No intentes declarar tu amor,
amor que nunca puede decirse,
pues la suave brisa tiembla
silenciosa, invisiblemente.
Le dije mi amor, le dije mi amor,
le abrí mi corazón entero.
Temblando de frío, aterrada de miedo,
ah, ella se fue.
Nada más apartarse de mí,
llegó un viajero
silenciosa, invisiblemente;
oh, ella no se negó.
William Blake, ca. 1792
¿Es mejor confesar o mantener oculta la pasión amorosa?, escribe la historiadora María Tausiet en un artículo en que reseña el libro On Declaring Love. Eighteenth-Century Literature and Jane Austen, de Fred Parker (Londres y Nueva York, Routledge, 2019).
Según una larga tradición literaria, comienza diciendo Tausiet, el amor secreto sería el más puro. Yendo un paso más allá, el amor unilateral que, aun sin ser correspondido, se sostiene, constante e incondicional contra viento y marea, encarnaría la virtud por excelencia. Pero, ¿se trata acaso de un sentimiento humano? Declarar el amor es el objeto de este libro, que aborda un tema clásico desde un punto de vista original. Inspirado en la literatura dieciochesca y en particular en las obras de Jane Austen, su autor, Fred Parker –catedrático de Literatura Inglesa en la Universidad de Cambridge–, nos sitúa ante algunas de las mayores dicotomías y paradojas que caracterizaron al Siglo de las Luces.
Más que en ningún otro momento histórico, el siglo XVIII fue un período en el que la conducta tendió a entenderse como una representación pública. El protocolo social incluía un conjunto de reglas de urbanidad que debían respetarse por encima de cualquier consideración. El decoro («lo apropiado, lo adecuado») afectaba no sólo a las relaciones jerárquicas entre superiores e inferiores, o a los primeros contactos entre extraños, sino también a un ámbito en principio tan íntimo como el de la expresión de los afectos. Como señala Parker, la frase con que arranca Clarissa (1748), de Samuel Richardson, una de las novelas sentimentales más sutiles y turbadoras que quepa imaginar, es: «Mi queridísima amiga, ¡cómo me oprime su cortesía!».
Y, sin embargo, la cultura dieciochesca de la sociabilidad y los buenos modales que –con su énfasis en la esfera pública y el bien común, con sus meticulosos códigos y formalismos– constreñía a las personas fue la misma que iba a provocar algunas de las más poderosas afirmaciones de independencia, tanto política como individual. Desde Jean-Jacques Rousseau a Thomas Jefferson, sin olvidar a Mary Wollstonecraft, las reacciones contra los aspectos más opresivos de la Ilustración alumbraron, sin duda, un mundo nuevo. Uno de los temas que recorren el libro es, precisamente, la tensión entre lo social y lo personal, o entre lo comunitario y lo íntimo: «No antepondré ningún deber público a mis necesidades privadas», escribía en el siglo xv el humanista Poggio Bracciolini, anticipando un estado de opinión que tardaría más de tres siglos en generalizarse.
A modo de una tercera vía entre lo social y lo estrictamente individual, la expresión del sentimiento amoroso supondría un puente capaz de unir la interioridad con la apertura al otro. No obstante, como pone de manifiesto este libro, el solo hecho de manifestar algo tan impalpable y al mismo tiempo tan poderoso como el amor resulta tan cuestionable como problemático. No sólo por el riesgo evidente de ser rechazado o puesto en ridículo, sino por la naturaleza misma del hecho en sí. «Os ruego, mi señora, que me aconsejéis: ¿Qué es mejor, hablar o morir?», pregunta el protagonista de uno de los relatos del Heptamerón a la dama de la que está violentamente enamorado. No se trata de un caballero cualquiera, sino que, como se nos ha anunciado previamente, años atrás la joven «había oído decir que no había hombre en España que mejor y más galanamente acertara a decir cuánto quería», pero «él, que era tenido por el más elocuente de España», se había quedado «mudo ante ella».
Siguiendo la filosofía del amor cortés, uno de los narradores del Heptamerón, a propósito de otro cuento sobre una doncella extremadamente prudente, exclama: «Se dice que el amor secreto es el más loable» y, a continuación, añade: «Me parece que esta mujer amaba tanto más intensamente cuanto que no lo declaraba». Medio siglo después, en su comedia Noche de Reyes, Shakespeare ponía un mensaje similar en boca de la joven Viola disfrazada de hombre:
Sé muy bien el amor que una mujer puede sentir […]. Mi padre tenía una hija que estaba enamorada […]. Ella no reveló jamás su amor y dejó que su secreto, como el gusano en la flor, se nutriera de su cara sonrosada.
Como apunta el autor de este libro, el amor silencioso se consideraba en general el más auténtico, pero a la hora de la verdad quienes estaban obligadas a ocultarlo eran las mujeres, lo que se refleja particularmente durante el siglo xviii en los imperativos de cortesía transmitidos a través de una retahíla de sermones, publicaciones periódicas, obras de ficción, y, sobre todo, tratados masculinos dirigidos a educar a las jóvenes en la ciencia del disimulo. En palabras de Parker:
Tales ceremoniales […] pesaban especialmente sobre las mujeres. De las muchachas solteras de clase media se esperaba que mostraran modestia, delicadeza y una reserva decorosa: para ellas resultaba extremadamente difícil expresar libremente sus sentimientos o su atracción por alguien.
Nada más expresivo, en este sentido, que el diálogo con que se abre este libro, tomado de la novela Emma, de Jane Austen: «¿Qué dijo ella? –Simplemente lo que debía, por supuesto. Una dama siempre lo hace». Y es que, según el código moral dieciochesco –cuya estela todavía continúa empañando nuestro siglo XXI–, las mujeres no sólo no estaban autorizadas a verbalizar sus enamoramientos, sino que ni siquiera debían permitirse experimentarlos hasta no estar seguras de ser correspondidas. La asunción implícita es que se consideraba indecente que una mujer sintiera deseo: su amor, para ser digno, tenía que ser receptivo, pasivo y más bien cercano a la gratitud. Como apunta Parker con fina ironía:
Estas actitudes manifiestan las exigencias contradictorias que la cultura del siglo xviii planteaba a las mujeres: ser al mismo tiempo sexualmente entregadas y sexualmente inocentes, y practicar la modestia como una manera de ser, así como una ostentación.
Las constricciones sociales al sexo femenino tuvieron una influencia decisiva, pero no determinante. Conservamos testimonios literarios de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna en los que algunas mujeres sí que aparecen tomando la iniciativa en la manifestación del amor. Por lo general, se trata de historias caballerescas sobre doncellas seductoras, leyendas acuáticas sobre sirenas y ninfas, o ciertas baladas que –en el contexto del conflicto anglo-hispánico de finales del siglo xvi y comienzos del XVII– se refieren a una apasionada y excepcional dama española que entrega su amor incondicional a un soldado del ejército enemigo.
Dando un salto en el tiempo, ya bien entrado el siglo XIX, Charlotte Brontë imaginó a una joven institutriz cuya humildad no iba a impedirle expresarse con una libertad y una fuerza insólitas. En una de las más impresionantes declaraciones de amor y, al mismo tiempo, de dignidad personal procedentes de un personaje femenino, Jane se dirige a Rochester diciendo:
¿Cree que soy una autómata? ¿Una máquina sin sentimientos? […] ¿Cree que, porque soy pobre, fea, anodina y pequeña, carezco de alma y corazón? ¡Se equivoca! Tengo la misma alma que usted, y el mismo corazón. […] No le hablo con la voz de la costumbre o de las convenciones, ni siquiera con voz humana: ¡es mi espíritu el que se dirige al suyo […]! He dicho lo que pensaba y me siento libre de ir a cualquier parte.
Una afirmación tan rotunda de la igualdad de género no habría llegado a producirse sin el coraje y la lucidez de ciertas predecesoras que, viviendo en el Siglo de las Convenciones, se aventuraron a desafiar de forma radical las ideas y normas heredadas. Más que nadie, Mary Wollstonecraft (1759-1797) hizo hincapié a lo largo de su obra en la sumisión, la infantilización y, sobre todo, la debilidad que ciertos tratados «educativos» –como el escrito por John Gregory en 1761– fomentaban en las mujeres, lo que para ella suponía «degradar a una mitad de la especie humana». No por casualidad, una de las novelas más fascinantes del siglo xviii fue escrita por otra Mary, cuyo deslumbramiento inicial por Wollstonecraft terminó convirtiéndose en una amistad íntima que la llevó a acompañarla hasta su lecho de muerte. Parker dedica algunas de las mejores páginas del libro a analizar Memorias de Emma Courtney, la destacable obra semiautobiográfica publicada por Mary Hays en 1796.
Inspirada en su propia experiencia de amor no correspondido, Hays detallaba paso a paso los sentimientos de la protagonista: una muchacha inteligente acostumbrada a pensar por sí misma, que desprecia los convencionalismos impuestos a su sexo y que, desobedeciendo las reglas del decoro y la falsa modestia, decide cortejar al hombre de quien se ha enamorado, a sabiendas de que gran parte de su embelesamiento procede de su propia imaginación. Pero «algo de ilusión es necesaria», reflexiona, plenamente consciente de sí misma. La perseverancia de su amor se refleja en su propio nombre, inspirado probablemente en Henry y Emma, un poema muy popular por esas fechas en defensa de la constancia femenina. En un momento dado, la joven escribe una larga misiva en la que, tras declarar abiertamente sus sentimientos, añade:
Esta franca confesión podrá quizás afectarle, pero no sorprenderle, pues, incapaz de disimular, las emociones de mi mente se revelan completamente en mis expresiones y en mi conducta […] y nunca he tenido interés en ocultarlas.
Esta peculiar novela, que incluía cartas y documentos personales de la autora como parte de la trama, y que llegaba a plantear una convivencia fuera del matrimonio, recibió grandes alabanzas, pero también fue motivo de escándalo debido a su tratamiento irreverente de la pasión femenina. A diferencia de Wollstonecraft, Hays era poco o nada atractiva físicamente, algo que ella sabía muy bien y que no le impidió en absoluto reclamar su derecho a ser amada: «Quiéreme, quiere mi mente», es lo que Mary/Emma requiere una y otra vez, haciéndose eco del ideario del llamado Siglo de la Razón, que, no obstante, se niega a escucharla.
El contraste entre las rígidas normas de la época y la valentía de quienes, como Mary Hays, se atrevieron a desacatarlas resulta imprescindible para entender el tema que sirve de fondo al ensayo. Pero, más allá del dilema entre declarar o no el amor como fruto de una decisión, o de la probable superioridad del amor oculto sobre el revelado, la esencia de este libro radica en plantear hasta qué punto es posible verbalizar algo tan inasible como el sentimiento amoroso. Tal y como defiende su autor, ni el amor ni el deseo –que representarían lo más íntimo de cada uno– pueden expresarse con palabras. Nos gusta pensar que nuestro lenguaje es personal y privado, pero en realidad nos valemos de códigos sociales y culturales que, por otra parte, condicionan en gran medida las emociones que experimentamos y que, ingenuamente, tendemos a considerar como individuales.
Visto así, el misterioso poemita de William Blake que abre este texto podría leerse, más que como una recomendación de no declarar el amor, como la constatación de que tal pretensión es imposible. Los versos esbozan el escenario de un triángulo amoroso en el que el yo lírico es suplantado por un rival: un viajero sin palabras. El poeta, celoso, se siente traicionado por la mujer y proyecta sobre ella la absoluta certeza de algo que, paradójicamente, ha sucedido silenciosa e invisiblemente. En la interpretación de Fred Parker, la mujer se apartaría del poeta no porque él haya comunicado sus sentimientos sin éxito, sino porque el amor no puede darse a conocer mediante el habla, y es horriblemente malentendido y tergiversado en el intento.
El oh del último verso suena como una expresión de tristeza –o quizá de acusación– por parte del poeta; en cualquier caso, implica el reconocimiento de que él es el perdedor. Pero ese oh (en inglés, una O que en el manuscrito aparecía subrayada enfáticamente) puede pertenecer también a los amantes, indicando el momento del orgasmo que evitaría la necesidad de responder sí o no, soslayando así todo lenguaje verbal. El enigmático viajero no tiene ataduras, se mueve libremente sin impedimentos y se gana a la mujer precisamente por la ausencia de palabras que requieran reciprocidad. Su silencio liberaría a la mujer del «miedo espantoso» a no cumplir con los subyugadores códigos de modestia y pudor que negaban la independencia femenina. No por azar, dicha emancipación era lo que, con una enorme dosis de energía y valor, estaba reclamando Mary Wollstonecraft, amiga y colaboradora de Blake, por esas mismas fechas.
La eventualidad de revelar el amor, un asunto que en principio podría parecer banal, enlaza con algunos aspectos centrales de la cultura dieciochesca. Como recalca Parker a lo largo del libro, ya sólo el hecho de utilizar el lenguaje, que es algo social, supone renunciar a la noción de uno mismo –un ser con pensamientos y sentimientos únicos– en favor de un yo relacional, conversacional y, en cierto sentido, público. Prueba de ello es que, para la mayoría de seres humanos, la mera idea de ponerse al descubierto y revelar plenamente la interioridad se contempla como algo imposible o, en el mejor de los casos, obsceno. Quizá nadie haya formulado mejor la despersonalización y el peligro que entrañan las palabras que el semiótico ruso Mijaíl Bajtín. Como escribió en una célebre colección de ensayos titulada La imaginación dialógica: «el lenguaje […] se sitúa en la frontera entre uno mismo y el otro. La palabra en el lenguaje sólo nos pertenece a medias».
Esta afirmación, aplicable a todas las épocas, ilumina algunos de los más encendidos debates que se produjeron a finales del Siglo Ilustrado. Entre ellos, resulta especialmente significativo el que protagonizaron dos de las personas más cercanas a Mary Wollstonecraft: su marido William Godwin y su íntima amiga Mary Hays. Esta última fue la responsable de que la pareja Wollstonecraft/Godwin se reencontrase tras varios años sin verse, y durante un tiempo los tres formaron parte de un reducido círculo de pensadores radicales. La amistad entre Godwin y Hays fue particularmente estrecha: fue él quien sugirió a Hays volcar su insatisfacción amorosa en el libro que acabó siendo su obra más valorada. En Memorias de Emma Courtney hay tres personajes principales: la heroína, Mary/Emma (un nombre literario que representa la constancia femenina), y dos varones. Uno (Frend/Augustus) es el objeto de su amor apasionado, y el otro (Godwin/Francis), el amigo filósofo que le sirve de consejero.
Ambos hombres acabaron desapareciendo de la vida de Hays, quien, según ella misma confesaría, en ciertos momentos llegó a experimentar una soledad cercana a la locura. Pero lo interesante en relación con el tema de este libro es el concepto radicalmente opuesto del lenguaje y de la identidad personal que representa cada uno. Para Godwin, lo importante era el cultivo de la razón, la libertad interior y la independencia individual, lo que le llevó a calificar a Hays de «insensata», «dependiente» y «excesivamente sensible». Hays, sin embargo, defendía la inseparabilidad de la inteligencia y el sentimiento:
Si hubiera, como usted me dice, «practicado en el altar de la razón tan solo la mitad de los sacrificios que he hecho en el santuario de la ilusión», mi felicidad hubiera sido envidiable. Pero, ¿no se da cuenta que mi razón fue la auxiliar de mi pasión o, más aún, que mi pasión fue el principio generativo de mi razón? Si esas contradicciones, esas oposiciones, no hubieran despertado la energía de mi mente, me hubiera domesticado, dócilmente, en las faldas de la indolencia y la apatía.
La fe inquebrantable de Godwin en la razón y su convicción de que uno puede comunicarse perfectamente a través del lenguaje le hicieron abogar por una franqueza absoluta en las relaciones humanas. Para el filósofo, el ideal de un ser racional sería expresarse con transparencia. Por el contrario, Hays, espontánea en un primer momento, dejó de creer en la sinceridad, pues desconfiaba del lenguaje como medio de expresión personal. Para ella no existían palabras capaces de comunicar lo que uno siente, pues, pese a lo que solemos imaginar, no somos realmente individuales, sino que dependemos de las conexiones simpáticas entre unos y otros.
La simpatía fue una emoción que dio mucho que hablar en el siglo xviii, en especial a partir de la publicación, en 1759, de la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith. Para Smith, dicha actitud afectiva sería la clave de la conducta humana y la fuerza aglutinadora de la sociedad. Sin embargo, según el filósofo escocés, la sensibilidad para sentir como otra persona y ponerse en su lugar debía atenuarse por un distanciamiento juicioso que personificó en la figura del llamado «espectador imparcial». No sólo me imagino cómo me sentiría en tu situación, sino que, al mismo tiempo, trato de concebir lo que un testigo desapasionado pensaría fríamente que conviene sentir: tal venía a ser su mensaje.
Ese paso atrás pretendidamente objetivo, característico de la mentalidad ilustrada, continúa siendo todavía hoy en muchos sentidos nuestro «modelo por defecto», en expresión de Fred Parker. Se trata de una forma de entender la identidad que encontró reflejo en multitud de relatos dieciochescos sobre individuos recluidos, retirados, apartados o aislados: toda una gama de solitarios. Desde los llamados «poetas de cementerio» ingleses, considerados precursores del gótico, pasando por Daniel Defoe y su Robinson Crusoe, Henry Fielding y su Hombre de la Colina, o Jean-Jacques Rousseau, para quien la soledad era la cumbre de la felicidad, el tipo de individuo desapegado como paradigma de integridad impregna el Siglo Racionalista por excelencia.
No obstante, estos ejemplos son aducidos en el libro con la intención de presentar la otra cara de la moneda: la identidad construida en relación con los demás. Más consciente de las emociones y su protagonismo en la conducta que la mayoría de sus contemporáneos, Samuel Johnson –el segundo autor más citado en inglés después de William Shakespeare– escribió que estamos hechos para la vida en sociedad en igual medida que para la soledad. Entre ambos estados se situaría la esencial incomunicabilidad de nuestros sentimientos más íntimos:
El corazón siente innumerables punzadas, que nunca irrumpen en quejas. Quizás, de la misma manera, nuestros placeres son en su mayor parte igualmente secretos, y la mayoría mantienen el ánimo por alguna satisfacción privada, alguna conciencia interna, alguna esperanza latente, alguna peculiar perspectiva de futuro que nunca comunican, sino que reservan para las horas solitarias y la meditación clandestina.
Frente a quienes contemplan la creatividad del genio como algo individual, Johnson insistía en que la efervescencia de la mente, esa llama que estalla como fuego en el pedernal, se produce precisamente cuando entramos en colisión con las ideas que nos resultan más extrañas.
La concepción de una identidad fluida o dinámica, de un yo más dialogante que reflexivo, fue acrecentándose a lo largo del siglo, arrumbando el ideal racionalista de la comunicabilidad y la sinceridad. Antes de llegar a su destino –el amor indecible preconizado por Jane Austen–, Parker acompaña al lector a través de un viaje literario. Para ello, da un salto atrás en la cronología y nos introduce en El misántropo de Molière: una obra escrita en 1666 que en muchos aspectos se anticipó a su tiempo. Alceste, su protagonista, es un enamorado irascible que resulta ridículo cada vez que reivindica su sinceridad o pretende poner una distancia entre él y los demás, lo que indica la imposibilidad de tales aspiraciones.
A partir de ahí, el recorrido de Parker se detiene en una serie de obras selectas escritas entre el género epistolar y el conversacional. El sobrino de Rameau, un sorprendente diálogo filosófico entre dos individuos opuestos escrito por Diderot hacia 1770, representa las tendencias contradictorias de uno mismo a la manera en que lo haría Freud muchos años más tarde. Uno (el narrador, independiente y observador distante) es Moi («Yo»). Y el otro (el sobrino de Rameau, excéntrico y lleno de contradicciones) es Lui («Él»). Pese a sus locuras, la personalidad del sobrino, diferente a la mayoría, «rompe aquella fastidiosa monotonía que nuestra educación, nuestras convenciones sociales y nuestros modales han establecido». Como un auténtico Quijote en el París de las Luces, Lui expresa un sentido de la identidad cambiante y opaco que le lleva a exclamar: «Todo lo que sé es que me gustaría ser otro» o «Yo soy yo y seguiré siendo lo que soy, pero actúo y hablo como me conviene».
Por encima del Man of Honour («Hombre honesto»), del Man of Wit («Hombre de ingenio») y aun del Man of Feeling («Hombre sentimental»), el carácter mucho más impreciso del Man of the World («Hombre de mundo») se presenta como el ideal a alcanzar en otro texto inclasificable que desde el momento de su publicación generó reacciones viscerales y enfrentadas. La colección de alrededor de cuatrocientas cartas que Lord Chesterfield escribió a su hijo Philip entre 1737 y 1768, fecha en la que éste murió a la edad de treinta y seis años, alentaban un tipo de conducta basada no tanto en la honestidad transparente como en la prudencia y una serie de virtudes exclusivamente orientadas hacia los demás.
Las buenas maneras, la suavidad, el encanto personal, la gracia y la seducción, la amabilidad y la dulzura, el arte de complacer, en suma, aparecen considerados como los mayores logros del ser humano. Chesterfield sublima así la figura del Man of Pleasure (Hombre de placer), que para él no es sino el Man of Fashion (Hombre de moda), un individuo «educado, pero sin ceremonias; relajado sin ser negligente; seguro e intrépido, pero modesto; amable sin afectación; insinuante sin maldad; alegre sin estridencias; franco pero discreto, y reservado pero no misterioso».
Si algo transmite este libro sugerente y denso de principio a fin es un inquietante sentimiento de ambigüedad. El Siglo de la Claridad –auténtico laboratorio de ideas en ciernes– admitió en su seno actitudes enormemente contradictorias. La duplicidad de muchas de sus manifestaciones se expresa con especial intensidad en el terreno amoroso, un campo abonado de dudas que algunos escritores del siglo XVIII supieron reflejar con sofisticada agudeza. En Clarissa, novela epistolar de más de un millón de palabras, probablemente la más larga en lengua inglesa, su autor, Samuel Richardson, conseguía mantener la indeterminación sentimental de los protagonistas página tras página, haciendo de ella el centro vital de la trama. La incertidumbre, entendida como una forma de inteligencia en sí misma, domina asimismo las relaciones amorosas de los personajes en Les liaisons dangereuses (1782), de Pierre Choderlos de Laclos, quizá la obra de carácter epistolar más valorada desde su redescubrimiento a principios del siglo XX.
Las novelas de Jane Austen no son propiamente epistolares, pero no hay que olvidar que su autora empezó a experimentar la escritura mediante esta forma narrativa, psicológica y subjetiva por antonomasia. En sus libros, las cartas adquieren una función particularmente significativa, lo que permite al lector adentrarse directamente en el corazón de los personajes. Pero, pese al tono intimista de su obra y a que toda ella gire en torno a los compromisos sentimentales de sus protagonistas, tal como resalta Parker al principio de su ensayo, no hay ni una sola declaración de amor satisfactoria en la que se oigan las palabras pronunciadas por las dos partes. En particular, nunca llegamos a escuchar a la mujer decir sí.
Este descubrimiento enciende la llama del ensayo de Parker, pues los múltiples malentendidos que van tiñendo las proposiciones de matrimonio en las novelas de Austen le permiten transmitir, con su ironía característica, la imposible comunicabilidad del amor: «Raras, muy raras veces, la verdad completa se revela en el discurso humano», leemos en Emma nada más declararse el caballeroso Mr. Knightley a la joven protagonista. No se trata únicamente de que las fórmulas de cortesía coarten la expresión de las emociones: es que no hay palabras para transmitir el carácter evasivo del amor, a menudo tanto más intenso cuanto menos elocuente.
En 1732, el dramaturgo español José de Cañizares publicó el texto de una zarzuela que llevaba el expresivo título de Milagro es hallar verdad. En tono humorístico, Tolondro, el personaje del gracioso atolondrado, intenta declarar su afecto a una joven, pero ella le disuade una y otra vez, como advirtiéndole del peligro a que se arriesga: «El mucho amor que te tengo, ¿quiéresle hablado?», empieza preguntando él y, en medio de constantes negativas por parte de ella, continúa: «¿rezado? […] ¿escrito? […] ¿regañado? […] ¿gesteado? […] ¿tristón? […] ¿cantado y claro?» Finalmente exclama: «Yo fallezco por ti», a lo que ella responde: «¿Y un Tolondro publica su pecado?». Trasladándonos de nuevo a Inglaterra, diez años más tarde, Thomas Gray, el más famoso entre los llamados «poetas de cementerio», transmitía algo no muy diferente en relación con la felicidad de lo incierto: «Donde la ignorancia es dicha, locura es ser sabio».
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