martes, 13 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Chile. Septiembre del 73



Chile, septiembre de 1973


Sendos artículos del periódico El País: "No pasarán", de Prudencio García, investigador y consultor internacional del Instituto Ciencia y Sociedad, el día 21, y "Mi Paulina, mi país", de Ariel Dorfman, escritor chileno, el día 20, recrean los acontecimientos que sacudieron Chile hace ahora treinta y cinco años. El de Prudencio García se centra en los episodios de represión que tuvieron como marco y escenario el buque escuela de la armada chilena, el tristemente famoso "Esmeralda". El artículo de Ariel Dorfman se centra en rescatar la figura de la mujer que le salvó la vida aquel 11 de septiembre, primero ocultándole de los soldados, y más tarde facilitándole la huida de Chile. Es el próximo 11 de septiembre que se cumplen esos treinta y cinco años del golpe militar encabezado por el general Augusto Pinochet y del derrocamiento y muerte del presidente de la república, Salvador Allende.

Ambos escritos, que reproduzco más adelante, me han hecho recordar una anécdota que viví personalmente a mediados de los años 80. No tiene que ver con Chile, sino con la dictadura militar argentina que asoló al gran país sudamericano entre 1976 y 1983. Nunca la había contado hasta hoy.

No recuerdo el año con exactitud, puede que fuera el 85 ó 86, en verano. Había ido a Madrid con un compañero de trabajo a unam reunión de Comités de Empresa de la compañía para la que ambos trabajábamos. La reunión era un viernes por la tarde y hasta media mañana la teníamos libre, así que nos acercamos a visitar el Palacio Real de Madrid a primera hora. Allí, entre el grupo de turistas del que nos tocó formar parte, había dos jóvenes argentinas, que estaban de visita en Madrid, con las que entablamos conversación. Eran hermanas. La mayor, azafata de las líneas aéreas argentinas; la más joven, estudiante de Derecho. Quedamos para recogerlas por la noche en su hotel, así que cuando terminó nuestra reunión fuimos a buscarlas, estuvimos de tapas por el Madrid de los Austrias que tan bien conocía yo, y terminamos en una sala de fiestas de la Gran Vía. A la mañana siguiente las recogimos en su hotel y en un coche que habíamos alquilado para nosotros, fuimos los cuatro a visitar El Escorial, el Palacio de La Granja y Segovia, donde comimos, como no podía ser menos, en El Mesón de Cándido. De vuelta a Madrid, nos despedíamos de ellas y volamos de vuelta a Gran Canaria de madrugada. Nunca volvimos a saber de ellas. Creo que nos dimos nuestras direcciones respectivas, pero ni nosotros las escribimos a ellas, ni ellas a nosotros.

¿Qué tiene que ver toda esta historia con las dictaduras militares del Cono Sur americano de esos años?... Lo cuento enseguida. La más joven de las hermanas, la estudiante de Derecho, había trabajado hasta unos meses antes como agente judicial en un Juzgado de Buenos Aires. Todo iba a pedir de boca, estaba haciendo lo que le gustaba, y pensaba dedicarse a ejercer la judicatura cuando terminara sus estudios. Hasta que tuvo que acompañar al juez, como secretaria, al levantamiento de una fosa común producto de la represión militar, recién encontrada. Entre los cadáveres, lo primero que descubrieron fue el de una mujer con un bebé en sus brazos, que aún sujetaba los restos de su muñeca... Nos confesó, entre lágrimas, que no pudo soportarlo, y menos aún, la idea de tener que repetir la experiencia. Abandonó su trabajo en el juzgado y lo único que quería ahora era terminar sus estudios y dedicarse a la abogacía. Espero que lo consiguiera.

El chileno Ariel Dorfman es autor de una obra teatral, "La muerte y la doncella", llevada al cine por Roman Polanski con ese mismo título en 1994. En ella se relata la historia de una mujer, casada con un miembro del gobierno chileno encargado de estudiar y revisar todos los casos de desapariciones, torturas y asesinatos llevados a cabo durante la dictadura militar, que una noche recibe en su casa la visita de un hombre, al que casualmente ha conocido e invitado su esposo, y que resulta ser su antiguo torturador durante la represión militar... La tengo grabada desde hace varios meses y nunca me había decidido a verla. Creo que esta noche lo haré. Sean felices. Y buen fin de semana. HArendt




Chile, septiembre de 1973


"No pasarán", por Prudencio García

Hoy me apodero de Rusia; ¿qué ropa me pongo?", preguntó la futura Catalina la Grande a su doncella horas antes de asestar el audaz golpe palaciego que le permitió acaparar todo el poder imperial. Seguro que el teniente coronel Antonio Tejero lo tuvo más claro a la hora de elegir su indumentaria para su propio golpe de 1981. En cualquier caso, es evidente que quien va a salvar una patria o adjudicarse un imperio no puede vestirse de cualquier forma. Son ocasiones históricas de gran trascendencia, cuya excepcionalidad exige una cierta prestancia formal.

Sin embargo, este detalle fue groseramente ignorado por los oficiales y guardiamarinas del buque escuela Esmeralda de la Armada de Chile en otra ocasión histórica: el golpe pinochetista del 11 de septiembre de 1973. Su forma de salvar a la patria en aquella destacada ocasión consistió en enfundarse las ásperas prendas de faena y dedicarse a golpear, vejar y torturar desde aquel mismo día, a bordo del buque, atracado en el área militar del puerto de Valparaíso, a numerosos detenidos acusados de algún tipo de militancia favorable al Gobierno socialista que aquella misma mañana acababa de ser sangrientamente derrocado.

Entre las víctimas llevadas al buque en aquellas primeras horas se hallaban el alcalde de la misma ciudad de Valparaíso, Sergio Vuskovitz, y el letrado del Ministerio de Interior Luis Vega. El trato recibido por las mujeres fue particularmente infame. La entonces universitaria María Eliana Comené resultó contagiada de gonorrea tras las repetidas violaciones que allí sufrió. Días después era también arrestado y conducido al buque el sacerdote anglochileno Miguel Woodward, que resultaría muerto como consecuencia de las torturas allí recibidas.

Instituciones tan dispares como Amnistía Internacional y el Senado de EE UU, además de las dos comisiones investigadoras oficiales (Rettig y Valech), denunciaron en su día los criminales excesos cometidos a bordo del buque.

Los recluidos en la nave el mismo día del golpe atestiguan que, al llegar al buque, fueron obligados a pasar entre una doble fila de guardiamarinas en ropa de faena, que les golpeaban brutalmente y les sometían a toda clase de atropellos físicos y psíquicos.

Atención al detalle: en ropa de faena. Qué zafiedad. Qué ignorancia del decoro estamental y de las exigencias formales de un honorable golpe de Estado que se precie. Craso error histórico y social. Se empieza vistiendo de forma informal y se acaba torturando curas, violando mujeres, asesinando demócratas y causando horror incluso a ese mismo mundo occidental al que supuestamente se pretende salvar. La Historia nunca perdona este tipo de deslices.

Prescindiendo ya de toda jocosa ironía sobre las indumentarias adecuadas para las grandes acciones patrióticas, y refiriéndonos únicamente al núcleo de la cuestión, entremos en el área, mucho más seria, de los comportamientos institucionales.

Los oficiales y alumnos guardiamarinas que hoy viajan a bordo del Esmeralda en su gira de instrucción anual número 53 no son, obviamente, las mismas personas que incurrieron en tales aberraciones tantos años atrás.

Pero la institución sí es la misma. La misma que durante tres décadas ha negado lo sucedido y ha entorpecido toda investigación. La misma institución -la Armada de Chile- cuya presión corporativa, a lo largo de tanto tiempo, ha impedido el juicio y castigo de los que sí cometieron aquellos crímenes. Se trata del mismo estamento que se ha escandalizado hace unos meses, al ver finalmente procesados por la insobornable jueza Eliana Quezada a los cuatro altos jefes (hoy almirantes retirados) que ejercieron el mando en aquellos puestos operativos desde los que se ordenaron las acciones perpetradas en la zona marítima de Valparaíso, en aquellas jornadas luctuosas de septiembre de 1973.

No resulta extraño que las visitas del buque a puertos como Río de Janeiro, Buenos Aires, Tokio, Sidney, Wellington y tantos otros hayan ido acompañadas, en distintos años, de diversos tipos de protestas, sin olvidar la suspensión de las visitas a Estocolmo, El Ferrol, Las Palmas y otros puertos europeos en 2003. Tales protestas se siguen produciendo en nuestros días. Este mismo verano, al visitar Cádiz (en cuyos astilleros la nave fue fabricada), su llegada fue deliberadamente precedida por la proyección, por Amnistía Internacional, del documental El lado oscuro de la Dama Blanca, del cineasta chileno Patricio Henríquez, reportaje que recordó a la población gaditana el historial, no precisamente inmaculado, del hermoso navío visitante.

Este 22 de julio, el Esmeralda llegaba al puerto griego de El Pireo. En el muelle le aguardaba una manifestación, encabezada por conocidos miembros del Parlamento heleno, que protestaban por la visita. A bordo del buque, la embajadora de Chile en Atenas, en su alocución oficial de saludo a los oficiales y alumnos, subrayaba el siniestro significado de la dictadura pinochetista. Ella tiene sobrada autoridad y conocimiento para proclamarlo, pues tal embajadora se llama Sofía Prats, hija del general Carlos Prats, el jefe del Ejército chileno que precedió a Pinochet, y que fue asesinado por orden del dictador. Y en la visita del buque al puerto de Split, Croacia, también fue recibido con manifestaciones hostiles, cuyas pancartas decían: "Pinochet y Esmeralda no pasarán". (El País, 21/08/08)




Fotograma de "La muerte y la doncella", de Polanski


"Mi Paulina, mi país", por Ariel Dorfman

Un recorrido personal por Santiago de Chile, 35 años después del golpe de Estado del general Pinochet. Recuerdos de un tiempo en el que la solidaridad de seres anónimos ratificó la esperanza en el ser humano.

Fue en la ciudad de Santiago de Chile y a fines de septiembre de 1973 que conocí a esa mujer. Llegó en su auto a una casa donde yo había estado escondido, uno de los muchos lugares donde me había refugiado después del golpe del 11 de septiembre en que los militares derrocaron al Gobierno democrático de Allende. Nunca me había cruzado con ella antes de esa ocasión y nunca supe su nombre. Sólo importaba que aquella señora era parte de una vasta y clandestina red de hombres y mujeres dedicados a salvar la vida de los adherentes del presidente muerto en La Moneda. Sólo importaba que ella había encontrado a alguien dispuesto a ofrecerme un asilo transitorio. Sólo importaba que los soldados de Pinochet nos matarían si llegaban a capturarnos.

Mientras cruzábamos la ciudad infectada de piquetes y fusiles y miedo, sí, en la médula misma de mi perdurable aprehensión, alcancé a pensar en forma absolutamente insólita: oye, esto es como de película, esta escena es como para filmarla. No pude impedir esa idea absurda. Siempre fui un hijo del cine, acostumbrado, como todos los de mi generación, a filtrar cada experiencia por la pantalla celuloide de mi espíritu, tarareando una melodía para acompañar cada acto de la existencia cotidiana, aun en los momentos más íntimos, los momentos más alarmantes. Pero en este caso una voz interior más prudente agregó: sí, como para filmarla, claro que sí, siempre que sobrevivas para contarle al mundo lo que pasó.

Sobreviví, en efecto, y, en efecto, le conté al mundo esa historia y ahora, en efecto, casi 35 años más tarde, se filmó una película que explora aquellos días azarosos en que me asomé a mi posible muerte y también los errantes años del destierro que me salvó de morir. A fines de 2006, el gran cineasta canadiense Peter Raymont (que ganó el Emmy por Shake hands with the devil, Dándole la mano al Diablo: el camino de Roméo Dallaire) me acompañó a Chile para revisitar las glorias de la revolución de Allende y la devastación que cayó sobre nuestro pueblo después de la asonada de Pinochet. Uno de los regalos inesperados que me brindó este viaje a mis orígenes fue que finalmente pude ubicar a esa mujer anónima y agradecer el auxilio que me había prestado.

La había recordado muchas veces durante mis 17 años de exilio, y cuando se restauró una precaria, todavía amenazada, democracia en 1990, le rendí homenaje al hacer de Paulina, la protagonista de mi obra teatral, La muerte y la doncella, alguien que se había dedicado a rescatar víctimas del golpe de Estado en un país muy similar a Chile. Con la esperanza de que ella, a diferencia de Paulina, hubiese escapado del destino inmisericorde de traición y prisión y tortura que yo tuve que inflingirle a mi personaje.

Por suerte estaba sana y salva -y mientras ella recorrió conmigo las mismas avenidas de antaño, recreando el itinerario por el cual me había guiado en esa lejana época de emergencia, descubrí tanto su nombre como la historia fascinante de su vida-.

Y, sin embargo, esa historia, ese nombre, esa mujer, no están en el documental.

Es cierto, las calles del ahora pacífico Santiago ya no estaban atiborradas de soldados malignos, pero los viejos temores todavía persistían en el aire, y siguen contaminando incontables vidas. Mi Paulina no quiso ser filmada, dijo, porque miembros de su familia no tenían la menor idea de su secreto heroísmo durante el golpe, cómo había arriesgado todo para salvar a subversivos como yo y tantos otros. Si su oculta identidad revolucionaria llegaba a saberse, desplegarse en una pantalla, dijo, podía haber todo tipo de consecuencias que ella prefería evitar. No era así como yo había imaginado nuestra gloriosa reunión.

En forma tal vez ingenua, lo que anticipaba era que, tal como ella me había redimido de la muerte, ahora el documental la redimiría a ella de un olvido injusto. Por cierto, que la cámara que inhibió su presencia en nuestro filme facilitó, en cambio, una serie de otros encuentros que nunca hubieran acaecido de no haber alguien presente para registrarlos, que sólo fueron posibles porque un director me exigía pertinazmente que enfrentara yo el dolor agitándose en la zona prohibida de mi pasado, ese dolor que había tratado de escabullir.

La última vez, por ejemplo, que había visto con vida a Salvador Allende, él estaba en el balcón del Palacio Presidencial, saludando a una muchedumbre de un millón de manifestantes que marchaban con entusiasmo frente a él, con tanto entusiasmo que, con mis compañeros, habíamos dado la vuelta a la manzana para pasar de nuevo bajo ese balcón, como si quisiéramos despedirnos, no dejar de ver a nuestro presidente por una última vez.

Y, ahora, la película de Raymont me permitió pararme en ese mismo balcón, mirar hacia la plaza vacía, calibrar lo que significaba que Allende fuera un cúmulo de cenizas y que ya todos esos hombres y mujeres ya no desfilaban allá abajo con el puño en alto y el corazón lleno de coraje, ya no estaban ahí mis múltiples compañeros desafiando la injusticia de los siglos.

Había escrito extensamente acerca de la invasión de las vidas privadas de cada ciudadano durante la dictadura, y de la violación paralela a sus cuerpos, pero nada me preparó para el sótano que visité donde había operado la Gestapo de Pinochet, donde sus espías habían escudriñado las conversaciones de Chile. Lo que quedaba de aquella abominación era un enjambre de cables torcidos cuya multitud de colores vivaces y hermosos hacía más perverso aún lo que había sucedido en ese antro subterráneo. Ver ese hervidero de hilos sinuosos me hizo mal, me hace mal ahora mismo que escribo estas palabras, retornándome a las noches en que estábamos a punto de ser extinguidos, cuando no nos podíamos permitir el lujo de reconocer lo que ese tipo de represión puede hacerte al alma, hacerle a tu país.

Y al próximo día de mi visita a ese sótano, casi como un responso, en el medio mismo de nuestra filmación, la radio trajo de sopetón la noticia de que el hombre responsable de tanta perfidia, mi Némesis, el general Augusto Pinochet Ugarte, había sufrido un infarto y estaba al borde de la muerte.

Nos fuimos de inmediato al hospital. El exilio es un suplicio incesante, pero te libra, al menos, del fastidio de tener que cohabitar con los fanáticos y cómplices del dictador. Y ahí estaban, afuera de la entrada del hospital, un grupo de mujeres, lamentando a gritos a su líder agónico, capitaneadas por una mujer baja y rubicunda. sus labios teñidos de un rojo carmesí, los dedos regordetes aferrados a un retrato de su héroe, una letanía de lágrimas emergiendo desde detrás de unos incongruentes anteojos de sol. Ahí estaba ella, presentando un espectáculo lastimero y patético para el mundo entero, defendiendo a un hombre que había sido denunciado por tribunales internacionales de varios países y por los mismos jueces chilenos como un torturador, un asesino, un mentiroso, un ladrón. En eso se había convertido Chile: un país donde esta dama que había celebrado la destrucción de la democracia, que había abierto una botella de champaña mientras a mis amigos les acorralaban y les perseguían y les mataban, a esa mujer la estaban transmitiendo a los cuatro vientos mientras que mi Paulina seguía invisible, todavía encubriéndose, todavía sufriendo las consecuencias del terror desatado por aquel General tan frondosamente elogiado.

Y, no obstante, la miseria de esa mujer me conmovió en forma paradojal, inexplicable, casi incontrolable. De manera que, incapaz de detener mis acciones, me aproximé hasta ella y le dije que tal como yo había sufrido el duelo de Allende yo entendía que ahora le tocaba a ella llorar por su líder, al que yo me había opuesto con toda mi fuerza -y también quise que ella se hiciera cargo de cuánto dolor había de nuestro lado-.

Desarmada ante mis palabras, ella alcanzó a murmurar algo semejante a un agradecimiento, todavía no sé si sincero o perplejo o una mezcla de ambas emociones. Pero durante un instante ilusorio, tránsfugo, sentí que compartíamos un territorio, tal vez nuestra concurrencia señalaba débilmente hacia otro país posiblemente diferente. (El País, 20/08/08)



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Monumento a la víctimas de la dictadura (Buenos Aires)



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Entrada núm. 5152
Publicada el 23/8/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy martes, 13 de agosto





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo escaso sentido del humor, así que aprecio la sonrisa ajena, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada, iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...












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lunes, 12 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] En las patas de los caballos



Retrato de Simón Bolívar, libertador de Venezuela


La novela política, la novela histórica, no existen como tales; existen hechos extraordinarios y protagonistas singulares, comenta Sergio Ramírez, escritor nicaragüense y Premio Cervantes 2017. 

El tema de la relación entre novela y política difícilmente se agota en América Latina, comienza diciendo Ramírez. En la recién pasada Feria Internacional del Libro en Lima, me tocó subir dos veces al escenario para unas conversaciones literarias donde el contenido terminó siendo el mismo, o parecido: tanto en Los paraísos narrativos, con Mario Vargas Llosa, bajo la mediación de Patricia del Río, como en ¿Existe la novela política?, con J. J. Armas Marcelo, moderada por Clara Elvira Ospina.

Desde muy temprano del siglo XIX aprendimos a ver la historia como epopeya; y a partir de entonces comenzó a ser tarea difícil fijar la distancia entre historia y literatura, bajo el fragor y los relámpagos de la epopeya, hasta que esa delgada línea de separación entre realidad y ficción quedó desvanecida.

Los libertadores arrastraron imaginación e historia en las patas de los caballos. Lo inconmensurable, lo exagerado, es la medida que siempre busca la imaginación para crear el asombro: en una trivia ideada por la BBC de Londres, se declara a Bolívar el americano más importante del siglo diecinueve: cabalgó 123.000 kilómetros, más de lo que navegaron Colón y Vasco de Gama sumados juntos, 10 veces más que Aníbal, tres más que Napoleón, y el doble de Alejandro Magno. No vivió más que 47 años, pero fueron suficientes para pelear 472 batallas, viendo la derrota sólo seis veces; en 25 estuvo en riesgo de muerte, y liberó seis países.

Pero de las estadísticas tenemos que pasar a las vidas humanas, los seres vistos en su individualidad, y así abrirnos paso hacia el territorio de la novela: heroísmos, visiones, ambiciones, pasiones, celos, mezquindades. Traiciones.

La novela convierte a las personas en personajes. La singularidad se basa en lo extraordinario, no pocas veces en lo imposible, en todo aquello que resulta perturbador porque se sale del común. Capitanes desquiciados que buscan un absurdo, como Ponce de León la fuente de la eterna juventud, y pueden mover una flota entera tras una mentira.

Héroes obsedidos por una idea libertaria, como Bolívar, decididos a romper el yugo colonial, unir países que ya al nacer son díscolos, ingobernables, y al final del camino sólo espera la decepción de haber arado en el mar, frase de personaje de novela como no hay otra.

Pero el que busca, no se encuentra a sí mismo, y muere generalmente en derrota, afligido por su fracaso. Muertos de gangrena por causa de una flecha envenenada, como Ponce de León, o en la soledad del ostracismo, como Bolívar.

Por eso mismo, la historia se puede leer como una novela, o ser reconstruida como novela. La Florida del Inca, del Inca Garcilaso, es una novela, como lo es la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo. Y sin esta visión de la historia como novela, no serían posibles El general en su laberinto, de García Márquez, ni La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa.

La galería de personajes americanos es infinita. Pero si me dieran a escoger uno, me quedo con Francisco de Miranda. Sus diarios son eso, una novela fascinante. Es el más exuberante de entre todos, el más apasionado y el más apasionante, guerrero, trotamundos, aventurero, seductor.

No hay escenario de su época donde no hubiera estado, como testigo o protagonista. Capitán del ejército español, espía de la corona inglesa, perseguido por la inquisición por lector voraz, Mariscal de Campo en Francia bajo la revolución, consejero de Catalina la Grande en Rusia, luchador por la independencia sudamericana, entregado al final de su vida a las autoridades de la corona española, el propio Bolívar de por medio, y llevado prisionero a Cádiz, donde murió en las mazmorras víctima de un derrame cerebral.

Novela política, novela histórica, no existen como tales, o si existen no se salvan como géneros literarios. Existen hechos extraordinarios, y protagonistas singulares, que la historia pone a disposición de la novela, la cual, en último caso, se alimenta de la realidad para crear otra paralela. Pero esta otra es ya criatura de la imaginación, no de la relación rigurosa y fehaciente de los hechos, lo que a la postre viene a resultar siempre aburrido.

Y cuántas historias para ser contadas no nos ha dado ya este siglo de caudillos iluminados, reyes del narcotráfico que se solazan en el poder del dinero y de la muerte, y democracias hundidas bajo el peso de la corrupción. Un siglo sin héroes, bajo el fulgor luciferino de lo siniestro.





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HArendt




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[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "La verdad de la tribu", de Ricardo Dudda





David Mejía, profesor en el Departamento de Culturas Latinoaméricas e Ibéricas en el Institute for Comparative Literature and Society de la Columbia University de Nueva York, reseña en un reciente artículo el libro La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos (Barcelona, Debate, 2019) del periodista español Ricardo Dudda.

Hace unos meses, comienza diciendo Mejía, The Daily Orange –diario local de Syracuse (Nueva York)– informaba sobre una polémica sucedida en el campus que la Universidad de Syracuse tiene en Madrid. Un grupo de estudiantes estadounidenses denunciaron a su profesora ante la dirección por haber permitido que la palabra nigger (término despectivo para referirse a las personas de raza negra) se escuchara en clase. La palabra no se había empleado como insulto, sino que aparecía en un texto de Paul Theroux que se leyó en voz alta. Aquella sesión terminó con la indignación entre lágrimas de una alumna afroamericana y la consiguiente movilización estudiantil. La dirección del centro reaccionó convocando una reunión extraordinaria y emitiendo un comunicado en el que reiteraba su compromiso con la inclusividad y contra la discriminación.

Esta anécdota sintetiza cómo funciona la nueva corrección política en su hábitat predilecto, la universidad: una estudiante, normalmente privilegiada en términos socioeconómicos, pero perteneciente a un colectivo históricamente discriminado, denuncia una supuesta agresión contra su identidad y adopta el correspondiente rol de víctima. En consecuencia, la administración educativa le da amparo y llama al orden al «agresor». Esta es la cara amarga de un fenómeno que ha dividido a la izquierda en Estados Unidos y que se abre paso en una discusión pública cada vez más globalizada. Por esta razón, La verdad de la tribu –primer libro del periodista Ricardo Dudda– debe ser muy bienvenido, ya que funciona como una guía clara y exhaustiva de la guerra cultural más estridente de nuestro tiempo.

Dudda recoge unas palabras del psicólogo Johnathan Haidt que resultan muy clarificadoras: «Se está creando una cultura en que cualquiera debe pensar dos veces antes de pronunciarse, por temor de ser acusados de ser insensibles, estar agrediendo, o cosas peores». El punto de tensión es que la existencia de la ofensa no depende de criterios mínimamente objetivos, como podrían ser la intención del emisor o el consenso social, sino de la sensibilidad del receptor: la ofensa existe cuando alguien se siente ofendido. El origen del problema está en lo que Haidt denomina «razonamiento emocional», que consiste en identificar lo sentido con lo real. Las instituciones educativas se han plegado a esta arbitrariedad y se han mostrado dispuestas a silenciar aquellas ideas, opiniones, lecturas o palabras que pudieran poner en riesgo la estabilidad emocional de sus estudiantes. Es decir: han renunciado a dotar a sus estudiantes de un sentido crítico y, por tanto, a ayudarles a madurar intelectual y emocionalmente, en aras de garantizar su bienestar.

Este nuevo régimen emocional es, ciertamente, desconcertante: ¿cómo definirlo? ¿Es la corrección política una iniciativa necesaria en una sociedad civilizada, que adeuda respeto y visibilidad a minorías históricamente oprimidas? O, por el contrario, ¿se trata de un régimen de control que impone una ortodoxia mediante métodos inquisitoriales? ¿De dónde procede? ¿Es acaso la evolución lógica de las democracias liberales, o una anomalía impuesta desde laboratorios de ideas alejados de la sociedad civil? En definitiva: ¿tienen razón sus detractores o sus defensores? En opinión de Dudda, todos tienen su parte: el objetivo es loable, pero se cometen excesos que la izquierda tradicional denuncia y la derecha populista aprovecha, ambas con especial virulencia tras la victoria de Donald Trump en 2016.

Aquel trauma provocó que importantes intelectuales de izquierda culparan a la corrección política del creciente distanciamiento entre el Partido Demócrata –más centrado en batallas identitarias que en la lucha de clases– y la clase trabajadora. Durante el luto poselectoral, el intelectual Mark Lilla escribió en The New York Times una pieza denunciando este giro identitario de la izquierda, y poco después desarrolló sus tesis en un libro fundamental: El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad. La obra de Lilla se convirtió, al tiempo, en blanco de la crítica de los defensores de las «políticas de la identidad» y en la guía ineludible de aquellos progresistas que entienden que el identitarismo ha erosionado las bases doctrinales de la izquierda. Junto a la corrección política y las políticas de la identidad, completa la tríada la llamada «cultura de la victimización». En la nueva esfera pública, uno se define en función de qué postura adopte frente a esta santísima trinidad.

Dudda define la corrección política como «el intento de corregir desigualdades e injusticias a través de los símbolos, la cultura y un lenguaje más respetuoso e inclusivo. [...] En teoría aspira a la protección simbólica de minorías históricamente oprimidas, y es un signo de progreso que hay que celebrar» (p. 15). El eje regulador de la corrección política son las políticas de la identidad, que Cressida Hayes define como «las actividades políticas y teorizaciones basadas en las experiencias de injusticia compartidas por miembros de determinados grupos sociales» (p. 142). La premisa que subyace a la definición de Hayes es que la opresión no es sólo efecto de la desigualdad económica; la opresión también es cultural. Las políticas de la identidad pivotan sobre una frase que Carol Hanisch popularizó en 1970: «Lo personal es político». El problema, nos recuerda Dudda de la mano de Lilla, es que hemos estirado la premisa hasta considerar que «lo político es sólo lo personal». Por esta razón, «la política se ha vuelto autoindulgente y narcisista. Se ha convertido en un lugar en el que proyectar nuestras neurosis individuales, un escaparate identitario. Decir que todo es político se ha convertido en una manera de patrullar la vida privada» (p. 48). Esta crítica es ajustada, puesto que la corrección política se centra más en modificar conductas individuales que en repensar las estructuras sociales.

Dudda aporta un glosario de anglicismos imprescindible para desenvolverse en la procelosas aguas de esta polémica: safe spaces, trigger warnings, y, por supuesto, microagressions, término bien acogido a este lado del Atlántico, dependiente del razonamiento emocional que antes mencionábamos. La microagresión es la clave de bóveda de la cultura de la victimización. Dudda la define como «comentario, acción, sugerencia o pregunta que no tiene intención de agredir, pero que, sin embargo, provoca ofensa» (p. 70). Aclara el autor que el hecho de que sea «micro» no implica que sea pequeña, sino que es cotidiana e inconsciente. Y el problema está en esa involuntariedad, ya que es el receptor quien determina si lo dicho o hecho por su interlocutor constituye una agresión. No importa la intención, sino el efecto: «si me ofende, es una agresión». Es más, si uno no es consciente de haber ofendido, ¡peor! Eso confirma «que tienes interiorizado el privilegio» (p. 72).

Mark Lilla, como ya se ha apuntado, cargó contra las políticas de identidad al considerar que han pervertido el debate dentro de la izquierda, circunscribiendo la intervención a una toma de conciencia identitaria; uno no se pronuncia en función de lo que sabe, sino de lo que es: por eso toda discrepancia puede interpretarse como un ataque personal. Otro problema que presenta este marco mental es que no todas las identidades tienen la misma legitimidad para intervenir: aquel que goza de un privilegio histórico estará preso de él, no podrá entender a quienes no pertenezcan a su tribu ni alterar su mirada sobre el mundo. Subyace en este punto una concepción peligrosamente esencialista de la identidad, aceptada como anclaje fijo e inmutable a unas determinadas coordinadas epistémicas. El neologismo que aparece para atajar las contradicciones que se derivan de este esencialismo es «interseccionalidad». El concepto hace referencia a la presencia de distintas identidades en cada individuo (sexo, raza, clase), que se entrelazan y son reductibles.

Es crucial destacar, como bien hace el libro, que, aunque las implicaciones negativas de este protagonismo de la identidad son reales, no alcanzan el nivel de amenaza nacional que difunde la derecha populista, que entiende las políticas de la identidad como el avance de una conspiración marxista para destruir Occidente. Como apunta Dudda con gran brillantez, al criticar la corrección política, la derecha populista «construye una gran mentira a partir de pequeñas verdades» (p. 14). Pero sí es verdad que la corrección política, cuando deriva en una cultura de la victimización y la ofensa, altera los procesos de sociabilidad y, además, amenaza el funcionamiento natural del campo académico, tanto en su dimensión educativa como investigadora. Cuando la capacidad de ofender depende de la sensibilidad del receptor, los criterios reguladores son sumamente arbitrarios, y toda arbitrariedad genera pavor. Cuando cuestionar los procedimientos institucionales o las tendencias mayoritarias culmina en persecución o en linchamiento virtual, la libertad de expresión queda, evidentemente, limitada.

En esta guerra, la principal batalla es el lenguaje. El autor no duda en destacar el elemento positivo de que el lenguaje se transforme, como «reflejo de un cambio moral hacia un mayor respeto por las minorías», hasta ahora víctimas de etiquetas ofensivas y estereotipos. Sin embargo, en palabras de Kenan Malik, la izquierda pone más interés en renombrar las cosas que en cambiarlas, «considera que el lenguaje no es neutral, sino un reflejo de las estructuras de poder y. por tanto, un terreno de combate» (p. 97). No hay nada malo en tratar de esterilizar el lenguaje, limitando el uso de términos ofensivos, pero, dado el exceso de celo y beligerancia de sus partidarios, es frecuente interpretarlo como una ortodoxia impuesta.

Por razones evidentes, no es posible abarcar todo el contenido de este libro en una reseña, pero ojalá sirva este repaso a su andamiaje teórico para convencer al lector de que el libro de Dudda es una contribución importante y necesaria al debate público. Ordena y sistematiza conceptos que sobrevuelan la discusión política y en los que era fácil perderse. La corrección política y las políticas de la identidad son cuestiones importantes y espinosas, y es gratificante leer una obra que ralentiza y sistematiza una discusión casi siempre atropellada. Además, Dudda enriquece la discusión teórica con ejemplos reales, muy clarificadores del fenómeno, y en ningún momento pierde de vista las fuentes primarias que fundamentan su exposición. La única pregunta que quizá queda sin respuesta es hasta qué punto es extrapolable esta guerra cultural al escenario español. Aunque se hayan adoptado determinados anglicismos, y se hayan acuñado algunos términos propios –como el sintagma «dictadura pijo-progre» que difunde el partido político Vox– para denunciar una supuesta dictadura de lo políticamente correcto, ¿contribuye la adopción de este marco mental a una mejor lectura de la actual realidad política española? A priori, uno puede pensar que no. Sin embargo, a nadie se le escapa que cuestionar o tratar de matizar determinados consensos alcanzados en nuestro país sí provoca reacciones indeseadas por parte del establishment emocional. Sucede, por ejemplo, con la brecha salarial, la «discriminación positiva» en la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género o el reciente lema «sólo sí es sí». Y también hemos presenciado intentos de silenciar determinados debates. Sin ir más lejos, hace unas semanas se convocó una manifestación contra la celebración del Congreso de Derecho Internacional sobre gestación subrogada que organizaba la Universidad Carlos III. Sara Hernández, alcaldesa de Getafe (PSOE), incluso llamó al rector de esta universidad para expresarle su oposición. Es precisamente la libertad académica lo que preocupa a muchos de los críticos sensatos de la corrección política en Estados Unidos y Reino Unido, donde ha habido profesores despedidos por cuestionar el dogmatismo de algunas organizaciones estudiantiles o por investigar temas «éticamente problemáticos». Parece claro que la libertad académica no está, de momento, amenazada en España. Confiemos en que estos llamamientos a silenciar discursos incómodos no proliferen y sí prospere, en cambio, la cara positiva y necesaria de la corrección política: la que invita a suprimir del lenguaje común esos términos despectivos que aún se emplean para referirse a personas de determinados orígenes, razas u orientación sexual. Como ven, con independencia de la procedencia del marco original del fenómeno, el de la corrección política es un tema que nos incumbe, y el libro de Ricardo Dudda es de lectura obligada para quienes quieran salir bien equipados a las batallas culturales del siglo XXI.





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El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo escaso sentido del humor, así que aprecio la sonrisa ajena, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada, iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...

















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