La filosofía, y algunas religiones como la cristiana, definen el libre albedrío como aquella facultad del ser humano que le permite obrar según considere y elija. Lo que significa que las personas tienen libertad natural para tomar sus propias decisiones sin estar sujetos a presiones, necesidades, limitaciones o a una predeterminación divina, haciéndolas así responsables de sus actos.
Algunas personas, como el médico, escritor y periodista Pedro J. Bosch, no tienen reparo en afirmar que tenemos que desengañarnos con Donald Trump y con los prebostes del partido republicano que lo sustentan, pues aunque parezca que hayan hecho una inquietante dimisión del libre albedrío, ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos, sino que saben perfectamente lo que hacen y por qué.
Cuando hace más de una década, comienza diciendo el doctor Bosch, el reconocido lingüista George Lakoff nos sorprendía con su librito No pienses en un elefante, centrado en el lenguaje político de los conservadores norteamericanos, en general nos lo tomamos a beneficio de inventario, como el ensayo ingenioso que era, un ejercicio intelectual novedoso y atractivo pero claramente alejado de la realidad para los ojos de los progresistas, beatíficamente confiados en que la verdad nos hará libres, y en la ingenua presunción de que si contamos a los ciudadanos los hechos sin engaños, como seres racionales que son, sacarán las conclusiones acertadas y votarán en consecuencia.
Hoy ya sabemos que la tesis de Lakoff tenía poco de boutade y mucho de premonición. Nos burlábamos de las excentricidades del tea party, una especie de caricatura de los postulados más rancios del republicanismo americano y de la derecha casposa en general, convencidos de que ningún ser pensante sería capaz de votar contra sus propios intereses. ¿Quién con responsabilidades de gobierno bloquearía los avances en la lucha contra los estragos del cambio climático y la investigación de nuevas fuentes energéticas? ¿Quién osaría dejar sin asistencia sanitaria a más de veinte millones de personas sin tener un plan alternativo? ¿Qué gobernante en su sano juicio de un país inequívocamente democrático la emprendería a insultos y descalificaciones de la prensa libre y de calidad? ¿Sería verosímil que el electorado de un país civilizado eligiera a un patán pendenciero y sin ninguna experiencia política para desempeñar la más alta magistratura del país líder del mundo libre?
Nos cuenta Lakoff que los conservadores han invertido billones de dólares desde los años setenta en think tanks para financiar investigadores y encuentros dedicados a estudiar la mejor forma de estructurar y comunicar sus ideas y de destruir las posibilidades de sus adversarios ideológicos, los progresistas. Para ello se valen de la sugestiva teoría de los marcos mentales que formarían parte de las estructuras profundas de nuestro cerebro a las que no podemos acceder conscientemente, pero que conocemos por sus consecuencias. Como por ejemplo nuestro modo de razonar y lo que llamamos sentido común, expresión tan del gusto de nuestro presidente de Gobierno Mariano Rajoy junto con otras marcas de la casa como “ocuparse de las cosas que realmente preocupan a la gente” o esos ubicuos “líos” que entorpecen la labor de gobierno de la “mayoría natural”. Los “valores morales” y las emociones por encima de los hechos son la apuesta ganadora de esos “tanques de ideas”, entre otras cosas porque para dar sentido a esos hechos necesitamos que encajen con lo que ya fuertemente enraizado en nuestro cerebro. De ahí a los famosos “hechos alternativos” solo había un paso…
¿Quién puede dudar ahora del éxito de los marcos mentales de los republicanos, llevado al éxtasis con el advenimiento del trumpismo? Si al principio fue el elefante, la marca del partido, animal tan grandote del que es difícil sustraerse, luego pasan al padre severo que castiga a los díscolos de la familia frente a la blandenguería progresista del padre protector, la verdad y la utópica y nociva igualdad. De ahí pasamos al actual aquelarre de las emociones por encima de la racionalidad, la relativización de la verdad (“si no le gusta tengo otra”) y la sustitución del debate político por la batalla de “valores”, en el magma de una pavorosa infantilización de los votantes. Desengañémonos: ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos. Saben perfectamente lo que hacen y por qué, es decir, implementar el programa más de derechas posible sin tratar de razonarlo ni de darle visos de credibilidad (las dificultades del trumpcare son significativas) y hacerlo incluso con crueldad, sin atisbos de aquel capitalismo compasivo del que hablaba con escaso convencimiento George Bush Jr. Ahora, por fin sin caretas: leña al moro, al diferente, al gobernante más o menos progre, al periodismo de calidad y al sursum corda.
Y al llegar a este punto de reconocimiento del éxito del republicanismo extremo en Norteamérica (nada de lo que ocurra en USA puede sernos ajeno), hay que preguntarse si en esta OPNI (Objeto Político No Identificado) que es Europa, al decir del antiguo presidente de la Comisión Jacques Delors, estamos vacunados contra esa política aparentemente “sencilla, sin líos, para la gente normal” y cuya prioridad es que las cuentas cuadren, y que no se pongan trabas a la gran marcha de los triunfadores hacia la felicidad global, o bien si estamos sucumbiendo insidiosamente a las verdaderas intenciones de la derecha cósmica: Estado pequeño o mínimo, impuestos bajos e irrestricta libertad de movimientos para el capital y los empresarios “salvadores”.
Si en Europa el término “liberal” se dedica por lo general a partidos centristas de diferente signo, y en Estados Unidos se utiliza desdeñosamente para referirse a la izquierda, en España, lo han adoptado los partidarios de ese Estado pequeño e impuestos bajos y discurso eminentemente economicista, es decir, los correligionarios de Donald Trump que, aunque critican (con tiento y mesura) las peligrosas astracanadas del empresario neoyorquino, no dejan de complacerse con su “ideología” aunque esté a años luz de su praxis. Porque ya me dirán qué tiene de “liberal” (en el sentido español del término) la debilidad trumpiana por las tarifas aduaneras, sus impedimentos a que las empresas se ubiquen donde les parezca o su aversión a los tratados internacionales de libre comercio (?), por no hablar de sus proverbiales resistencias -tan poco liberales- a reconocer la diversidad racial, sexual o religiosa.
Todo ello nos lleva de nuevo a los marcos mentales o estructuras neuronales profundas que condicionan nuestras ideologías mucho más que la racionalidad o en algunos casos incluso la propia conveniencia, lo cual no es exclusivo de la derecha sino de lo que sabe bastante la izquierda asilvestrada (que se lo pregunten a los venezolanos y sus corifeos). Parece como si los humanos nos empeñáramos en corroborar las modernas teorías que cuestionan el libre albedrío en base a hallazgos modernos de la investigación del cerebro que sugieren que hasta las decisiones que tomamos conscientemente y luego determinan nuestras acciones han sido ya preelaboradas inconscientemente…
¿Es verdaderamente libre nuestra voluntad? ¿Son irracionales nuestras ideologías? ¿Votamos racionalmente o estamos obedeciendo a nuestros profundos marcos mentales? ¿Lo hacemos en base a compartir unas propuestas o por tocarles las gónadas a los otros sean los “progres” o los “liberales”? ¿Es racional este artículo o está urdido en las zonas más primarias de mi cerebro, intoxicadas presuntamente por décadas de persuasiones subliminales? ¿Existe realmente el libre albedrío o somos simplemente la suma de unas decisiones…predeterminadas por tecno algoritmos? Arduas cuestiones… ¿Aporías?, concluye preguntándose Pedro J. Bosch.
Donald Trump
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 3780
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)