a mano, y una por una, las lentejas que cocinaría ella el día siguiente; o desgranando las vainas de las judías verdes... Son cosas que no se olvidan. Algunos años, mis hermanos mayores, cuando llegaba la escena de la aparición del comendador, golpeaban las puertas para asustarme..., y lo conseguían. Esa noche me resultaba difícil conciliar el sueño, y cuando lo lograba era para soñar con esqueletos que salían de sus féretros... ¡y se ponían a bailar!...
Hoy día la fiesta de "Halloween", contracción de la frase en inglés "all hallow's eve" (víspera de todos los santos), una celebración de origen celta que se celebra en los países anglosajones la noche del 31 de octubre, se ha extendido prácticamente a todo el mundo occidental perdiendo su sentido originario.
Yo, sigo prefiriendo recordar esa noche el mito universal de "Don Juan". Por eso, mañana 31 de octubre, en esa noche mágica de Todos los Santos, o de Halloween si lo prefieren, les invito a disfrutar del "Don Juan Tenorio" (1844), de José Zorrilla, y de su antecedente directo, "El burlador de Sevilla" (1617), de Tirso de Molina. Y si no tienen ganas de leer, esperen a la doce de la noche y disfruten de este vídeo, rescatado de los archivos de RTVE, con la representación del "Don Juan Tenorio" de Zorrilla en un "Estudio 1" de 1966, dirigido por Gustavo Pérez Puig, con el actor Francisco Rabal en el papel de don Juan y la actriz Concha Velasco en el de doña Inés. Es un auténtico lujo, se lo aseguro.
Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt