Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del profesor Félix Ovejero, va de la verdad como compromiso político. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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La verdad como compromiso político
FÉLIX OVEJERO8 DIC 2021 - Revista de Libros
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Cosas raras que pasan. En poco tiempo, tres libros con Manuel Sacristán como protagonista. Dos como autor y uno acerca de su obra. No es escasa la cosecha, si se tiene en cuenta la indiferencia general con la que su obra ha sido tratada durante tantos años. Una indiferencia que habría sido mucho mayor si no fuera por la extraordinaria labor de Salvador López Arnal, quien, con un paciencia excepcional y sin apenas ayudas, ha realizado un minucioso y esmerado trabajo de recuperación y ordenación de sus trabajos con pocos paralelos en nuestro mundo filosófico1. También aquí está presente, como prologuista al libro-tesis de Sarrión, en la edición anotada del trabajo de Sacristán sobre la idea de ciencia en Marx y en la compilación y edición de los escritos sobre Sartre. Cualquier aproximación contemporánea a la obra del filósofo ha de comenzar por agradecer su exquisito y paciente empeño. Cada uno de los volúmenes en los que López Arnal ha intentado –y conseguido—ordenar los dispersos escritos de Sacristán es una muestra de buen hacer: referencias cruzadas, sistematización conceptual, ampliación bibliográfica. De hecho, si se siguen con paciencia sus glosas y anotaciones, cualquiera de ellos puede oficiar como presentación del pensamiento de Sacristán. Una labor realizada, y no está de más decirlo, con enorme discreción en más de un sentido: sin protagonismo, evitando patrimonializar la obra y disimulando el primoroso trabajo que se oculta detrás de sistematizaciones que –de bien trabados que están los pasajes- nos permiten seguir con naturalidad textos de procedencia bien dispar. Una dedicación de muchos años que solo se puede entender desde la admiración que López Arnal profesa por un maestro al que pudo escuchar en muchas ocasiones –tiene registradas clases y conferencias—pero con el que apenas cruzó unas pocas palabras. Para decirlo con Max Weber, Sacristán oficiaría para López Arnal como un profeta ejemplar2. En algún lugar tocaba el reconocimiento de su empeño. Y este no es el peor.
En Sobre Jean-Paul Sartre, Manuel Sacristán, un filósofo español realmente comprometido, escribe sobre el filósofo francés que tanto escribió sobre el compromiso. No hay exageración en mi descripción del primero. Lo sé por la parte de su vida en la que pude acompañarlo, como ayudante de cátedra y en diversas empresas político-editoriales, entre ellas la revista Mientras tanto. Pero como la memoria es traicionera y debemos evitar inverificables privilegios epistémicos, ahí va la opinión de Mario Bunge, filósofo poco dado a efusiones sentimentales, hablando de su encuentro en 1966: «Me contó algo de lo que hacía. Se ganaba la vida traduciendo, porque obviamente como antifranquista que era no podía enseñar. Entonces le pregunté si no le gustaría, si no le convendría, irse afuera durante un par de años, en particular le dije que yo tenía muy buena relación con la fundación Alexander von Humboldt en Alemania, y que podía ayudarle a conseguir una beca. Me dijo: “No, gracias, mi puesto está aquí en España, tengo que seguir luchando contra el franquismo”. Yo nunca había oído a una persona decirme algo parecido porque evidentemente comportaba un sacrificio personal muy grande. Era un hombre de grandes dotes intelectuales. Podría haber hecho muchísimo más si hubiera tenido tranquilidad y una fuente de ingresos que le hubiese permitido dedicarse exclusivamente a la investigación. Después tuvimos una correspondencia cuando yo le dejé el original de mi libro, La investigación científica, que por cierto tradujo espléndidamente. Creo que de todos mis traductores ha sido el mejor. No era fácil porque empleo palabras tomadas de varias ciencias y en aquella época, prácticamente, no había filosofía de la ciencia en castellano, de modo que él tenía que introducir neologismos para poder hacer la traducción»3.
De Sartre y su compromiso, también abundan opiniones. Sobre todo, las suyas. Aquí resulta oportuna la distinción entre «uso» y «mención», que una cosa es hablar del compromiso y otra practicarlo. Y es que, después de examinar sus quehaceres, resulta inevitable preguntarse si Sartre, que emborronó cientos de páginas escribiendo acerca la necesidad del compromiso con la sociedad, tuvo tiempo para ocuparse de estudiar la sociedad, obligación primera del académico comprometido. Predicar no es dar trigo. Raymond Aron, cuando glosaba el narcisismo de los teóricos del compromiso, que tanto lo despreciaron a él, tan comprometido, atinó con el diagnóstico al referirse a Sartre y sus amigos, si es que se podían considerar tales, pues resultaría más ajustado hablar de «cortesanos»: consideraban más importante para la revolución el último artículo de Sartre en Les Temps Modernes que una huelga general4. De su escasa sensibilidad y hasta de su cobardía en las horas difíciles de la ocupación sobran las pruebas5. Sarah Bakewell, en El café de los existencialistas, recuerda como Beauvoir «se sorprendía de lo poco que se habían preocupado ella y Sartre a principios de los años treinta contemplando el auge del nazismo en Alemania (…). Leían los periódicos, decía, pero en aquellos tiempos les interesaban más las historias de asesinatos o rarezas psicológicas, como las hermanas Papin, que habían matado a los empleadores para los que trabajaban como criadas (…). Tales incidentes eran curiosidades de la conducta humana, mientras que el auge del fascismo parecía algo abstracto». El intento de explicación—o de justificación—de la ensayista norteamericana resulta muy iluminador, también para entender nuestro tiempo: «A veces, las personas mejor educadas eran las menos inclinadas a tomarse a los nazis en serio, considerando que eran demasiado absurdos para durar (…). En cualquier caso, la mayoría de los que estaban en desacuerdo con la ideología de Hitler pronto aprendieron a guardarse sus opiniones. Si pasaba un desfile nazi por la calle, o bien se escabullían de la vista o hacían el saludo obligatorio como todo el mundo, diciéndose que aquel gesto no significaba nada si no creías en él»6.
Sí, había no poca frivolidad en Sartre. Con el tiempo, él mismo -con reglones torcidos— lo admitiría. La había, primero, en su vocación de sistema, de aparecer como «un filósofo muy especulativo, muy deseoso de construir sistemáticamente grandes conjuntos de pensamiento bajo títulos tan importantes como, por ejemplo, El ser y la nada», para decirlo con las palabras de Sacristán, quien, al hilo de la última entrevista del filósofo francés, subraya las palabras de Sartre cuando declara su alejamiento de aquella aspiración a facturar una gran filosofía que acostumbra a ser simple especulación logorreica. Y también había frivolidad en su gestualidad, en su componer el gesto ante el espejo: «nunca estuve desesperado, lo que pasa es que como estaba de moda Kierkegaard (…) construí escritos, y páginas y páginas, sobre la desesperación, que no sé lo que es»7.
Sacristán estaba en otras empresas, que reclamaban acompasar vida y pensamiento. Sus acotaciones a las farándulas parisinas resultan iluminadoras. En 1978, en una entrevista -que después de concederla se negó a publicar aduciendo «el carácter excesivamente personal del texto y el posible efecto desmovilizador que su lectura podría provocar entre las gentes de izquierda»- se expresaba con brutal claridad: «Mi conclusión en los años 66-68 es que el intelectual es todo lo contrario: un payaso siniestro, un parásito por definición que en cada una de sus payasadas no está haciendo más que asegurar el dominio de la clase dominante, sea esta clase la burguesía de aquí o sea la burguesía burocrática de un país como la Unión mal llamada “soviética”. Para mí el intelectual es el personaje más siniestro de nuestra cultura. Pero no el intelectual al que Aranguren estaría dispuesto a criticar, es decir, el físico nuclear. No. A mí el intelectual que me parece más siniestro es el supuestamente crítico, el que con su crítica está constantemente desarmando a la clase oprimida, a la clase explotada, el intelectual que somos los profesores de filosofía. Ésta fue otra razón de inhibición. Yo llegué a la convicción de que incluso el teórico marxista, el intelectual de tipo tradicional […] es un grupo parasitario de la clase explotadora y que su lucha crítica es simplemente el permanente intento de reservarse un trozo parasitario de plusvalía para él»8.
Al leer esas consideraciones quizá algunos se acuerden de otras parecidas de un compañero de generación, y amigo de juventud, Sánchez Ferlosio, en un célebre artículo publicado en El País «La cultura, ese invento del gobierno»: «Los llamados intelectuales, teniendo precisamente por gaje del oficio el de no respetar nada ni a nadie, no pueden sentir respeto alguno hacia sí mismos (…). Nunca nadie recurre a los llamados intelectuales tomándolos en serio, como sólo demostraría el que los reclamase, no para pasear sus meros nombres remuneradamente, sino para pedirles alguna prestación anónima y gratuita (…). Mas no se quiere, no se necesita su posible utilidad valga lo que valiere -ésta, acaso, hasta estorba-, sino la decorativa nulidad de sus famas y sus firmas. Es como para sospechar si no habrá alguna especie de instinto subliminal que incita a reducir a los intelectuales a la condición de borrachines de cóctel, borrachines honoríficos de consumición pagada, para dar lustre a los actos con el hueco sonido de sus nombres, a fin de que se cumpla enteramente la clarividente profecía del chotis: “En Chicote un agasajo postinero / con la crema de la intelectualidad”».
El artículo de Sánchez Ferlosio se publicó en 1984, seis años después de la entrevista de Sacristán, inédita en ese momento, y en la que, dicho sea de paso, Sacristán reconocía su admiración y querencia por el autor de Alfanhuí, novela que había reseñado a poco de publicarse. Lo hacía con unas palabras que quizá ayuden a entender parcialmente su mencionada apelación al «carácter demasiado personal» como razón para desautorizar la publicación de la entrevista9: «había intelectuales a los que ya mucho antes que a mí les había pasado lo mismo: la inhibición. Sobre todo, a uno al que yo quiero mucho, y con el que tengo una gran afinidad y fijación erótica, aparte de que he aprendido mucho de él: Rafael Sánchez Ferlosio».10 Sea cual sea la explicación última, parecen fuera de toda duda las coincidencias entre los dos amigos al valorar al gremio. También existen no pocos paralelos en sus trayectorias biográficas, en un afán de verdad que, por solitario, por no encontrar el cobijo propicio de las comunidades académicas o políticas, reclamaba coraje y anhelo de autenticidad. Y cierta aspereza -sobre la que algo más diré más tarde- que algún zascandil (Xavier Rubert de Ventós, por no hablar a humo de pajas) confundirá con dogmatismo11.
Definitivamente, eran otra gente. Se tomaban en serio. Una disposición que queda bien recogida en otro pasaje sin desperdicio -y son muchos- de la no publicada entrevista, en el que confesaba que a él le interesaba «saber cómo son las cosas. A mí el criterio de verdad me importa. Yo no estoy dispuesto a sustituir las palabras verdadero/falso por las palabras válido/no válido, coherente/incoherente, consistente/inconsistente; no. Para mí las palabras buenas son verdadero y falso, como en la lengua popular, como en la tradición de la ciencia. Igual en Perogrullo y en nombre del pueblo que en Aristóteles. Los de válido/no válido son los intelectuales, en este sentido: los tíos que no van en serio». Ahí están recogidas en pocas líneas algunas claves de la reflexión del filósofo español: por así decir, una unidad de inspiración, ese tomarse en serio, en su compromiso, son la idea de verdad y su desprecio hacia los intelectuales. Volveré sobre ello.
Pero, antes de seguir, me temo que no sobra un elemental recordatorio de quién era Manuel Sacristán. En principio, la tarea no lleva mucho tiempo, porque lo inmediato, lo que recogería una entrada de una hipotética wiki de la filosofía, es poca cosa. Por un suponer: «filósofo marxista (él habría preferido comunista), autor de una tesis sobre Heidegger, introductor de la filosofía de la ciencia y la lógica moderna en España». Si acaso, su aprecio y afinidad en asuntos del conocimiento con el lógico y filósofo W. O. Quine, a quien tantas veces tradujo. Y poco más que quepa en esa hipotética enciclopedia filosófica. Eso sí, el poco más reclama una explicación con muchas líneas. Aportaciones propias, no muchas: algunas apreciaciones sobre el principio de la práctica, la idea de dialéctica o el conocimiento de lo particular12, casi todas dispersas, en escritos circunstanciales, como prólogos, notas al pie, clases y conferencias a cuenta de otros asuntos. José Sarrión menciona 390 escritos en su libro. Y traducciones, miles de páginas traducidas, no siempre con entusiasmo (como «una mierda inclasificable», El varón domado de Esther Vilar o «un trivial ensayo de otra lukácsiana, A. Heller»)13. Unas 30.000 páginas, según cálculo de Albert Domingo Curto.
Diversas circunstancias materiales, sociales y profesionales, ayudan a entender el carácter fragmentario de sus escritos. También, algunas específicamente políticas, esbozadas en la descripción de Bunge. Porque Sacristán dedicó muchas horas de su vida a la militancia política, en el sentido más amplio y noble del sintagma: escritos de ocasión, preparación de actividades, correspondencia y ayuda a presos, tareas sindicales, clases de alfabetización para trabajadores. Unas actividades que, en tiempos de clandestinidad, exigían, además de coraje, tiempo. Tiempo para ellas y tiempo para ganarse la vida, cuando la vida se complicaba.
Pero, a mi parecer, las condiciones materiales y políticas no bastan para explicar la ausencia de «sistema filosófico» en Sacristán. Tampoco las personales, esa «huida del trabajo científico» a la que alude en una anotación personal para justificar sus muchos compromisos personales14. Hay también una genuina reflexión que, dicho sea de paso, complica los peregrinos intentos de insertarlo en genealogías, hispánicas o continentales: creía, con sólidas razones, que la filosofía en el sentido clásico había perdido todo sentido, si alguna vez lo tuvo. Sacristán participaba de la convicción («infiel paráfrasis de un motto de Kant», en sus propias palabras) de que no hay filosofía, saber filosófico, sino filosofar, ejercicio de la razón apegado a problemas, a retos circunstanciales precisos. Desde su punto de vista, que no era solo suyo, sino el de la mejor filosofía del siglo veinte, estaba fuera de lugar la aspiración a una «concepción redonda y completa del “mundo” o del “ser”, o del “Ser”», a un «saber filosófico sustantivo superior a los saberes positivos». De ahí su propuesta de suprimir las secciones de filosofía de las facultades de letras, que hace a alguien «especialista en Nada (la mayúscula será consuelo de algunos). Su título le declara conocedor del Ser en general sin saber nada serio de ningún ente en particular». Si acaso, habría lugar para una filosofía que, en la vecindad de las ciencias, o las artes, reflexione, a ciencia –o actividad artística- pasada, materializada en algún tipo de Instituto interdisciplinar de Escuela de Altos Estudios, en la que pudieran encontrar cobijo investigadores o doctorandos, conocedores de conocimientos reales, los propios de las ciencias particulares.
Su propuesta se sostenía en dos convicciones. Según la primera, ya apuntada, lo que tradicionalmente se ha entendido por saber filosófico no son más que pseudo-teorías, construcciones al servicio de motivaciones ajenas a la ciencia, sostenidas en usos impropios de los esquemas inferenciales y no susceptibles de control empírico. En breve: no habría un conocimiento filosófico sustantivo por encima de los saberes positivos. Su juicio se refería al ejercicio tradicional del filosofar, pero también alcanzaba a sus contemporáneos, y con más rotundidad, pues estos –testigos de la ciencia moderna y del análisis filosófico- tenían acceso a otras maneras de hacer. Valga como testimonio su valoración de autores entonces –y ay, todavía—de moda, a quienes leía porque no le quedaba otro remedio: «la lectura de Barthes y de Lévi-Strauss, por ejemplo, no me ha servido más que para conocerles. Barthes, sobre todo, es un pensador muy mediocre y una caricatura del científico. No hablemos de Foucault»15. La otra convicción matizaba el alcance de la primera: hay lugar para una reflexión legítima, que –sin fervor, pero sin traición a una parte de la historia del concepto—se puede llamar «filosófica», concentrada en los fundamentos, los métodos y las perspectivas de conocimiento científico y de las prácticas, también las artísticas. Para Sacristán, si nos tomábamos en serio esas dos tesis, debíamos cerrar las facultades de filosofía.
Esa era la implicación institucional, pero ahora me interesan otras que tienen que ver con su obra, con su carácter fragmentario y para la ocasión. Y con su recepción. Las ideas expuestas en el párrafo anterior se corresponden, en un sentido general, con el programa de la filosofía analítica: una exigencia de clarificación conceptual e inferencial que se traduce, por una parte, en la atención al conocimiento científico, fuente última de nuestra mejor información sobre el mundo, y, por otra, en un tarea de desactivación del empachado lenguaje propio de la filosofía tradicional, tan dispuesta a la especulación incontrolada, a elaborar «teorías» ajenas a las investigaciones empíricas. Simple cordura que, aplicada a una tradición como la marxista, con tantos vicios escolásticos, se traducía en un saludable programa: a) valorar las aportaciones de Marx como científico social a la luz de conocimiento disponible, lo que, entre otras cosas, suponía admitir que, más temprano que tarde, sus teorías estarían llamadas bien a descartarse bien a incorporarse –con las debidas modificaciones—al activo de una teoría social sin calificativos (marxista, de clase, revolucionaria, crítica); b) deslindar la parte normativa, valorativa, el ideario socialista, de un conocimiento positivo que encontraba su justificación última en su provecho para intervenir sobre el mundo; c) explorar las tesis filosóficas cultivadas por la tradición marxista siempre toscamente (que es como negar su existencia, pues no hay teoría sin formulación explícita) con las herramientas de la filosofía analítica -y, también, con las del conocedor de la historia de la filosofía-, sin ningún afán por «salvar» métodos que no eran métodos (la dialéctica) o convertir la filosofía en baremo de la calidad de conocimiento científico16. Si uno se toma en serio ese programa, resulta improbable que se proponga levantar «sistemas filosóficos». Estará antes por reflexiones parciales, casi siempre en la vecindad de resultados de genuina teoría social o de estudios sobre el estado del mundo, y, si acaso, en disecciones de textos clásicos. Vamos, una parte de lo que Sacristán haría en su vida académica.
Difícilmente podrá el lector actual sopesar la relevancia que tan sencillas -y hasta obvias- consideraciones podía llegar a tener en la tóxica, por dogmática y doctrinaria, atmósfera intelectual del marxismo español de hace medio siglo. Y no solo del español, que por entonces se alcanzaban cátedras en la Sorbona citando a Marx como fuente de autoridad. De filosofía y de ciencias sociales: en aquellos mismos días nuestro ministro de Universidades iniciaba una meteórica carrera en Sociología citando como autoridad epistémica a quien citaba a Marx como autoridad17, a un Althusser analfabeto en teoría de la ciencia y no muy suelto en la obra del judío de Tréveris, según confesaría años más tarde18. Sucedía en Francia y, menos toscamente, en Italia, donde, por otros caminos, también Lucio Colletti y Umberto Cerroni defendían la cientificidad de Marx19. Si así estaban las cosas en países con tramas institucionales civilizadas, imaginen como serían en la academia española, envilecida por la dictadura, y también, por el sectarismo resistencialista.
En principio, cabe pensar que, con ese cuadro, el programa de Sacristán tenía mucho camino por recorrer. Pero no fue así. No lo fue, en principio, por la escasa disposición de los potenciales destinatarios, empecinados en –o incapacitados para- atender a cualquier consideración que pudiera socavar el cuerpo doctrinal que apuntalaba sus vidas políticas o académicas: a mayor debilidad más cerrilismo. Lo de Russell: «Las controversias son más salvajes sobre los asuntos en que no hay evidencia alguna en ninguna dirección. La persecución se utiliza en la teología, no en la aritmética, ya que en la aritmética hay conocimiento, pero en teología sólo hay opiniones». Aún peor: es conocido que, cuando hemos empeñado la biografía en una empresa, nos resistimos a apearnos de ella. Los costes hundidos de los economistas. Sucede con los matrimonios, las inversiones en bolsa y, no menos, con las ideas. Y con una izquierda que había invertido muchos recursos en defender que -para decirlo con el fandango revolucionario- «el marxismo es pura ciencia y no verdades de fe». No se podían permitir la menor duda. Sencillamente no cabía la posibilidad de ensombrecer las teorías y los análisis que supuestamente inspiraban las prácticas políticas, por más menesterosos que fueran las teorías y los análisis. Así se funcionaba en la saturada atmósfera antifranquista: frente a una derecha contaminada por la dictadura, la izquierda se arrogó una excelencia que extendía no solo a la indiscutible superioridad moral de sus militantes sino a la doctrina que pretendía avalar el heroísmo. Para muestra, este botón del Jorge Semprún activista en la Complutense que anota con convicción en su informe al PCE: «El ambiente está siendo bueno. Hay campo y se está empezando a abonar científicamente»20. El fandango.
Pero no solo la patológica atmósfera y su cerril búsqueda de asideros complicaban cultivar el mensaje de Sacristán. Había algo más, que ayuda a explicar buena parte de la suerte (buena o mala) de su obra. Un algo más de interés filosófico: la propia naturaleza del producto que impedía un desarrollo por parte de los discípulos al modo en el que, después de Newton, Lagrange desarrollará la mecánica clásica o, después de Thomson muchos otros, comenzando por Rutherford, mejorarán la teoría atómica. Por usar imprecisamente el ya de por sí impreciso léxico popularizado por T.S. Kuhn, el paradigma de Sacristán no encontró su traducción en ciencia (o filosofía) normal, en aplicaciones de la teoría a sucesivos ámbitos de la realidad. No lo encontró porque no podía encontrarlo, porque sus reflexiones no eran tesis teóricas, sino metateóricas: una propuesta programática que comenzaba por drenar el campo, por recordar que mucho de lo que se decía no se podía decir porque no tenía sentido cabal. Sus juicios no eran teorías sociales o filosóficas, sino, si acaso, consideraciones –muy generales- acerca de cómo debían ser las teorías sociales o filosóficas. Como el conocido aforismo («De lo que no se puede hablar es mejor callarse») que cerraba el Tractatus, era un mensaje de una vez, que, si era correcto, reclamaba silencio: una elaborada argumentación cuya conclusión, tomada en serio, obliga a abandonar el campo, al menos en el mismo registro que había permitido llegar hasta allí. A partir de ahí hay que ponerse en harina, en lo verdaderamente importante, en el conocimiento del mundo. O en su transformación, como en 1845 había recomendado Marx a los filósofos en su fatigada tesis sobre Feuerbach. Lo que no cabía era seguir repitiendo el mensaje indefinidamente, a riesgo de que perdiera su sentido o -aún peor- se acabara por contradecir (pragmáticamente) a sí mismo: una vez terminada la obra hay que retirar el andamio. Lo demás eran eternos brindis al sol y (¡ay!) doctrinarismo, perpetua recreación sin desarrollo, porque no cabía desarrollo. Las reflexiones de Sacristán no permitían el sacristanismo.
A lo sumo, tomarse en serio el programa esbozado por Sacristán pasaba, ante todo, por explorar teorías sociales específicas, llamadas a integrarse en el curso normal de las distintas disciplinas, si acaso, con el añadido de cierto grado de autoconciencia filosófica. O por precisar conceptos o modelos presentes en las teorías: explicaciones funcionales, mecanismos, causalidad, gen, etc. Lo que antes denominaba «cambiar de registro». Y en tercer lugar, también, en lo que tenía de singularidad su marxismo, y en otro cambio de registro, cabía –o más bien, era obligado- cultivar lo que Sacristán llamaba «el principio de la práctica» que reclama disponer de un conocimiento –no teórico- encarnado en nuestros tratos directos con la realidad, el tipo de conocimiento que, por ejemplo, se materializa en el artesanado, la actividad artística, y sobre todo, en una acción política que, si se quiere racional, ha de integrar los distintos conocimientos –inevitablemente parciales, de diversos sistemas abstractos— que proporcionan las ciencias particulares. La intención última sería obtener, mediante la composición de las diversas abstracciones –de relaciones entre propiedades- de las ciencias, «un concreto de pensamiento» (Marx), un conocimiento de lo particular, imprescindible para la práctica bien fundada, para una acción que -a diferencia de la ciencia- no trata con informes sobre el mundo (propiedades), sino con el mundo. Pero esa reflexión tampoco admitía la recreación teórica; solo cabía formularla e inmediatamente después pasar a la acción: precisamente por lo que decía, porque la práctica apunta a la relación directa con el mundo real, a diferencia del conocimiento abstracto, que cristaliza en proposiciones referidas al funcionamiento de ciertas propiedades (físicas, económicas, sociológicas, etc.) del mundo real, sobre las que sí disponemos de teorías científicas. (La ciencia no conoce –ni tiene teorías sobre- la Luna, sino -sobre- su diámetro, trayectoria, atmósfera, etc. Como dirían los clásicos, no hay ciencia de lo particular).
El desarrollo de la teoría social que pudiera encontrarse en Marx no era cosa de filósofos; quedaba en manos de los investigadores. Que los ha habido. De hecho, con desigual fortuna, algunos economistas -destacadamente la escuela de Cambridge- llevaban en ello bastante tiempo, sin sombra de dogmatismo, tomando a Marx como uno de los eslabones de una teoría económica que tenía su gran clásico en David Ricardo21. Y, con mayor autoconciencia filosófica, en los mismos años en que Sacristán invitaba a calibrar la herencia de Marx con el tamiz de la filosofía de la ciencia, un programa parecido al suyo se desarrollaba en los mejores departamentos de filosofía y ciencias sociales del mundo anglosajón, cristalizando en trabajos empíricos y teóricos sobre teoría de la historia, las clases sociales y la explotación o normativos, como la propuesta de la renta básica22. Sacristán llegó a tiempo de conocer parciamente esos resultados –que algunos llevamos a Mientras tanto, la revista que dirigía— y de apreciarlos. Pero, fuera de alguna consideración al paso, no ejerció el género que animaba a cultivar. Señaló la línea de avance pero no caminó por ella. Pero eso, tan importante, repetido mil veces, no supone avance alguno. Lo dicho: tomar en serio Sacristán implicaba evitar el sacristanismo. Recordar las tesis un par de veces, si acaso, y «a las cosas», para decirlo con Ortega.
O no. Porque, a la vista de nuestro panorama político-intelectual, quizá no resulte tan ocioso repetir el mensaje de Sacristán. Y es que, por más que sean otros los vientos de la historia, se haya ido disolviendo el ambiente doctrinario frente al cual se habían levantado sus reflexiones y nuestros departamentos universitarios cada vez se parezcan más –para bien y para mal—a los de otras partes del mundo académicamente civilizado, todavía persisten fósiles de aquel mundo tóxico, como nos lo recordó la aparición de Podemos, un partido que, de atenernos a sus mimbres intelectuales, parecía teletransportado de los años más tenebrosos y deshonestos de la izquierda. Y no por sus menciones a Marx: solo maltratando mucho los conceptos se pueden reconocer en cualquier tradición no ya marxista, sino elementalmente socialista. Al escuchar a Pablo Iglesias mostrar -y justificar- su desprecio a la verdad -y de eso va, entre otras cosas, el populismo- resulta inevitable acordarse de aquellas líneas del autor del Manifiesto Comunista que con frecuencia recuperaba Sacristán: «a un hombre que intenta acomodar la ciencia a un punto de vista que no provenga de ella misma (por errada que pueda estar la ciencia), sino de fuera, un punto de vista ajeno a ella, tomado de intereses ajenos a ella, a ese hombre la llamo canalla»23.
Pero no hay que engañarse. Los recién llegados, sin inocencia ni disculpa, son irrecuperables. Quienes blasonan de despreciar la verdad, resultan impermeables a razones y datos. Toda la cháchara en torno a la hegemonía y los significantes vacíos, no son más que coartadas intelectuales para decorar un guion para el que la disputa de ideas exige el desprecio a la búsqueda de la verdad y a la defensa de la objetividad, un guion, eso sí, de suma utilidad cuando se defiende alguna variante -entre peronista y maoísta— de la reeducación cultural. También aquí muy alejados del Marx maduro, que en La Crítica al Programa de Gotha, mostraba su indignación ante la ideologización de la educación: «Eso de “educación popular a cargo del Estado” es absolutamente inadmisible. ¡Una cosa es determinar, por medio de una ley general, los recursos de las escuelas públicas, las condiciones de capacidad del personal docente, las materias de enseñanza, etc., y velar por el cumplimiento de estas prescripciones legales mediante inspectores del Estado, como se hace en los Estados Unidos, y otra cosa, completamente distinta, es nombrar al Estado educador del pueblo! Lejos de esto, lo que hay que hacer es substraer la escuela a toda influencia por parte del gobierno y de la Iglesia (…). Es, por el contrario, el Estado el que necesita recibir del pueblo una educación muy severa».
Consideraciones como estas resultan incomprensibles para quien desprecia la verdad. Vamos, que, si se piensa bien, ni siquiera la persistencia de atmósferas intelectuales como la que propició la existencia de Podemos, justifican quedarse en la repetición del mensaje original de Sacristán. Su mensaje, como decía, era mensaje de una sola vez, esto es, terminada la argumentación, precisamente por lo que decía, no queda más que cambiar de tercio, ir a otra cosa: lo demás eran permanentes brindis al sol y (¡ay!) doctrinarismo, una eterna recreación sin desarrollo, porque no cabía desarrollo.
Una tentación que, ciertamente, no siempre se evitó, favorecida por circunstancias diversas: una universidad –y, por extensión, un mundo intelectual—alejada de los mecanismos de criba de ideas propios de la buena academia; la militancia clandestina del filósofo, que, aún contra su voluntad, complicaba una aproximación natural tanto a su obra como a su persona, imponiendo otras menos transparentes, propicias a veneraciones y fobias; la mencionada naturaleza genérica de los desarrollos de Sacristán, que en la medida que no eran –ni podían ser- un conjunto de proposiciones explícitamente formuladas (la versión más idealizada de las teoría científicas), complicaba a los potenciales discípulos el conocimiento de si realmente estaban «dentro» o «fuera» de la herencia teórica y allanaba el camino a disputas escolásticas, tan frecuentes en las tribus filosóficas, que acostumbran a conducir a fatigosas –y estériles– hermenéuticas acerca de «lo que verdaderamente quería decir», un procedimiento de «resolución» de debates que carece de sentido cuando nos enfrentamos a genuinas teorías24. Unas circunstancias que encontraban un caldo de cultivo favorable en el carácter fragmentario de sus trabajos, explicable en buena medida por una actividad clandestina que, en sus propias palabras, «era un hándicap para el trabajo intelectual duradero. De aquí que escogiera conscientemente, como fórmula para escribir, el texto corto, el artículo, el ensayo, el prólogo»25. El paciente trabajo de sistematización de Salvador López Arnal al menos ha contribuido a mitigar esa dispersión.
La indiferencia montaraz y la fascinación acrítica no fueron las únicas reacciones ante la obra –y la persona- de Sacristán. Quizá la más instintiva entre ciertos filósofos à la page –o à la gauche divine– fue acusarlo, velada o explícitamente, de dogmático. Si se reconocía en la tradición del marxismo y mostraba dureza –casi impaciencia—ante la deshonestidad o la frivolidad intelectual, no necesitaban mucho más. Y si lo necesitaban, el ecosistema allanaba el camino: la urgente politización de aquellos años, en los que las aproximaciones intelectuales parecían requerir filiaciones políticas y, a qué negarlo, una cierta «contención sentimental» o «despersonalización» del filósofo en el trato personal 26, que producía efectos inhibitorios incluso entre los más cercanos y, aún más, entre quienes, inseguros de sus ideas, no se atrevían exponer sus discrepancias, temerosos de que se entendieran, antes que como desacuerdos intelectuales, como deslealtades a la persona o, aún peor, a «la izquierda».
No resulta complicado desmentir la pertinencia del calificativo de dogmático. Pocas personas menos sectarias en el debate intelectual, como ejemplificaban su aprecio por Hayek, Popper y tantos otros críticos del comunismo. Lo previsible en quien se toma en serio. Las mismas razones que llevaban a despreciar a los frívolos compañeros de viaje están en el origen de tales simpatías: «A mí, si digo la verdad, no me importa con quien coincida, como cualquiera que no tiene más objeto que decir la verdad. A mí no me importa que la doctrina de la lucha de clases de Marx le venga de un policía reaccionario prusiano, Von Stein, como le venía. Lo que importa es lo que se dice. En el momento en el que se empieza a preguntar para qué sirve, quién lo inspira, en ese mismo momento el que hace esas preguntas insidiosas es él, el que se está escondiendo, muchas veces por pura defensa, sin saberlo y sin mala intención, está intentando esconder la inseguridad de su propio ánimo, porque él no se ha lanzado del todo a decir la verdad»27. La disposición exactamente contraria a la de quienes lo señalaban como dogmático.
Hay más razones para descalificar la acusación. Otra, acorde con la anterior consideración, resulta casi obvia: la incompatibilidad de principio entre la disposición dogmática y la dedicación a la filosofía de la ciencia, esto es, al estudio de las estrategias de fundamentación de los argumentos. En contadas –porque, como decía, no desarrolló el programa que defendía— pero exquisitas páginas, Sacristán se servirá de las herramientas de la disciplina para mostrar el despropósito del materialismo dialéctico y la insolvencia del marxismo cientificista. Y una tercera, la propia biografía, un pesimismo propio de alguien que descree -también aquí con el Popper de La miseria del historicismo– de todo sentido de la historia, de todo inexorable buen curso, y que está en el origen de su decisión de vetar la publicación –por su efecto desmovilizador—de la entrevista varias veces mencionada. Allí reconocía su «pérdida de convicción sobre los esquemas de pensamiento político-cultural clásicos del movimiento obrero mayoritario en Europa occidental». Sucedía, por cierto, en los mismos años en que estudia y prepara la edición de la obra de Gramsci y, como el italiano, también experimenta el desánimo, y hasta la «inhibición», su manera de referirse a la depresión: «estoy seguro de que uno de los factores de mi inhibición de escribir, de intervención política y cultural o política ha sido la evidencia final, para mí, de que Gramsci supo que todo era una derrota, que el proceso histórico-político en el que él había intervenido como protagonista se saldaba con una derrota total»28. Con los años, los estudiosos de la obra del italiano han confirmado el diagnóstico, no solo el evidente abatimiento de los Quaderni del carcere, sino algo más serio y hondo, que queda, por ejemplo, recogido en una estremecedora carta del 27 de febrero de 1933 escrita a su cuñada Tania: «Certe volte ho pensato che tutta la mia vita fosse un grande (grande per me) errore»29.
Solo desde un genuino afán de verdad resultan inteligibles dudas como las anteriores: quien desprecia la verdad carece de criterio regulador y no contempla inseguridades. Y Sacristán dudó mucho, hasta romper con muchas tesis centrales de su tradición heredada, precisamente porque le importaba conocer cómo son realmente las cosas. La radical revisión se puede reconocer en asuntos que formaban parte del guion sobre el que se había construido el socialismo de Marx, y que, andando el tiempo, han mostrado unas implicaciones sociales y políticas que entonces pocos atendieron. Sacristán llamó tempranamente -muy tempranamente- la atención sobre los riesgos de la tecnociencia, en particular de la ingeniería genética, cuyos peligros potenciales (lanzar un virus letal con el genoma modificado) superarían con creces unos beneficios indiscutibles (pero siempre limitados) que no ignoraba; los problemas medioambientales y la imposibilidad de levantar las sociedades bajo el supuesto de la abundancia de recursos naturales; la relevancia de los conocimientos (de la sociobiología) sobre la naturaleza humana para entender y organizar las sociedades. No había sombra de irracionalismo o anticientificismo en esas preocupaciones, al revés, sus argumentos se sostenían en la mejor ciencia disponible. Y, desde luego, cada una de esas líneas enfilaba contra tesis clásicas, empíricas o políticas, de la izquierda: la indiscutible bondad del crecimiento de las fuerzas productivas, entre las que se incluía la tecnociencia; la abundancia infinita de recursos que haría posible una sociedad comunista desinteresada por el problema del poder político y los criterios de distribución (si hay de todo para todos no hay que preocuparse acerca de qué quiere quién ni de establecer límites a los deseos de consumo de las poblaciones); una defensa de la igualdad (o del altruismo) fundamentada en una presunta igualdad natural y/o en alguna variante de la tabla rasa, la hipótesis de que somos buenos de fábrica, o infinitamente maleables, y por tanto, buenos por adoctrinamiento, esto es, mediante socializaciones forzadas, como los campos de reeducación encargados de forjar «hombres nuevos». De hecho, ante las investigaciones que respaldaban los argumentos de Sacristán la mayor parte de la izquierda adoptó la peor disposición intelectual: negarlas, descalificarlas, como sucedió con la sociobiología de Wilson; o ponerlas en duda de la peor manera, como sucedió con los informes del club de Roma, elaborados, según esa izquierda, al dictado del capital con la intención de frenar las demandas de consumo de los pobres del mundo. La reacción previsible en los empeñados en salvar dogmas.
No, las acusaciones de dogmatismo no encuentran avales en sus escritos. No había en Sacristán afán alguno de defensa de la teoría marxista, si es que hay alguna cosa que se pueda llamar teoría marxista. Tales acusaciones respondían más bien a reacciones frívolas ante la radicalidad de un compromiso que algunos pudieron experimentar como una interpelación personal. Que, ocasionalmente, lo era, pero solo cuando una vez desmontados los argumentos, no cabía otra explicación de la insistencia en la sinrazón que la deshonestidad intelectual. Entonces sí que aparecía el tono arisco acompañado de una severa austeridad, nada excepcional en las tradiciones revolucionarias igualitarias, que bien se podía confundir con intransigencia. Tampoco facilitaba las cosas la solemnidad, casi litúrgica, de la que se revestía su entorno. A veces, quienes por allí andábamos parecíamos depositarios de un saber hermético inaccesible a los no iniciados, como si se hubiera transmitido por ósmosis. O así parecían entenderlo algunos. Es posible, como tantas otras cosas. Por mi parte creo que, si queremos entender las descalificaciones, resulta más promisorio interpretarlas como manifestaciones del esquivo trato con la verdad de los acusadores y, si se quiere, de sus prioridades: cuando preocupa más uno y su imagen que conocer el mundo, no se experimenta la satisfacción de «quien prefiere que los otros tengan razón», para decirlo con Borges; de quien se olvida que «dire la verità, arrivare insieme alla verità, è compiere azione comunista e rivoluzionaria», por repetir fielmente la maltratada cita de Gramsci. La psicología sabe mucho de estos señalamientos.
Lo indiscutible es que no careció Sacristán de entereza para emplazar a los suyos a mirar de frente la realidad y su propio pasado. Por ejemplo, en febrero de 1978, en una conferencia ante un público en el que no faltaban estalinistas, cuando no dudó en afirmar que «el estalinismo ha sido una tiranía sobre la población soviética, una tiranía asesina sobre el proletariado soviético y conservar la nostalgia de eso es estúpido y criminal»30. Sencillamente, les estaba llamando «estúpidos y criminales». Y si quieren una consideración más actual, en estos tiempos de superioridades morales, recuerden cómo también aquí se desmarcaba del teórico del compromiso: «ese izquierdismo metafísico es algo con lo que, al hablar de Sartre, uno, que es de izquierda como lo soy yo, no tiene más remedio que mostrar su desacuerdo. Eso es una injusticia especulativa absolutamente inadmisible, eso es convertir los conceptos izquierda y derecha en entidades metafísicas. Entonces resulta que la derecha es siempre canalla, cosa en primer lugar absurda y en segundo lugar calumniosa, si se me permite la expresión». Al leer esas palabras uno no puede evitar acordarse del Camus que en su polémica -brutal, e indecente en las formas- con Sartre y sus mariachis escribía «Si yo creyera que la verdad es de derechas, allí estaría».31. Una convicción inseparable de otra, recogida en sus apuntes, y que describe impecablemente –por activa o por pasiva— a los protagonistas de la famosa disputa: «la verdad no puede subsistir sin una vida verdadera»32.
No estoy seguro de que Sartre hubiera entendido consideraciones como las anteriores. Son palabras que, en el fondo, le emplazaban. Para el autor de Les mains sales (Las manos sucias), aquella obra de teatro que tantos interpretaron como una justificación del estalinismo, los hechos eran negociables y el autoengaño tenía disculpa. La verdad solo importa si nos conviene. La actitud más despreciable que se puede imaginar en un filósofo, la propia de quien no se toma en serio. Nos lo recordó Bernard Williams, uno de los más grandes filósofos de los tiempos recientes, en su insuperable defensa de la verdad, cuando llamaba a sonrojase ante un colega capaz de escribir: «no me importa lo más mínimo si todos y cada uno de los “acontecimientos” de los que informa Castañeda (en sus trabajos sobre el chamanismo) “ocurrieron” alguna vez».33 Por cierto que Williams, en ese mismo ensayo, estableció para siempre una jerarquía moral que, en este caso, es jerarquía intelectual: «Durante bastantes años, las gentes biempensantes de la izquierda intelectual siguieron a Sartre en su cruda marginación de Camus, en su desdén hacia lo que se presentaba como el necio humanismo, el moralismo subjetivo y la incompetencia filosófica de Camus. Puede que Camus haya sido un filósofo menos profesional que Sartre, pero no está claro que fuera peor filósofo. Lo que con toda seguridad es cierto es que fue un hombre más honesto y su autoridad intelectual descansa en ese hecho».34 No creo que Sacristán hubiese discrepado de ese diagnóstico35.
El trabajo científico de Marx es la transcripción -soberbiamente anotada y editada por López Arnal y David Vila, hasta el punto de que el texto original apenas ocupa un tercio de las páginas del libro- de una conferencia impartida en la Fundación Miró en 1978. Supuso un cierto paréntesis en el quehacer intelectual de su autor, en unos años en los que buena parte de sus actividades, lecturas e intervenciones, estaban consagradas a lecturas y reflexiones más político-prácticas. Sacristán, vuelve a –y parece disfrutar con- la disección histórica más clásica, ayudado ocasionalmente con las herramientas del análisis filosófico: «[Mi intención es hacer] lo que he llamado filología, es decir, hablar del pensamiento de Marx, no presentar continuación –buena o mala, productiva o estéril– de su pensamiento. Y no por deseo de escurrir el bulto, ni porque crea que un clásico haya de ser siempre objeto de lectura filológica, sino porque me parece que entre las varias cosas buenas que se pueden sacar de una situación de crisis, de cambio de perspectiva, está la posibilidad de restaurar el estudio de las ideas sobre una buena base histórica».
La tesis que sostiene Sacristán es sencilla. Presenta dos partes. Según la primera, en Marx hay tres ideas de ciencia, no dos, la opinión más extendida entre marxólogos: Science, la normal, la de Darwin o Newton; Kritik, la ciencia como crítica, propia de los jóvenes hegelianos; y Wissenschaft, la hegeliana, «una noción de origen platónico que engloba el conocimiento de las esencias, la metafísica». La segunda parte, más original, casi extravagante, pero bien documentada, argumenta que Marx llega a su idea más madura de ciencia por el camino torcido de su retorno, en torno a 1850, a Hegel: «el elemento más anticientífico de su formación –el hegelianismo– es el que lleva a Marx a lo más científico de su obra. Mientras no recupera a Hegel, otros elementos de su horizonte intelectual –la filosofía crítica de los jóvenes hegelianos, la de Feuerbach y el socialismo francés– impiden que su estudio de los clásicos de la economía política fructifique en una concepción científica propia, pues hacen que la ciencia económica, con sus cifras medias, le parezca solo una infamia».
Salvo para aquellos convencidos -como el personaje de Woody Allen— de que la brillantez de Guerra y Paz se pueda condensar en la afirmación «va de Rusia», para todos los demás la calidad de una exposición se mide por sus matices, por su arquitectura argumental y por la solvencia empírica de cada uno de sus juicios, lo que, cuando se está en labores exegéticas, como es el caso, requiere la buena documentación contextual de las afirmaciones. Y en ambos terrenos se mueve con soltura Sacristán, filósofo de la ciencia y competente como historiador de la filosofía, como había demostrado en sus entradas historiográficas en la Enciclopedia Espasa-Calpe, equivalente en español a la Enciclopedia Británica. Ese buen hacer se muestra especialmente cuando se enfrenta a asuntos especialmente tortuosos como la recreación pedagógica de la dialéctica de Hegel, un reto que pocos han superado; en particular, cuando reconstruye «la metodología como desarrollo». En lo esencial, nos dirá, con esa idea se quiere expresar la convicción de que la argumentación que explica X no debe ser una cadena de razonamientos ajenos a X, sino que ha de consistir en la exposición del desplegarse de X. Por eso mismo, la argumentación por necesidades externas al objeto, que no sean específicamente suyas —por ejemplo, la lógica general, o la matemática, o la mecánica, etc.—, no sería científica, porque no es verdaderamente necesaria.
Sacristán destaca lo estrafalario de tan peculiar idea de explicación, ajena a las habituales en teoría de la ciencia, aunque, sin duda, muy coherente con la ontología idealista hegeliana: «Un monismo idealista como el de Hegel no puede ver como explicación del ser más que la explicatio, el despliegue o desarrollo del ser. Si no hay más que una cosa de referencia en el mundo del conocimiento, también la explicación de esa cosa tiene que estar dentro de ella: no puede haber más argumentación explicativa de esa cosa que la exposición de su desarrollo». Y la hace inteligible: «El criterio de esta metodología hegeliana es considerar científica solo la explicación por lo que se podría llamar la ley interna de desarrollo del objeto, entendida como algo que no se puede captar desde fuera. Una buena manera de imaginarse qué quiere decir eso, cuando uno no tiene gran interés por estudiar la filosofía hegeliana, es pensar en un símil orgánico, en el desarrollo de un cuerpo vivo, y hacerse cargo de que este ideal metodológico del desarrollo, de la idea de ciencia como desarrollo del objeto, consistiría en que el tratado científico reprodujera el desarrollo de aquel organismo desde el germen hasta la muerte, visto desde dentro, en vez de explicarlo por necesidades externas». Pero inmediatamente después de hacernos inteligible la trama, aparece el filósofo analítico que muestra alguno de sus trucos. Por ejemplo, cuando nos señala la confusión que se da en Hegel entre lo «abstracto» y lo «vago», entendemos esa extraña idea hegeliana, también contraria al sentido común, según la cual el conocimiento, que reproduce la evolución y el despliegue mismo del Ser, avanza desde lo «abstracto» (confundido con lo «indeterminado») inicial hasta llegar a «lo concreto» (confundido con «lo preciso», «lo determinado»).
La peculiaridad, nos dirá Sacristán, es que ese extravagante guion, en manos del autor de El Capital, baqueteado a esas alturas (1850) en la ciencia social del momento -en particular, en la economía política-, acaba resultando epistémicamente productivo. Marx recoge esas ideas de Hegel y, como él, «también habla de ascenso de lo abstracto a lo concreto contra el uso, corriente hoy, por el cual se suele decir que se asciende de lo concreto a lo abstracto», de Bobby al concepto perro. Ahora bien, al substituir la ontología idealista de Hegel por otra que él considera materialista, se ve obligado a tener en cuenta la concreción material y corrige la idea hegeliana del ascenso de lo abstracto a lo concreto introduciendo la distinción entre un concreto material y un concreto intelectual, de pensamiento o conocimiento. «El conocimiento arranca de lo concreto material y obtiene primero un producto abstracto. Luego el pensamiento va componiendo los sencillos abstractos iniciales hasta conseguir, ascendiendo, concretos de pensamiento. La Entwick-lung hegeliana se configura así como una composición o síntesis con arranque empírico, y así queda de manifiesto el elemento más interesante y sensato de la metodología hegeliana o dialéctica: la valoración del conocimiento sintético de lo concreto, contrapuesta al lema clásico non est scientia de particularibus». Ese producto intelectual, totalizador, es interesante para el historiador y, especialmente, para la acción política racional, que actúa sobre el mundo, no sobre informes de ciertos aspectos de la realidad, que es de lo que se ocupan las distintas ciencias particulares. Ese «concreto de pensamiento», para decirlo con Marx, es un producto final, «síntesis de multiplicidad de determinaciones», las abordadas por las distintas ciencias. Estamos, sí, ante la anatomía última del antes visto principio de la práctica.
El ensayo-conferencia de Sacristán, comprimido aquí en un par de párrafos, está apuntalado con diversas digresiones de interés para marxistas y marxólogos: acerca del método dialéctico; la competencia científica de Marx (de quien se conservan unas mil páginas de cálculos y reflexiones matemáticas)36; los trastornos del marxismo cientificista (Althusser, Colletti) y de la filosofía parisina de aquellos días; las relaciones de Marx con la economía política de su tiempo; los precedentes (Spinoza, Leibniz) de la idea de conocimiento de lo particular, etc. Y también de otras provechosas para los interesados en teoría y sociología de la ciencia strictu sensu: la metodología del desarrollo y la idea de globalidad; la función de las metáforas filosóficas; las relaciones entre ciencia y metafísica; la pertinencia de la distinción entre método de exposición y método de descubrimiento; la relación entre ciencia y entornos materiales e ideológicos, etc. Esos y otros asuntos merecen pertinentes glosas de los editores en forma de notas que remiten a otros escritos de Sacristán en donde son objeto de desarrollo, y, ocasionalmente, a otros autores que interesaron al filósofo, aunque –puestos a decirlo todo- se echan a faltar referencias a reflexiones aparecidas con posterioridad a la conferencia y que, obviamente, Sacristán no podía conocer.
El tercer libro, La noción de ciencia en Manuel Sacristán, cuyo título remite directamente al ensayo anterior, procede de una tesis doctoral. Y se nota. Ocasionalmente, para mal: huida de los potenciales avisperos, reiteraciones, exceso de cautela al valorar al autor, escasa contextualización en las coordenadas filosóficas hispánicas y cierta rigidez en el orden expositivo, regido menos por los asuntos que por la particularidad de cada texto glosado. Y casi siempre, para bien: buena documentación, claridad, sistematicidad y pulcros avales filológicos a la hora de opinar. Entre esos activos no es mérito menor haberse sumergido –casi siempre con la ayuda de López Arnal— en materiales no publicados o de difícil acceso, entre los que destacan un libro sobre «los problemas del conocimiento», cuya escritura se interrumpe en los años sesenta; una conferencia sobre «la función de la ciencia en la sociedad contemporánea»; transcripciones de sus clases en la facultad de económicas; parte de su correspondencia, y notas personales, entre ellas aquella –más arriba mencionada (nota 14)— en la que confesaba que quizá sus incursiones en el mundo editorial no obedecían tan solo a la necesidad de ganarse la vida, sino que «es posible que fueran también un indicio de huida del trabajo científico». Sarrión, en lo esencial, nos presenta una cabal explotación y ordenación de esos materiales, lo que no es poco teniendo en cuenta la procedencia de los materiales.
En todo caso, el ensayo, a pesar del título, no se agota en –o no llega a, dirían algunos—la teoría de la ciencia. Sin ir más lejos, una parte importante del capítulo dedicado a las ideas lógicas de Sacristán se ocupa de circunstancias socio-institucionales (su papel como introductor de la lógica en España), un largo capítulo de la primera parte («La problemática ecologista en la filosofía de la ciencia de Manuel Sacristán») solo muy forzadamente se puede considerar como teoría de la ciencia, otro sobre Bertrand Russell se concentra casi exclusivamente en las ideas políticas del coautor de los Principia Mathematica y una parte entera de la tesis (la tercera) se ciñe a la relación de Sacristán con autores marxistas que poco o nada escribieron sobre teoría de la ciencia (o que cuando escribieron, mejor que se hubieran callado, como es el caso de Althusser). En ese sentido, el texto se puede entender mejor como una detallada exposición de las ideas filosóficas de Sacristán, entre las que se incluyen las referidas a lógica o teoría de la ciencia sobre el paisaje de fondo –no exhaustivo- del state of the art en los días en los que Sacristán escribía sus trabajos. La exposición de cómo estaban las cosas en tales asuntos resulta razonablemente completa, e incluso, en ocasiones se hace alguna cala histórica, como sucede, por ejemplo, en teoría del conocimiento. Eso sí, el lector no debe esperar un análisis a partir de lo que hoy sabemos de filosofía de la lógica o de la ciencia, pues apenas hay referencias a desarrollos recientes en esos ámbitos.
Lo cierto es que, fuera de la limpieza de los argumentos, que es lo valioso en el filosofar, no se encuentra una especial originalidad en la obra de Sacristán en esos dominios. Y es normal. Al fin y al cabo, se trata de áreas en las que se dispone de conocimiento consolidado y compartido y, cuando no se dispone, que también sucede, las discrepancias están razonablemente perfiladas, hay acuerdo acerca de los problemas importantes y sobre su busilis. Ya saben: lo de Russell y las controversias salvajes en teología que no se dan en la buena ciencia. Y mal que bien la investigación filosófica de inspiración analítica ha ido consolidando resultados en teoría de la ciencia: nadie reivindica el verificacionismo, las defensas de la falsación son muy matizadas y no se contempla la posibilidad de un lenguaje observacional desprovisto de cargas teóricas. Y si no se tienen resultados, al menos, se tienen retos, lo que, en este negocio, viene a ser casi lo mismo. Si me permiten la exageración, pedir originalidad en estos terrenos –y más en las condiciones en las que Sacristán trabajaba- sería como reclamar ideas propias a un profesor de física de partículas sin acceso a aceleradores de partículas o revistas académicas: solo está al alcance de unos pocos. Así las cosas, en Sacristán, se encuentran adscripciones razonadas a puntos de vista más o menos compartidos en filosofía. Incluso se encuentran adscripciones a opiniones compartidas –a la altura de su tiempo—en disciplinas empíricas relevantes para la teoría del conocimiento, como la fisiología o la psicología. Algo que tenía su mérito si se piensa en cómo estaban por entonces las universidades españolas.
Así sucede, por ejemplo, con su matizado alineamiento con las concepciones de la lógica de su maestro Heinrich Scholz, un teólogo protestante que experimentó una caída del caballo tras la lectura de los Principia de Alfred North Whitehead y Bertrand Russell, cambiando su área de investigación a la lógica matemática y sus fundamentos filosóficos (una circunstancia, esa condición de lógico con preocupación por los fundamentos de la disciplina, que está en el origen –entre muchas otras cosas— de su admiración por Quine). En todo caso, no está de más recordar que sus estudios de lógica, en Münster, transcurren entre 1954 y 1956 y, con los años, se mitigará su dedicación, entre otras razones porque resultaba imposible estar al día en la disciplina y dedicarse a otras cosas. Y él se dedicó a muchas otras cosas. Apenas volverá sobre estos territorios, salvo tangencialmente, cuando al reflexionar sobre los intentos de formalizar la dialéctica se ocupe de las propuestas de abordar tesis ontológicas con lógicas paraconsistentes, en particular de la obra de Lorenzo Peña o de Newton da Costa, unas reflexiones que, si no me he despistado, no menciona Sarrión. Aunque, puestos a hacer un inventario de ausencias, se echa a faltar un tratamiento sistemático de su relación con Ortega, un filósofo importante para Sacristán no solo en su juventud (aunque no ciertamente para sus ideas en teoría de la ciencia).
Más persistente será su interés por Carnap, Neurath y, sobre todo, Quine, seguramente el filósofo de la ciencia –y de la lógica— con el que más se identificaba, algo que recoge cumplidamente el ensayo. No creo exagerar si digo que, aunque se mostró receptivo a los trabajos de Popper y Kuhn (yo mismo asistí, como alumno y ayudante a seminarios sobre sus obras) y criticó –con Quine— las variantes más toscas del neopositivismo, siempre se reconoció hijo intelectual de la gran filosofía de la ciencia del siglo XX, la de Viena y, también, la de Berlín, en particular, de los trabajos de Reichenbach sobre la inducción. De hecho, en los últimos años, cuando parecía imponerse una filosofía de la ciencia poco comprometida con una idea fuerte de verdad (Kuhn-Lakatos-Feyerabend), entre bromas y veras, se mostraba partidario de alentar un manifiesto positivista, que más allá de la etiqueta «positivista» –pues no faltan positivistas convencidos de que las teorías son, antes que pinturas del mundo o retratos verdaderos, simples «economías del pensamiento» que atinan en sus predicciones- era un modo de repetir aquella proclamación de su compromiso insobornable con la idea de verdad mencionada más arriba: «A mí el criterio de verdad me importa. Yo no estoy dispuesto a sustituir las palabras verdadero/falso por las palabras válido/no válido, coherente/incoherente, consistente/inconsistente; no. Para mí las palabras buenas son verdadero y falso». Una opinión que, dicho sea de paso, cuesta hacer compatible con su aprecio por Quine.37
La minuciosa investigación de Sarrión no lleva a deslumbrantes conclusiones. Es normal. Sencillamente, no había originalidad en las opiniones del filósofo en teoría de la ciencia. Y como no las había, no se pueden encontrar. No las había, ni podía haberlas. Tampoco lo pretendía. Sacristán tenía el suficiente sentido de la realidad como para saber hasta dónde podía llegar con su dedicación incompleta a la investigación y en condiciones de aislamiento intelectual y académico. No se puede descubrir con una lupa casera lo que reclama el microscopio electrónico ni levantar teorías sobre el cosmos cuando solo se tiene acceso a los libros de la biblioteca del barrio. Su propio conocimiento de teoría de la ciencia le evitaba incurrir en adanismos intelectuales tan comunes entre filósofos de casino provincianos, adictos a la falacia del cherry picking para explicar el mundo con ocurrencias de café, y, también, entre algunos científicos sociales, incluso oreados, no menos dispuestos a hilvanar con cuatro datos convenientemente seleccionados teorías sobre la sociedad red, la sociedad líquida, la del riesgo y lo que se lleve esta temporada.
La originalidad de Sacristán se encuentra en una disposición de tipo general, de racionalidad práctica, esto es, racionalista y político-personal, de la que su radical compromiso –casi propio de un activista- con la verdad es un corolario. Sus razones epistémicas, por así decir, tenían una raíz moral. Bajo ese supuesto se entiende mejor su mirada sobre la ciencia y sobre el conocimiento en general, incluido su énfasis en la importancia de la práctica -el trabajo material y la intervención política, por precisar algo—como origen y justificación final del conocimiento. Y también se entienden sus reflexiones sobre la ciencia como institución, que le condujo a perspicaces anticipaciones, infrecuentes en aquella hora incluso entre filósofos de la ciencia de oficio. Ya se han mencionado algunas: los riesgos de la tecnociencia o las implicaciones de la ciencia como nueva y poderosa fuerza productiva. La novedad no radicaba en reconocer esos cambios en el mundo, algo que estaban haciendo desde diversas perspectivas –eso sí, como como elefantes en cacharrería- no pocos filósofos irracionalistas escasamente versados en qué es la ciencia: desde los contraculturales hasta algunos miembros de la sociología crítica. Sacristán –y esa era la importante diferencia- atendería a esas señales sin abandonar el compromiso racionalista y con conocimiento en serio de aquello en que consiste la ciencia: los matices, la trama argumental. Desde esa peculiar sensibilidad hay que entender un juicio que repetía con frecuencia en los últimos años: «la bondad epistémica de la ciencia es la que hace inquietante su –potencial— maldad moral». No dudaba de su calidad, solo que juzgaba que su justificación última, racional, se dilucidaba en territorios práctico-políticos.
Esa perspectiva político-moral, filosófica pero también práctico-vital, se traducía en un afán de verdad personal -marxista, si se entiende en el sentido de reflexión con vocación práctica— que asoma también en sus duras apreciaciones sobre esos intelectuales públicos que no se tomaban a sí mismos en serio -en su sentir, casi todos- y que se traducía en la antes vista actitud desabrida ante las imposturas. Ya se han citado algunos pasos. Hay más, y más rotundos. Por ejemplo, en la entrevista varias veces citada: «Resulta que la diferencia fundamental -de la cultura obrera- con la cultura de los intelectuales que tan odiosa me resultaba es el principio de modestia. El militante obrero, el representante obrero, aunque sea culto, es modesto porque, se podría decir, reconoce que existe la muerte, como reconoce el pueblo. El pueblo sabe que uno muere. El intelectual es una especie de cretino grandilocuente que se empeña en no morirse, es un tipo que no se ha enterado que uno muere, e intenta ser célebre, hacerse un nombre, destacar… esas gilipolleces del intelectual que son el trasunto ideal de su pertenencia a la clase dominante. En cambio, en la cultura obrera está la modestia porque está el reconocimiento de la muerte. Cada generación muere y luego sigue otra. Y los héroes obreros son, en general, héroes anónimos, mientras que los héroes intelectuales tienen dieciocho apellidos, cuarenta antepasados, influencias de escuelas y todas esas leches de los intelectuales tradicionales».
Esa sería, a mi parecer, la peculiaridad de Sacristán. Antes que estas o aquellas consideraciones sobre la ciencia, un afán de verdad personal –de autenticidad, si queremos tirar del maltratado concepto—que hilvanaba sus compromisos epistémicos, sus ideas en teoría de la ciencia, con sus opiniones sobre quienes trapichean con palabras. Y respetar ese mismo afán nos obliga a nosotros a reconocer que no siempre tenía razón en esos desplazamientos. Incluso estando de acuerdo con su defensa de una idea fuerte de verdad y con sus juicios acerca del gremio intelectual no hay una continuidad fuerte entre unas cosas y otras. O mejor dicho, no hay una continuidad entre los malos argumentos filosóficos y las indecencias morales de los filósofos. Ahí está Richard Rorty, tan cercano al posmodernismo en sus tesis (dudas) sobre la verdad y la objetividad, y al que –por defensor de la clásica socialdemocracia- uno no imagina entregándose a las tesis de la izquierda reaccionaria, aunque todo podría ser. Creo, y en algún lugar lo he defendido, que ciertas ideas epistémicas allanan el camino a algunas formas de relativismo político38, pero me costaría más relacionar esas tesis con la frivolidad intelectual39. Esta, indiscutible en ciertos empeños intelectuales, a mi parecer, se entiende mejor desde los diseños institucionales de calibración de ideas. Por resumir mucho: no es que sean tramposos quienes cultivan penosas disciplinas, sino que es la propia dinámica de las penosas disciplinas la que produce –y hasta favorece y atrae a los—tramposos40.
Y, además, estaban las circunstancias. Las circunstancias de todos. La dureza de Sacristán al enjuiciar a los intelectuales públicos, como se vio, también estaba en Ferlosio. Y en Gustavo Bueno, autor de un trabajo intitulado «Los intelectuales: los nuevos impostores» preparado para un Congreso Internacional de Escritores para la defensa de la cultura, que pretendía conmemorar cincuenta años después el celebrado con el mismo título en Valencia en 1937: el filósofo asturiano, después de redactado su escrito, devolvió los billetes de avión que le habían remitido para asistir al Congreso. Para explicar esa unidad de juicio no podemos acudir a unas afinidades intelectuales que objetivamente son escasas. De hecho, Sacristán y Bueno mantenían opiniones discrepantes –con exageración retrospectiva se ha hablado de polémica- acerca de la ubicación institucional de la filosofía. Las diferencias entre los tres eran muchas, en biografía, formación e ideas políticas o filosóficas, y en decisiones vitales, pero la dureza en la valoración de los intelectuales y el desprecio a la inautenticidad eran idénticas. Los tres de la misma quinta: Sacristán de 1925; Ferlosio de 1927; Bueno de 1924.
Ellos venían de otro mundo, de unos compartidos ecosistemas generacionales muy alejados de las nuestros. Duros y difíciles. En ausencia de sistemas normales de reconocimiento y calibración de las comunidades científicas, acostumbradas al debate crítico y a criterios explícitos de selección de ideas y personas, el carisma, la adulación y las afinidades políticas se imponían a las buenas razones y a la excelencia investigadora. Y no olvidemos un aislamiento intelectual del que cuesta hacerse una idea, el propio de una dictadura y, si se quiere, de las restricciones tecnológicas: hoy desde la pantalla de nuestro ordenador podemos acceder a exquisitas revistas académicas, actualizadas fuentes de datos e incluso a los cursos de los mejores departamentos universitarios de mundo.41 Trabajaban con lo que podían, con lo que tenían a mano, que, obviamente, no era lo mejor, y discutían –si había ocasión- en unos asfixiantes ambientes universitarios con los pocos que andaban por allí, quienes, temerosos –con razón o sin ello— de jugarse el futuro cada vez que abrían la boca, la abrían poco o solo para asentir. Quizá por eso recreamos polémicas que nunca llegaron a ser.
Alguna vez he leído que la falta de un contexto académicamente civilizado es responsable de que no haya cuajado una genuina tradición de filosofía española. Me cuesta compartir esa opinión. Más bien hay razones para pensar que las tradiciones «nacionales» encuentran ecosistemas favorables en las autarquías. Desde lo de Darwin en Las Galápagos sabemos que el aislamiento reproductivo está en el origen de las singularidades biológicas. Ya saben, como el gasógeno. Y, claro, con el gasógeno se llega tarde y mal a lo conocido por todos; eso sí, con el convencimiento de haber inventado la pólvora. En todo caso, si así fuera, si esa es la causa de que no podamos hablar de «filosofía española» (otra cosa es filosofía en España), pues qué quieren que les diga: que no hay mal que por bien no venga; que bienvenida sea la autarquía. La falta de un pensamiento español no me inquieta lo más mínimo. En realidad, me resulta mucho más inquietante cualquier adjetivo nacional que califique a la filosofía o a la ciencia: lo de ciencia alemana entusiasmaba mucho a los nazis, como le gustaba recordar a Sacristán.
En ocasiones, la exposición limitada a la información presenta algunas ventajas. Comenzamos a disponer de resultados empíricos que muestran las patologías de saturación de publicaciones:42 publicaciones con rendimientos marginales decrecientes, en el mejor de los casos; un afán por publicar que se impone al afán de verdad; dependencias de la senda marca por las citas, que retroalimentan siempre las mismas ideas y ahogan innovaciones; problemas para aceptar lo que no forma parte del mainstream, con lo que no operan genuinos criterios de reconocimiento de la calidad.43 Y en las disciplinas filosóficas, las cosas resultan aún más complicadas. Cuando uno vuelve a la Ética nicomáquea no puede evitar la sensación de que, en determinados asuntos y disciplinas, resulta más provechosa la compañía de pocos pero doctos libros suficientemente frecuentados, la conversación con los muertos, que muchas de las lecturas de los más reputados Journals de filosofía moral de los últimos años.
Pero no hay que engañarse recreando lo que nunca fue. Sí, la nostalgia es un error. Las atmósferas cerradas son insanas. Y, ciertamente, aquel mundo propició patologías de la peor academia, aquella en la que no hay reglas de competencia institucionalizadas para identificar las mejores ideas y, con ellas, los mejores investigadores: encapsulamientos y cerrilismos intelectuales; encelamiento en ideas obsoletas; autoritarismo y adulación de santones; métodos de cooptación asociados antes al servilismo que al mérito; sectarismos y, su inevitable compañía, encanallamientos tribales. Y así fueron con frecuencia aquellos mundos que no cabe mirar con nostalgia. La pregunta es inmediata: ¿cómo habría sido nuestra historia intelectual reciente en un contexto político cultural civilizado? Y otras, derivadas de la anterior: ¿cuántos filósofos, economistas, sociólogos que, por una razón u otra, recibieron reconocimiento en aquellos años como titanes del pensamiento o la teoría habrían sobrevivido en una cultura académica normal? ¿Qué habría sido de las mismas gentes en otros entornos más normales? Y no solo las disciplinas «humanistas». Pienso, por ejemplo, en Faustino Cordón, un farmacéutico de formación que acabó dedicándose a la biología evolutiva y llegó a proponer una singular teoría evolutiva que abarcaba desde las proteínas hasta los animales. La desarrolló en tres volúmenes; nada que ver con el sistema habitual de publicación de ideas en las comunidades científicas, mediante artículos. Sus libros atraían, sospecho, antes la atención de los profanos que la de los investigadores de oficio, entre otras cosas porque sus tesis se presentaban como «marxistas» o «dialécticas». No estoy diciendo –tampoco descartando- que fuera un lunático. De hecho, posteriormente he dado con algún trabajo académico que desarrollaba ideas que recuerdo haberle leído a él por primera vez. En particular la tesis de que Cocinar hizo al hombre, para decirlo con el título de un libro suyo; siempre en libros.44 Simplemente estoy hablando de aquel mundo. Porque lo que acabo de decir de Cordón se podría decir de muchos otros. Por ejemplo, de Castilla del Pino, aunque, ciertamente, a este, en sus negocios públicos, le fuera bastante mejor.
Ese era el problema, que en aquellos mundos no era fácil deslindar el trigo de la paja. Las reputaciones se levantaban por las razones más extravagantes, incluidas las políticas. Todos andábamos a ciegas, fiándonos de heurísticas tan pedestres como quién había traducido qué. En muchos casos, nunca sabremos a ciencia cierta si nos equivocamos con nuestros maestros. Buena cosa era si no acabamos entregados de por vida a defender desatinos. Por mi parte, no tengo duda de que Sacristán, en ese otro mundo, habría hecho otras cosas. Su falta de originalidad era un modo discreto de reconocer realistamente en qué mundo se movía. De reconocer, que no aceptar. Ante todo, no mentirse. Tampoco nosotros al volver sobre aquellos tiempos.