«Hemos llegado, señoras y señores, al término de nuestra programación de hoy, día tantos de tantos. Estaremos de nuevo con ustedes a las equis horas con la carta de ajuste. Hasta ese momento, nos despedimos deseándoles muy buenas noches».
Cuando en España sólo existían uno o dos canales de televisión –obviamente TVE, Televisión Española–, escribe el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio en su blog "Morirse de risa", y las emisiones se interrumpían durante el horario nocturno, un locutor o una locutora –creo recordar que normalmente era un personaje femenino, pero de eso no estoy ahora muy seguro– se dirigía al telespectador en un tono muy sosegado comunicándole lo anterior y despidiéndose hasta el día siguiente. Cuando consultábamos la programación televisiva, la última línea la ocupaba ese brevísimo espacio, que precedía al himno nacional, y que se formulaba así: «Despedida y cierre». Para quienes, aun siendo niños, vivimos aquella época esa acuñación, «despedida y cierre», ha quedado en nuestra memoria como una especie de despedida irónica, equivalente, por ejemplo, al actual e impreciso «¡nos vemos!», aunque uno no tenga la menor voluntad de ver al otro en mucho tiempo. Creo recordar que alguna publicación de humor utilizaba la expresión en alguna de sus secciones y, en todo caso, lo que sí recuerdo claramente es que el humorista Moncho Borrajo tituló así su último espectáculo para clausurar treinta y tantos años de actividades cómicas. Es decir, que esto de «despedida y cierre» es casi como un clásico. Y me ha parecido el título más adecuado para poner punto final a esta ventana sobre el humor que hemos mantenido abierta durante casi cuatro años.
En octubre de 2015 planteé al director de Revista de Libros la posibilidad de abrir un blog que tuviera como asunto central el humor. No exactamente un blog de humor, modalidad para la que no me siento capacitado, sino un blog sobre el humor, que no es obviamente lo mismo, como me he afanado en recordar en distintas ocasiones. Me impulsaba a ello una constatación elemental: la práctica inexistencia de una sección permanente de esas características en el inconmensurable panorama de las publicaciones periódicas convencionales y digitales. Mi intención, desde luego, no era hacerme un hueco contando chistes, chascarrillos o cosas parecidas, sino básicamente prestar atención crítica a todo lo que iba apareciendo –libros, artículos, revistas, películas, televisión, anuncios, teatro, exposiciones, polémicas– en torno al humor o que representara una visión humorística de las distintas vertientes del mundo que vivimos. La perspectiva era, pues, amplia y he procurado que los criterios de selección fueran muy flexibles, pues siempre me ha guiado la convicción de que el mejor humor no es el que nos hace simplemente reír, sino el que nos fuerza a ver las cosas de manera distinta: obviamente, si es con una risa o, al menos, una sonrisa, mejor que mejor.
Como adelanté antes, ha sido una larga singladura de cuarenta y seis meses, casi cuatro años, con la sola interrupción de los períodos vacacionales o festivos en los que nuestra Revista de Libros se tomaba un respiro. Mentiría si dijera que en aquellos comienzos tenía ya prefijado el rumbo exacto de este blog. O, mejor dicho, la verdad es que sí lo tenía, pero la propia dinámica del mismo me ha hecho cambiar algunas de mis determinaciones iniciales. Por ejemplo, yo pretendía en principio circunscribirme en exclusiva –o casi– al ámbito del humor negro y mantenerme en las coordenadas culturales españolas. Esto es lo que vulgarmente se conoce como la pretensión de poner puertas al campo. Pronto me di cuenta de que ambos propósitos eran irrealizables: primero, porque el humor negro limita a derecha e izquierda, por delante y por detrás, con todas las demás modalidades de humor, sin que haya barrera infranqueable, sino más bien todo lo contrario, continuidad y semejanza; y, en segundo lugar, porque poner adjetivos nacionales al humor de modo estricto y exclusivo es tan absurdo como un paraguas para una vaca. Por supuesto que hay un tipo de humor que se hace en España y que gusta más a los españoles. Por supuesto que el sentido del humor español es distinto al de los chinos o japoneses –y viceversa, naturalmente–. Pero pensar que hay un tipo de humor español absolutamente específico y distintivo o, simplemente, que la comicidad española puede explicarse sin influencias, préstamos o incluso mimetismos, es una solemne tontería, por no emplear otros términos más gruesos. A pesar de todo, he procurado no perder por completo la voluntad primigenia, de manera que mi atención se ha volcado preferentemente, como habrá comprobado quien me haya seguido, hacia el humor negro y hacia el ámbito hispano.
Ello me ha llevado a tratar en diversas ocasiones el problema de los límites del humor. Es curioso: entre nosotros –aunque también en muchas otras partes– el humor goza de una escasa, por no decir escasísima, consideración intelectual. Parece obligado, por su propia esencia, que nadie se tome en serio el humor. Lo cual significa una actitud de patente menosprecio hacia la obra humorística –catalogada habitualmente como obra menor, casi por definición– y una displicencia manifiesta hacia el cómico, rebajado a nivel de mero bufón. No negaré que buena parte de los humoristas se han ganado a pulso esta consideración con un tipo de comicidad facilona, infantil o, simplemente, grosera. Pero hay otro humor, más difícil, valioso y creativo que ha sufrido injustamente esta preterición. Muchos de los grandes humoristas han clamado en el desierto en este sentido: al drama o a la obra que se pretende seria se le perdona casi todo, mientras que a la comedia se la degrada sistemáticamente como mero pasatiempo insustancial, cuando hacer reír es incomparablemente más difícil que hacer llorar. ¡Y no digamos ya hacer reír con elegancia e ingenio! Pero, volviendo a lo que decía al comienzo de este párrafo, este abierto menosprecio respecto al humor y al humorista sólo se quiebra cuando el chiste o la broma se tornan ofensivos en la estimación de un sector social o un determinado colectivo. ¡Ah, entonces sí, ahora sí que nos tomamos en serio el humor, la supuesta ofensa del humor, y exigimos medidas drásticas!
De hecho, en los últimos tiempos el humor sólo sale como noticia en los periódicos e informativos cuando una parte de la población –feministas, gais, lesbianas, gitanos, afroamericanos, judíos, niños o personas con «diversidad funcional»– claman contra una presunta ofensa del cómico, porque ha hecho una broma que supuestamente agrede o humilla a esos sectores. El caso más dramático, como todo el mundo sabe, ha sucedido con las bromas sobre el islam y las caricaturas de Mahoma. La matanza perpetrada por radicales islamistas en la sede del semanario Charlie Hebdo (enero de 2015) muestra la radical incompatibilidad entre fanatismo y humor. El problema es que se enfrentan con armas muy descompensadas. Por más injurioso que se le repute, el humor no va más allá, en el peor de los casos, de un comentario inoportuno, soez o incluso irritante, pero nada que no se combata con la indiferencia o el desprecio. El desdén es la mejor respuesta ante la provocación patosa: por ejemplo, la del descerebrado que hace una gracieta sobre los hornos crematorios en pleno Auschwitz. Prestarle la menor atención es seguirle el juego, y no digamos ya si lo elevamos a nivel de ultraje. Habría que recordar aquí ese viejo principio de que no ofende quien quiere, sino quien puede. Algo tan elemental y evidente no constituye, sin embargo, la norma habitual de conducta en los últimos tiempos, caracterizados por sistemáticas peticiones de prohibiciones, procesamientos o incluso censura de todo aquello que no nos gusta.
Hace poco tiempo se publicó en un periódico digital un artículo sobre «las principales figuras del humor en España» (así se caracterizaba de modo apresurado a quienes aparecían en el reportaje), pero el título que antecedía a la frase anterior era «Del chiste a la cárcel». Desde mi punto de vista, era un poco alarmista o exagerado, pero no por ello menos expresivo de la controversia que está presente en nuestra sociedad y en nuestro ordenamiento jurídico sobre los márgenes del humor. ¿Qué se puede decir y qué no? ¿Quién marca los límites? ¿Debe prevalecer la libertad del cómico o el honor cuestionado de la persona o el colectivo? En el caso de una acusación concreta o una injuria ad hominem, está claro que es necesario el recurso a los tribunales, pero en todas las demás situaciones parece que la llamada corrección política ha introducido una sensibilidad exacerbada más lindante con el infantilismo que con la ciudadanía democrática. Antes daba a entender mis reservas sobre las llamadas «grandes figuras» del humor. En buena medida, el problema también reside en este punto. Toda la vida de Dios han existido los bocazas de bar que han dicho las mayores barbaridades –pretendidamente graciosas– sin que su repercusión haya trascendido la cuadrilla o el grupo de incondicionales que le reía las gracias. Ahora con Twitter y toda la pesca, cualquier gilipollez se convierte en viral en cuestión de segundos. Y, por supuesto, gilipollas dispuestos a tales hazañas no faltan. Encima, como la difusión de sus memeces es brutal, se creen genios.
Nunca ha sido más fácil y más rentable la provocación. Y nunca ha habido más idiotas deseosos de provocar, obviamente. Esto afecta a la cuestión del humor que estamos tratando, como a cualquiera se le alcanza, porque la provocación es consustancial al humor, que tiende siempre a poner a prueba los límites. Lo que tanto memo no puede entender es que no todo desafío a los límites tiene por qué ser humorístico. La ofensa o la humillación, por ejemplo, no tienen de por sí nada que ver con la comicidad. La mayor parte de las patochadas que inundan la red no tienen la más mínima gracia. Hacerlas pasar por muestras de humor y querer ampararse en la libertad de expresión es un insulto a la inteligencia. Se dice a menudo que el humor no debe tener límites, pero bajo ese principio se tratan de colar de matute muchos despropósitos procaces y, encima, nada ingeniosos. Así que volvemos, en cierto modo, al punto de partida: hoy día hay incontables profesionales del escarnio que mienten, difaman o injurian, y si te molestas, van y te dicen que no tienes sentido del humor. Y al revés: cientos de miles de ofendiditos con la piel tan sensible que, a la menor alusión mordaz a sus convicciones o formas de vida, se declaran escandalizados y piden censurar, silenciar o perseguir todo planteamiento crítico con ellos.
Esta situación desemboca en una paradoja que cualquiera puede observar: nunca ha sido más necesario que ahora el humor, pero tampoco nunca ha sido tan difícil. Cuando me propuse escribir sobre el humor, ya tenía clara esta discordancia, pero la práctica no ha hecho más que intensificar esta sensación. Desde el principio supe lo que no quería hacer: un mero catálogo o muestrario del humor que habían hecho o estaban haciendo otros. Con todo mi respeto o incluso admiración por autores como Luis Conde Martín o José María López Ruiz, autores, respectivamente, de El humor gráfico en España. La distorsión intencional y Un siglo de risas. 100 años de prensa de humor en España, 1901-2000. Tengo estos gruesos volúmenes ahora mismo encima de mi mesa de trabajo: los he leído, subrayado y anotado. Me han sido de una gran utilidad. Pero desde que abrí sus páginas tuve claro que no era eso lo que yo quería hacer. No sé si lo que yo finalmente he hecho ha sido bastante peor. No lo sé o, por lo menos, no estoy seguro. Pero he huido de la historia convencional, de la mera relación de épocas, escuelas, revistas y figuras del humor en España. He pretendido, como quien dice, agarrar al humor por las solapas y dialogar con él, con sus objetivos, sus métodos y sus resultados. He procurado implicarme huyendo del rol de historiador aséptico o analista tan concienzudo como ayuno de sentido del humor. Cuando empecé a dar los primeros pasos en este terreno, constaté inmediatamente que el humor es frágil y delicado. Exige una cierta comprensión, casi empatía, me atrevo a decir. No puede hablarse de humor aburriendo al personal, de la misma manera que no se puede cocinar sin mancharse las manos.
Pensaba yo estas cosas cuando leí algo parecido en el reclamo publicitario de un libro que apareció hace unos meses, editado por Jordi Costa, Una risa nueva. Posthumor, parodias y otras mutaciones de la comedia: «¿Te imaginas un festival del humor donde no se ríe nadie? Este libro no sólo lo imagina, además trata de explicar por qué no sería un fracaso, sino, más bien, la posibilidad de una nueva forma de comedia. Hace casi diez años un buen puñado de los críticos y humoristas más importantes de nuestro país unieron sus fuerzas, en forma de textos y viñetas, para rastrear las últimas mutaciones que estaba experimentando el humor a través de la parodia, la incomodidad o el vacío». En esta obra se reivindica el concepto de posthumor, pero no estoy muy seguro de que constituya una alternativa ni que sea operativo. En relación con el libro, Juan Carlos Saloz publicó en el diario El Mundo un artículo con un título bastante semejante: «Posthumor, cinismo y relevo generacional: ¿de qué nos reímos hoy día?» En el primer párrafo se planteaba en forma casi abrupta el mismo problema que antes mencionamos: «¿De qué nos reímos hoy día? Si haces esta pregunta en redes sociales, probablemente encuentres dos respuestas masivas: “de nada” y “de todo”. La primera respuesta puede que provenga de humoristas o de gente que exige libertad de expresión por encima de todo. Este primer grupo dirá cosas como que “vivimos en la dictadura de lo políticamente correcto” o que “la autocensura se ha apropiado de todo”. El segundo grupo defenderá que no existe ningún problema, o incluso que “se están sobrepasando los límites”. Probablemente, estos sean los que enfadan tanto a los primeros».
Bueno, cito todo esto como una especie de balance abierto o, si prefieren, un estado de la cuestión. Así están las cosas, vivimos en un mundo que evoluciona de modo más rápido que nuestra capacidad para asimilar los cambios. Y el humor es una de las expresiones más características de este mundo. Yo no tengo ninguna respuesta. Nada que realmente sirva para orientarse, ni siquiera a escala de uno mismo. ¿Estamos ahora mismo viviendo una revolución en el campo de la comedia y del humor en general y ni siquiera somos conscientes de ella? Dije antes que no me convencía mucho la etiqueta de posthumor, pero enseguida veo que no sólo es cosa mía, porque el propio Jordi Costa mantiene que «El problema del posthumor es que lo han acabado convirtiendo en una especie de fórmula, en algo mecánico». ¡Pues claro! Si la mirada hacia el futuro nos sumerge en la incertidumbre e incluso la mirada a nuestro presente no nos saca de la perplejidad, otra forma para calibrar las cosas es dirigir la vista hacia el pasado para comprobar cuánto ha cambiado nuestra actitud ante el hecho humorístico. Lo que antes –hace muy poco– era gracioso, resulta hoy-, en el mejor de los casos, indiferente, bien por el curso mismo de los acontecimientos, bien por los cambios de mentalidad. La propia repetición de los clichés humorísticos provoca hartazgo y aburrimiento. En esto del humor pasa como con la gastronomía: un plato creativo nos deslumbra la primera vez, pero, repetido mecánicamente, nos resulta insoportable. Más que otros asuntos, la comicidad requiere renovación constante. Necesitamos una cierta sorpresa para reírnos: ahí está el reto. En todo caso, no hay motivo de preocupación: sea como fuere, seguiremos riéndonos. Al fin y al cabo, eso es lo que somos, por encima de otras muchas cosas: animales que ríen.
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Entrada núm. 5125
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)