jueves, 31 de agosto de 2017

[Píldoras literarias] Hoy, con "100", de Ana María Shua






La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 

Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? 

Continúo la serie de Píldoras literarias con el relato titulado 100, de la escritora argentina Ana María Shua (1951). Comenzó a publicar a los 16 años, con su libro de poemas El sol y yo. En 1973 obtuvo el título de Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Vive en París entre 1975 y 1977. En 1980 ganó el premio de la editorial Losada por su primera novela Soy paciente. Al año siguiente apareció su primer libro de cuentos Los días de pesca. En 1984 tuvo su primer éxito de venta con Los amores de Laurita, y en ese mismo año pudo publicar La sueñera (microrrelatos), que había empezado a escribir diez años antes. En 1994 obtuvo una beca Guggenheim para escribir su novela El libro de los recuerdos, sobre una familia judía en la Argentina. Ha trabajado como periodista, publicista y guionista de cine, adaptando algunas de sus novelas. Su novela La muerte como efecto secundario (1997) integró la lista de las cien mejores novelas publicadas en lengua española en los últimos veinticinco años, según el Congreso de la Lengua Española celebrado en Cartagena de Indias en 2007. Ha escrito también literatura infantil, publicada en todo el ámbito de la lengua española, recibiendo numerosos galardones internacionales. Sus cuentos y microrrelatos figuran en antologías publicadas en todo el mundo.

Les dejo con su minirrelato 100, publicado en La sueñera (1996). Tiene diecisiete palabras y dice así: 


Mientras Aladino duerme, 
su mujer frota dulcemente su lámpara maravillosa. 
En esas condiciones, 
¿qué genio podría resistirse?





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 31 de agosto de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Ricardo en El Mundo; Forges, Peridis y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 30 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Libre albedrío





La filosofía, y algunas religiones como la cristiana, definen el libre albedrío como aquella facultad del ser humano que le permite obrar según considere y elija. Lo que significa que las personas tienen libertad natural para tomar sus propias decisiones sin estar sujetos a presiones, necesidades, limitaciones o a una predeterminación divina, haciéndolas así responsables de sus actos.

Algunas personas, como el médico, escritor y periodista Pedro J. Bosch, no tienen reparo en afirmar que tenemos que desengañarnos con Donald Trump y con los prebostes del partido republicano que lo sustentan, pues aunque parezca que hayan hecho una inquietante dimisión del libre albedrío, ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos, sino que saben perfectamente lo que hacen y por qué. 

Cuando hace más de una década, comienza diciendo el doctor Bosch, el reconocido lingüista George Lakoff nos sorprendía con su librito No pienses en un elefante, centrado en el lenguaje político de los conservadores norteamericanos, en general nos lo tomamos a beneficio de inventario, como el ensayo ingenioso que era, un ejercicio intelectual novedoso y atractivo pero claramente alejado de la realidad para los ojos de los progresistas, beatíficamente confiados en que la verdad nos hará libres, y en la ingenua presunción de que si contamos a los ciudadanos los hechos sin engaños, como seres racionales que son, sacarán las conclusiones acertadas y votarán en consecuencia.

Hoy ya sabemos que la tesis de Lakoff tenía poco de boutade y mucho de premonición. Nos burlábamos de las excentricidades del tea party, una especie de caricatura de los postulados más rancios del republicanismo americano y de la derecha casposa en general, convencidos de que ningún ser pensante sería capaz de votar contra sus propios intereses. ¿Quién con responsabilidades de gobierno bloquearía los avances en la lucha contra los estragos del cambio climático y la investigación de nuevas fuentes energéticas? ¿Quién osaría dejar sin asistencia sanitaria a más de veinte millones de personas sin tener un plan alternativo? ¿Qué gobernante en su sano juicio de un país inequívocamente democrático la emprendería a insultos y descalificaciones de la prensa libre y de calidad? ¿Sería verosímil que el electorado de un país civilizado eligiera a un patán pendenciero y sin ninguna experiencia política para desempeñar la más alta magistratura del país líder del mundo libre?

Nos cuenta Lakoff que los conservadores han invertido billones de dólares desde los años setenta en think tanks para financiar investigadores y encuentros dedicados a estudiar la mejor forma de estructurar y comunicar sus ideas y de destruir las posibilidades de sus adversarios ideológicos, los progresistas. Para ello se valen de la sugestiva teoría de los marcos mentales que formarían parte de las estructuras profundas de nuestro cerebro a las que no podemos acceder conscientemente, pero que conocemos por sus consecuencias. Como por ejemplo nuestro modo de razonar y lo que llamamos sentido común, expresión tan del gusto de nuestro presidente de Gobierno Mariano Rajoy junto con otras marcas de la casa como “ocuparse de las cosas que realmente preocupan a la gente” o esos ubicuos “líos” que entorpecen la labor de gobierno de la “mayoría natural”. Los “valores morales” y las emociones por encima de los hechos son la apuesta ganadora de esos “tanques de ideas”, entre otras cosas porque para dar sentido a esos hechos necesitamos que encajen con lo que ya fuertemente enraizado en nuestro cerebro. De ahí a los famosos “hechos alternativos” solo había un paso…

¿Quién puede dudar ahora del éxito de los marcos mentales de los republicanos, llevado al éxtasis con el advenimiento del trumpismo? Si al principio fue el elefante, la marca del partido, animal tan grandote del que es difícil sustraerse, luego pasan al padre severo que castiga a los díscolos de la familia frente a la blandenguería progresista del padre protector, la verdad y la utópica y nociva igualdad. De ahí pasamos al actual aquelarre de las emociones por encima de la racionalidad, la relativización de la verdad (“si no le gusta tengo otra”) y la sustitución del debate político por la batalla de “valores”, en el magma de una pavorosa infantilización de los votantes. Desengañémonos: ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos. Saben perfectamente lo que hacen y por qué, es decir, implementar el programa más de derechas posible sin tratar de razonarlo ni de darle visos de credibilidad (las dificultades del trumpcare son significativas) y hacerlo incluso con crueldad, sin atisbos de aquel capitalismo compasivo del que hablaba con escaso convencimiento George Bush Jr. Ahora, por fin sin caretas: leña al moro, al diferente, al gobernante más o menos progre, al periodismo de calidad y al sursum corda.

Y al llegar a este punto de reconocimiento del éxito del republicanismo extremo en Norteamérica (nada de lo que ocurra en USA puede sernos ajeno), hay que preguntarse si en esta OPNI (Objeto Político No Identificado) que es Europa, al decir del antiguo presidente de la Comisión Jacques Delors, estamos vacunados contra esa política aparentemente “sencilla, sin líos, para la gente normal” y cuya prioridad es que las cuentas cuadren, y que no se pongan trabas a la gran marcha de los triunfadores hacia la felicidad global, o bien si estamos sucumbiendo insidiosamente a las verdaderas intenciones de la derecha cósmica: Estado pequeño o mínimo, impuestos bajos e irrestricta libertad de movimientos para el capital y los empresarios “salvadores”.

Si en Europa el término “liberal” se dedica por lo general a partidos centristas de diferente signo, y en Estados Unidos se utiliza desdeñosamente para referirse a la izquierda, en España, lo han adoptado los partidarios de ese Estado pequeño e impuestos bajos y discurso eminentemente economicista, es decir, los correligionarios de Donald Trump que, aunque critican (con tiento y mesura) las peligrosas astracanadas del empresario neoyorquino, no dejan de complacerse con su “ideología” aunque esté a años luz de su praxis. Porque ya me dirán qué tiene de “liberal” (en el sentido español del término) la debilidad trumpiana por las tarifas aduaneras, sus impedimentos a que las empresas se ubiquen donde les parezca o su aversión a los tratados internacionales de libre comercio (?), por no hablar de sus proverbiales resistencias -tan poco liberales- a reconocer la diversidad racial, sexual o religiosa.

Todo ello nos lleva de nuevo a los marcos mentales o estructuras neuronales profundas que condicionan nuestras ideologías mucho más que la racionalidad o en algunos casos incluso la propia conveniencia, lo cual no es exclusivo de la derecha sino de lo que sabe bastante la izquierda asilvestrada (que se lo pregunten a los venezolanos y sus corifeos). Parece como si los humanos nos empeñáramos en corroborar las modernas teorías que cuestionan el libre albedrío en base a hallazgos modernos de la investigación del cerebro que sugieren que hasta las decisiones que tomamos conscientemente y luego determinan nuestras acciones han sido ya preelaboradas inconscientemente…

¿Es verdaderamente libre nuestra voluntad? ¿Son irracionales nuestras ideologías? ¿Votamos racionalmente o estamos obedeciendo a nuestros profundos marcos mentales? ¿Lo hacemos en base a compartir unas propuestas o por tocarles las gónadas a los otros sean los “progres” o los “liberales”? ¿Es racional este artículo o está urdido en las zonas más primarias de mi cerebro, intoxicadas presuntamente por décadas de persuasiones subliminales? ¿Existe realmente el libre albedrío o somos simplemente la suma de unas decisiones…predeterminadas por tecno algoritmos? Arduas cuestiones… ¿Aporías?, concluye preguntándose Pedro J. Bosch.



Donald Trump



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Desde la RAE] Hoy, con el académico José Luis Gómez







La Real Academia Española (RAE) se creó en Madrid en 1713, por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. 

La RAE ha tenido un total de cuatrocientos ochenta y tres académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y.

En esta nueva sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de algunos de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española.

Continúo la serie con la dedicada al académico José Luis Gómez. Elegido el 1 de diciembre de 2011, tomó posesión de su silla, la "Z", el 26 de enero de 2014 con el discurso titulado Breviario de teatro para espectadores activos, que fue respondido en nombre de la corporación por el también académico Juan Luis Cebrián.

Actor y director teatral, José Luis Gómez García, nació en Huelva, el 19 de abril de 1940. Tras formarse durante varios años en Polonia, Estados Unidos, Francia y sobre todo en Alemania, regresa en 1971 a España. Sus primeros proyectos como director, actor y productor fueron obras teatrales de Franz Kafka, Peter Handke y Bertolt Brecht. Entre 1978 y 1981 codirigió, junto a Nuria Espert y Ramón Tamayo, el Centro Dramático Nacional y, después, asumió la dirección del Teatro Español. 



José Luis Gómez en su toma de posesión como académico



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[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 30 de agosto de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Ricardo en El Mundo; Forges, Peridis y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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martes, 29 de agosto de 2017

[Pensamiento] El retorno del gen egoísta





El fenotipo extendido (Madrid, Capitán Swing, 2017), publicado originariamente en 1982, es la continuación ligeramente corregida y considerablemente ampliada de El gen egoísta (1976), la primera y con mucho más popular de las obras de Richard Dawkins (un libro que me dejo un indeleble recuerdo, matizado por mi ignorancia sobre asuntos de genética), adelantada en la floreciente empresa divulgadora del pensamiento evolutivo que, hasta entonces, estaba mayormente circunscrito al estricto dominio académico, que reseña en un reciente artículo en Revista de Libros Carlos López-Fanjul, catedrático de Genética en la Universidad Complutense, profesor del Colegio Libre de Eméritos y coautor con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y coordinador del libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).

Como indica su autor en una nota añadida a la edición de 1989 (p. 19), los capítulos iniciales del libro «son respuestas a las críticas de la versión del “gen egoísta” de la evolución que ahora es aceptada ampliamente», los centrales «tratan de la polémica sobre las “unidades de selección” [...] [donde] quizás la contribución más útil [...] sea la distinción entre “replicadores y vehículos”», y los finales se dedican a la elaboración del flamante concepto de fenotipo extendido: «la idea del gen como el centro de una red de un poder radiante». En lo que sigue trataré de establecer, siguiendo el orden expresado, lo que aún permanece de esta declaración de intenciones, con el conveniente distanciamiento que proporcionan los treinta y cinco años transcurridos desde la publicación original del texto reseñado, cuya traducción al castellano acaba de aparecer.

La primera inculpación de que Dawkins trata de desembarazarse es el sambenito de adaptacionismo universal, que estigmatiza a los apegados a la idea de que cualquier atributo de un ser vivo proporciona una mejor adaptación al medio en que transcurre su existencia. En sus propias palabras: «el adaptacionismo como hipótesis de trabajo, casi como un credo, ha sido la indudable inspiración de algunos descubrimientos sobresalientes [...] esto no es, desde luego, una evidencia para la validez de la fe adaptacionista. Cada cuestión debe ser abordada de nuevo, por sus propios méritos» (pp. 68-69). Con todo, no parece que esta prudente puntualización pase de ser un mero ejercicio de captatio benevolentiæ, como ponen de manifiesto sus opiniones sobre la evolución de la inteligencia humana que examinaré seguidamente a título de ejemplo (pp. 60-61). Aun reconociendo que «lo que queremos decir por “inteligente” también es muy conflictivo», propone que este rasgo ha evolucionado de acuerdo con la siguiente secuencia: 1) «hubo un tiempo en el que nuestros antepasados fueron menos inteligentes de lo que somos ahora»; 2) «ha habido un incremento en la inteligencia en nuestro linaje ancestral»; 3) «ese incremento ocurrió mediante la evolución, posiblemente impulsada por la selección natural»; y 4) «al menos una parte del cambio evolutivo reflejó un cambio genético subyacente: la sustitución de alelos tuvo lugar y consecuentemente implicó un incremento de las aptitudes mentales a lo largo de las generaciones». Sin embargo, carecemos de pruebas que permitan suponer convincentemente que: 1) nuestros ancestros sapiens fueran, de promedio, inferiores a nosotros con respecto a esa «conflictiva» inteligencia; 2) las diferencias fenotípicas entre ellos obedecieran en alguna medida a causas hereditarias; 3) si así fuera, lo cual cabe en lo posible, tampoco disponemos de datos que indiquen que los individuos más ingeniosos se reprodujeran más eficazmente que los menos capaces por causas genéticas, condición indispensable para que la selección natural hubiera operado en el pasado; y 4) la selección puede acarrear el reemplazo de unas variantes génicas (alelos) por otras, o bien conducir a un equilibrio estable donde distintas variantes coexistan. De poco vale que, con intención contemporizadora, la argumentación finalice concediendo que «incluso si existe tal variación genética en las poblaciones humanas modernas, basar cualquier política en ella sería ilógico y malévolo».

La segunda acusación que Dawkins trata de eludir es la calificación de determinista genético, aduciendo que «gente como yo está continuamente postulando genes “para” esto y genes para aquello [...] porque estamos interesados en la selección natural y la selección natural es la supervivencia diferencial de los genes» (p. 49). Aunque el segundo capítulo comienza con un extenso y correcto deslinde del alcance de los genes, a continuación, y siguiendo su inveterado proceder, el autor ignora las restricciones aludidas para caer, si no en un determinismo estricto, sí al menos en un reduccionismo genético. De hecho, la mayoría de sus especulaciones están fundadas en conclusiones derivadas del análisis de simples modelos de un solo locus, aunque trate de justificar esta limitación aduciendo que «es sólo una comodidad conceptual» que únicamente pretende «una defensa de los modelos de genes frente a los modelos que no incluyen a los genes», y se cure en salud con la adición de una coletilla exculpatoria: «por supuesto que tendremos que enfrentarnos finalmente a la complejidad multilocus» (pp. 53-54), algo que no ocurre a lo largo de las más de cuatrocientas páginas que componen el texto de El fenotipo extendido. No pretendo negar en modo alguno el valor exploratorio de los modelos monolocus, pero sí trato de combatir la tendencia a extrapolar sin más las inferencias extraídas de patrones sencillos a otras situaciones más complejas, máxime cuando los primeros suelen construirse ignorando la acción del medio o, como mucho, suponiendo que éste afecta por igual a los distintos genotipos. Dicho de otro modo, un cierto reduccionismo operativo puede ser lícitamente utilizado con propósitos ilustrativos, siempre que no encubra un reduccionismo esencial.

Me referiré ahora a la unidad de selección, esto es, a la entidad sobre la que actúa la selección. En la formulación neodarwinista, dicha unidad puede ser cualquiera que posea dos propiedades indispensables: la existencia de 1) diferencias fenotípicas en la eficacia biológica de sus distintas variantes, es decir, entre sus correspondientes tasas de supervivencia y reproducción, y 2) un componente hereditario o heredabilidad, en la manifestación de dichas diferencias, esto es, cierta semejanza entre padres e hijos por encima de lo esperado por azar, que no tiene por qué ser completa y ni siquiera precisa de la especificación de una teoría de herencia concreta. El primer requisito es suficiente para que la selección pueda actuar, favoreciendo unas variantes frente a otras, y el segundo es necesario para que dicha acción tenga consecuencias en las generaciones futuras. Sin embargo, para que la selección natural produzca adaptaciones es preciso que se cumpla una tercera precisión: al menos algunos de los genes con efecto sobre la eficacia biológica deben tenerlo también sobre el rasgo adaptador considerado, sea éste morfológico, fisiológico o conductual. Por tanto, cualquier entidad que posea las propiedades antedichas (genes, cromosomas, individuos, grupos de individuos o especies) estará habilitada como unidad de selección. Más aún, la selección puede operar simultáneamente sobre distintas unidades, actuando incluso en sentidos opuestos. Es evidente que la magnitud del efecto selectivo estará directamente relacionada con la heredabilidad de la unidad correspondiente, disminuyendo ésta al pasar de genes a individuos y de estos a grupos. A su vez, la velocidad con que dicho efecto se transmite de generación en generación dependerá inversamente de la duración del ciclo reproductivo propio de cada unidad, menor en genes e individuos que en grupos.

Confío en que esta tediosa descripción pueda servir para colocar al «gen egoísta» en su sitio. Para su inventor, «la evolución es la manifestación externa y visible de la supervivencia diferencial de replicadores alternativos. Los genes son replicadores. Es mejor no considerar a los organismos o a los grupos de organismos como replicadores: son vehículos en los que los replicadores viajan» (p. 147). En consecuencia, postula que las propiedades de la unidad de selección deben ser «longevidad, fecundidad y fidelidad» (p. 150). Pero, aunque la «fecundidad» (eficacia biológica) diferencial de las variantes de cualquier unidad es esencial para que la selección se produzca al nivel pertinente, la «fidelidad» (heredabilidad) de la copia y la «longevidad» (duración del ciclo reproductivo) de ésta sólo cuantifican, como se ha dicho antes, la magnitud y velocidad del cambio evolutivo temporal. Aunque la acción de la selección natural sobre distintas unidades ha sido certificada convincentemente, la consideración del gen como único replicador o unidad de selección, junto con la relegación de las demás unidades a la simple condición de vehículos que compiten en una larga carrera gobernados por los genes que los tripulan, responde únicamente al deseo, injustificado empíricamente, de plantear el mecanismo selectivo en clave reduccionista, ignorando que su funcionamiento ni es ni tiene por qué ser perfecto.

Al introducir la noción de fenotipo extendido, motivo central de la obra reseñada, indica su autor que «demostraré que la lógica ordinaria de la terminología genética conduce inevitablemente a la conclusión de que se puede afirmar que los genes tienen efectos fenotípicos extendidos, efectos que no necesitan ser expresados al nivel de ningún vehículo particular» (p. 318). Hasta aquí sólo cabe asentir, pues es sobradamente conocido que los efectos de los genes no se limitan al cuerpo del organismo portador, sino que también producen manifestaciones externas a él, como los nidos de las aves o las colmenas de las abejas. Por otra parte, los genes de un individuo pueden modificar el comportamiento de otros, incluso si estos pertenecen a especies distintas, como ocurre con el condicionamiento de los hospedadores por parte del intruso polluelo de cuco que solicita su cuidado. Más aún: el comportamiento altruista de un individuo puede reforzar la supervivencia del grupo al que pertenece, tal como propugna Edward O. Wilson, o la de sus parientes, de acuerdo con la noción de eficacia biológica extendida, propuesta originalmente por William D. Hamilton. En otras palabras, el fenotipo extendido no pasa de ser una reformulación de conceptos anteriores compuesta a mayor gloria del gen egoísta. Además, la acción a distancia dista mucho de ser una propiedad universal de los genes, y cuando Dawkins asevera que «el mundo viviente puede verse como una red de campos entrelazados de poder replicador» (p. 396) sólo está hiperbolizando pro domo sua, puesto que la mayoría de las adaptaciones han podido ser explicadas mediante la acción de la selección individual, de parientes o de grupos.

Atrapado por las metáforas o confundido por la imprecisión de los argumentos verbales, uno no sabe a qué carta quedarse pasados los divertidos momentos que, innegablemente, proporciona la lectura del texto de Dawkins. Por así decirlo, no es fácil saber a primera vista si lo que se ofrece tiene o no substancia. Pero, ateniéndose a la declaración de principios plasmada al comienzo de El fenotipo extendido, la intención de la obra se clarifica: «lo que estoy proponiendo no es una nueva teoría, ni una hipótesis que pueda ser verificada o, por el contrario, demostrarse que es falsa, ni un modelo que pueda ser juzgado por sus predicciones [...]. Lo que estoy defendiendo es un punto de vista, una forma de mirar las ideas y los hechos familiares, y un modo de responder a nuevas cuestiones sobre ellos» (p. 23). Por dar una muestra de los lujos que permite esta elasticidad conceptual, mencionaré la transmutación de los «genes [que] manipulan el mundo y le dan forma para que eso ayude a su replicación» (p. 29), en los que «son seleccionados por su capacidad de cooperar con otros genes en el acervo genético» (p. 383). Acaso haya que tomar todo esto como una advertencia de que el darwinismo desenfrenado puede conducir a casi cualquier parte, y que sólo ateniéndose a principios científicos acreditados cabe opinar sobre evolución, aunque, inevitablemente, de una forma mucho menos atractiva y limitándose a temas no tan trascendentales. Contrastando con la gran influencia que Richard Dawkins ha tenido en la percepción de la evolución biológica por parte del gran público, su aportación al quehacer científico no ha sido «aceptada [tan] ampliamente» como él pretendía, pero es de justicia añadir que ha contribuido en buena medida a la consideración del gen como una de las posibles unidades de selección.





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El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Ricardo en El Mundo; Forges, Peridis y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




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lunes, 28 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Desobediencia civil





En el caso de Cataluña, a cualquier servidor público le ampara el derecho a no obedecer normas de notorio significado anticonstitucional. Han de desoírlas pública y notoriamente, dando a sus actos un hondo sentido jurídico de desobediencia civil, dice Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

Se está conmemorando en todo el mundo el segundo centenario del nacimiento de Henry David Thoreau, comienza diciendo. Hasta se ha vuelto a editar entre nosotros alguno de sus escritos más significativos. “La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en todo momento aquello que considero recto”. Ese mensaje explícito de vinculación de cualquier obediencia al criterio moral propio, viejo de siglos, dio sin embargo con él nacimiento a la expresión desobediencia civil, que en unas circunstancias tan particulares como las suyas, resultaba ambivalente: un grito moral contra la esclavitud y contra la guerra con México, pero también una suerte un tanto confusa de objeción a casi toda tarea de gobierno en favor de una idea libertaria y minimalista del Estado. Ya se sabe: “El mejor Gobierno es aquel que no gobierna en absoluto”. Pero lo que llega con más fuerza hasta nuestros días es esa idea básica de que la obediencia al derecho y al Gobierno es un deber que queda en suspenso cuando una exigencia moral o política de más densidad es contradictoria con ellos.

La fuerza de una convicción de conciencia puede suspender la obligatoriedad jurídica de una norma del derecho vigente. Entonces el cotidiano deber general de obediencia se ve sustituido por un deber más fuerte, contrario a él, el deber de desobediencia civil. Cómo se articula este deber y cómo se resuelven las contradicciones en él implícitas es algo que dio lugar a una literatura muy extensa y controvertida. Hasta los años setenta era prácticamente desconocida en el viejo continente. En nuestro país Jorge Malem hizo una síntesis admirable de ella. Es preciso diferenciarla con claridad de algunos parientes próximos, como la violación delictiva de normas, la resistencia política o la objeción de conciencia. Y ponerla en relación con lo que parecen ser sus antónimos, el acatamiento acrítico a la ley por el ciudadano y la obediencia debida del inferior jerárquico. No es sencillo muchas veces. Y seguramente su expresión más paradójica e interesante es la desobediencia civil mantenida en el plano del derecho como una suerte de rebelión en favor del derecho mismo.

En los sistemas constitucionales de las sociedades abiertas puede darse una desobediencia civil para proteger el derecho frente a las actuaciones de un Gobierno que lo ignora. La paradoja aquí estriba en que se desobedece el derecho para reclamar obediencia al derecho mismo. Cuando un Gobierno en principio legítimo empieza a operar al margen del derecho que le presta su legitimidad, la obediencia que se le debe como Gobierno legítimo cede ante la ilegalidad de sus actos, y el ciudadano puede desobedecerlo apelando precisamente al derecho superior que da a ese Gobierno su fundamento. En la guerra del Vietnam, los jóvenes desobedecían la ley de reclutamiento alegando que el Gobierno estaba produciéndose al margen de la Constitución.

Esta me parece ser a mí también la situación con que podemos encontrarnos en Cataluña. Un Gobierno legítimo está dando pasos deliberados para situarse fuera de la Constitución y del Estatut. Eso es lo que llaman muy expresivamente “desconexión”. Pero en términos jurídicos, desconexión no puede significar sino abandono de la legalidad. Y si se tolera pasivamente ese abandono, todos aquellos que están sometidos a las normas de ese Gobierno corren el riesgo de perder inmediatamente los derechos y las garantías de que les provee la legalidad constitucional y estatutaria ignorada. Es un supuesto claro en el que rige la idea de desobediencia civil: apelar al derecho anterior para desobedecer el “nuevo” derecho producido como consecuencia de esos actos ilegales. Creo que todo aquel que esté sometido a esa nueva legalidad tiene el derecho de hacerlo. Y en los términos estrictos que exige la noción de desobediencia civil: públicamente y sin violencia alguna.

Es la manera de presentar tácitamente ante la ciudadanía y ante el poder una demanda informal contra la ilegalidad del Gobierno. Sólo en la medida en que ese derecho a desobedecer civilmente se extienda más y más, las operaciones políticas del procés comenzarán a funcionar en el vacío y el proyecto colapsará por sí solo, como un edificio carente de cimentación. Todos los ciudadanos y servidores públicos de Cataluña están llamados por responsabilidad a ejercer ese derecho.

Por lo que respecta a la policía autonómica, el artículo 11 de su ley así lo reconoce, al afirmar que “en ningún caso la obediencia debida podrá amparar órdenes que entrañen la ejecución de actos que manifiestamente constituyan delito o sean contrarios a la Constitución o a las leyes”. Cuando se excluye la obediencia debida se está ya en el espacio de la desobediencia civil. Y si eso sucede con una organización armada basada en el principio de jerarquía, no parece demasiado forzado trasladar ese mismo razonamiento a funcionarios, interventores, servidores de las agencias, trabajadores públicos en general.

Si en una organización de seguridad, armada y rígida, cabe la desobediencia para esos supuestos, con mayor razón cabrá en una organización administrativa, por jerárquica que pueda ser. Cualquier servidor público está amparado por el derecho a no obedecer normas de notorio significado anticonstitucional. Y lo mismo puede decirse por lo que afecta a los actores jurídicos más relevantes, jueces, notarios, registradores, etcétera. Todos ellos, además, tienen en sus estatutos disposiciones que les autorizan para inaplicar ese nuevo derecho ilegal. Lo que quizás cabría recordarles es que han de hacerlo pública y notoriamente, dándole a sus actos todo el hondo sentido jurídico que lleva consigo la actitud de la desobediencia civil.

Y, naturalmente, los ciudadanos y sus organizaciones sociales y profesionales. Todos ellos son titulares de ese derecho a defender sus garantías y sus leyes frente a un Gobierno o un Parlamento catalán desconectado, es decir, arbitrario e ilegal. Y es también un auténtico deber moral de ciudadanía. Porque —como escribía Thoreau— si unos cuantos miles de ciudadanos dejaran, por ejemplo, de pagar sus impuestos a un Gobierno como ese, esa no sería una conducta tan injusta e ilegal como pagarlos para sostenerlo y perpetuar su arbitrariedad. Que hagan saber pública y pacíficamente que no van a sustentar un Gobierno ilegal presidido por la improvisación y el fanatismo nacionalista, que puede llevar a Cataluña a un desastre social y moral sin precedentes, concluye diciendo.



Dibujo de Enrique Flores para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3774
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)