jueves, 23 de febrero de 2023

Del progreso y la civilización humana

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor y académico Mario Vargas Llosa, va del progreso y la civilización humana. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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El oso
MARIO VARGAS LLOSA
19 FEB 2023 - El País
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Finalizadas las fiestas de París, ya en Madrid, me encerré en mi casa para leer una vez más El oso de William Faulkner. Es un relato que debo haber leído diez veces o acaso más. De tiempo en tiempo necesito releerlo porque es uno de los más bellos que escribió su autor. No sé si él lo supo nunca, pero todas las selvas y pantanos y desiertos están reunidos en este rincón del Misisipi norteamericano: los desiertos de Arabia, los bosques lujuriosos de la Amazonía, todas las planicies que el ser humano atravesó a sangre y fuego, para construir sus ciudades.
El relato es soberbio, acaso uno de los más logrados que escribió Faulkner. Todos los desiertos y bosques van desapareciendo para que el hombre construya sus ferrocarriles, sus fábricas y sus ciudades. El solitario defensor de ese rincón del Misisipi es Old Ben, un oso magnífico, que se ha cargado ya a buen número de seres humanos y que tiene una cojera que le impide correr pero no pelear y defender ese pedazo de selva que le disputa esa pandilla de pobres diablos, entre los que hay esclavos todavía. El oso muere peleando, defendiendo su selva, como las víboras, en una estampida final, en la que, enloquecido, destroza el bosque que lo cerca. Hasta que cae abatido por esos cazadores, que ya saben beber whisky, pero que no van al colegio todavía, y se prestan los fusiles para cazar. Los personajes de esta historia son en su mayoría chiquillos, y el lector adivina que algunos nombres son apodos: mayor de Spain, Jim de Tennie, el general Compson, y, por supuesto, muy de lejos, el coronel Sartoris. El personaje principal tiene apenas 13 años al comenzar la historia, y varios más al terminarla, cuando, lleno de dignidad, rechaza la herencia que quiere subvencionarlo. Son todos unos pobres diablos, sin duda, tal vez analfabetos, pero están empujados por una fuerza civilizadora, como la que llevó a sus pares a extender las ciudades por el mundo, sin respetar esos enclaves de los que ahora no queda casi nada.
Todas las selvas y desiertos, como digo, están reunidos en este rincón del Misisipi norteamericano. Todos irían desapareciendo para que el ser humano se instalara y construyera ciudades de potentes máquinas como los trenes y los automóviles, y las grandes fábricas en las que trabaja la gente como hormigas. Si pudiera hablar, ¿qué diría Old Ben? Vomitaría tal vez, advirtiendo que los seres humanos terminaron con los bosques y las playas, los pantanos y los ríos, para construir sus hospitales y convirtieron los grandes arenales en carreteras.
El cuento, que se titula simplemente El oso, nos obliga a pensar, a ver en esos cazadores juveniles a destructores que, movidos por un fuego inextinguible, acaban con todo el mundo natural para construir sus ciudades y fábricas, hasta despojar a la tierra de esos bosques y lagunas donde florecen en libertad los animales más fieros. Lo que ocurre con Old Ben, antes de que muera, es la pérdida de la razón: enloquecido, ataca las cabañas y los árboles, y los perros que lo enfrentan, y, duplicando sus fuerzas, perpetra una matanza inverosímil. Al final muere, y su apartarse de esta vida significa de algún modo la desaparición de esas florestas y lagos donde, antes de que llegaran los humanos, chapoteaban los animales, matándose entre ellos de vez en cuando, por supuesto.
El relato tiene algo de extinción, de un término que tiene que ver con la transición desde un estado de cosas todavía primitivo, pero que iría desapareciendo poco a poco para ser reemplazado por ciudades civilizadas, colegios y cinemas y universidades, donde las personas se educan y aprenden buenos modales. Estas últimas no reconocerían a las que acabaron con Old Ben, y se arriesgaron a perder la vida desafiando al oso, ese solitario que defiende el bosque, el mundo natural, hasta su misma muerte. En adelante, una empresa maderera reemplazará a los altos árboles y a los riachuelos risueños, y a los millares de pájaros e insectos que pululan entre esos árboles. Leído así, El oso parece una protesta contra el mundo civilizado, una defensa del primitivismo más elemental, y, sin embargo, qué injustos somos cuando leemos un cuento tan hermoso. La civilización es un hecho irreversible. Los jóvenes con lecturas son preferibles a esos analfabetos que saben disparar un fusil, pero que no han leído nunca un libro, y que en los trenes se meten al excusado a tomar tragos de whisky. La civilización, pese a los hermosos y retrógrados esfuerzos literarios, es una realidad que se divisa en el fondo del cuento. Los jóvenes bien educados, las mujeres y los hombres de cultura, que gozan en los museos y ven películas, y leen, van alejándose cada vez más de esas fuentes en que transcurrieron las vidas de los ancestros. ¿Qué es preferible? ¿Los mosquitos de esas selvas que tienen a la gente rascándose día y noche y esperando la picadura letal de una boa constrictor, o las ciudades con médicos, enfermeras y hospitales donde se curan las enfermedades y se está bien protegido?
Las páginas de la literatura son tramposas, en ellas no aparecen las serpientes y las plagas que devastan regiones, a las que vendrá luego a suceder la civilizada vida que es la nuestra, y en la que podemos leer historias como El oso sin dejarnos seducir por el salvajismo de ese mundo primitivo en el que el hombre triunfaba y los animales retrocedían y morían sin contemplaciones. El cuento, como ya he mencionado, es la transformación de la naturaleza en entornos modernos, dinamitando los paisajes brutales, y el triunfo de la civilización sobre la barbarie. Una barbarie que tiene sus encantos, desde luego, pero que está llena de peligros. No hay ninguna duda que la civilización es preferible. Pero queda la nostalgia, y eso, en el cuento, está maravillosamente establecido. Es imposible no sentir ternura y devoción con esos paisajes a los que la palabra enriquece y limpia de todo aquello que los seres civilizados rechazan. Cuando uno reconoce los textos de que se sirvió el autor para escribir este libro, da la impresión de que nunca supo Faulkner que escribía una historia que resumía este momento de la civilización humana: su avance frente a la naturaleza.
Todas estas reflexiones me han venido leyendo la historia de Faulkner y sus múltiples imitadores. Es uno de los grandes escritores de novelas del siglo XX, y, probablemente, quien manejaba mejor el inglés, hasta infantilizarlo y retrocederlo a ese estado feral, que es el que narra este relato, cuando los seres humanos dan el salto que, sin saberlo ni adivinarlo, conduciría a los rascacielos que ocultan el sol y nos hunden en la necesidad de recordar aquellos tiempos en que nuestros ancestros fueron conquistando los bosques, los ríos y las montañas, empujados por aquello que no sabían ni siquiera descifrar: la civilización. Eso es lo extraordinario que tiene la literatura: nos hace vivir en el pasado, en lo más primitivo, y nos recuerda de dónde venimos, pues eso fuimos todos, unos analfabetos tan feroces como las boas, a las que siempre derrotamos para construir nuestras ciudades, en las que mal que bien, estamos resguardados por hospitales y médicos, y todas las protecciones de la vida moderna.
























[ARCHIVO DEL BLOG] En búsqueda de la excelencia. [Publicada el 30/03/2009]










De George Steiner se pueden decir muchas cosas: por señalar únicamente dos, que es uno de los más importantes intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, y que toda su obra viene caracterizada por una insaciable búsqueda de la "excelencia". Excelencia humanística, literaria, académica, y vital. No es extraño, pues, que el crítico literario Martín Schifino titule el comentario de su última obra: "Los libros que nunca he escrito" (Siruela, Madrid, 2008), como "Utopías de la excelencia", publicado en Revista de Libros, en el número de marzo de 2009.
Nacido en París, en 1929, en el seno de una familia judía austriaca emigrada por causa del nazismo, en 1940 se traslada a Estados Unidos con su familia, obteniendo su licenciatura por la Universidad de Chicago, el MA (Master of Arts) por Harvard y el doctorado por Oxford (Balliol College, del que sería Profesor Honorario en 1995). Ha enseñado en la Universidad de Princeton (1956-58), en Innsbruck (1958-59), en Cambridge (1961), en el que fue elegido Profesor Extraordinario en 1969. En 1974, aceptó el puesto de Profesor de Literatura Inglesa y Comparada en la Universidad de Ginebra, en la que estuvo hasta 1994, cuando se convirtió en Profesor Emérito al jubilarse. Desde entonces, ha sido nombrado Weidenfeld Professor de Literatura Comparada y Profesor del St Anne's College de Oxford, (1994-95), y Norton Professor de Poesía en Harvard (2001-02). En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
De él dice Martín Schifino en su artículo citado que aspira a considerar la totalidad de la cultura occidental, donde la palabra se expande hasta incluir no sólo las artes liberales y las humanidades, sino además las ciencias y su historia. Acusado de "todólogo", según Schifino, Steiner responderá que la especialización en las humanidades le parece "una catástrofe". Los campos vallados -dice- son para el ganado. También con motivo de la publicación de "Los libros que nunca he escrito", el escritor y periodista canario, Juan Cruz, entrevistó a George Steiner. Fue una deliciosa y polémica entrevista, titulada "Yo intento fracasar mejor", que se publicó en El País el 24 de agosto del pasado año, que levantó cierta polvareda en España por sus críticos y ácidos comentarios sobre las lenguas autonómicas, por las que Steiner pidió disculpas posteriormente clarificando su primera opinión..
Yo no había oído hablar de George Steiner hasta que, hará diez años, leí su magnífico "Errata: El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1998). Un excepcional libro autobiográfico que me impresionó profundamente, al que llegué gracias a la lectura del comentario del escritor Ángel García Galiano, titulado "El pensamiento como vocación", publicado en Revista de Libros en abril de 1999.
De mi emocionada lectura de "Errata", recuerdo con especial intensidad los capítulos que hacen referencia a la enseñanza universitaria y a su propia experiencia académica, como alumno, primero, y como profesor después, siempre en busca de esa "excelencia" que caracteriza toda su obra. Dice Steiner: "Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, deberían ser perfectamente visibles. Cruzarse a diario en nuestro camino". Y continúa más adelante: "En la masa crítica de la comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta (…) No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, “huelen” la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío."
Antes de eso, Steiner nos ha contado su experiencia personal como alumno universitario en los años 50. No me resisto a reproducir algunos de esos párrafos: "Ingresé en 1949 en la universidad de Yale. Pero, aunque larvado, allí también había antisemitismo: hasta el año anterior ningún judío se había licenciado en humanidades. Con el curso ya en marcha, me trasladé a la Universidad de Chicago, que resultó ser un lugar muy especial… La providencia –el curso ha había comenzado- puso en mi camino un artículo sobre la Universidad de Chicago y su legendario condottiere. Desdeñando el absurdo infantilismo y la banalidad dominantes en la mayoría de los planes de estudio académicos, Robert Maynard Hutchins permitía a quienes lo solicitaban presentarse a los exámenes de cualquier asignatura. Si obtenían una puntuación adecuada, quedaban eximidos de cursar las asignaturas en cuestión. De este modo, y en casos excepcionales, los estudios universitarios podían reducirse a un año". 
Siempre y cuando guardasen silencio, los estudiantes podían asistir a seminarios avanzados. Matricularse con Leo Strauss: “Damas y caballeros, buenos días. En esta clase, no se mencionará el nombre de …., que por supuesto es estrictamente incomparable. Ahora podemos ocuparnos de la República, de Platón”. “Que por supuesto es estrictamente incomparable”. Yo no logré captar el nombre en cuestión, pero aquel “por supuesto” me hizo sentir como si un rayo luminoso, frío, me recorriese la espina dorsal. Un amable posgraduado escribió el nombre para mí al terminar la clase: un tal Martin Heidegger. Corrí a la biblioteca. Esa noche, intenté hincarle el diente al primer párrafo de Ser y tiempo. Era incapaz de entender incluso la frase más breve y aparentemente directa. Pero el torbellino ya había comenzado a girar, el presentimiento radical de un mundo absolutamente nuevo para mí. Prometí intentarlo una vez más. Y otra.
Ésa es la cuestión. Llamar la atención de un estudiante hacia aquello que, en principio, sobrepasa su entendimiento, pero cuya estatura y fascinación le obligan a persistir en el intento. La simplificación, la búsqueda del equilibrio, la moderación hoy predominantes en casi toda la educación privilegiada son mortales. Menoscaban de un modo fatal las capacidades desconocidas en nosotros mismos. Los ataques al así llamado elitismo enmascaran una vulgar condescendencia: hacia todos aquellos a priori juzgados incapaces de cosas mejores. Tanto el pensamiento (conocimiento, Wissenschaft, e imaginación dotados de forma) como el amor, nos exigen demasiado. Nos humillan. Pero la humillación, incluso la desesperación ante la dificultad –uno se pasa la noche sudando y no consigue resolver la ecuación, descifrar la frase en griego-, pueden desvanecerse con la salida del sol."
¡Qué envidia!... Si encuentran algún parecido entre esa "experiencia" y la de nuestras masificadas universidades actuales, será por una excepcional casualidad. No la desaprovechen, porque es difícil que se repita... Espero que disfruten con estas lecturas que les propongo. Sean felices. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 22 de febrero de 2023

De las decisiones económicas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del economista Daniel Fuentes Castro, va de las decisiones económicas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Economía e ideología
DANIEL FUENTES CASTRO
17 FEB 2023 - El País
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Cada día, a cada instante, millones de personas en todo el mundo toman decisiones de carácter económico, muchas veces de manera inconsciente (o, cuando menos, no analítica), sujetas a infinidad de restricciones y sobre la base de preferencias que no tienen por qué ser estrictamente racionales, previsibles o consistentes. Lo extraordinario es que, pese a la complejidad del conjunto, todas esas decisiones se ordenan sin necesidad de que alguien las coordine.
El resultado no es forzosamente el más justo ni el más eficiente, pues la economía de mercado actúa al margen de la igualdad de oportunidades, lo cual no impide reconocerle su capacidad para ordenar preferencias de manera descentralizada.
Esa capacidad es tanto más asombrosa cuanto que la conducta humana no es exactamente la de un algoritmo optimizador. El ser humano es racional, por supuesto, pero tiene emociones, se equivoca, cambia de criterio, se aferra a rutinas y costumbres (por absurdas que sean), alimenta creencias de todo tipo y es capaz tanto de la mayor mezquindad como del más admirable altruismo. Así somos. Nos cuesta reconocerlo, pero muchas de las grandes críticas a la economía de mercado son, en el fondo, críticas a la condición humana.
Nuestra mente ordena ideas como quien une los puntos de una línea invisible porque necesita comprender el mundo que le rodea. Y trata de hacerlo de la manera más sencilla, en ocasiones hasta el reduccionismo de lo binario: sí o no, más o menos, a favor o en contra. Es casi un acto reflejo.
Irremediablemente, la ideología (como “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.”, en definición de la RAE) forma parte del ser humano. Y, a pesar de ello, produce a muchos economistas un rechazo epidérmico. ¿Es posible abstraerse de todo sesgo, alejarse del tiempo en el que uno vive, y actuar con criterios escrupulosamente asépticos para abordar las complejidades que plantea la realidad económica?
Es una condición necesaria en el ámbito académico, al menos aspiracional. Y en buena parte del mundo económico es, además, condición suficiente. Ocurre así, en general, con las cuestiones de carácter operativo. Poco o nada hay de ideológico, por ejemplo, en la estrategia de subastas del Tesoro, en el día a día de la contabilidad nacional o en un cálculo de elasticidades.
Sin embargo, cuando se trata de política económica las cosas son diferentes. Las grandes decisiones obligan a elegir entre beneficios y costes que afectan de distinta manera a unos actores económicos u otros, con consecuencias que además están sujetas a menudo a un grado de incertidumbre notable. Y eso, asesorar o decidir sobre quién gana y quién pierde, o a qué llamamos “progreso”, no es algo que pueda hacerse al margen de la idea que uno tiene del mundo.
Firmaba hace poco Wolfgang Münchau una tribuna en este mismo diario en la que afirma que ”la edad de oro de la macroeconomía ha tocado a su fin”, en referencia a la sucesión de diagnósticos y decisiones erróneas en los últimos años, y en la que reivindica la supremacía de la política sobre la economía.
En realidad, no ha habido tal “edad dorada de la macroeconomía”, sino una edad dorada de hacer pasar por macroeconomía tesis insuficientemente fundamentadas como los mercados financieros autorregulados (sic), la austeridad expansiva (la contracción del gasto público iba a provocar un aumento de la actividad económica), el trickle-down o efecto goteo (la concentración de riqueza en los superricos iba a acabar permeando a las clases medias y populares), la curva de Laffer (la reducción de impuestos iba a generar una mayor recaudación fiscal) y otros postulados que, como el tiempo ha demostrado, eran lo que parecían: dogmas, pensamiento mágico o, en el mejor de los casos, evidencias anecdóticas.
La reflexión, sin embargo, debe ir más allá de esta crítica, por lo que el texto de Münchau sugiere sobre la relación entre economía e ideología. Así, la política de recortes draconianos del gasto público llevada a cabo en España entre 2010 y 2012 no fue perniciosa por razón de su claro sesgo ideológico, sino por su falta de fundamento: deprimir la actividad del sector público cuando el sector privado ya se había hundido agravó y prolongó la crisis, lo que tuvo por resultado un aumento de la deuda pública (que era precisamente lo que se quería evitar).
Igualmente, las políticas de sostenimiento de la renta de los hogares aplicadas durante la pandemia (ERTE, prestaciones por cese de actividad, protección social) o, en la actualidad, de algunas medidas contra la inflación (la conocida como excepción ibérica, ayudas a sectores productivos y hogares vulnerables) no han sido un acierto por ser ideológicamente progresistas, sino porque eran necesarias y han funcionado razonablemente bien en su contexto.
Hace apenas unos meses, los mercados financieros castigaron duramente el programa de rebajas fiscales de la entonces primera ministra británica Liz Truss, hasta el punto de forzar su salida de Downing Street. Sin embargo, nos equivocaríamos si pensásemos que el motivo del castigo fue ideológico. El error fue hacer abstracción del momento, de dónde está el Reino Unido y a dónde va el mundo. Y así podríamos poner muchos otros ejemplos.
A lo anterior se suma que las posiciones más progresistas, o de modificación del statu quo, suelen ser señaladas como ideológicas mientras que, incomprensiblemente, sus antagónicas no lo son. Subir el salario mínimo, aumentar la inversión pública o reforzar la progresividad fiscal se presentan como decisiones ideológicas, pero congelar el salario mínimo, reducir el gasto público o ahondar en la competitividad fiscal aparecen como decisiones “técnicas”. ¿Acaso el criterio experto solo es necesario para actuar en un sentido?
A esta lógica, la de hacer pasar por “técnicas” decisiones de política económica tan ideológicas como sus antagónicas, han contribuido durante mucho tiempo informes y estudios con credenciales académicas, institucionales o profesionales que, con los altavoces adecuados, han buscado definir una determinada ortodoxia. Los fundamentos teóricos, los modelos y el buen uso de las herramientas del análisis económico son imprescindibles para cimentar cualquier diagnóstico, pero es conveniente que pasen por el filtro de distintas miradas.
En la misma línea, el uso febril de datos económicos en las redes sociales se ha convertido en un arma de desinformación masiva, un fenómeno que parece escapar a cualquier control. Incluso cuando los datos hablan por sí solos, existe una micronesia de lentes distorsionadas dispuestas a convertirlos en alimento del pensamiento más sectario.
Y digo bien, pensamiento sectario, porque el problema de la política económica no está en su carga ideológica, ni en la tensión permanente entre planteamientos conservadores, liberales, socialdemócratas u otros, sino en la falta de honestidad, en la soberbia propia de una parte de la disciplina y en la pereza intelectual. No se trata de tener razón, se trata de tener criterio.
A pesar del estigma que supone, la confrontación ideológica es virtuosa y, en todo caso, preferible al pensamiento desestructurado, a los argumentos de parte falsamente ecuánimes y al tacticismo permanente. También en las instituciones. La mano invisible del mercado hace mejor pareja con la mano bien visible de las ideologías que con la subordinación a intereses no revelados.
























[ARCHIVO DEL BLOG] Sahara Occidental: Reparto de responsabilidades. [Publicada el 30/08/2008]











El interminable contencioso jurídico-político sobre el Sahara Occidental se vive en Canarias con una especial intensidad emocional. No en vano, el Sahara Occidental ha constituido al menos durante cinco siglos el "hinterland" natural de las islas Canarias, y sus aguas y costas, caladero y refugio de sus pescadores, por citar sólo una de las múltiples actividades que histórica, cultural y económicamente vinculan Canarias con el Sahara Occidental. Una mejor y más inteligente administración del territorio por España podría haberlo convertido en una única entidad jurídico-política, junto con Canarias, dentro del Reino de España, pero eso es ya ficción-política y no vale la pena entretenerse en ello. Sólo lo dejo expuesto como algo que pudo ser y no fue, y que curiosamente, al menos para mí, únicamente reivindica algún grupúsculo independentista que promueve la africanidad "política" (la geográfica no es discutible, pues basta con mirar un mapa) de Canarias y el Sahara Occidental.
El fracaso del mediador y enviado especial del Secretario General de Naciones Unidas para el Sahara Occidental, el diplomático holandés Peter Van Walsum, estaba cantado desde hace tiempo. El periodista Ignacio Cembrero lo hacía explícito en El País el pasado viernes en un artículo titulado "La ONU prescinde del enviado para el Sáhara Occidental", en el que habla del desencuentro cada vez más acentuado entre Ban Ki-moon, Secretario General de Naciones Unidas, y el señor Van Walsum, que han llevado al primero a no renovarle en el cargo de enviado especial. En el mismo número del diario, se publica también el documento que el hasta ahora enviado especial de Naciones Unidas para el Sahara Occidental, Peter Van Walsum: "El largo y complejo problema del Sáhara", ha hecho público exponiendo las razones de su fracaso mediador y las responsabilidades que en ese fracaso han tenido y tienen los actores del contencioso sobre el Sahara Occidental: Marruecos, el Frente Polisario, Naciones Unidas, y España, a la que acusa, en su entrevista a El País del día 8 de agosto, de mentir a su "sociedad civil" sobre la realidad del problema del Sahara Occidental.
Este comentario no es un ensayo jurídico-político. Son, exclusivamente, mis reflexiones como ciudadano español sobre un asunto que me preocupa sobremanera. Dicho esto, y aunque sé que voy contracorriente entre la opinión pública canaria y española, pienso que el señor Peter Van Walsum tiene toda la razón en lo que dice: que el conflicto es insoluble porque ninguna de las partes interesadas tiene el "menor interés" en que se resuelva.
Para mí, y comienzo con el reparto de responsabilidades a las que aludía al comienzo de este comentario, la primera responsable del actual conflicto fue España, o para ser más concretos, el gobierno de Carlos Arias Navarro, que delegó la administración del territorio en 1976 en manos de Marruecos y de Mauritania sin base jurídica alguna para ello. Como en Guinea Ecuatorial, en 1968, el gobierno engañó a españoles y saharauis haciéndoles creer a ambos que eran ciudadanos iguales de un mismo estado. Estaba claro que no era así, que el Sahara, como antes Guinea Ecuatorial e Ifni, no eran "provincias" españolas. Eran meras colonias, y sus ciudadanos, ciudadanos españoles de segunda categoría meramente nominales, aunque a decir verdad, ciudadanos de segunda éramos todos los españoles en esa época.
Respecto al pueblo saharaui, por el que siento un auténtico respeto y admiración, pienso que el monopolio de su representación política por parte del Frente Polisario no es precisamente garantía de un futuro democrático, libre y pacífico. El Frente Polisario se ha hecho con la representación única y exclusiva del pueblo saharaui cuando en realidad no es más que un movimiento político, no "el pueblo saharaui".
Respecto de Marruecos, una monarquía feudal, donde las libertades reales brillan por su ausencia, pienso que se equivoca no admitiendo la posibilidad del referéndum auspiciado por Naciones Unidas. Y lo pienso, precisamente, por las mismas razones que critico al Frente Polisario, por confundir un grupo político con un pueblo entero. Es posible que los primeros sorprendidos por el resultado de un hipotético referéndum de autodeterminación fueran los que lo promueven.
Mi crítica a Naciones Unidas es un reflejo fiel de las reflexiones mismas del señor Van Walsum, así que les ahorro la exposición de las mismas. Les recomiendo su lectura. Estoy seguro que algo comprenderán de las sinrazones de unos y otros para eternizar un conflicto que debería estar resuelto hace mucho tiempo. En todo casa, quiero dejar clara mi apuesta de futuro por un Sahara libre, pacífico y democrático. HArendt












martes, 21 de febrero de 2023

De las reinvenciones de la historia

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador Nicolás Sesma, va de las reinvenciones de la historia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










¡A Wikipedia compañer@s!
NICOLÁS SESMA
16 FEB 2023 - El País
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La señal de alarma se produjo al salir de clase. Dos alumnas se acercaron a preguntarme por qué las explicaciones sobre las elecciones generales del 16 de febrero de 1936, que dieron como resultado el triunfo del Frente Popular y que hoy se conmemoran, no coincidían con la versión existente en Wikipedia. Efectivamente, a diferencia de la entrada en español sobre la efeméride, detallada, rigurosa y que da cuenta de los distintos libros que se han ocupado del tema, la entrada en francés sobre los últimos comicios libres celebrados en España hasta 1977 solamente cita una fuente: 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular.
Esta obra, de la que son autores dos historiadores profesionales, Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa, fue contestada desde su publicación en 2017. Prestigiosos investigadores, como Enrique Moradiellos y Eduardo González Calleja, señalaron rápidamente las carencias de su metodología, su gusto por seleccionar ejemplos que les convenían e ignorar todos aquellos que los contradecían, así como sus numerosos juicios morales y presentistas. Pero si los usuarios-editores de Wikipedia en España se hicieron eco de estas críticas, en Francia, convertida últimamente en el foco del revisionismo sobre la historia contemporánea española, la entrada sigue inamovible. Y no es la única, un rápido barrido por otras temáticas sensibles presenta la Segunda República como un mero periodo de pre-Guerra Civil.
Lo peor de todo es que, en realidad, bastaría con leer la polémica obra para desmentir esta visión. Sus autores reconocen que la violencia “estorbó, pero no impidió, la competición democrática” y que todas las fuerzas políticas coincidieron en que la “votación se había celebrado correctamente”. Ni siquiera dando por ciertas todas las irregularidades que denuncian se habría modificado el resultado final de las elecciones. La pregunta, entonces, es obvia: ¿por qué titular el libro de manera contradictoria con sus propias conclusiones?
La probable respuesta es que, en el fondo, los resultados de las investigaciones dan igual, lo importante es que los titulares coincidan con tus ideas preconcebidas o con el mensaje político que deseas transmitir. Wikipedia, Twitter y los medios y periodistas que rotulan sin verificar sus fuentes harán el resto. Y una vez se haya instalado el mensaje en el imaginario de tu público, nadie querrá atender a razones, explicaciones ni matizaciones. El relato de la historia es un elemento más de un juego peligroso, construir una serie de antecedentes que sirvan de sustrato previo para poder justificar más fácilmente tus acciones en el presente.
Por supuesto, es una táctica antigua y estos autores no han sido los primeros ni los únicos en utilizar la titulación de manera poco ética y nada profesional. Por citar otro ejemplo reciente. En una buena investigación, los historiadores David Martínez Fiol y Joan Esculies estudiaron detenidamente el caso de los combatientes catalanes voluntarios en los ejércitos aliados durante la Gran Guerra, tradicionalmente cifrados en varios miles por el relato del independentismo, y concluyeron que la documentación disponible apenas permitía hablar de un millar de personas. Sin embargo, editores y autores optaron por titular la obra como 12.000! Els Catalans a la Primera Guerra Mundial, es decir, todo lo contrario de lo que acababan de demostrar. Argumentaron que se trataba de una ironía, pero es un modo de expresión que cotiza muy a la baja en internet.
Sin ironías, la Segunda República fue la primera democracia parlamentaria existente en España. Tuvo muchas deficiencias y problemas, como todos los sistemas democráticos de su tiempo, ninguno de los cuales sería hoy en día considerado una “democracia plena”. A pesar de todo, sus avances fueron decisivos, desde el pleno sufragio femenino a la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales, pero sobre todo la verdadera alternancia en el poder. Fue la primera vez que los gobiernos perdieron elecciones legislativas que habían convocado. Aceptar la alternancia, reconocer que tu oponente político es tu adversario, pero no tu enemigo, y que, por lo tanto, puede ocupar el poder legítimamente, es la clave de la convivencia democrática. No fue un aprendizaje fácil. La derecha monárquica se negó a hacerlo e intentó sin éxito un golpe militar en 1932. Buena parte de la izquierda no aceptó perder las elecciones de 1933 e intentó una insurrección en 1934, siendo duramente reprimida y encarcelada por ello. Es exactamente la misma resolución que habrían merecido los protagonistas del golpe de Estado de julio de 1936. Salir de la dicotomía entre amigo y enemigo fue uno de los elementos esenciales de la transición a la democracia, como recordó sin titular ambiguamente la investigadora Paloma Aguilar Fernández.
No por casualidad, poner en cuestión esta tolerancia mutua es una de las principales estrategias de la nueva extrema derecha. Al comenzar su primera campaña presidencial, Donald Trump ya dejó claro que reconocer una posible derrota no entraba en sus previsiones, puso en tela de juicio la legitimidad de las elecciones al optar a la reelección y nunca pronunció un discurso de concesión al abandonar la Casa Blanca. Y otro tanto hizo Jair Bolsonaro, que cuestionó la integridad del proceso electoral en cuanto los sondeos dejaron de sonreírle. Como es bien conocido, los asaltos de sus seguidores a las sedes parlamentarias de Estados Unidos y de Brasil fueron la dramática consecuencia. Como advierten Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en otra obra de título sincero, Cómo mueren las democracias: “Las falsas acusaciones de fraude pueden socavar la confianza de la población en las elecciones y, cuando la ciudadanía no confía en el proceso electoral, puede perder fe en la propia democracia”.


















[ARCHIVO DEL BLOG] La independencia de América. [Publicada el 17/04/2010]









Retomo el asunto de los aniversarios que plantee en mi entrada anterior, "Historia, historiadores y fastos patrios", del pasado día 9. Entre 1810 y 1825 todas las actuales repúblicas hispanoamericanas, excepto Uruguay, Panamá, Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana, se separaron de España. Venezuela hizo el primer intento, fracasado, tal día como el próximo 19 de abril, de hace justamente 200 años.
Dice José Luis Abellán en su libro "Historia crítica del pensamiento español" (pág. 225), citado por mí en la referida entrada, que en cierta ocasión, hablando de las colonias americanas, había escrito el poeta y crítico literario español Luis Cernuda ("Variaciones sobre tema mexicano", Taurus, Madrid, 1977) lo siguiente: "Unas primero, otras después, en brevísimo espacio, todas estas tierras se desprenden de España. Ningún escritor nuestro alude entonces a ello, no ya para deplorarlo, ni siquiera para contarlo... Y como el español nunca dejó pasar sin protestas tormentosas eso que en la convivencia nacional va contra su ser íntimo, si entonces no dijo palabra, ni se echó a la calle, es que nada le iba en ello". Más tarde, continúa Abellán citando a Cernuda, acaba preguntándose: "Pero, ¿cómo conciliar nuestra evidente indiferencia nacional, sino desvío hacia estas tierras, con el esfuerzo realizado y la obra obtenida por los españoles en ellas?". La indiferencia aquí constatada, dice, se convierte en muchos en alegría, cuando llega el momento de la emancipación política. El liberalismo español, afirma, encuentra consecuente con su propia ideología la independencia de aquellos países, siguiendo así la tradición  de esa constante de nuestro pensamiento que hemos llamado reiteradamente "filosofía de la negación de la religión del éxito".
En el proceso [de independencia], dice el profesor Abellán (pág. 227), y a favor del proceso revolucionario, intervendrán tres instituciones cuyo protagonismo resulta imposible ignorar: 1) el "Cabildo", o asamblea municipal, fortaleza del criollismo frente al poder central (virreyes, audiencias e intendentes), en el que no es posible olvidar que los indios tomaron una actitud pasiva, y que son los criollos los verdaderos artífices de la emancipación; 2) La "Junta", que, al igual que las Juntas surgidas en la Península durante la invasión, va a adquirir un protagonismo político de primer orden al romperse la continuidad monárquica del imperio, que queda sin cabeza con la prisión de Fernando VII; y 3) la "sociedad secreta", representada por la logia masónica, que tenía un carácter fundamentalmente político, utilizada por la débil burguesía española como lugar de "conspiración" anticipadora del clásico "pronunciamiento". Hoy no existen dudas, por ejemplo -afirma categórico-, del apoyo que el movimiento liberal de la Península prestó a la insurrección americana en 1820; las tropas sublevadas en el famoso "pronunciamiento"de Riego eran las que estaban acantonadas en Cádiz, esperando ser embarcadas, para aplastar los movimientos insurgentes, con lo que facilitaron así los objetivos de éstos. Por otro lado, añade, la conexión entre los militares "pronunciados" en 1820 y los líderes de la emancipación americana, está también probada, por más que se discuta todavía si las logias a cuyo través mantenían el contacto fuesen o no específicamente masónicas.
A los autores de la Constitución de Cádiz: "La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios". (Art. 1), no les duelen prendas en pronunciarse a favor de la independencia. Así -cita Abellán-, Flórez Estrada, uno de sus redactores llega a decir que si "por accidente imprevisto no se formula una Constitución tal que conviniese a los americanos, entonces éstos se hallaran en el caso de deber separarse de los españoles". Esta generosidad en el planteamiento, sigue Abellán (pág. 238-239) nos confirma en la idea de que estos autores (intelectuales liberales) resultan muy expresivos de eso que venimos llamando filosofía de la negación de la religión del éxito", liberalismo que, en cualquier caso, continúa diciendo, representaba una ruptura con la concepción del Imperio católico-militar, vinculado a los intereses estamentales del Antiguo Régimen, y el paso a una visión pragmático-mercantilista, en que -al socaire de una cierta autonomía política y económica- se mantenía el vínculo monárquico que, al tiempo que preservaba la unidad imperial, protegía los intereses comerciales y financieros de las nuevas clases ascendentes.
El capítulo IX del libro, titulado "Liberalismo y descolonización: el problema americano" (págs. 225-243), lo cierra el profesor Abellán con estas palabras que comparto plenamente: "Las conclusiones, pues, nos parecen claras. El liberalismo español puso las bases de la descolonización de los países hispanoamericanos, en varias ocasiones contribuyó a ello y, cuando vio que era imposible compaginar la libertad en ambos hemisferios, prefirió la del nuevo continente. Estas afirmaciones, dice, creemos que han quedado suficientemente demostradas en este capítulo y, con ello, creo también que hemos dado pruebas de como liberalismo y descolonización van unidos en el pensamiento español del siglo XIX".
A esta alturas, dos siglos después, la intención de este comentario no debería levantar sospecha alguna de justificación de nada ni de nadie, sino dejar constancia de un hecho que los historiadores de hoy ya no ponen en duda: las guerras de independencia de la América española fueron guerras de liberación, sí, pero también guerras civiles entre españoles de ambas orillas del Atlántico con concepciones políticas diferentes, pero españoles todos.
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Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt