viernes, 8 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Uncidos, podemos





Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados señalaba hace unos días, refiriéndose a la consigna dominante en cierta izquierda de reescribir el pasado, deteniéndose en un punto determinado del recorrido en busca de culpables de los males de hoy y encerrándose en el marco de los buenos frente a los malos, que caminamos con paso firme hacia el pasado. 

La consigna dominante en determinados sectores de la izquierda, comenzaba diciendo, parece ser esta: regresemos al punto en el que todavía no existían los males que hoy nos azotan. No es por casualidad que en el lenguaje parlamentario los verbos más utilizados desde hace ya un tiempo entre nosotros sean “revertir” y “derogar”. Al principio parecía que hacían referencia únicamente a las nefastas políticas del Partido Popular y no nos llamaba la atención tanto uso, pero nos hemos ido adentrando en lo pretérito con desenvuelta determinación y ya se ha empezado a ampliar el espectro de las actuaciones que también se nos insta a deshacer. Bien pronto ha alcanzado la querencia a alguna de las llevadas a cabo por José Luis Rodríguez Zapatero (artículo 135 de la Constitución aparte, ha habido quien ha puesto en la picota su entera reforma laboral). Es de suponer que, a este ritmo, transitaremos rápidamente por lo llevado a cabo por Aznar y resulta altamente probable que la gestión de Felipe González sea despachada en un plis-plas (a fin de cuentas es para algunos —últimamente, incluso desde sus propias filas— el epítome de las puertas giratorias). De ahí a situarnos en el escenario del inicio de la Transición, como algunos desean, solo quedará un suspiro.

¿De qué depende detenerse en uno u otro punto del recorrido? De la posición política de cada cual. Se diría que, en el seno de la izquierda, las diferencias entre sus diferentes sectores la marca el punto del pasado en el que se detendrían (y por cierto que esto mismo rige para esa específica variante de la izquierda que últimamente ha virado en Cataluña hacia el independentismo: en su caso el retroceso alcanzaría hasta 1714). O, lo que viene a ser lo mismo, su especificidad pasa por el lugar en el que cada uno coloca el origen de todos nuestros males. Benjaminianos sin saberlo, se ven empujados hacia delante, como el ángel de la historia de Paul Klee, por el transcurrir de los acontecimientos, pero con el rostro vuelto hacia el pasado, incapaces de mirar de frente lo que se les avecina.

Esta actitud contiene una profunda contradicción. Los buenos tiempos siempre quedan atrás pero, por otro lado, quienes se reclaman de ellos se declaran, en el mismo gesto, inaugurales. Se empeñan en reescribir el pasado —dicen que para no repetir sus errores—. Pero el propósito en cuanto tal constituye una declaración de impotencia. Entre otras razones porque quien viaja imaginariamente al pasado en cuestión lleva a cuestas su presente. El ventajismo de criticar desde hoy las posiciones que los adversarios antaño mantenían para, a renglón seguido, certificar el rosario de presuntos renuncios y contradicciones en que estos últimos habrían incurrido tiene un fácil antídoto: el de preguntarse qué pensaban y qué defendían los predecesores de los mencionados hipercríticos en aquel mismo momento. Quizá, de aplicar el antídoto, nos encontraríamos con que también aquellos incurrieron en lo que sus herederos ahora tanto critican (la aceptación de la monarquía o la actitud hacia la amnistía podrían ser ejemplos ilustrativos).

Pero la falacia tiene doble fondo y por debajo de este primer nivel, en última instancia casi metodológico, subyace otro de mayor importancia. Porque este imaginario viaje al pasado, además de revelar una impotencia política, es en sí mismo imposible. A dicho lugar no se puede regresar porque ya no existe. Pretenderlo es hacer como si nada hubiera sucedido entretanto, como si el tiempo transcurrido desde entonces no hubiera alterado en modo alguno la realidad. Pero es a la realidad actualmente existente a la que hay que dar respuesta, la que, en lo que proceda, urge modificar. Todos esos ejercicios de intensa melancolía política (de la añoranza de lo que pudo haber sido y no fue) a los que venimos asistiendo de un tiempo a esta parte, toda esa dulzona autocomplacencia ante el heroico espectáculo de las ocasiones perdidas al que se dedican de manera sistemática quienes no las vivieron, deja sin pensar precisamente aquello que más debería importarnos, que es la solución de los problemas que hoy tenemos planteados.

Reivindicar, pongamos por caso, la socialdemocracia sueca de los sesenta cuando no solo no somos suecos sino que nos separa de aquella década medio siglo únicamente puede ser considerado, en el mejor de los casos, un mero flatus vocis. Si se quiere reivindicar un modelo de semejante tipo no basta con utilizar como argumento mayor frente a los escépticos el tan contundente como romo de que tal cosa fue posible y extraer luego, como mecánica y simplista conclusión, que podría volver a darse. Se impone, en primer lugar, dar cuenta de los motivos por los que se torció el proyecto, qué hizo que fuera degradándose hasta quedar muy lejos de su diseño originario. Y, a continuación, mostrar lo que hoy, en nuestras actuales condiciones, resulta viable.

Pero proceder así probablemente desactivaría en gran medida la eficacia de un discurso más cargado de emociones que de razones. Se diría que algunos rehúyen la posibilidad misma de encontrarse con la evidencia de que tal vez buena parte de las respuestas ofrecidas en el momento en el que, según ellos, las cosas tomaron la senda errónea eran las adecuadas, o las menos malas, o acaso las únicas posibles. Pero aceptar eso dejaría sin referente su indignación, que no tendría a quien dirigirse. Necesitan pensar (contraviniendo a Platón, dicho sea de paso) que aquello no solo se hizo mal, sino que se hizo mal a sabiendas. Corolario ineludible a partir de semejantes premisas: quienes actuaron de tal modo, no solo son responsables de lo sucedido sino que, sobre todo, son culpables de cuanto ahora nos pasa.

El cuadro (¿o quizá deberíamos mejor decir el marco, el famoso frame?) queda de esta manera cerrado. Ellos frente a nosotros, los de arriba frente a los de abajo: los buenos frente a los malos, en definitiva. Pero los dualismos los carga el diablo, y del maniqueísmo al cainismo apenas hay un paso, que en el calor de la polémica no cuesta apenas nada dar. Hace no mucho, en el transcurso de un agitado pleno en el Congreso, un diputado de izquierdas le espetaba a la bancada del Partido Popular estas sonoras palabras: “España es un gran país, pero sería mejor sin ustedes”. Excuso decir el entusiasmo con el que fueron acogidas por parte de los correligionarios del diputado en cuestión. Sin embargo, he de confesar que a mí no me sonaron tan bien. Quizá fuera porque la memoria, siempre tan traviesa, decidió gastarme una mala pasada y trajo a mi cabeza dos versos de una canción que interpretaba un cantautor, de izquierdas por cierto, en los albores de la tan denostada Transición. Decían así los versos: “aquí cabemos todos/ o no cabe ni Dios”.



Dibujo de Enrique Flores para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "El pavo de Navidad", de Mario de Andrade






Continúo la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El pavo de Navidad, de Mário de Andrade (1893-1945). Poeta, novelista, ensayista y musicólogo brasileño, fue uno de los miembros fundadores del modernismo en ese país. Su libro de poesía, Paulicéia desvairada, marca para muchos el inicio de la poesía modernista brasileña. Durante los años 20 continuó su carrera literaria, al tiempo que ejercía también la crítica musical y de artes plásticas en la prensa escrita. En 1928 publicó su novela más reconocida, Macunaíma, considerada una de las obras capitales de la narrativa brasileña del siglo XX. Tenía un sólido dominio de la lengua francesa, y leyó durante su infancia a Rimbaud y a los principales poetas simbolistas franceses. Les dejo con su relato. Espero que les resulte interesante. 



EL PAVO DE NAVIDAD
por 
Mario de Andrade


Nuestra primera Navidad en familia, después de la muerte de papá ocurrida cinco meses antes, fue de consecuencias decisivas para la felicidad familiar. Nosotros siempre fuimos una familia feliz, en ese sentido bien amplio de felicidad: gente honesta, sin crímenes, hogar sin peleas internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido en parte a la naturaleza gris de mi padre, ser desprovisto de todo tipo de lirismo, instalado en la mediocridad, siempre nos había faltado ese disfrute de la vida, ese gusto por las felicidades materiales: un buen vino, un balneario, el refrigerador, cosas así. Mi padre había sido un gran equivocado, casi dramático, el pura-sangre de los esfuma-placeres.

Mi padre murió, lo sentimos mucho, etc. Cuando ya nos acercábamos a la Navidad, yo no sabía qué hacer para poner distancia con esa memoria del muerto que obstruía, que parecía haber sistematizado para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada comida, en cada mínimo gesto de la familia. Una vez sugerí a mamá que fuera al cine a ver una película. ¡Se puso a llorar! ¡Dónde se vio ir al cine estando de luto riguroso! El dolor ya se cultivaba por las apariencias, y yo, que siempre había querido bien a papá, más por instinto filial que por espontaneidad del amor, me veía a punto de detestar al bueno del muerto.

Fue sin lugar a dudas por eso que me nació, en este caso sí, espontáneamente, la idea de hacer una de mis llamadas “locuras”. Esa había sido, en realidad, y desde muy niño, mi excelente conquista contra el clima familiar. Desde muy temprano, desde los tiempos de la secundaria, en que me las arreglaba para sacar regularmente un reprobado todos los años, desde el beso a escondidas a una prima, cuando tenía diez años, descubierto por la tía Velha, una tía detestable; y principalmente desde las lecciones que di o recibí, no sé, de una criada, conseguí, en el reformatorio del hogar y con la vasta parentela, la fama conciliadora de “loco”. “¡Está loco, el pobre!” decían. Mis padres hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela me buscaba como ejemplo para sus hijos y probablemente con aquel placer de los que se convencen de alguna superioridad. No tenían locos entre sus hijos. Pues esa fama es la que me salvó. Hice todo lo que la vida me presentó y que mi ser exigía que se realizara con integridad. Y me dejaron hacer de todo, porque era loco, pobrecito. El resultado de todo esto fue una existencia sin complejos, de la cual no tengo nada de qué quejarme.

Siempre teníamos la costumbre, en la familia, de realizar la cena de Navidad. Cena insignificante, ya puede usted imaginarse; cena tipo mi padre: castañas, higos, pasas después de la Misa de Gallo. Empachados de almendras y nueces (si habremos discutimos los tres hermanos por el cascanueces…), empachados de castañas, nos abrazábamos e íbamos a la cama. Fue al recordar esto que arremetí con una de mis “locuras”.

-Bueno, para Navidad, quiero comer pavo.

Hubo una de esas sorpresas que nadie se imagina. Luego, mi tía solterona y santa, que vivía con nosotros, advirtió que no podíamos invitar a nadie debido al luto.

-¿Pero quién habló de invitar a alguien? Esa manía… ¿Cuándo comimos pavo en nuestra vida? Pavo aquí en casa es plato de fiesta, viene toda esa parentela del demonio…

-Hijo mío, no hables así…

-Pues hablo y ya.

Y descargué mi helada indiferencia sobre nuestra parentela infinita, dizque descendiente de bandeirantes, que poco me importa. Era el momento para desarrollar mi teoría de loco, pobrecito, y no perdí la ocasión. De sopetón me dio una ternura inmensa por mamá y tiita, mis dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que divinizaron mi vida. Siempre era lo mismo: venía el cumpleaños de alguien y sólo así se hacía pavo en la casa. Pavo era plato de fiesta: una inmundicie de parientes ya preparados por la tradición, invadían la casa por el pavo, las empanaditas y los dulces. Mis tres madres, tres días antes, lo único que sabían de la vida era trabajar preparando carnes frías y dulces finísimos, pues estaban muy bien hechos. La parentela devoraba todo y todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir. Mis tres madres quedaban exhaustas. Del pavo, sólo en el entierro de los huesos, al día siguiente, mamá y tiita probaban un pedacito de pierna, oscuro, perdido en el arroz blanco. Y eso que era mamá quien servía, elegía para el viejo y para los hijos. En realidad, nadie sabía concretamente qué era un pavo en nuestra casa, pavo restos de fiesta.

No, no se invitaba a nadie, era un pavo para nosotros cinco, cinco personas. Y tenía que ser con dos farofas, la gorda con los menudos y la seca, doradita, con bastante mantequilla. Quería el buche rellenado sólo con farofa gorda, a la que teníamos que agregar fruta negra, nueces y una copa de Jerez, como había aprendido en casa de la Rosa, mi querida compañera. Está claro que omití decir dónde había aprendido la receta y todos desconfiaron. Y todos se quedaron en ese aire de incienso soplado…¿no sería tentación del Diablo aprovechar una receta tan sabrosa? Y cerveza bien helada, garantizaba yo casi a los gritos. Lo cierto es que con mis “gustos” ya bastante refinados fuera del hogar, primero pensé en un buen vino bien francés. Pero la ternura por mamá venció al loco, a mamá le encantaba la cerveza.

Cuando acabé mis proyectos, me di cuenta, todos estaban felicísimos, con un inmenso deseo de hacer aquella locura con la que había irrumpido. Sabían muy bien que era locura, sí, pero todos se imaginaban que yo era el único que deseaba mucho aquello y era fácil echar encima mío la culpa de sus deseos enormes. Se sonreían, mirándose unos a otros, tímidos como palomas desgarradas, hasta que mi hermana asumió el consentimiento general:

-¡Aunque esté loco!…

Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y después de una Misa de Gallo muy mal rezada, tuvimos nuestra Navidad más maravillosa. ¡Qué chistoso! Cuando me acordaba que finalmente iba a lograr que mamá comiera pavo, en esos días no hacía otra cosa que pensar en ella, sentir ternura por ella, amar a mi viejita adorada. Y mis hermanos también, estaban en el mismo ritmo violento de amor, todos dominados por la nueva felicidad que el pavo iba imprimiendo en la familia. De modo que, aún disfrazando las cosas, dejé con tranquilidad que mamá cortara toda la pechuga del pavo. En un momento mamá se detuvo, luego de haber cortado en rebanadas uno de los lados del ave, sin resistirse a aquellas leyes de economía que siempre la habían sumido en una casi pobreza sin razón.

-No señora, siga cortando… y pedazos grandes ¡Yo solo me como eso!

Era mentira, el amor familiar, estaba incandescente en mí de tal forma, que hasta era capaz de comer poco, sólo para que los otros cuatro comieran mucho. Y el diapasón de los otros era el mismo. Aquel pavo comido entre nosotros solos redescubría en cada uno lo que la cotidianeidad había borrado por completo: amor, pasión de madre, pasión de hijos. Dios me perdone pero estoy pensando en Jesús. En esa casa de burgueses muy modestos, se estaba realizando un milagro digno de la Navidad de un Dios. La pechuga del pavo quedó enteramente reducida a rebanadas grandes.

-¡Yo sirvo!

-¡Qué loco! ¡Pero por qué tenía que servir si siempre mamá había servido en esa casa! Entre risas, los grandes platos llenos fueron pasando hasta mí y empecé una distribución heroica, mientras mandaba a mi hermano a que sirviera la cerveza. Advertí un pedazo admirable de pavo lleno de carnecita y lo puse en el plato. Y luego varias rebanadas blancas. La voz severa de mamá cortó el espacio angustiado en el cual todos aspiraban a su parte del pavo:

-¡Acuérdate de tus hermanos, Juca!

¿Cuándo iba a imaginarse ella?, ¡la pobre!, que ese era el plato suyo, de la Madre, de mi amiga maltratada que sabía de la existencia de Rosa, que sabía de mis crímenes, a quien sólo le contaba lo que hacía sufrir!… El plato quedó sublime.

-Mamá, este es su plato. ¡No!… ¡No lo pase!

Fue entonces cuando ella no pudo más con tanta conmoción y se puso a llorar. Mi tía también, después de ver que el siguiente plato sublime era el suyo, entró en el asunto de las lágrimas. Y mi hermana también, que jamás había visto lágrimas sin abrir una llave, se desparramó en llanto. Entonces empecé a decir muchas tonterías para no llorar también, tenía diecinueve años… Diablo de familia tonta que veía un pavo y lloraba… Esas cosas… Todos se esforzaban por sonreír, pero ahora la alegría se tornaba imposible. El llanto había evocado, por asociación, la imagen indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura gris, vino a estropear para siempre nuestra Navidad. ¡Me dio coraje!

Bueno, empezamos a comer en silencio, consternados, y el pavo estaba perfecto. La carne tierna, de un tejido muy tenue, se mezclaba entre los sabores de las farofas y del jamón, de vez en cuando herida, molestada y vuelta a desear ante la intervención más violenta de la pasa negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá estaba sentado allí, gigantesco, incompleto, una censura, una llaga, una incapacidad. Y el pavo estaba tan rico, y mamá que por fin sabía que el pavo era un manjar digno de Jesucito nacido.

Empezó una lucha baja entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que alentar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, está claro, había tomado decididamente el partido del pavo. Pero los difuntos tienen medios escurridizos, muy hipócritas, como para vencerlos. En cuanto alabé al pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obstruyente.

-Sólo falta su papá.

Yo ni comía, ya no podía probar más ese pavo perfecto, tanto me interesaba esa lucha entre los dos muertos. Llegué a odiar a papá. Y ni sé qué inspiración genial de repente me volvió hipócrita y político. En aquel instante que hoy me parece decisivo en nuestra familia, tomé aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste.

-Y sí. Papá nos quería mucho y murió de tanto trabajar para nosotros, papá allí en el cielo debe estar contento -dudé, pero resolví no mencionar más al pavo-, contento de vernos a todos reunidos en familia.

Y todos, mucho más tranquilos, empezaron a hablar de papá. Su imagen fue disminuyendo y se transformó en una estrellita brillante en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá había sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por nosotros, había sido un santo que “ustedes, mis hijos, nunca podrán pagar lo que deben a su padre”, un santo. Papá se transformó en santo, una contemplación agradable, una estrellita en el cielo, imposible de deshacer. No perjudicaba más a nadie, puro objeto de contemplación suave. El único muerto aquí era el pavo, dominador, completamente victorioso.

Mamá, tía, nosotros, todos inundados de felicidad. Iba a escribir “felicidad gustativa”, pero no era sólo eso. Era un felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de otros parientes que distraen del gran amor familiar. Y fue, sé que ese primer pavo comido en el seno de la familia fue el comienzo de un amor nuevo, reacomodado, más completo, más rico e inventivo, más complaciente y cuidadoso. Nació entonces una felicidad familiar para nosotros que, no soy exclusivista, algunos tendrán igual de grande, sin embargo más intensa que la nuestra, me es imposible concebir.

Mamá comió tanto pavo que en un momento imaginé que podría hacerle mal. Pero enseguida pensé: ¡Ah!, ¡no importa! aunque se muera, pero por lo menos que una vez en la vida coma pavo de verdad.

Tamaña falta de egoísmo me había transportado a nuestro infinito amor… Después vinieron una uvas ligeras y unos dulces, que allí en mi tierra llevan el nombre de “bien-casados”. Pero ni siquiera ese nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre, que el pavo ya había convertido en dignidad, en cosa cierta, en culto puro de contemplación.

Nos levantamos. Eran casi las dos de la mañana, todos alegres con dos botellas de cerveza encima. Todos se iban a acostar, a dormir o a dar vueltas en la cama, poco importa, porque es bueno un insomnio feliz. La cuestión es que Rosa, católica antes de ser Rosa, me había prometido que me esperaría con una champaña. Para poder salir mentí, dije que iba a la fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo; era una manera de contar a dónde iba y qué iba a hacer. Besé a las otras dos mujeres sin guiñarles el ojo. Y ahora, ¡Rosa!…

FIN





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[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 8 de septiembre de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; Forges, Peridis, Ros, El Roto y Sciammarella  en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.






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jueves, 7 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Rajoy, en Babia?





El Diccionario de la lengua española de la RAE define la expresión "estar en Babia" (una comarca de las montañas de León, en España), como una locución adverbial coloquial que significa que aquel al que se refiere vive sin enterarse de lo que ocurre a su alrededor. Consumada la ruptura de la legalidad y la lealtad a la Constitución y al Estado por parte del parlamento y el gobierno de Cataluña, cabe preguntarse si el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, está en Babia? Seguro que no, pero en algunas ocasiones parece que sí...

No soy el único en pensarlo. También parece pensar que sí, que está en Babia, el economista y exsecretario de Estado de Hacienda, Antoni Zabalza, que hace unos días expresaba la opinión de que Rajoy no puede seguir ignorando la quiebra del Estado causada por la falta de lealtad institucional del gobierno autonómico catalán, y que su pasividad genera más incertidumbre y concede la iniciativa a los secesionistas. 

La idea y las formas de la independencia siguen su curso en Cataluña ante la mirada indiferente del Estado, comienza diciendo Zabalza. Muchos han creído que la prudencia del gobierno de la nación era la estrategia adecuada para no exacerbar los ánimos secesionistas y que, bajo la curiosa doctrina de que nada es sancionable hasta que no surta efectos legales, lo que hubiera que frenar sería frenado en el momento oportuno. Pero quizás sea pertinente preguntarnos si al abrigo de esta prudencia no se está fomentando entre las filas independentistas la convicción de que la secesión es posible, a la vez que entre los contrarios a la independencia crecen dudas fundadas acerca del mantenimiento de la unidad de España.

En la mente de muchos catalanes siguen revoloteando tres imágenes que ilustran el abandono o, por lo menos, la falta de presencia del Estado en Cataluña. La primera son las largas colas que el 9 de noviembre de 2014 se formaron ante los puntos de votación de la llamada consulta sobre la independencia. La segunda es la imagen de autoridad y poder que, desde el palacio de la Generalitat, Puigdemont y Junqueras, acompañados por la presidenta del Parlamento catalán y los diputados de las formaciones secesionistas, dieron el 9 de junio pasado cuando anunciaron la celebración del referéndum de secesión del próximo 1 de octubre. La tercera es la imagen de las banderas independentistas que, enarboladas en sólidos y prominentes mástiles, ondean desde hace ya varios años en muchos municipios catalanes, y que ahora se ven complementadas con monumentales urnas y no menos visibles papeletas con un rotundo SÍ.

Es pura forma, dirán algunos, no hay sustancia que deba ocupar nuestra atención. Pero son imágenes que hubieran sido imposibles en cualquier democracia asentada. Imágenes que inevitablemente llevan a muchos ciudadanos a pensar si el pacto entre ellos y el Estado no se estará rompiendo, si no estará desapareciendo la protección que la ley les otorga ¿Cómo si no entender el anuncio del referéndum del 1 de octubre, en el que una parte del Estado desafiaba a otra parte del mismo Estado, diciéndole que no iba a respetar la legalidad establecida; incumpliendo de hecho y en ese mismo momento la ley?

Que sean cuestiones formales no quita que puedan influir de forma decisiva en la posición de la gente ante la independencia. Particularmente cuando a la imagen ofrecida por las declaraciones más desafiantes y rebeldes de los secesionistas sigue la imagen del silencio del gobierno de la nación, cuando no la del saludo cortés con ocasión de los numerosos actos públicos que ambas partes comparten. Una concatenación de imágenes contradictorias que a los que no entienden la doctrina de que para actuar haya que esperar a que aparezcan efectos legales, confunde y desmoraliza por su absurdidad; pero que a otros conforta por lo que tiene de confirmación de su expectativa de una independencia posible: si Puigdemont puede anunciar el referéndum del 1 de octubre y todo sigue igual, Puigdemont podrá sin duda también organizar y celebrar este referéndum.

El gobierno de la nación ignora los peligros que su cautela genera. En primer lugar, ignora que la política de pasividad, a la vez que disminuye el poder del Estado aumenta la fuerza del movimiento independentista. Frente a la soberbia cada vez más aparente del movimiento secesionista, cada cesión, cada muestra de laxitud en el descargo de las obligaciones del gobernante debilita su poder y refuerza el de su opositor. En segundo lugar, la pasividad concede la iniciativa a los secesionistas. Estamos en una lucha de poder en la que, para los secesionistas, todo vale. Si el gobierno de la nación ha mostrado ya sus cartas al reconocer que no actuará hasta que las acciones comporten efectos legales ¿para qué legislar antes de tiempo? En el extremo, la ley del referéndum puede aprobarse en el último momento, con las urnas y la logística del referéndum totalmente a punto, y con las colas de ciudadanos ya formadas para votar. Por último, es posible que un mayor activismo estatal genere más independentistas, pero la pasividad de la política actual cercena el apoyo de quienes, aun no deseando la independencia, ven con ansiedad que se tolere el protagonismo de quienes claramente quieren separar Cataluña de España.

La falta de garantías del referéndum facilita su presentación al ciudadano como la última oportunidad para ser contado como buen catalán. Una intimación que ya han sufrido los jueces y funcionarios catalanes, y que acabará haciéndose a todo el mundo. En este contexto, la ansiedad de los ciudadanos contrarios a la independencia y el debilitamiento de su apoyo a un gobierno que no parece concernido, puede causar un aumento en la participación del referéndum. Cuanto más cerca del 1 de octubre estemos, mayor será la inestabilidad de la situación y el desconcierto de los ciudadanos, y en la volatilidad del momento lo inesperado puede ocurrir. Si el referéndum se celebra y acaba acreditándose que ha contando con una participación razonable, España tendrá un problema.

Alguien puede creer que lanzar esta predicción, sujeta a tantos condicionantes, es un ejercicio de puro alarmismo. Pero los ciudadanos no son héroes ni tienen la obligación de serlo. Son personas de carne y hueso que quieren vivir en paz y aborrecen la incertidumbre. Son individuos que pueden, en una situación tan inestable como la presente, con la mejor de las voluntades y en salvaguarda de su interés tal como ellos lo perciben, hacer del sueño secesionista una realidad.

Por prudencia, este es el supuesto del que Rajoy debería partir para decidir sus próximos pasos. El riesgo de avivar la llama independentista palidece frente al peligro de llegar a las puertas de un posible referéndum con la duda instalada en la mente de los ciudadanos. Antes, mucho antes del 1 de octubre, y con independencia del curso que tomen las iniciativas legislativas del Parlamento catalán, Rajoy debe convencer a la sociedad española de que este referéndum no se celebrará. Simplemente decirlo, como ha hecho hasta ahora, y a la vez no hacer nada para cambiar las condiciones objetivas de la política catalana, no despeja la incertidumbre. Rajoy no puede seguir ignorando la quiebra del Estado causada por la falta de lealtad institucional del gobierno autonómico catalán. Si esta quiebra no se repara, nada que contemple una descentralización política y económica como la que España ha disfrutado en los últimos cuarenta años es posible. Rajoy tiene ante sí un problema muy difícil y su obligación como presidente del Gobierno es resolverlo, concluye diciendo.



Dibujo de Raquel Marín para El País



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[Píldoras literarias] Hoy, con "Urdimbre", de Orlando E. Van Bredam






La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 

Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? 


Continúo la serie de Píldoras literarias con el relato titulado Urdimbre, de Orlando E. Van Bredam (1952), escritor, ensayista y docente argentino, catedrático de Teoría Literaria y Literatura Iberoamericana en la Universidad Nacional de Formosa, Argentina. Ha sido incluido en dos antologías nacionales de cuentos en las que destacan sus microrrelatos Las armas que carga el diablo y Desde el pozo. Fue finalista del Premio Clarín Alfaguara de novela. En 2007 ganó el prestigioso Premio Emecé Editores por Teoría del desamparo.


Les dejo con su minirrelato Urdimbre, publicado en La vida te cambia los planes (1994). Tiene diecisiete palabras y dice así: 



—¿Tu marido es celoso? 
—preguntó él.
—Sí. Mi marido es el oso que viene ahí 
-respondió ella.







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[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 7 de septiembre de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; Forges, Peridis, Ros, El Roto y Sciammarella  en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.





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miércoles, 6 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] La democracia, según Podemos





Para cualquier observador atento del acontecer político de nuestro país resultará evidente que Podemos, o si lo prefieren ustedes su secretario general, Pablo Iglesias, no pasa por su mejor momento: A la defenestración de la presidenta de la Comisión de Garantías Estatal del partido, se han unido sin solución de continuidad las reuniones, ahora ya no tan secretas con la dirección de Izquierda Republicana de Cataluña (ERC), el silencio sepulcral sobre lo que está ocurriendo en Venezuela y los coqueteos, compañeros de viaje se decía antes, con los independistas catalanes o Bildu. No me caen bien Iglesias y su partido, y supongo que se me nota, pero que le vamos a hacer. 

Tampoco parece que le caigan muy bien a Antonio Elorza, historiador, ensayista y catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid, la misma que, casi manu militari,  han regentado durante los últimos años Pablo Iglesias y sus acólitos. 

El buen papa Francisco, comentaba el profesor Elorza hace unos días, ha traído un soplo de humanidad al Vaticano, en la ya lejana estela de Juan XXIII, pero su despliegue de buenas intenciones no se ha visto acompañado con frecuencia ni por el rigor teológico —ahí están su ceguera voluntaria ante el autoritarismo del De servo arbitrio, de Lutero, y ante las diferencias entre la yihad y el proselitismo cristiano—, ni por un compromiso abierto en defensa de la democracia frente a tiranías como la de Raúl Castro en Cuba o la de Nicolás Maduro, en Venezuela. Acompañado en su aproximación a la segunda por el siempre confuso José Luis Rodríguez Zapatero, se limitó a recomendar “diálogo” en un momento en que ese intento mediador implicaba desmovilización de los opositores democráticos, lejos aún del grado de violencia actual. Si entonces Francisco se pronunció, ¿por qué no lo hace ahora ?

Sería deseable esa rectificación, ya que la línea política de Maduro, una vez desmantelado el referéndum revocatorio, no ofrecía dudas, y lógicamente ha ido a parar al autogolpe de Estado de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), a una mortífera represión en la calle y al encarcelamiento de los líderes opositores. Puerta abierta al terror de ambos signos. Al hablar de la ANC suele olvidarse que no estamos solo ante el propósito fraudulento de eliminar la democrática Asamblea Nacional, ganada en las urnas por la oposición, sino de crear un organismo controlado totalmente por el Gobierno. La máscara de una dictadura, catastrófica en lo económico y zafiamente represiva en lo político.

El asunto nos toca de cerca, ya que el chavismo, vía Podemos, forma parte de nuestro paisaje político, y no solo como pieza arqueológica que remite al pasado de sus líderes, sino como base de un proyecto de acción y de control del poder político. Las circunstancias no favorecen ahora un apoyo abierto, pero desde que evitaron formular toda condena al asalto fascista sufrido por la Asamblea opositora, quedó claro que su papel consistía en bloquear la unidad democrática contra Maduro y en servirse de su prensa y de los exabruptos de un fundador exaltado para mantener el cordón umbilical con un sistema político cuya lógica de acción heredan.

Recordemos que el singular banco de pruebas fue la conquista y ejercicio del poder en un espacio universitario. El papel de la violencia fundacional correspondió aquí al famoso boicot a Rosa Díez, ejecutado por una minoría activa, dirigida por los futuros líderes de Podemos, con la pasividad cómplice de la autoridad académica. Aparentemente fue solo un episodio. En realidad, este mostró quien tenía las riendas del poder, mantenido en lo sucesivo mediante el control de los procesos electorales, el juego del palo y la zanahoria, y la anulación de todo discrepante. Un pequeño régimen, donde quedó fuera la dimensión científica.

Porque esta fue la regla de juego establecida por el presidencialismo dictatorial, forjado por Chávez y ahora culminado con Maduro. Las formas de la democracia representativa permanecieron inicialmente, confiando en que como sucedió hasta 2015 el control de los medios, la demagogia populista, y sobre todo la permanente destrucción de imagen de los opositores, las subordinara a la voluntad del Líder. Los derechos individuales fueron manejados a voluntad. Cuando la manipulación falló, con las elecciones a la Asamblea, su supresión es técnicamente inevitable para la supervivencia del sistema. La máscara democrática desaparece.

En el pasado de la izquierda, hubo caídas de Damasco obligadas para acceder a la democracia, caso de la condena del PCE a la invasión soviética de Praga en 1968. “Hemos tenido que decir no”, se plantó entonces Pasionaria ante Brezhnev y Suslov. El comunismo democrático quería ser otra cosa. El silencio cómplice de Podemos es, en cambio, signo inequívoco de coincidencia de fondo con la bazofia seudoprogresista de Maduro.

Para aclarar más las cosas, ahí está la reciente intervención de Pablo Iglesias sobre la Revolución de 1917 ante su huésped boliviano. Con un ejercicio de cinismo e involuntaria transparencia, en abierta exaltación del “genio bolchevique” personificado por Lenin, Iglesias explica que “dotó a los de abajo de los mecanismos para la acción política”, venciendo a “los de arriba”. Así que para nuestro buen maniqueo “acción política” es “ insurrección”. Pero sobre todo, al triunfar esta, los bolcheviques “son capaces de producir orden”. Tiene razón Iglesias: el orden de las checas y del gulag, el terror. Todo un programa político a tener en cuenta, concluye su artículo el profesor Elorza.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3802
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)